5

Promesa hecha

Promesa cumplida

Steel distribuyó sus tropas detrás y a cada lado de la enorme máquina de asedio. Los cafres eran diestros arqueros; sus arcos eran tan largos que superaban la altura de la mayoría de los humanos, y disparaban unas flechas extrañas que hacían un espeluznante ruido silbante durante el vuelo. Steel utilizaba a sus arqueros para mantener las almenas despejadas de defensores, permitiendo que la máquina de asedio hiciera su trabajo sin interrupciones.

La estrategia funcionó casi al ciento por ciento, a excepción de un pequeño grupo de caballeros que se mantuvieron en sus puestos con inflexible determinación, rechazando los ataques de los draconianos desde arriba y desviando las flechas que los cafres les disparaban desde abajo. Resultaron ser una molestia para la máquina de asedio: vertían aceite hirviente sobre ella, y estuvieron a punto de prenderle fuego; arrojaban grandes piedras, una de las cuales aplastó la cabeza de un mamut, convirtiéndola en una masa sanguinolenta; y utilizaban sus propios arqueros con mortífera precisión.

Mucho después de que otros defensores hubieran cedido o hubieran muerto, estos caballeros siguieron resistiendo. A pesar de que el retraso lo irritaba, Steel los saludó a ellos y a su comandante por su coraje y bravura. De no ser por este grupo, el ariete habría echado abajo los portones a media tarde.

Finalmente, como era inevitable, el ariete hizo su trabajo, reventando las pesadas puertas de madera. Steel reunió a sus tropas y se disponía a entrar cuando el jefe de especialistas —tras echar un rápido vistazo al interior— regresó corriendo para informar.

—Hay un maldito rastrillo obstruyendo la entrada. —El técnico se tomaba el inesperado obstáculo como una ofensa personal—. No estaba indicado en el mapa de lord Ariakan.

—¿Un rastrillo? —Steel frunció el entrecejo, intentando recordar. Había entrado en la torre por este mismo sitio cinco años atrás, y tampoco recordaba haber visto un rastrillo. Pero sí le vino a la memoria que por aquel entonces se estaba llevando a cabo algún tipo de construcción—. Al parecer lo han incorporado a las defensas. ¿Puedes echarlo abajo?

—No, señor. No hay hueco suficiente en la muralla para que entre la máquina. Esto sería trabajo para un hechicero, señor.

Steel envió a un mensajero para que informara a lord Ariakan. Ahora no podían hacer nada, salvo esperar.

Recordó el día en que había cruzado estas puertas, cuando bajó a la Cámara de Paladine para presentar sus respetos a la memoria de su padre. El cuerpo de Sturm Brightblade estaba tendido sobre el sepulcro, incorrupto, según algunos, gracias a la magia de la joya elfa que el caballero llevaba colgada al cuello. La espada de los Brightblade estaba firmemente prendida en sus frías manos. Admiración por el coraje y la valentía del hombre muerto, pena de no haberlo conocido, la esperanza de ser como él… Todas estas emociones habían conmovido el alma de Steel, despertando su veneración y su amor. Su padre había correspondido a ese amor dando a su hijo los únicos regalos que podía darle: la joya y la espada; regalos sobrenaturales, benditos y malditos por igual. A pesar de que el sol de media tarde caía a plomo, Steel se estremeció ligeramente.

«Ten cuidado, joven. Una maldición caerá sobre ti si descubres la verdadera identidad de tu padre. ¡Déjalo estar!».

Era la advertencia que lord Ariakan le había hecho cuando Steel era todavía un muchacho. La advertencia se había convertido en realidad. La maldición había caído como un hacha y había partido en dos el alma de Steel. Aun así, también había sido una bendición. Tenía la espada de su padre y un legado de honor y coraje.

Ahí arriba, en aquellas almenas que habían sido defendidas con semejante bravura y tenacidad, la sangre de su padre teñía las piedras. La sangre de su hijo teñiría las piedras del patio. Uno, defensor; el otro, conquistador. Y, sin embargo, parecía eminentemente apropiado.

El mensajero regresó, trayendo con él a tres Caballeros de la Espina. Ninguno de ellos, advirtió Steel con alivio, era la hechicera gris que lo había acusado.

Steel reconoció a su comandante, un Señor de la Espina. El hombre estaba en la madurez, había combatido en la Guerra de la Lanza, y era el mago personal de Ariakan. Estaba acostumbrado a trabajar con soldados, a compaginar la espada con la magia.

Señaló despreocupadamente la entrada de la torre y gritó para hacerse oír sobre el fragor de la batalla:

—Milord nos ha ordenado que removamos las defensas que hay dentro. Necesitaré que tus tropas nos protejan mientras trabajamos.

Steel situó a sus hombres en posición. El hechicero mayor y sus ayudantes ocuparon sus posiciones en la retaguardia. Una nube de polvo que se levantó detrás de ellos indicó que el segundo ejército de asalto se estaba colocando en formación, listo para entrar cuando el camino estuviera despejado.

El Señor de la Espina hizo un gesto con la mano.

Steel levantó su espada en un saludo a su reina. Con un resonante grito de guerra, condujo a sus hombres, seguidos por los hechiceros grises, al interior de los destrozados portones de la Torre del Sumo Sacerdote.

El rastrillo de hierro se interponía entre los caballeros y el patio central. Los defensores dispararon una mortífera andanada de flechas desde el otro lado, a través de las barras del rastrillo.

Veterano en vérselas con este tipo de defensas, el Señor de la Espina y los otros dos Caballeros Grises de rango inferior empezaron a hacer su trabajo con rapidez y eficacia. Steel, siempre algo desconfiado con la magia, los observó con atónita admiración en tanto que sus arqueros disparaban flechas a su vez a través del enrejado, obligando a los defensores a mantener las distancias.

Unas cuantas flechas, disparadas por los arqueros solámnicos, cayeron entre los hechiceros. Los dos Caballeros Grises se ocuparon de ellas. Utilizando diferentes conjuros de escudo y desintegración, consiguieron que las flechas rebotaran en una barrera invisible o se convirtieran en polvo antes de alcanzar su destino.

El Señor de la Espina, trabajando con tanta frialdad y tranquilidad como si se encontrara en su propio laboratorio, sacó de su bolsillo un frasco grande que contenía lo que parecía ser agua. Sosteniendo el recipiente en la mano, echó dentro un pellizco de tierra, puso el tapón otra vez, y empezó a entonar unas palabras en el enrevesado lenguaje de la magia. Volvió a destapar el frasco mientras todavía pronunciaba el hechizo, y vació su contenido en el muro de piedra donde estaba montado el rastrillo.

El agua se deslizó por la piedra en reguerillos. El hechicero se guardó el recipiente vacío en el bolsillo, con cuidado, dio una palmada y, al instante, el muro empezó a disolverse, la piedra tornándose mágicamente en barro.

Terminada su labor, el Señor de la Espina metió las manos entre las mangas de la túnica y retrocedió.

—Echadlo abajo —le dijo a Steel.

El caballero ordenó a tres de los cafres más corpulentos que se adelantaran. Los bárbaros apoyaron los hombros en el rastrillo y, tras dos o tres empellones, arrancaron la reja de sus anclajes y la derribaron.

El Señor de la Espina, que parecía aburrido, reunió a sus ayudantes.

—A menos que me necesites para alguna cosa de importancia, regresaré al lado de mi señor.

Steel asintió con la cabeza. Agradecía la ayuda de los hechiceros, pero no lamentó verlos partir.

—Avisadme cuando la torre haya caído —añadió el mago—. Se supone que tengo que forzar la puerta de la tesorería.

Se marchó, con sus ayudantes yendo tras él presurosos. Steel ordenó a sus hombres que dejaran arcos y flechas y desenvainaran espadas y dagas. De ahora en adelante, el combate sería cuerpo a cuerpo. Detrás se oyó gritar órdenes. El segundo ejército de asalto se preparaba para avanzar.

Steel condujo a sus hombres saltando sobre los portones destrozados, por debajo del barro goteante y por el pasadizo que daba al patio central de la Torre del Sumo Sacerdote. Detuvo a sus tropas al final del pasaje.

El patio estaba desierto.

Steel sintió inquietud. Había esperado encontrar resistencia.

Tras los gruesos muros de la torre todo estaba tranquilo, silencioso; demasiado silencioso.

Esto era una trampa.

No estando acostumbrados a atacar fortificaciones, los cafres habrían salido corriendo a descubierto con inconsciente despreocupación. Steel bramó una orden con voz ronca, y tuvo que repetirla dos veces antes de conseguir que los cafres comprendieran que debían esperar a que les diera la señal de avance.

Steel estudió la situación cuidadosamente.

El patio tenía forma de cruz. A la derecha de Steel había dos puertas de hierro, adornadas con el símbolo de Paladine, que conducían más al interior de la fortaleza. En el extremo opuesto de la cruz había otro rastrillo, pero Steel no pensaba dejarse engañar con eso. El corredor conducía a la Trampa de Dragones, un truco ya viejo en lo que concernía a los Caballeros de Takhisis.

A cada lado del rastrillo había dos escaleras que bajaban desde las almenas. Steel miró intensamente aquellas escaleras. Ordenó a los cafres que guardaran silencio y escuchó con atención; le pareció oír un suave rasponazo, como si una armadura se hubiera rozado contra la piedra. Así que ahí era donde estaban escondidos. Los haría salir a descubierto, y sabía exactamente cómo hacerlo.

Señaló las puertas de hierro a su derecha, las que lucían los símbolos del martín pescador y la rosa, e impartió órdenes en voz alta.

—Echad abajo esas puertas. Bajando la escalera que hay detrás están las tumbas en las que reposan los cuerpos de los malditos Caballeros de Solamnia. Nuestras órdenes son saquear la cripta.

Varios cafres se lanzaron hacia las puertas, las empujaron con sus corpachones, y golpearon la cerradura con sus espadas. Steel entró en el patio pavoneándose, con aires de gran conquistador e indiscutible señor de la torre. Se quitó el yelmo, pidió un odre de agua, y echó un buen trago. Los cafres entraron tras él, agolpándose, riendo y parloteando en su lengua. Cogieron las antorchas de los hacheros de las paredes y abuchearon a sus compañeros por ser tan lentos haciendo su trabajo; los que querían derribar las puertas no estaban teniendo mucho éxito.

Steel no había esperado en ningún momento que lo consiguieran. No había recibido orden de saquear la cripta, y tampoco tenía intención de permitir que los bárbaros accedieran a aquel venerado recinto. Pero su estratagema funcionó. Se había acercado más a las escaleras, y ahora podía oír claramente el tintineo de metal contra metal, e incluso un quedo murmullo de indignación que fue acallado rápidamente.

Siguiendo con la comedia, simuló no haber oído nada y fue a reprender a los cafres.

—¡Alfeñiques! —bramó Steel—. ¿Es que voy a tener que llamar a los hechiceros cada vez que nos encontremos con una puerta? ¡Me iría mejor si dirigiera un ejército de gullys! Arrimad la espalda en…

Un estruendo, el entrechocar de armas y un repentino grito a su izquierda indicaron a Steel que los defensores habían dejado su escondite y estaban atacando.

Un contingente de Caballeros de Solamnia irrumpió en medio de la tropa de bárbaros. Lo rápido y repentino de su ataque sorprendió incluso a Steel. Varios de los cafres cayeron muertos antes de que tuvieran ocasión de levantar sus espadas.

Al parecer, los caballeros tenían un comandante capacitado e inteligente. No atacaron atropelladamente, sino con precisión, formando una cuña que penetró en el grueso de la tropa de Steel, dividiendo a los hombres mientras que ellos mantenían una unidad compacta. Con el segundo ejército de asalto entrando por el acceso principal, la fuerza de Steel no tenía adonde ir, estaba atrapada en el patio.

Había previsto esto, desde luego. No esperaba ganar la batalla, pero al menos el segundo ejército de asalto encontraría despejado el camino.

Steel dejó que sus hombres hicieran frente a lo más recio del ataque. Su responsabilidad era encontrar al hábil e inteligente comandante, quizás el mismo hombre que había combatido con tanta determinación en las almenas, y eliminarlo.

«Corta la cabeza y el cuerpo caerá», era una de las máximas de Ariakan.

Steel se puso de nuevo el yelmo, bajó la visera, y se abrió camino a empujones entre sus hombres. Apartó espadas con golpes certeros y se paró para luchar cuando se vio obligado a hacerlo, pero su propósito seguía siendo localizar al oficial al mando, algo que no resultaba fácil. Todos los caballeros llevaban armaduras, la mayoría de ellas abolladas y manchadas de sangre. Le costaba trabajo distinguir a unos de otros.

Combatiendo en medio del tumulto, Steel oyó levantarse por encima del estrépito una voz imperiosa que impartía nuevas órdenes. Ésta vez, Steel vio al comandante.

No llevaba yelmo, quizá para que sus órdenes pudieran ser oídas claramente. Tampoco iba con armadura completa; sólo llevaba un peto sobre el coselete de cuero. Steel no veía el rostro del comandante, ya que éste daba la espalda al caballero. El cabello castaño rojizo con mechones grises indicaba que era mayor, un veterano de muchas batallas, indudablemente.

Parte del peto del hombre colgaba suelto, pues una de las correas de cuero había sido cortada, y dejaba su espalda parcialmente expuesta. Pero Steel prefería la muerte antes que atacar a nadie por detrás.

Abriéndose paso entre dos hombres enzarzados en combate, Steel llegó hasta el comandante y le puso la mano en el hombro para atraer su atención.

El comandante se giró veloz sobre sí mismo para ponerse de cara a su oponente. El rostro barbudo del hombre estaba cubierto de sangre. Su cabello enmarañado, húmedo de sudor, le caía sobre los ojos. Una hormigueante sacudida conmocionó brevemente a Steel. Algo dentro de él le decía que conocía a este hombre.

—¡Semielfo! —exclamó, dando un respingo.

El hombre frenó su ataque, retrocedió y miró a Steel fijamente, con desconfianza.

El caballero estaba furioso por la mala pasada que el destino le había jugado, pero su honor le impedía luchar contra este hombre que en una ocasión le había salvado la vida.

Con un gesto rabioso, Steel se levantó la visera.

—Me conoces, Tanis el Semielfo. No combatiré contra ti, pero puedo pedirte, y te exijo, que te rindas.

—¿Steel? —Tanis bajó la espada. Estaba sorprendido por este encuentro, si bien, en cierto modo, no estaba sorprendido en absoluto—. Steel Brightblade…

Un joven Caballero de Solamnia, que estaba cerca de Tanis, pasó veloz junto al semielfo con una lanza apuntada al rostro desprotegido de Steel.

Steel levantó el brazo para frenar el golpe, resbaló en un charco de sangre, y cayó al suelo. Su espada —la espada de su padre— salió volando de su mano. El joven solámnico se le echaba encima.

Steel intentó incorporarse desesperadamente, pero la pesada armadura le impedía cualquier movimiento rápido. El Caballero de Solamnia enarboló la lanza, dispuesto a hundir su punta en el cuello de Steel. De repente, la lanza y el caballero desaparecieron del campo de visión de Steel.

Tanis se inclinó sobre él y le ofreció una mano para ayudarlo a levantarse.

El orgullo lo instaba a rechazar la ayuda de un enemigo, pero el sentido común y la Visión lo urgieron a aceptar la mano de Tanis, aunque lo hizo a regañadientes.

—De nuevo te debo la vida, semielfo —dijo con amargura una vez que estuvo de pie.

—No me des la gracias —replicó, sombrío, Tanis—. Le hice una promesa a tu…

Los ojos del semielfo se abrieron desmesuradamente y una mueca de dolor contrajo su rostro. Se dobló hacia adelante al tiempo que lanzaba en gemido.

Uno de los cafres, situado detrás del semielfo, liberó su ensangrentada espada de un tirón.

Tanis se tambaleó; las rodillas se le doblaron.

Steel cogió al semielfo y lo tumbó en el suelo con toda clase de cuidados. Sosteniéndolo entre sus brazos, Steel notó el cálido flujo de la sangre en sus manos.

—Semielfo, no fui yo quien te hirió. ¡Lo juro! —dijo con apremio.

Tanis alzó la vista hacia él e hizo un gesto de dolor.

—Lo… sé —musitó, y sonrió con sorna—. Eres un… Brightblade.

Se puso rígido, dio un respingo, e inhaló aire trabajosamente. Un hilo de sangre escurrió entre sus labios. Su mirada se apartó de Steel, intentando enfocarse en algo, detrás del caballero negro.

—Sturm… —Sonrió—. He mantenido mi promesa.

Soltando un suave suspiro, como si agradeciera la ocasión de descansar, Tanis cerró los ojos y murió.

—¡Semielfo! —gritó Steel, aunque sabía que no obtendría respuesta—. Tanis…

Steel fue consciente en ese momento de que un Caballero de Solamnia estaba de pie junto a él. El caballero contemplaba el cadáver tendido a sus pies con una expresión de intenso dolor, angustia y pena.

El Caballero de Solamnia no llevaba yelmo, ni tampoco armas. Su armadura era una antigualla. No dijo nada, ni hizo ningún movimiento amenazador. Sus ojos se volvieron hacia Steel y lo miraron con una intensa expresión en la que había tristeza y también un gran orgullo.

Steel supo entonces quién estaba de pie a su lado. No era un sueño. Ni una visión. O, si lo era, su imaginación daba al sueño forma y consistencia.

—¡Padre! —musitó.

Sturm Brightblade no dijo nada. Se inclinó, cogió el cuerpo de Tanis el Semielfo, lo levantó en sus brazos, y, dándose media vuelta, echó a andar despacio, con pasos mesurados, fuera del patio.

El sonido de gritos desafiantes y armas entrechocando sacó a Steel de su estupor. Las puertas de hierro, marcadas con el símbolo de Paladine, se abrieron de golpe. Una nueva fuerza de Caballeros de Solamnia entraron en tropel en el patio, viniendo en ayuda de sus compañeros. Un caballero gritó que Tanis el Semielfo estaba muerto; otro caballero juró por Paladine que vengaría su muerte. Señalaron a Steel.

Steel recogió su espada, que había quedado tirada en el suelo, y se dirigió a su encuentro.