1
Advertencia
Se reúnen tres
Tanis tiene que elegir
Tanis se encontraba en las almenas más altas de la Torre del Sumo Sacerdote, observando desde ellas la calzada desierta que conducía a la ciudad de Palanthas. Recorría aquella calzada mentalmente, llegaba a la ciudad, imaginaba el desorden y la inquietud reinante.
El rumor de la proximidad del enemigo en marcha había llegado a la urbe al despuntar el día. Ahora era mediodía. La gente habría cerrado tiendas y puestos, habría salido a la calle para escuchar ávidamente cualquier rumor que corriera entre la población, cuanto más descabellado, más verosímil.
Por supuesto, el Señor de Palanthas tendría preparado su discurso para aquella noche. Saldría al balcón, leería sus notas, recordaría al populacho que la Torre del Sumo Sacerdote se encontraba entre ellos y el enemigo. Luego, tras estas palabras tranquilizadoras, volvería dentro para cenar.
Tanis resopló.
—¡Ojalá viniera alguien a tranquilizarme a mí!
Y acudió alguien, pero no llevó ni alivio ni consuelo. Tampoco llegó por la calzada, sino que lo hizo por un camino mucho menos convencional.
Tanis acababa de recorrer la almena hacia el este y estaba a punto de volver sobre sus pasos, cuando casi se chocó con un hechicero vestido de negro que se interponía en su camino.
—¿Qué demonios…? —Tanis se agarró al repecho de la muralla para recobrar el equilibrio—. ¡Dalamar! ¿De dónde…?
—Vengo de Palanthas por los caminos de la magia y no tengo tiempo para escuchar tus balbuceos. ¿Estás al mando aquí?
—¿Yo? ¡Cielos, no! Sólo estoy…
—Entonces llévame ante quien lo esté —dijo el hechicero con impaciencia—. Y di a estos necios que enfunden sus espadas antes de que las convierta en charcos de metal fundido.
Varios caballeros que montaban guardia en las almenas habían desenvainado sus espadas y rodeaban al elfo oscuro.
—Guardad las armas —ordenó Tanis—. Éste es lord Dalamar, de la Torre de la Alta Hechicería. Es muy capaz de cumplir su amenaza, y vamos a necesitar todas las espadas que podamos conseguir. Que uno de vosotros vaya a buscar a sir Thomas y le diga que solicitamos una entrevista con él de inmediato.
—Tienes razón en lo de necesitar espadas, semielfo —comentó Dalamar mientras caminaban a lo largo de las almenas, dirigiéndose hacia el interior de la fortaleza—. Aunque mi opinión es que lo que necesitáis de verdad es un milagro.
—Paladine nos proporcionó algunos en el pasado —contestó Tanis.
El hechicero echó un vistazo en derredor a la torre.
—Sí —dijo—, pero no veo a ningún viejo mago distraído farfullando acerca de su conjuro de bolas de fuego y preguntando dónde ha puesto su sombrero. —El hechicero hizo un alto y se volvió hacia Tanis.
»Llegan tiempos oscuros. No tendrías que estar aquí, amigo mío. Deberías marcharte, regresar a tu casa, con tu esposa. Puedo ayudarte a hacerlo, si quieres. Dímelo y te enviaré allí al instante.
—¿Tan malas son las noticias que traes? —Tanis miraba fijamente al elfo oscuro.
—Lo son, semielfo —respondió quedamente Dalamar.
—Esperaré a escucharlas y luego decidiré —dijo Tanis al tiempo que se rascaba la barba.
—Como quieras. —Dalamar se encogió de hombros y echó a andar otra vez, con prisa, sus ropajes negros ondeando en torno a sus tobillos. Los pocos caballeros con los que se cruzaron dirigían al hechicero miradas funestas y se apartaban con premura.
Tanis entró en la antesala del consejo. Una escolta de caballeros armados les salió al paso.
—Busco a sir Thomas —dijo Tanis.
—Y él os busca a vos, milord —contestó el comandante de la escolta—. Me ha enviado para deciros que se ha convocado el Consejo de Caballeros para hacer frente a esta crisis. Sir Thomas sabe que lord Dalamar trae noticias.
—Y de carácter muy urgente —señaló el elfo oscuro.
El caballero hizo una reverencia fría, estirada.
—Milord Dalamar, sir Thomas os da las gracias por venir. Si hacéis el favor de comunicarme esas noticias a mí, o a milord Tanis el Semielfo si lo preferís, no os retendremos más.
—No me estáis reteniendo —replicó Dalamar—. No podríais aunque quisierais hacerlo. Vine por propia voluntad y me marcharé de igual modo, después de que haya hablado con Thomas de Thelgaard.
—Milord… —El caballero vaciló, debatiéndose entre la cortesía y la discreción—. Nos ponéis en una situación muy comprometida. ¿Puedo hablar francamente?
—Hazlo, si con ello ahorramos tiempo —repuso Dalamar con creciente impaciencia.
—Debéis saber, milord, que sois el enemigo, y como tal…
Dalamar sacudió la cabeza.
—No tienes que mirar muy lejos para divisar a vuestros enemigos, señor caballero, pero yo no me encuentro entre ellos.
—Tal vez. —El caballero no parecía muy convencido—. Pero tengo unas órdenes que cumplir. Esto puede ser una trampa tendida por vuestra soberana a fin de embrujar a nuestros comandantes.
El semblante de Dalamar se demudó por la cólera.
—Si quisiera «embrujar» a vuestros comandantes, señor caballero, podría hacerlo desde la comodidad y seguridad de mi torre. En este mismo momento, podría…
—Pero no lo hará —se apresuró a intervenir Tanis—. Lord Dalamar viene de buena fe, lo juro. Respondo por él con mi vida si es preciso.
—Y yo también —dijo una voz serena, clara, desde otra sala.
Lady Crysania, conducida por el tigre blanco y escoltada por un grupo de caballeros, entró en la antesala del consejo. El tigre observó intensamente a todos los presentes, no con la mirada rápida y desconfiada de un animal, sino con la intensa, pensativa e inteligente mirada de un hombre. Y quizá fuera imaginación de Tanis, pero el semielfo habría jurado que Dalamar y el tigre intercambiaron una señal subrepticia de reconocimiento.
El comandante y sus hombres se inclinaron sobre una rodilla, con la cabeza agachada.
La Hija Venerable de Paladine les mandó que se levantaran y después volvió sus ciegos ojos hacia Dalamar. El elfo oscuro había inclinado la cabeza en un gesto respetuoso, pero no hizo reverencia. A su orden, dada en tono quedo, el tigre la condujo hasta Dalamar, si bien la bestia interpuso su enorme corpachón entre ambos. Crysania extendió la mano. Dalamar la rozó con las puntas de sus dedos.
—Te agradezco tu apoyo, Hija Venerable —dijo, aunque con cierto tono de sarcasmo.
Crysania se volvió hacia los caballeros.
—¿Seréis ahora tan amables de escoltarnos a los tres a presencia de sir Thomas de Thelgaard?
Aunque resultaba evidente que los caballeros eran reacios a conducir a Dalamar a ningún sitio salvo a las mazmorras, no tuvieron más remedio que acceder a la petición. Los Caballeros de Solamnia servían al dios Paladine, y la Hija Venerable Crysania era la más alta representante de la iglesia dedicada a la veneración de su dios.
—Por aquí, milores, Hija Venerable —dijo el comandante, que ordenó a sus hombres que marcharan en fila tras ellos.
—¿Cómo sabías que me encontrarías aquí, Hija Venerable —preguntó Dalamar en voz muy baja, y al parecer no del todo complacido—. ¿Es que la iglesia me tiene vigilado?
—Paladine vigila a todas sus criaturas, milord, igual que el pastor vigila a sus ovejas, sin excluir las negras —añadió con una sonrisa—. Pero, no, Dalamar, yo ignoraba que estuvieras aquí. Circulan extraños rumores por Palanthas. Nadie podía darme información, así que vine a buscarla en persona.
Un ligero énfasis en la palabra «nadie» y el suave suspiro que acompañó a su frase hicieron que Dalamar la observara con más detenimiento. Se acercó un paso a ella. El tigre caminaba con gran dignidad, guiando a su ama y manteniendo una estrecha vigilancia.
—¿He de entender con eso, Hija Venerable, que tu dios no te ha dicho nada de lo que está pasando en el mundo?
Crysania no respondió con palabras, pero su semblante preocupado y pálido hablaba por sí mismo.
—Mi pregunta no está dictada por un afán de venganza o de triunfo, Hija Venerable —siguió Dalamar—. Mi propio dios, Nuitari, ha estado manteniendo un extraño silencio últimamente, al igual que todos los dioses de la magia. En cuanto a mi soberana… —Dalamar se encogió de hombros y sacudió la cabeza—. El poder de Nuitari disminuye y, como resultado, mis propios poderes se resienten. Otro tanto ocurre con Lunitari y Solinari. Todos los magos han informado de lo mismo. Es casi como si los dioses estuvieran absortos en sus propios problemas…
Crysania se volvió hacia él.
—Tienes razón, milord. Cuando oí estos rumores, se los presenté al dios en mis oraciones. ¿Ves este amuleto que llevo al cuello? —La mujer señalaba un medallón de plata adornado con la imagen de un dragón moldeada con platino—. Cada vez que he rezado a Paladine en el pasado, sentía que su amor me rodeaba. Éste medallón —lo tocó con gesto reverente— empieza a brillar con una suave luz. Mi alma se tranquiliza, mis problemas y temores se apaciguan. —Guardó silencio un momento y luego añadió con voz queda:
»Últimamente el medallón ha permanecido apagado. Sé que Paladine escucha mis plegarias; siento que desea consolarme, pero temo que no puede dar ningún consuelo. Pensé que quizá la amenaza planteada por lord Ariakan era la causa.
—Quizá —dijo Dalamar, pero saltaba a la vista que no estaba convencido de ello—. Puede que sepamos algo más muy pronto. Palin Majere ha cruzado el Portal.
—¿Es eso cierto? —Crysania estaba consternada.
—Me temo que sí.
—¿Cómo pudo entrar en el laboratorio? ¡Lo habías clausurado! Tenías guardianes apostados…
—Fue invitado a hacerlo, señora —respondió el hechicero secamente—. Creo que puedes suponer por quién.
Crysania se puso pálida y sus pasos se volvieron inseguros. El tigre apretó su cuerpo contra ella en un gesto reconfortante, ofreciéndole su apoyo.
Tanis se acercó a la mujer con rapidez y la agarró por el brazo. La sintió temblar y dirigió una mirada furiosa a Dalamar.
—¿Dejaste marchar a Palin? Deberías haberlo detenido.
—No tuve la menor opción, semielfo —replicó el hechicero con un centelleo en sus oscuros ojos—. Todos los que estamos aquí conocemos por experiencia el poder de Raistlin.
—Raistlin Majere está muerto —dijo firmemente Crysania, superada su momentánea debilidad. Erguida, apartó su brazo de Tanis—. Le fue concedida la paz por su sacrificio. Si Palin Majere ha sido engatusado para entrar en el Abismo… —su voz se suavizó por el pesar—, entonces ha sido por otra fuerza.
Dalamar abrió la boca para contestar, pero reparó en el gesto de advertencia de Tanis. El elfo oscuro se mantuvo callado, si bien sus labios se curvaron en una mueca burlona.
Ninguno de los tres volvió a hablar en lo que restaba del recorrido a la sala del consejo, cada uno de ellos sumido en sus propios pensamientos, ninguno de los cuales era muy agradable, a juzgar por sus sombrías expresiones. El comandante de la escolta los condujo a una estancia alargada, decorada con banderas. Cada uno de los estandartes lucía el blasón de las familias de quienes se habían alistado recientemente en la orden.
Las banderas colgaban inmóviles en el sofocante aire. Tanis recorrió con la mirada la larga fila y encontró el blasón de la familia Majere, recién diseñado para la admisión de los dos hermanos en la caballería.
El estandarte lucía un capullo de rosa —el símbolo de Majere, el dios cuyo nombre llevaba la familia— metido en una jarra de cerveza espumeante. A Tanis el blasón siempre le había parecido más el letrero de una posada que un estandarte de caballería, pero Caramon lo había diseñado y se sentía muy orgulloso de él. Tanis quería a su amigo demasiado para hacer ninguna crítica. Mientras lo contemplaba, dos jóvenes pajes, encaramados a una escalera, empezaron a cubrir la bandera con un crespón negro.
—Milores, Hija Venerable, entrad, por favor.
El comandante abrió las puertas que daban a una gran estancia e invitó a los tres a presentarse ante el Consejo de Caballeros.
El Consejo de Caballeros se convocaba únicamente en ciertas ocasiones, estipuladas por la Medida. Su finalidad podían ser las decisiones sobre estrategias para la guerra; la designación de órdenes; la selección de un lord guerrero, previa a la batalla; la presentación de cargos respecto a una conducta impropia de un caballero; rendir honores a aquellos que hubieran actuado con valentía; y resolver cuestiones planteadas concernientes a la Medida.
El consejo lo componían tres caballeros, uno de cada orden: de la Rosa, de la Espada y de la Corona. Los tres se sentaban a una gran mesa decorada con los símbolos de las órdenes, que se colocaba en el extremo opuesto de la entrada de la sala de consejos. Los caballeros cuyas obligaciones se lo permitían podían estar presentes durante la celebración del consejo. Los que deseaban presentarse ante el consejo se situaban de pie en la zona despejada que quedaba directamente delante de la mesa.
Después que todos los caballeros presentes en la sala recitaran el Código, Est Sularis oth Mithas, a veces se entonaba el himno de la caballería si el motivo de la convocatoria del consejo era gozoso.
En esta ocasión, los tres caballeros presentes pronunciaron el Código y después tomaron asiento. No se cantó el himno.
—He de decir que ésta es una reunión histórica —comentó sir Thomas, una vez que estuvieron hechas las presentaciones y se llevaron sillas para los visitantes—. Y, disculpadme por decirlo, una que no es particularmente de mi agrado. Para hablar sin rodeos, esta reunión de vosotros tres, en este momento… —sacudió la cabeza—, presagia desastre.
—Di mejor que se nos ha traído aquí para evitar el desastre, milord.
—Ruego a Paladine para que estés en lo cierto, Hija Venerable —contestó sir Thomas—. Veo que te agita la impaciencia, señor mago. ¿Qué noticias nos traes que son tan urgentes como para justificar la presencia de un Túnica Negra ante el Consejo de Caballeros, algo que jamás había ocurrido en la historia de la caballería?
—Milord —empezó Dalamar rápidamente, decidido a no perder más tiempo—, sé por fuentes fidedignas que los Caballeros de Takhisis atacarán esta fortaleza mañana al amanecer.
Lady Crysania dio un respingo.
—¿Mañana? —El tigre que estaba junto a ella gruñó suavemente. La mujer lo tranquilizó con una palabra susurrada y una suave caricia en la cabeza—. ¿Tan pronto? ¿Cómo es posible?
Tanis suspiró para sus adentros.
«Así que es por esto por lo que Dalamar me advirtió que no me quedara aquí. Si lo hago, me encontraré enredado en la batalla. Tiene razón. Debería marcharme, volver a casa».
La mirada preocupada de sir Thomas fue de Dalamar a Tanis, de éste a Crysania, y de vuelta a Dalamar. Los otros dos miembros del consejo, un Caballero de la Espada y un Caballero de la Corona, permanecieron sentados muy erguidos, sin que sus severos semblantes revelaran lo que estaban pensando. Le estaba reservado al caballero de más rango el derecho de hablar primero.
Sir Thomas se dio unos suaves tirones del bigote que era característico de los caballeros.
—Espero que no lo tomes a mal, milord Dalamar, si te pregunto las razones que tienes para revelarnos esta información.
—No veo la necesidad de explicarte las razones que tengo para hacer cualquier cosa, milord —replicó fríamente el hechicero—. Baste decir que he venido aquí para preveniros y que hagáis los preparativos que consideréis necesarios para hacer frente al ataque. Tanis el Semielfo, aunque no puede responder por mis motivaciones, sí puede garantizar mi veracidad.
—Creo que yo puedo responder respecto a sus razones —añadió Crysania en voz baja.
—Si lo que quieres saber es cómo me he enterado del ataque, puedo satisfacer fácilmente tu curiosidad a ese respecto —prosiguió Dalamar, sin inmutarse por la intervención de la Hija Venerable—. He estado recientemente en compañía de un Caballero de Takhisis, un hombre llamado Steel Brightblade.
—El hijo de Sturm Brightblade —les recordó Tanis.
Los rostros de los tres caballeros se ensombrecieron y sus ceños se hicieron más pronunciados.
—El saqueador de la tumba de su progenitor —dijo uno.
—Di, más bien, el destinatario de la bendición de su padre —lo rectificó Tanis, que añadió con tono irritado—: ¡Maldita sea, expliqué lo ocurrido ante este mismo consejo!
Los tres caballeros intercambiaron miradas de reojo, pero no dijeron nada. Tanis el Semielfo era una figura legendaria en Solamnia, un héroe de renombre, que ejercía una gran influencia en esta parte del mundo. Tras el susodicho incidente con Steel Brightblade en la sagrada cripta de los caballeros, Tanis había sido emplazado a presentarse ante el Consejo de Caballeros para explicar por qué había escoltado personalmente hasta la Torre del Sumo Sacerdote a un joven que se sabía era leal a la Reina Oscura, y después lo había conducido hasta la cripta, donde el joven había cometido el terrible sacrilegio de perturbar el descanso de su heroico padre. Steel Brightblade había destruido el cuerpo hasta entonces incorrupto, había robado la espada mágica de su padre, y había herido a varios caballeros mientras se abría camino hacia la salida. Por si fuera, poco, Tanis el Semielfo y su amigo Caramon Majere habían ayudado a escapar al perverso caballero.
Tanis había dado su versión de los hechos. Según él, Steel había ido a rendir homenaje a su padre, quien le había entregado su espada como regalo, quizás en un intento de evitar que el joven siguiera el camino oscuro que estaba abocado a seguir. En cuanto a la ayuda que Caramon y él le habían prestado, se debía a que ambos habían dado su palabra al muchacho de que lo protegerían con sus vidas.
El Consejo de Caballeros también había escuchado el importante testimonio de la Hija Venerable Crysania, que había hablado en favor de los dos exponiendo su firme convencimiento de que el propio Paladine los había guiado al interior de la torre, ya que, a pesar de que Steel Brightblade llevaba puesta su armadura, adornada con el lirio de la muerte, la evidencia demostraba que todos los caballeros con los que se habían cruzado lo habían tomado por uno de los suyos… hasta el final.
Los caballeros difícilmente podían fallar en contra de un testimonio tan elocuente y conmovedor. Juzgaron que Tanis el Semielfo había actuado obligado por el honor, aunque, quizás, equivocadamente. El caso quedó cerrado, pero, por lo que Tanis veía ahora, no olvidado.
Ni tampoco, al parecer, perdonado.
Sir Thomas suspiró y volvió a tirarse del bigote. Miró a los otros dos, que asintieron en silencio, de acuerdo con su pregunta planteada sin palabras.
—Agradecemos tu advertencia, lord Dalamar —dijo Thomas—. Te diré que tu información se corresponde con la que hemos obtenido de otras fuentes. No sabíamos que el ataque se produciría tan pronto, pero lo estábamos esperando, y estamos preparados.
—No he visto mucho que pueda llamarse preparativos —dijo Dalamar secamente. Se adelantó en la silla y señaló un mapa extendido sobre la mesa—. Milord, no es una fuerza pequeña a la que vais a enfrentaros. Es un ejército. Y muy grande, de miles y miles de soldados. Han reclutado bárbaros de un país lejano para que combatan a su lado. Cuentan con sus propios hechiceros; hechiceros muy poderosos, como pude comprobar por mí mismo, que no obedecen ninguna ley de la magia salvo la suya propia.
—Estamos enterados de esa… —empezó sir Thomas.
—De lo que tal vez no estéis enterados, milord, es de que han pasado por Neraka. Los clérigos oscuros entraron en las ruinas de la ciudad e invocaron a las sombras de los muertos para que se unieran a la lucha. Se detuvieron en el alcázar de Dargaard, y no tengo la menor duda de que encontraréis a lord Soth y a sus espectrales guerreros entre las fuerzas atacantes. Lord Ariakan es su cabecilla. ¡Vosotros mismos lo adiestrasteis! Sabéis, mejor que yo, su valía.
Esto último era evidente, a juzgar por las sombrías expresiones plasmadas en los semblantes de los caballeros.
Sir Thomas rebulló inquieto en la silla.
—Todo lo que dices es muy cierto, lord Dalamar. Nuestros propios exploradores lo han confirmado. Aun así, te diré una cosa: la Torre del Sumo Sacerdote jamás ha caído mientras, ha estado defendida por hombres con fe.
—Quizá se deba a que jamás la han atacado hombres con fe —dijo inopinadamente Crysania.
—Los Caballeros de Takhisis se han criado juntos desde la adolescencia —añadió el hechicero—. La lealtad hacia su reina, sus comandantes y sus compañeros es inquebrantable. Sacrificarán cualquier cosa, incluso sus vidas, en favor de la causa. Se rigen por un código de honor tan estricto como el vuestro, que, de hecho, lord Ariakan tomó como modelo. Mi opinión, señores, es que jamás habéis corrido un peligro tan grande. —Dalamar señaló hacia la ventana.
»Dices que estáis preparados, pero ¿qué habéis hecho? Miro fuera y veo la calzada principal, que debería estar abarrotada de caballeros montados en corceles y sus ayudantes, filas de soldados de infantería, carretas y carros trayendo armas y víveres. ¡Pero la calzada está vacía!
—Sí, lo está —contestó sir Thomas—. ¿Quieres saber la razón? —Enlazó las manos y las apoyó sobre el mapa. Su mirada abarcó a los tres visitantes—. Porque el enemigo la controla. —Tanis suspiró y se rascó la barba.
»Enviamos correos, Dalamar —prosiguió el comandante—. Viajaron a lomos de dragones para llamar a las armas a los caballeros. Hace tres días que se marcharon, y tú mismo puedes ver el resultado.
»Los caballeros con tierras y castillos en las fronteras orientales enviaron aviso de que ya estaban bajo asedio. Algunos ni siquiera respondieron —dijo sir Thomas en voz queda—. En muchos casos, los correos enviados en busca de los caballeros no han vuelto.
—Entiendo —musitó Dalamar, el entrecejo fruncido en un gesto pensativo—. Discúlpame, no lo sabía.
—Los ejércitos de Ariakan avanzan con la velocidad de un incendio en la pradera. Está transportando tropas, equipo y máquinas de asalto por el río Vingaard en una vasta flota de barcazas. De manera habitual, el río baja muy crecido en esta época del año, pero ahora, debido a la sequía, discurre tan plácido como una balsa. Sus barcazas han viajado con rapidez, tripuladas por los bárbaros del éste.
»No hay obstáculo que pueda detener a su ejército. Cuenta con bestias enormes conocidas como mamuts, de las que se dice que son capaces de derribar árboles enteros con sus cabezas, alzar los troncos con sus largos apéndices nasales, y arrojarlos como si fueran ramitas. Sobre el ejército vuelan dragones del Mal, protegiéndolo, envenenando con el miedo al dragón los corazones y las mentes de cualquiera que se atreve a hacerles frente. Ignoraba lo de los espectros de Neraka y lo de lord Soth, pero la verdad es que no me sorprende.
Sir Thomas se irguió, su expresión grave, pero austera y solemne. Su voz sonó firme, su mirada era impávida, serena.
—Estamos preparados, milores, milady. Cuanto menos numerosos, mayor la gloria, o es lo que se dice. —El caballero esbozó una sonrisa—. Y Paladine y Kiri-Jolith están con nosotros.
—Que ellos os bendigan —dijo Crysania suavemente, tan suavemente que las palabras apenas resultaron audibles. Pensativa, absorta, acarició la cabeza del tigre.
Thomas la miró con preocupación.
—Hija Venerable, el día está declinando. Deberías regresar a Palanthas antes de que caiga la noche. Ordenaré que se prepare una escolta…
—Necesitas a todos los hombres que tienes, sir Thomas. Sé que serías capaz de hacer algo tan absurdo, amigo mío —dijo Crysania al tiempo que levantaba la cabeza—, pero no es preciso. Un dragón dorado que me sirve en nombre de Paladine nos trajo hasta aquí. Fuego Dorado nos llevará de vuelta sanos y salvos. —Acarició al tigre, que se había levantado—. Mi guía, Tandar, se ocupará de que no me ocurra nada malo.
Tandar los miró a todos, y a Tanis no le cupo duda alguna de que Crysania estaría tan a salvo con aquel compañero fiero, salvaje y leal como con un regimiento de caballeros.
La dama se puso de pie, dispuesta a partir. Los caballeros, Tanis y Dalamar se incorporaron en señal de respeto.
—Varios clérigos están de camino para ayudaros. Conducen una carreta llena de víveres y llegarán aquí en algún momento de la noche. Se ofrecieron voluntarios, milord —dijo, anticipándose a los protestas del comandante—. Creo que los necesitaréis.
—Serán muy bien recibidos —contestó el caballero—. Gracias, Hija Venerable.
—Es lo menos que podía hacer —dijo la mujer, suspirando—. Adiós. Que los dioses os guarden. Estaréis presentes en mis plegarias.
Se dio media vuelta y, guiada por el tigre, abandonó la estancia. En su camino hacia la puerta pasó al lado de Tanis, que la oyó decir en un suave murmullo:
—Si es que hay alguien escuchando…
—Yo también me marcho —anunció Dalamar—. Os ofrecería la ayuda de la magia, pero sé que no la aceptaríais. Sin embargo, os recuerdo que lord Ariakan cuenta con hechiceros como parte de su ejército, iguales en rango a los guerreros.
Sir Thomas ofreció las oportunas disculpas.
—Soy consciente de ello, señor mago, y agradezco tu oferta, pero nuestros caballeros nunca han practicado el arte de combinar el acero con la magia. Me temo que se haría más mal que bien en semejantes circunstancias.
—Probablemente tengas razón, milord —respondió el hechicero con una sonrisa sarcástica—. Bien, os deseo a todos mucha suerte. No os importará que diga que vais a necesitarla. Adiós.
—Gracias, lord Dalamar. Tu aviso puede haber evitado un desastre mayor —dijo Thomas.
Dalamar se encogió de hombros, como si el asunto hubiera dejado de interesarle. Miró a Tanis.
—¿Vienes conmigo?
Sir Thomas también miró al semielfo. Todos los presentes en la sala lo miraban.
¿Se quedaría o se marcharía?
Tanis se rascó la barba, consciente de que tenía que tomar una decisión. El único modo seguro de marcharse ahora era por el camino de la magia, con Dalamar.
Sir Thomas se acercó a Tanis y solicitó hablar en privado con él.
—Te esperaré, semielfo —dijo Dalamar, que añadió intencionadamente—: pero no por mucho tiempo.
Tanis y sir Thomas salieron a una pequeña balconada que había en el exterior de la sala del Consejo de Caballeros. Todavía no se había puesto el sol, pero las sombras de las montañas traían una noche prematura a la torre. En un patio, allá abajo, había un enorme y magnífico reptil con las escamas doradas. Era Fuego Dorado, el dragón al servicio de la Hija Venerable Crysania. Otros dragones, en su mayoría plateados, volaban en círculo sobre la torre, montando guardia.
Sir Thomas se apoyó en la balaustrada y contempló la creciente oscuridad del atardecer.
—Seré franco contigo, Tanis —dijo el caballero con voz reposada—. Me vendría bien tu ayuda, no sólo como espadachín, sino para ponerte al mando de tropas. Los caballeros que han quedado para defender la torre son en su mayoría hombres jóvenes, nuevos en la caballería. Sus padres y sus hermanos mayores, a los que normalmente habría puesto al mando, están en casa, defendiendo sus castillos y sus ciudades.
—Que es donde debería estar yo —señaló Tanis.
—Reconozco que tienes razón —admitió Thomas con prontitud—. Y si te marchas, seré el primero en desearte buena suerte. —El caballero se volvió y miró a Tanis a la cara—. Conoces la situación tan bien como yo. Nos enfrentamos a un enemigo cuya superioridad es abrumadora. La Torre del Sumo Sacerdote tiene que resistir, o toda Solamnia caerá. Ariakan controlará el norte de Ansalon, y establecerá aquí su base de operaciones. Desde esta posición puede atacar el sur a su conveniencia. Pasarán muchos meses antes de que podamos reagruparnos y reconquistar la torre… si es que lo conseguimos.
Tanis sabía todo esto; lo sabía perfectamente bien. También sabía que si cinco años antes las gentes de Ansalon les hubieran hecho caso a él, a Laurana, a Crysania y, sí, incluso a Dalamar, esto no habría pasado nunca. Si los elfos, los enanos y los humanos hubieran dejado a un lado sus mezquinas disputas e intereses y se hubieran unido en la alianza que se les proponía, ahora la torre contaría con defensores de sobra.
Tanis podía imaginarlo: arqueros elfos jalonando las almenas, esforzados guerreros enanos defendiendo las puertas, todos ellos combatiendo codo con codo con sus compañeros humanos.
Era una bella imagen, pero jamás se haría realidad. «Si regreso a casa», pensó, «la encontraré vacía». Laurana no estaría allí. Ella y Tanis se habían despedido al separarse. Los dos sabían en ese momento que podía ser la última vez que se veían. El semielfo evocó la escena.
* * *
En su camino de Solace a la Torre del Sumo Sacerdote, Tanis había pasado por su casa esperando la cálida bienvenida habitual.
No la hubo.
Nadie salió corriendo de los establos para ocuparse del grifo en el que había volado. Ningún sirviente lo recibió en la puerta; los que se cruzaron con él iban y venían apresuradamente con una u otra tarea, y se limitaron a hacer una precipitada reverencia para luego desaparecer en otras partes de la gran mansión. A su esposa, Laurana, no se la veía por ningún sitio. Había un baúl de viaje en el centro del vestíbulo; tuvo que rodearlo para poder pasar. Se oían voces y pisadas, todas ellas en los pisos altos. Subió la escalera buscando la explicación de aquel barullo.
Encontró a Laurana en su dormitorio. Había ropas esparcidas sobre la cama y encima de todas las superficies disponibles, en las sillas, colgando de los biombos pintados a mano. Otro baúl de viaje, éste más pequeño que el que había en el vestíbulo, estaba abierto en medio de la habitación. Laurana y tres doncellas se dedicaban a separar, doblar y hacer el equipaje. Ni siquiera repararon en Tanis, parado en el umbral.
El semielfo permaneció callado, aprovechando este breve momento para contemplar a su esposa sin que se diera cuenta, para ver la luz del sol reflejándose en su cabello dorado, para admirar la gracia de sus movimientos, para escuchar su voz musical. Retuvo aquella imagen para guardarla en su mente del mismo modo que guardaba su retrato en miniatura en un bolsillo, cerca de su corazón.
Era elfa, y los de su raza no envejecían tan deprisa como los humanos. A primera vista, un observador humano habría pensado que Laurana estaba en plena juventud. Si se hubiera quedado en su patria, podría haber mantenido esta apariencia de eterna juventud. Pero no lo había hecho. Había elegido casarse con un mestizo; se había alejado de familia y amigos, y había instalado su residencia en tierras de humanos. Y había pasado todos estos años trabajando continua e incansablemente para que terminara el conflicto que dividía a las dos razas.
El trabajo, la carga, los destellos de esperanza seguidos de la destrucción de ilusiones, habían apagado la radiante serenidad y pureza elfas. Ninguna arruga estropeaba su cutis, pero la tristeza ensombrecía sus bellos ojos. Ninguna hebra gris se enredaba en el oro de su cabello, pero su lustre estaba atenuado. Cualquier elfo que la mirara diría que se había avejentado prematuramente.
Mientras la contemplaba, Tanis se dijo que la amaba más que nunca. Y supo, en ese momento, que posiblemente ésta fuera la última vez que se vieran en esta vida.
—¡Ejem! —carraspeó con fuerza.
Las doncellas dieron un respingo de sobresalto. Una de ellas dejó caer el vestido que estaba doblando.
Laurana levantó la vista del baúl sobre el que estaba inclinada, se irguió y sonrió al verlo.
—¿Qué pasa aquí? —quiso saber el semielfo.
—Acabad de hacer el equipaje —instruyó Laurana a las doncellas—, y guardad estos otros vestidos. —Se abrió paso entre capas, sombreros y otras ropas y, finalmente, llegó junto a su marido.
Lo besó cariñosamente, y él la estrechó en sus brazos. Dejaron que sus corazones latieran al compás un momento, hablándose en afectuoso silencio. Luego Laurana condujo a Tanis a su estudio y cerró la puerta. Se volvió hacia él, con los ojos iluminados.
—¿A que no adivinas? —dijo, y continuó antes de que él tuviera oportunidad de hacer ninguna conjetura—. ¡He recibido un mensaje de Gilthas! ¡Me invita a ir a Qualinesti!
—¿Qué? —Tanis estaba atónito.
Laurana había trabajado sin descanso para obligar a los elfos qualinestis a que la admitieran en su país para estar cerca de su hijo. Una y otra vez, su petición había sido rechazada, advirtiéndole que si ella o su esposo se atrevían a acercarse a la frontera de su patria pondrían sus vidas en grave peligro.
—¿Por qué este súbito cambio? —La expresión de Tanis era sombría.
Laurana no respondió y se limitó a tenderle un rollo de pergamino que había estado sellado con el cuño del sol, el sello del Orador de los Soles, título que ahora ostentaba Gil.
Tanis examinó el sello roto, desenrolló el pergamino y lo leyó.
—Es la letra de Gil —dijo—, pero no son las palabras de nuestro hijo. Alguien le ha dictado esta misiva y él ha escrito lo que le han dicho que tenía que escribir.
—Muy cierto —concedió Laurana sin alterarse—, pero sigue siendo una invitación.
—Una invitación al desastre —respondió Tanis sin andarse por las ramas—. Retuvieron prisionera a Alhana Starbreeze, amenazaron con matarla, y mi opinión es que lo habrían hecho si Gil hubiese rehusado seguir los planes del senador. Esto es algún tipo de trampa.
—Vaya, pues claro que lo es, tonto —le dijo ella con un brillo divertido en los ojos. Le dio un rápido beso en la mejilla y le revolvió la barba, una barba en la que abundaban más los mechones grises que los rojos—. Pero como el querido Flint solía decir: «Una trampa es sólo una trampa si te metes en ella antes de verla». Ésta puede verse a un kilómetro de distancia. —Se echó a reír, tomándole el pelo—. ¡Vaya, pero si hasta tú la has visto sin tener puestos los anteojos!
—Sólo me los pongo para leer —replicó Tanis con fingida irritación. Su envejecimiento era el tema de un viejo chiste entre los dos. Extendió los brazos hacia su esposa, y ella se acurrucó contra su pecho—. Supongo que no habré recibido una invitación similar, ¿verdad?
—No, querido —repuso Laurana suavemente—. Lo siento. —Se apartó de él y lo miró a los ojos—. Lo intentaré, en cuanto me encuentre en Qualinost…
—No tendrás éxito. —Sacudió la cabeza—. Pero me alegro de que tú, al menos, estés allí. Porthios y Alhana…
—¡Alhana! ¡El bebé! ¡Ni siquiera te he preguntado! ¿Cómo…?
—Bien, bien. Los dos, madre e hijo, se encuentran bien. Y te diré algo más. Si hubieses visto a Porthios sosteniendo en brazos a su hijo, no lo habrías reconocido.
—Lo habría hecho. Al fin y al cabo, es mi hermano mayor. Siempre fue cariñoso y amable conmigo. Sí, lo fue —añadió al ver la expresión incrédula de Tanis—. Incluso en sus peores momentos de testarudez y prejuicios, comprendí que sólo intentaba evitarme sufrimiento y pena.
—No lo consiguió —dijo Tanis con remordimiento—. Te casaste conmigo, y mira adonde te he llevado.
—Me has llevado a mi hogar, querido mío —repuso Laurana suavemente—, a mi hogar.
Se sentaron y hablaron largo y tendido sobre el pasado, de los amigos que se encontraban lejos, de los que habían dejado este mundo. Hablaron de Gil, compartieron sus recuerdos, sus esperanzas, sus temores. Hablaron del mundo, de sus problemas, los antiguos y los nuevos. Se sentaron y hablaron y se agarraron las manos sabiendo, sin decirlo, que este momento era precioso, que terminaría muy pronto.
Se dijeron adiós. Él volaría hacia el norte esa misma noche para llegar a la Torre del Sumo Sacerdote a la mañana siguiente. Ella se pondría de viaje hacia Qualinesti por la mañana.
Lo acompañó a la puerta a media noche. Los sirvientes se habían ido a dormir y la casa estaba silenciosa; muy pronto se quedaría vacía. Laurana y Tanis habían acordado despedir al servicio. Los dos estarían ausentes mucho, mucho tiempo. De hecho, había ya una sensación de vacío en la casa. Sus pisadas levantaban ecos en aquella extraña quietud.
Quizá seguirían resonando cuando ambos ya no existieran. Quizá sus espíritus recorrerían esta casa, unos benévolos espíritus de amor y risas.
Se abrazaron muy fuerte, susurraron palabras de amor y despedida, y se separaron.
Tanis miró atrás y vio a Laurana de pie en el umbral de la puerta, a la luz de la luna. En sus ojos no había lágrimas. Le sonrió y le dijo adiós con la mano.
Él le devolvió la sonrisa y también agitó la mano.
«Me has llevado a mi hogar, querido mío. A mi hogar», se repitieron en su mente las palabras de su esposa.
* * *
El recuerdo quedó atrás. Tanis consideró su decisión. Podía volver a su casa, pero sería un lugar solo y vacío —¡tan vacío!— donde sólo habría ecos. Se vio a sí mismo yendo y viniendo por las habitaciones, preguntándose qué habría ocurrido en la torre, preguntándose si Laurana estaría a salvo, preguntándose si Gil se encontraría bien, preguntándose si Palanthas estaría siendo atacada, consumido por la impaciencia de no saber nada, corriendo a la puerta cada vez que sonara el trapaleo de cascos, culpándose…
Pide consejo a los dioses.
Abajo, en el patio, la Hija Venerable Crysania se había sentado en el lomo de Fuego Dorado. El tigre de ojos humanos estaba a su lado, protectoramente. Tanis miró a la dama y oyó otra vez sus palabras:
«Si es que hay alguien escuchando…».
El tigre alzó la cabeza y miró hacia arriba, directamente a Tanis. Y entonces, como si el animal le hubiera transmitido alguna información, Crysania volvió sus ojos ciegos, que tanto parecían ver, hacia el semielfo. Levantó la mano en un gesto de bendición… ¿O era de despedida?
El dolor de la elección cesó. Tanis supo entonces que ya había tomado una decisión. Lo había hecho hacía mucho tiempo, en el preciso momento en el que la Vara de Cristal Azul, Goldmoon y Riverwind habían entrado en su vida, allá, en la posada El Último Hogar. Tanis evocó aquel momento y las palabras memorables que había pronunciado en aquella ocasión; palabras que habían cambiado su vida para siempre.
—Disculpa, ¿decías algo? —Thomas miraba al semielfo perplejo y algo preocupado.
«Seguro que está pensando que es demasiada tensión para que pueda aguantarla un viejo». Tanis sonrió y sacudió la cabeza.
—No tiene importancia, milord. Sólo revivía viejos recuerdos.
Su mirada, prendida en Crysania, fue hacia un lugar de las almenas; un lugar marcado con una mancha carmesí; un lugar reverenciado por los caballeros, que jamás caminaban sobre él, evitando pisar las piedras manchadas de sangre, rodeándolas en respetuoso silencio. Tanis casi podía ver a Sturm plantado allí, y supo que había hecho la elección correcta.
El semielfo repitió las palabras ahora, como lo había hecho antes. No era de extrañar que sir Thomas se hubiera mostrado desconcertado. No eran unas palabras inspiradoras; no eran la clase de palabras que resonarían en las bóvedas de la historia. Sin embargo, sí decían mucho del extraño, ilógico, dispar grupo de amigos que había surgido para cambiar el destino del mundo.
—Tendremos que salir por la cocina.
Riéndose, Tanis dio media vuelta y regresó al interior de la torre.