52
Minoo se encuentra en el bosque cercano a Kärrgruvan. Es primavera y las hojas de los árboles relucen de un verde rabioso. Casi hace daño a los ojos. Oye el rumor del agua y mira al suelo.
El arroyo discurre junto a sus pies. Mil soles diminutos centellean en la superficie. Pasan revoloteando un par de mariposas negras. Es extraño que sepa que es un sueño aunque aún no se ha despertado.
¿Minoo?
Es Rebecka, que la llama.
¿Minoo?
Minoo aprieta el paso. Empieza a correr siguiendo el arroyo. Debe encontrar a Rebecka. Pero sus pies se hunden todo el rato en la tierra húmeda. Un poco más a cada paso.
¡Minoo!
Está atrapada, no puede seguir adelante.
Y allí, en el agua, ve a Rebecka. Está tumbada boca arriba con un camisón blanco y el largo pelo rojizo flotando alrededor del pálido rostro. Está mirando al cielo y tiene la boca abierta, como en éxtasis. Lleva en una mano una guirnalda de flores de tonos tan intensos que parecen sobrenaturales en contraste con las negras aguas.
Es Ofelia ahogada.
—Tú no eres Rebecka —dice Minoo enfadada y decepcionada a un tiempo.
Rebecka la mira. Es la cara de Rebecka. El cuerpo de Rebecka. La voz de Rebecka. Y aun así, no lo es.
El arroyo murmura a su alrededor, pero ella flota impasible en medio de la corriente. Habla, pero no mueve la boca.
La mujer que posó para este cuadro se llamaba Elizabeth Siddal. Después contrajo una grave enfermedad. Solían mantener caliente el agua de su bañera con velas, para que no se enfriara. Pero un día, las velas se apagaron. El artista no reparó en ello, tan absorto en su trabajo como estaba. Y la pequeña Lizzie no dijo nada. Sufrió en silencio. Todo para que él pudiera cumplir su visión. Tiene su precio que te reduzcan a una imagen para que la disfrute otro.
En algún punto de la realidad, llaman al timbre, pero Minoo se aferra convulsamente al sueño.
—¿De qué hablas?
Creía que tu superpoder residía en tu cerebro, Minoo. Tienes que despertarte ya. Tienes que ser valiente y verte a ti misma como te ven los demás. Y tienes que relajarte.
El sueño se disipa y, de repente, está despierta. Vuelve a sonar el timbre.
El padre de Minoo está sin afeitar y tiene las ojeras marcadas. Anna-Karin nota que le huele el aliento a café cuando le dice que no está seguro de que Minoo se haya despertado.
Anna-Karin piensa que quizá debería haber esperado una hora más antes de venir. Pero tiene que hacerlo antes de que la abandone el valor.
El padre de Minoo la invita a pasar. No es que esté exageradamente limpio, pero todo parece ordenado. El padre grita mirando hacia el piso de arriba y le dice que tiene visita.
—¡Ya voy! —responde Minoo.
Anna-Karin se quita el abrigo y lo sigue hasta el salón.
—¿Quieres tomar algo? ¿Café? ¿Té? ¿Leche? ¿Agua?
—No, gracias —murmura Anna-Karin contemplando la habitación, que es muy luminosa.
Los muebles parecen caros. Cuatro estanterías llenas de libros con un mueble para el televisor cubren una de las paredes. En el resto hay arte de verdad, no las copias de siempre adquiridas en Ikea ni los cuadritos con refranes bordados que tanto le gustan a la madre de Anna-Karin. «En la intimidad del hogar, cada cual hace su libre voluntad», «Hogar, dulce hogar», «Sol en ventana, sol en el alma». Por toda la casa. Como si tratara de convencerse a sí misma. Anna-Karin siente un escalofrío de vergüenza al imaginar lo que pensaría el padre de Minoo si viera esos cuadritos.
Se ve la gran cocina de muebles blancos y el suelo de madera oscura. La puerta del despacho está entreabierta y dentro, sobre el escritorio, hay un portátil flamante junto a una taza de café que aún humea. Y más estanterías llenas de libros.
¿Cuántos libros se pueden tener en casa?, piensa Anna-Karin. ¿Y cómo tienen tiempo de leerlos todos? ¿Es posible?
Detiene la vista en un cuadro que no representa nada, es solo un montón de colores y formas. Sabe que su madre se reiría de él y diría que cualquier niño de cinco años sería capaz de pintar algo así. Pero a Anna-Karin le gusta.
—Soy Erik Falk —se presenta el padre de Minoo dándole la mano.
Anna-Karin se da cuenta de que lleva un rato mirando como una tonta. Le estrecha la mano y lo mira a la cara una décima de segundo.
—Anna-Karin Nieminen —dice con un hilo de voz. Le parece formal y extraño que se hayan presentado con el apellido—. Minoo y yo estamos en el mismo curso. Vamos a hacer un trabajo juntas.
—¿Es lo de la obra de teatro?
Anna-Karin no tiene ni idea de lo que le habla. Abre y cierra la boca como un pez fuera del agua. Y así es, más o menos, como se siente en esa casa.
—Minoo comentó que ensayabais los sábados.
—Exacto —responde Anna-Karin, y comprende que ha estado a punto de estropearle a Minoo la coartada para los encuentros en el parque—. Aunque hoy vamos a estudiar química —dice con la esperanza de que el padre de Minoo no siga preguntando.
Por fin se oyen pasos en la escalera y Minoo aparece en el umbral. Lleva el pelo negro recogido en una cola y aún tiene los ojos un poco hinchados por el sueño.
—Hola —dice sin poder ocultar la sorpresa.
—Bueno, qué, ¿nos ponemos con la química? —pregunta Anna-Karin.
Minoo cae enseguida.
—Sí, vamos a mi cuarto.
Anna-Karin se hace una idea totalmente distinta de Minoo al ver la naturalidad con la que se mueve por esas habitaciones. Como si no fuera nada extraordinario vivir en una casa tan grande rodeada de objetos tan bonitos.
Recorren el largo pasillo del piso de arriba. Hay una puerta entreabierta y Anna-Karin atisba un cuarto de baño con un viejo plano de Engelsfors en la pared. La bañera es profunda y con patas. Ahí fue donde atacaron a Minoo.
La invita a pasar a su cuarto y cierra la puerta.
El papel de las paredes es de rayas amarillas y blancas y realza los tonos cálidos del suelo barnizado. La colcha roja está puesta sobre la cama de cualquier manera y en la mesilla de Minoo hay un grueso volumen de arte. Las estanterías están llenas de libros en hileras perfectas, seguramente, por orden alfabético.
Todo el caos de la habitación de Minoo se concentra en el gran escritorio que hay delante de la ventana. Pilas de libros y de cuadernos que amenazan con ahogar un portátil cerrado.
—Así que no es Gustaf —dice Anna-Karin.
—Por lo menos, no el verdadero —responde Minoo—. Quiero decir… Él no sabe que tiene un doble maligno.
Anna-Karin se dirige a la cama y se sienta en el borde.
—Me alegro de que no sea Gustaf —dice—. Aunque eso signifique que seguimos sin saber quién lo hizo.
Minoo se sienta a su lado. Espera.
Anna-Karin no sabe por dónde empezar. Finalmente, respira hondo y empieza con lo que le parece más importante.
—Perdón —se disculpa—. Perdón por haber estado desaparecida.
Mira a Minoo de reojo. Sus ojos oscuros la miran muy serios.
Anna-Karin siempre le ha tenido a Minoo un poco de miedo. Muy a menudo, parece seria, casi enfadada. Uno puede sentir en todo el cuerpo cuándo Minoo se impacienta, cuándo piensa que eres lento o pueril, o cuándo te equivocas. Y con esa mirada láser…
—Sabes lo del accidente, cuando ardió el cobertizo, ¿verdad? —comienza Anna-Karin—. Pues no fue un accidente.
No se lo cuenta todo. Tal y como se lo contó a Nicolaus. Empieza con el incendio y omite el episodio de Jari y lo de su madre. A pesar de todo, le resulta difícil confesarlo, sobre todo el hecho de que no se resistiera al principio, de que casi le diera la bienvenida a la muerte.
Cuando llega a la parte del abuelo, empieza a llorar otra vez. Se seca enseguida las lágrimas con el reverso de la mano. No quiere que Minoo crea que se ha puesto a llorar para ganarse su simpatía.
—¿Por qué no habías dicho nada hasta ahora? —pregunta Minoo al fin.
Está enfadada, tal y como Anna-Karin pensaba. Pierde el valor.
—Me daba vergüenza. No debería haber ido al cobertizo yo sola.
—Cuando opusiste resistencia, ¿viste algo?
Anna-Karin no está segura de a qué se refiere.
—No vi a quien lo hizo.
—No, pero ¿viste alguna otra cosa? ¿Algo extraño en el aire o algo así?
—No, ¿por qué me lo preguntas?
Minoo menea la cabeza.
—Nada, olvídalo.
Ya no parece tan enfadada y Anna-Karin se siente tan aliviada que se le escapa otro sollozo. Puede que haya esperanza de que la perdonen.
—Si no hubiera utilizado mis poderes en el instituto… Todas me lo advertisteis —continúa.
Minoo frunce el ceño.
—¿Y qué tiene eso que ver con el ataque?
—Quien me atacó debió de notar que había utilizado la magia, como me dijisteis. Y además, encaja con lo que sabemos de la protección mágica. Nicolaus me habló de ella. Si tú eres la que está fuera, yo debo seguir bajo protección. Pero quien me atacó tal vez supiera que yo era una Elegida…
Anna-Karin guarda silencio. Respira.
—He estado pensando en una cosa —continúa al cabo de un instante—. Creo que quien quiere matarnos tiene el mismo elemento que yo. O sea, que es una bruja de tierra. Quizá por eso pude oponer resistencia. Y quizá por eso no ha vuelto a intentarlo. Porque yo era demasiado fuerte.
—Esa voz… —dice Minoo—. ¿Es la que utilizas cuando consigues que los demás hagan lo que quieres?
Anna-Karin se sonroja.
—Más o menos. Aunque nunca me he apoderado del cuerpo de nadie por ese medio.
Minoo asiente despacio.
—¿Crees que podrías conseguir que una persona crea que vio a alguien que no estaba allí? —pregunta.
—No lo sé —responde Anna-Karin—. Quizá. No he probado nunca.
—Si las brujas de tierra pueden hacerlo, quizá eso explicaría por qué Rebecka vio a Gustaf en el tejado. Si Gustaf solo era una ilusión, y quien había allí era otra persona… Pero no puede ser…
Mira fijamente a Anna-Karin.
—El fuego. ¿Estás segura de que era mágico?
—Bueno, empezó tan de repente y surgió de varios focos al mismo tiempo. Y además, tuve algo así como una sensación…
—Ya, pero las brujas de tierra no deberían poder recurrir a la magia del fuego, ¿no?
—Pues no —responde Anna-Karin.
Minoo tiene la mirada ausente y, al mismo tiempo, concentrada al máximo.
—Pero Rebecka sí podía —dice como para sus adentros—. Y habría podido hacer que se cerrara de golpe la puerta del cobertizo.
—¿Qué quieres decir? ¿Rebecka?
Minoo abre un cajón de la mesilla de noche. Saca el cuaderno que siempre parece llevar encima y empieza a hojearlo.
—Cuando Ida y tú vivisteis la muerte de Rebecka, dijiste que algo ocurrió. Justo antes de que muriera. Que fue como si se quemara por dentro.
Anna-Karin asiente. No es un recuerdo que le agrade evocar.
—¿Y si fue el asesino, que le quitó la magia? —prosigue Minoo.
—Sí —continúa Anna-Karin sin aliento—. Fue como si le quitase todo lo que era ella.
—¿El alma?
Anna-Karin asiente otra vez. No sabe si cree en el alma, pero es la mejor palabra para describirlo.
Minoo está absorta en sus notas. Anna-Karin no quiere molestarla. Mira a su alrededor contemplando la habitación. Alisa la colcha roja. Repara en el libro que hay en la mesilla.
En la portada hay un cuadro que representa a una pareja que se está besando. Anna-Karin se limpia cuidadosamente las manos en los vaqueros antes de atreverse a coger el libro.
Es pesado. Lo abre casualmente por la mitad, como si Minoo mirase a menudo esa página. En casa de Anna-Karin también hay algún libro así. Gruesos libros de tapa dura sobre el ser humano en la Edad de Piedra, que siempre se abren por las páginas en las que aparecen copulando en la gruta sobre pieles de animales.
Anna-Karin contempla la imagen que está impresa en el grueso papel satinado del libro. Representa a una mujer de pelo oscuro con un vestido azul. Tiene una granada en una mano y parece tristísima. Y, en cierto modo, le resulta familiar.
—Creo que ya lo tengo —dice Minoo.
Anna-Karin levanta la vista. Minoo deja el cuaderno y la mira a los ojos.
—Si el asesino es una bruja de tierra, puede haber utilizado su poder para inducir a Elías al suicidio. Cuando Elías murió, adquirió su poder. La directora dijo que las brujas de madera pueden «gobernar y dar forma a distintos tipos de materia viva». Puede que eso implique que una bruja de madera sea capaz de cambiar de forma, ¿no? Como con una especie de disfraz mágico, quizá.
—Así que… después de matar a Elías… el asesino podía adoptar la apariencia de quien quisiera, ¿no?
—Eso no lo sabemos —responde Minoo—. Pero al menos pudo adoptar la apariencia de Gustaf.
—Y luego adquirió el poder de Rebecka…
—Telequinesia y fuego. Eso fue lo que utilizó en el cobertizo.
Minoo se levanta de la cama y empieza a caminar de un lado a otro mientras habla. A Anna-Karin le recuerda a la directora.
—Tenemos que sintetizar lo que sabemos —decide. Se suelta el pelo y se pone la goma en la muñeca—. El asesino es una bruja de tierra. Cuando nos va matando, se apodera de nuestra alma y de nuestra magia. Ahora tiene la madera y el fuego. No consiguió matarme a mí, ni tampoco a ti. ¿Por qué?
—Porque yo soy también bruja de tierra —sugiere Anna-Karin otra vez—. Y quizá porque fuera del instituto es más débil, ¿no?
Minoo se detiene y la mira con aprobación.
—Yo había pensado lo mismo. El instituto es un lugar maligno y todo eso…
—Pero ¿por qué te dejó vivir a ti?
—Quizá porque se dio cuenta de que no tengo ningún poder.
—No creo —responde Anna-Karin—. Después de todo, tú también eres una Elegida.
A los ojos de Minoo vuelve esa mirada ausente y concentrada.
Está de perfil y la luz de la ventana le ilumina el pelo.
Anna-Karin mira el cuadro de la mujer del vestido azul. Y luego vuelve a mirar a Minoo.
—A propósito de dobles —dice—. La del cuadro es una copia tuya, vamos.
Le da la vuelta al libro y se lo muestra a Minoo.
—Qué va —dice Minoo.
—Que sí —insiste Anna-Karin—. Puede que no todas las facciones con detalle, pero en conjunto, se te parece muchísimo.
Minoo se queda mirando el cuadro como si fuera un poema en chino y Anna-Karin le hubiera pedido que lo leyera.
—Pero ella es guapa —dice al cabo de un instante.
Anna-Karin baja el libro. Minoo no lo ha dicho como lo harían Julia y Felicia, como pidiendo que le digan un cumplido, sino que lo piensa de verdad.
—Tú también eres guapa —asegura Anna-Karin.
Minoo resopla y se da media vuelta.
—No hace falta que mientas —dice.
—No miento.
Minoo parece irritada.
—Para empezar, soy el monstruo de las espinillas, por si no lo has notado.
—Joder, pero yo también tengo granos —admite Anna-Karin.
—No tantos como yo.
Ahora es Anna-Karin quien se irrita.
—No, claro, puede que no tantos, exactamente. Pero hay quienes lo tienen mucho peor. Y además, tú eres guapa. Vamos, que podrías ser la reencarnación de esta mujer.
Anna-Karin señala el cuadro con el dedo índice al decir esas palabras.
De repente, Minoo se queda pálida por completo. Casi parece que se va a desmayar.
—¿Qué te pasa? —pregunta Anna-Karin preocupada. Se siente un poco tonta. En realidad, es absurdo discutir por eso. Si Minoo es guapa o no.
—No me encuentro muy bien —murmura Minoo—. Perdona. Creo que debería meterme en la cama otra vez. Gracias por contármelo.
Anna-Karin cierra el libro y se levanta de la cama. Minoo intenta sonreírle educadamente.
—Vale, entonces me voy —dice, y Minoo asiente.
Anna-Karin se queda un instante, a pesar de todo. Todo le resulta un tanto extraño. Pero, puesto que Minoo no añade nada más, le da una palmadita torpe en el hombro y le dice que se mejore.
Cuando baja, ve al padre de Minoo leyendo el periódico en la cocina. No se da cuenta de que Anna-Karin está ahí, y ella tampoco le dice nada. Se pone el abrigo y sale tan silenciosa como lo haría Peppar.