14

Hermanos

Juntos otra vez

Mucho tiempo atrás, durante el reinado del Príncipe de los Sacerdotes de Istar, el mundo había estado regido por las fuerzas del Bien; al menos, así es como se autoproclamaban. Algunas personas cuestionaban si los prejuicios, la intolerancia, el odio y la persecución eran realmente virtudes auspiciadas por Paladine, pero el Príncipe de los Sacerdotes había ocultado estos pecados bajo exquisitas túnicas blancas hasta que ni él mismo vio la corrupción que había debajo.

El Príncipe de los Sacerdotes y sus seguidores temían a todo aquel que era distinto de ellos. Esto abarcaba una larga lista que crecía día a día, pero los hechiceros se encontraban a la cabeza. El populacho atacó a los magos de cualquier clase, tomó por asalto sus torres, incendió sus escuelas, y a ellos los lapidó o los quemó en la hoguera. Los hechiceros, con su poder, podrían haber contraatacado, pero sabían que hacerlo causaría más derramamiento de sangre. De manera que prefirieron retirarse, y abandonaron el mundo para esconderse en el único lugar que era seguro: la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth.

Y allí fue donde los magos fueron ahora también, salvo que esta vez, irónicamente, no huían de las fuerzas de la luz, sino de las fuerzas de la oscuridad.

Se dice que nunca se encuentra la Torre de Wayreth si se va buscándola. Es la torre la que encuentra a quien la busca, y si tal encuentro es beneficioso o perjudicial depende del motivo de la búsqueda. Es posible quedarse dormido en un claro herboso una noche y al despertar a la mañana siguiente hallarse rodeado por la fronda. Lo que el bosque decida hacer al intruso depende de los magos de la torre.

Todas las criaturas desconfían de la torre. Ni siquiera los dragones, sean del color que sean, vuelan por sus proximidades. El dragón negro enviado por Dalamar para que llevara a Raistlin y a Caramon rápidamente y a salvo sobre las montañas Kharolis hacia la vecindad de la torre, no quiso acercarse más que hasta la calzada.

El dragón negro aterrizó. Se lo notaba inquieto; agitaba las alas y estiraba el cuello mientras olisqueaba el aire y, por lo visto, no encontraba ningún olor de su agrado. Arañó el suelo con las garras y miró a Raistlin solicitando su permiso, ansioso por partir, pero con cuidado de no mostrarse irrespetuoso con el archimago. Caramon ayudó a su hermano a desmontar y retiró los dos petates. El dragón alzó la cabeza, mirando el cielo con expresión anhelante.

—Tienes permiso para marcharte —le dijo Raistlin al reptil—, pero no vayas muy lejos. Ten vigilada esta calzada; porque, si no encontramos lo que hemos venido a buscar, volveremos a necesitar tu servicio.

El dragón inclinó la cabeza; sus ojos centellearon. Extendió las negras alas e, impulsándose con las patas traseras, se remontó y voló en dirección norte.

—¡Puag! —protestó Caramon, que hizo un gesto de asco y tiró los dos petates al suelo—. ¡Qué olor! Es como un cadáver descompuesto. Me recuerda la vez que estuvimos en Xak Tsaroth, cuando la hembra de dragón negro te capturó y habría acabado con todos nosotros si no hubiera sido por Goldmoon y la Vara de Cristal Azul.

—¿De veras? No me acuerdo —comentó el archimago con aparente desinterés. Se inclinó y rebuscó en su petate, del que sacó dos o tres saquillos que él mismo había guardado antes de partir de Solace, y se los colgó del cinturón. Caramon lo observaba atónito.

—¿No te acuerdas de Bupu y del Gran Bulp, y que Riverwind murió y volvió a la vida y…?

Raistlin estaba parado en la polvorienta calzada mirando hacia un campo de trigo seco y agostado. Estuvo observando largo rato, con atención, buscando algo y, aparentemente, no encontrándolo. Frunció el entrecejo y sacudió la cabeza, apretando los labios.

—Tiempo —musitó—. ¡El tiempo se nos escapa! ¿Qué estarán haciendo esos necios?

—¿No recuerdas Xak Tsaroth? ¿Nada de lo que pasó? —persistió Caramon.

El archimago se volvió hacia su hermano.

—¿Qué decías? Oh, la guerra. —Se encogió de hombros—. Recuerdo algo, ahora que lo mencionas, pero es como si todo le hubiera ocurrido a otra persona, no a mí.

El hombretón miraba a su gemelo con tristeza e inquietud. Raistlin volvió a encogerse de hombros y le dio la espalda.

—Tenemos otros problemas más acuciantes, querido hermano. El bosque no está aquí.

—Tengo la impresión de que nunca está cuando lo necesitas —rezongó Caramon—. Haz como si no nos interesara y ya verás cómo aparece justo delante de nosotros. Me pregunto si habrá algún arroyo que no se haya secado. Tengo que quitarme la pringue de dragón de las manos antes de que vomite. —Miró a su alrededor.

»Quizás en aquella arboleda que hay allí. ¿La ves, Raistlin? Cerca del sauce gigante. Los sauces crecen donde hay humedad. ¿Vamos hacia allí?

—Por lo visto, tanto da una dirección como otra —gruñó Raistlin de muy mal humor.

Los dos abandonaron la calzada y echaron a andar a través del campo, pero no era un camino fácil. Los tallos de trigo seco y muerto que sobresalían del abrasado suelo se clavaban a través de las suelas de cuero de las botas de Caramon y rasgaban el repulgo de la túnica de Raistlin. El calor de la tarde, ya avanzada, era asfixiante; el sol caía a plomo, inclemente. El polvo que levantaban sus pasos flotaba hasta sus rostros, haciendo que Caramon estornudara y que Raistlin empezara a toser, lo que lo obligó a apoyarse en el brazo de su hermano para mantenerse en pie.

—Espera aquí, Raist —indicó finalmente el hombretón cuando todavía estaban a menos de mitad de camino de la arboleda—. Iré yo.

Raistlin, sin dejar de toser, sacudió la cabeza y aferró con fuerza el brazo de su gemelo.

—¿Qué pasa? —preguntó Caramon, preocupado.

El archimago apenas podía respirar, pero consiguió contestar:

—¡Chist! He oído… algo.

—¿Qué? —Caramon miró a su alrededor rápidamente—. ¿Dónde?

—Voces. En la arboleda. —Raistlin inhaló aire y se atragantó.

—Estás tragando demasiado polvo —dijo su gemelo, preocupado—. ¿Qué hacemos? ¿Regresamos?

—No, hermano. Eso parecería sospechoso. Hemos hecho más ruido que un ejército de enanos, así que ya nos han visto y nos han oído. Ahora nos toca a nosotros, y quiero echar un vistazo a quienes quiera que nos observan.

—Probablemente sea el labrador propietario de este campo —repuso Caramon al tiempo que se llevaba la mano hacia el costado de manera furtiva. Con disimulo, soltó la presilla que sujetaba la espada a la vaina.

—¿Y para qué iba a venir aquí? ¿Para cosechar el trigo muerto? —preguntó Raistlin, sarcástico—. No. Tiene que haber una razón para que el bosque de Wayreth nos eluda cuando sabe que necesitamos entrar con urgencia. Creo que éste es el motivo.

—Ojalá tuvieras tu magia —gruñó Caramon mientras avanzaba trabajosamente por el campo reseco—. Ya no soy el espadachín de antaño.

—No importa. De poco te serviría tu espada con éstos. Además, no estoy indefenso, y había previsto que topáramos con dificultades. —Mientras hablaba, Raistlin metió la mano en uno de los saquillos—. Ah, tenía razón. Mira en la sombra de aquellos árboles.

Caramon se volvió y estrechó los ojos.

—Mi vista tampoco es tan buena como solía. ¿Quiénes son?

—Caballeros de la Espina, los hechiceros grises de Takhisis. Hay seis.

—¡Maldición! —juró el posadero en voz baja—. ¿Qué hacemos?

Miró a su hermano, que se estaba echando la capucha negra más hacia adelante para cubrirse bien el rostro.

—Utilizar el cerebro en lugar de los músculos, lo que significa que mantengas cerrada la boca y dejes que sea yo quien hable.

—Claro, Raist. —Caramon sonrió—. Igual que en los viejos tiempos, ¿eh?

—Más de lo que imaginas, querido hermano —dijo el archimago suavemente—. Más de lo que imaginas.

Los dos siguieron caminando, Raistlin apoyado en el brazo de Caramon, pero en el que no utilizaba para manejar la espada. Entraron en la arboleda.

Los Caballeros Grises los estaban esperando. Se levantaron de la hierba en la que estaban sentados y formaron un semicírculo que casi de inmediato se cerró alrededor de los gemelos.

Raistlin alzó la cabeza y simuló estar sorprendido.

—Vaya, saludos, hermanos. ¿De dónde salís?

Soltándose del brazo de Caramon, Raistlin metió las dos manos debajo de las mangas de sus negros ropajes. Los magos se pusieron tensos; pero, como el archimago no hizo ningún gesto sospechoso y se había dirigido a ellos con el término «hermanos», los caballeros se relajaron hasta cierto punto.

—Saludos, Túnica Negra —dijo una hechicera—. Soy la Señora de la Noche Lillith. ¿Qué os trae por aquí?

—Lo mismo que a vosotros, imagino —respondió Raistlin con tono agradable—. Busco entrar en el bosque de Wayreth.

Los Caballeros Grises intercambiaron miradas ceñudas. La Señora de la Noche, que obviamente era su cabecilla, dijo:

—Nos enteramos de que Dalamar el Oscuro había convocado un Cónclave de Hechiceros, y esperábamos poder asistir a él.

—Y deberíais hacerlo —contestó Raistlin—. En él oiríais cosas que os dejarían atónitos y recibiríais algunas advertencias oportunas… si estuviérais dispuestos a escuchar. Sin embargo, dudo que ésa sea la verdadera razón por la que queréis asistir al Cónclave. ¿Cuántos de vuestros hermanos están ocultos por los alrededores? —Miró en derredor con interés—. ¿Veinte? ¿Un centenar? ¿Es esa cifra suficiente, crees tú, para tomar la torre?

—Te equivocas al atribuirnos ese propósito —repuso la Señora de la Noche sin inmutarse—. No representamos ninguna amenaza para vosotros… nuestros colegas, hermano.

Lillith hizo una inclinación con la cabeza que fue respondida de igual modo por Raistlin. La Señora de la Noche reanudó la conversación sin apartar su penetrante mirada del archimago ni un momento, intentando ver el rostro oculto en las sombras de la capucha.

—¿Qué querías decir con advertencias oportunas? ¿Advertencias sobre qué?

—Sobre un peligro inminente. Una destrucción total. Una muerte segura —respondió Raistlin fríamente.

La Señora de la Noche lo observó fijamente, sobresaltada, y luego se echó a reír.

—¿Osáis amenazarnos? ¿A nosotros, los dirigentes de Ansalon? Qué divertido. Díselo a Dalamar, cuando lo veas.

—No es una amenaza. Es la verdad. Y no soy un enviado de Dalamar. Caramon, ¿qué haces plantado ahí, embobado? Venías a coger agua, así que ve por ella.

—¡Caramon! —repitió la Señora de la Noche mientras se volvía hacia el hombretón para mirarlo—. ¿Caramon Majere?

—Ése soy yo —confirmó el posadero con gesto sombrío, tras echar una ojeada insegura a su hermano.

Saltaba a la vista que era reacio a alejarse, pero hizo lo que le habían mandado, aunque asegurándose de no dar la espalda a los Caballeros Grises. Caminando de lado, descendió por la cuesta del cerro hacia el arroyo, que era poco más que un reguero de agua salobre. Cogió el odre y se inclinó para llenarlo.

Raistlin, privado del apoyo de su hermano, se acercó al sauce gigante y se recostó en él.

—Caramon Majere, denominado Héroe de la Lanza —dijo la Señora de la Noche, cuya mirada volvió hacia Raistlin—. Y viajando en compañía de un Túnica Negra. Qué extraño.

El archimago sacó las manos de las mangas y se retiró la capucha.

—No es tan extraño que unos hermanos viajen juntos.

Caramon, que no perdía de vista al grupo, tiró el odre al fijarse en su gemelo.

El rostro de Raistlin ya no tenía un tono dorado, sino cerúleo, al igual que la piel de sus manos. Sus labios estaban azulados, y los ojos con pupilas en forma de reloj de arena miraban desde unas cuencas hundidas, oscuras y verdosas.

La Señora de la Noche dio un respingo y retrocedió un paso.

—¡Raistlin Majere! ¡Por Chesmosh! —gritó—. ¡Estás muerto!

—Sí, lo estoy —dijo el archimago, susurrante—. Y, sin embargo, me tienes delante. ¡Anda, toca! —Extendió su mano delgada, de color ceniciento, hacia la Túnica Gris.

—¡No te acerques! —ordenó la mujer al tiempo que sacaba un colgante de plata tallado en forma de calavera y que llevaba colgado del cuello en una cadena también de plata. Los otros hechiceros grises manoseaban torpe y precipitadamente componentes de hechizos y rollos de pergaminos.

—Guardad vuestros juguetes mágicos —exigió Raistlin con tono desdeñoso—. No quiero haceros ningún daño. Como dije antes, vengo a comunicar una advertencia. Nuestra soberana en persona me envía.

—¿Te envía Takhisis? —preguntó la Señora de la Noche con incredulidad.

—¿Quién si no? ¿Quién más tiene el poder de vestir con carne y hueso mi espíritu privado del eterno descanso? Si sois sensatos, abandonaréis este lugar al instante y llevaréis mi aviso a lord Ariakan.

—¿Y qué se supone que tenemos que decir a milord? —Lillith, tras la impresión inicial, empezaba a recobrar la compostura, y observaba fijamente a Raistlin.

Caramon recogió el odre y lo llenó de agua con una mano mientras que mantenía la otra cerca de la empuñadura de su espada.

—Dile esto a Ariakan —empezó Raistlin—. Su victoria fue vana. Ahora, en su momento de triunfo, está en mayor peligro que nunca. Prevenidlo de que no baje la guardia, sino que la decuplique. Que mire hacia el norte, porque de allí vendrá la perdición.

—¿Del norte? ¿De los Caballeros de Solamnia? —Lillith resopló con desdén—. ¡Los que han sobrevivido se han rendido y ahora están encerrados en sus propias mazmorras! No creo que ellos…

—¿Te atreves a hacer mofa de las palabras de nuestra soberana? —siseó Raistlin, que extendió las dos manos con los puños cerrados, y luego los abrió de repente—. ¡Cuídate de su poder!

Un fogonazo de luz cegadora, acompañado de una explosión, estalló en medio de los Caballeros Grises, que levantaron los brazos para protegerse los ojos. Su cabecilla, la Señora de la Noche, perdió el equilibrio y resbaló por la ladera del cerro hasta la mitad de la cuesta. Una nube de un humo negro verdoso y maloliente se quedó suspendida en el quieto y cargado aire. Cuando el humo se disipó, a Raistlin no se lo veía por ningún lado. En donde antes había estado sólo quedaba una mancha de hierba chamuscada.

Caramon volvió a tirar el odre de agua.

Lillith se levantó del suelo; parecía estar temblorosa, aunque procuró disimular su nerviosismo. Los otros se reunieron a su alrededor, poniendo gran cuidado en no acercarse al trozo de hierba quemada.

—¿Qué hacemos, Señora de la Noche? —preguntó uno de los hechiceros.

—¡Era un mensaje de nuestra reina! Deberíamos llevarlo de inmediato a lord Ariakan —dijo otro.

—Soy consciente de ello —replicó secamente la mujer—. Dejadme pensar. —Dirigió una mirada desconfiada al punto carbonizado del claro y después volvió la vista hacia Caramon, que estaba de pie junto al arroyo, volviéndose hacia uno y otro lado, con expresión perpleja. El olor a azufre persistía en el aire.

—¿Dónde está tu hermano? —inquirió, ceñuda.

—Que me aspen si lo sé, señora —contestó el hombretón mientras se rascaba la cabeza.

Lillith lo observó larga, intensamente. Sus ojos se estrecharon.

—Creo que esto es un truco, pero —levantó la mano para acallar las protestas de sus subordinados—, truco o no, lord Ariakan tiene que ser advertido de que Raistlin Majere camina ahora por este plano mortal. Tal vez lo envió nuestra reina, o tal vez esté aquí por algún propósito propio, como ya ocurrió en el pasado. De un modo u otro, podría resultar una molestia. —Lillith miró hacia el campo de trigo, en la dirección que se creía se encontraba la Torre de Wayreth.

»Y, si Raistlin Majere ha salido del Abismo, podéis estar seguros de que su sobrino, Palin Majere, regresó con él. Ya hemos perdido demasiado tiempo aquí. Marchémonos. —Ondeando grácilmente el brazo sobre su cabeza tres veces, desapareció.

Los otros Caballeros de la Espina se apresuraron a seguirla. Echando una última y funesta mirada al trozo de hierba chamuscada, mascullaron las palabras de sus conjuros y, uno tras otro, desaparecieron.

Caramon salió chapoteando del arroyo, con los brazos extendidos ante sí y tanteando el aire.

—¿Raist? ¿Dónde estás? No… no pensarás dejarme aquí, ¿verdad? ¿Raist?

—Estoy aquí, hermano —sonó una voz matizada con una risa contenida—. Pero tienes que ayudarme.

Caramon levantó la cabeza y se llevó un susto de muerte. Era el sauce el que hablaba. Tragó saliva con esfuerzo.

—Eh… Raist…

¡Dentro del árbol, pedazo de bobo! ¡Da la vuelta hacia aquí!

Dentro… ——Caramon se apresuró a rodear el tronco por el lado donde estaba el parche de hierba quemada. Vacilante, atemorizado, apartó las largas ramas colgantes del sauce.

Una mano —una mano blanca, consumida— lo llamó con un gesto imperioso desde el inmenso tronco del árbol.

Caramon soltó un suspiro de alivio.

—¡Raist, estás vivo! Pero ¿cómo te metiste, dentro del árbol? —El hombretón estaba desconcertado.

El archimago resopló, irritado; pero, cuando habló, se notaba que se sentía muy complacido consigo mismo.

—¡En nombre de Hiddukel el Tramposo! No me digas que has picado con ese viejo truco… Ven, ayúdame, no puedo moverme, me he quedado enganchado en algo.

Caramon cogió la mano de Raistlin y sintió un gran alivio al notar que la carne estaba caliente. Siguiendo el brazo, llegó hasta su hermano, que lo miraba desde el interior del tronco hueco.

Comprendiendo por fin, Caramon soltó una ahogada risita, aunque había cierto temblor en ella.

—No me importa admitir que me diste un buen susto, Raist. ¡Y tendrías que haber visto a esos Caballeros Grises! Las túnicas de la mayoría de ellos ya no son de color gris. Espera, no te muevas, ya veo cuál es el problema. Se ha enganchado la capucha. Agacha la cabeza un poco, para que pueda meter la mano en… Un poquito más… ¡Ya está!

Raistlin salió del interior del sauce y empezó a sacudir el polvo y las telarañas pegados a su túnica, así como algunos trocitos de corteza enganchados en su blanco cabello. Caramon lo miraba enorgullecido.

—¡Ha estado genial! ¡Lo de la pintura blanca y todo lo demás! ¿Cuándo lo preparaste?

—Mientras íbamos montados en el dragón —explicó, complaciente, el archimago—. Anda, ayúdame a bajar hasta el arroyo. Tengo que quitarme esta pintura. Me empieza a picar.

Los dos descendieron hasta el cauce del arroyo, donde Caramon recogió el odre mientras Raistlin se lavaba la cara y las manos. El escalofriante tono cerúleo de carne muerta se alejó burbujeante corriente abajo.

—Fue muy efectivo, tan real que pensé que habías recuperado tus poderes —comentó Caramon.

—Quieres decir que pensaste que te había engañado cuando te dije que los había perdido —replicó Raistlin, conciso.

—¡No, Raist! —protestó el hombretón, con una locuacidad un tanto exagerada—. De verdad que no. Es sólo que… bueno… podrías haberme advertido…

Raistlin sonrió y sacudió la cabeza.

—No sabes disimular, mi querido hermano. Conque la Señora de la Noche te hubiera mirado a la cara habría descubierto el engaño. Así y todo, creo que no estaba muy convencida.

—Entonces ¿por qué no se quedó a investigar?

—Porque le he dado una excusa perfecta para marcharse con su dignidad intacta. Verás, hermano, estos Caballeros Grises estaban aquí con el propósito de atacar la Torre de Wayreth. Pensaron que podían entrar en el bosque sin ser detectados. —Raistlin levantó la cabeza y miró a su alrededor, con concentración.

»Sí, percibo la magia. Utilizaron varios conjuros en un intento de encontrar el camino para entrar, pero no tuvieron suerte. Dudo que a la Señora de la Noche le gustara la idea de volver ante Ariakan para notificarle su fracaso. Ahora son portadores de otro tipo de noticias.

—¡Lo sabías todo! —Caramon estaba admirado—. ¿Incluso antes de venir?

—Desde luego que no —contestó Raistlin, que tosió un poco—. Vamos, no nos quedemos parados aquí, ayúdame a subir el cerro. Sabía que encontraríamos problemas en el camino, así que vine preparado, eso es todo. Como estaba enterado por Palin de algunas de las leyendas más interesantes que se cuentan de mí, decidí que no sería difícil sacar provecho de la situación. Un poco de pintura blanca en las manos y en la cara, una pizca de carboncillo en polvo y otro poco de la pasta de pistachos de Tika alrededor de los ojos, un puñado de pólvora detonante, y ¡hete aquí! El Hechicero Muerto del Abismo.

—Podría haberlo entendido todo, salvo el numerito de la desaparición. Eso fue lo que me dejó pasmado. —Caramon ayudó a su hermano a subir el pequeño cerro.

—Ah, ése fue un toque imprevisto. —Raistlin regresó junto al sauce y señaló el interior del árbol—. No tenía pensado hacerlo, pero cuando me apoyé en el tronco noté una gruesa grieta. Eché un vistazo por ella y descubrí que una parte del tronco estaba hueca. Dentro hay pruebas de que los niños del lugar lo han usado como una casa de árbol. Me fue fácil meterme de un salto aprovechando la cobertura de la explosión y el humo. Mucho más fácil que salir, desde luego.

—En fin, lo único que puedo decir es que eres… ¿Qué demonios…? ¿De dónde infiernos ha salido?

Caramon, que había estado inclinado para mirar dentro del sauce, se volvió y casi se dio de bruces con un roble gigantesco que no estaba allí unos instantes antes. Miró a su izquierda y se encontró con otro roble, y a su derecha había otro. El campo de trigo agostado y muerto, incluso el somero arroyo, habían desaparecido. Se encontraban dentro de un vasto y oscuro bosque.

—Calma, hermano. ¿Tantos años han pasado que lo has olvidado? —Raistlin volvió a meter las manos en las mangas de la túnica—. El bosque de Wayreth nos ha encontrado.

Los árboles se apartaron y apareció una senda que se internaba más en el corazón de la fronda.

Caramon dirigió una mirada sombría al bosque. Ya había recorrido esa senda con anterioridad, y varias veces. Los recuerdos que le traía no eran felices.

—Hay una cosa que no entiendo, Raist. Los Caballeros Grises se rieron de tu advertencia, y lo mismo hará lord Ariakan, así que no combatirán a nuestro lado…

—Lo harán, hermano —afirmó el archimago, suspirando—. Verás, ya no hay distintos bandos. O luchamos todos juntos, o morimos todos.

Los dos guardaron un momento de silencio. El susurro de las hojas en los árboles sonaba preocupado, inquieto. No se escuchaban los silbidos de los pájaros.

—En fin —dijo Caramon, que agarraba su espada fuertemente y observaba el bosque encantado con abatimiento—, supongo que más vale que sigamos adelante.

—Entraré solo, Caramon. Tú regresa a casa —le dijo Raistlin, poniendo una mano sobre su brazo.

—¿Y dejarte? —El hombretón se mostraba inflexible—. No, no pienso…

—Hermano, estás cayendo de nuevo en tus viejas costumbres —lo reconvino con afecto el archimago—. Te agradezco que me hayas escoltado hasta aquí, pero ya no te necesito. —Sus dedos apretaron el brazo de su gemelo—. Tu puesto está junto a tu familia, y con la gente de Solace. Tienes que volver y prepararlos para enfrentarse a lo que se avecina.

—No lo creerán —dijo Caramon francamente—. No estoy seguro de creerlo ni yo.

—Ya se te ocurrirá algo, hermano. —El archimago tosió un poco y se limpió los labios con un pañuelo blanco—. Tengo fe en ti.

—¿De veras? —Caramon enrojeció de placer—. ¿Sabes? Quizá podría hacer correr el rumor de que estoy organizando un movimiento de resistencia, y entonces los…

—Sí, sí —lo interrumpió Raistlin—. Pero ten cuidado para no acabar colgando de una soga acusado de rebelión. Tengo que marcharme ahora; ya he perdido demasiado tiempo. El dragón estará esperándote y te llevará de regreso sano y salvo.

Caramon no parecía muy convencido, pero conocía demasiado bien a su gemelo como para discutir con él.

—¿Volverás tú después, Raist? —preguntó con ansiedad.

El archimago hizo una pausa y lo consideró.

—No puedo prometértelo —contestó al cabo mientras sacudía la cabeza.

Caramon abrió la boca para engatusarlo, reparó en la mirada centelleante de su gemelo, y la cerró sin decir nada. Asintió con la cabeza, carraspeó y se echó su petate al hombro.

—Cuidarás de Palin, ¿verdad? —preguntó con voz ronca.

Raistlin esbozó una sonrisa torva, los labios apretados en una fina línea.

—Sí, hermano mío. Eso sí te lo prometo.