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El centro comercial Citygallerian representa todo lo que Vanessa detesta de Engelsfors. Está despoblado, es feo y, sobre todo, un fracaso vergonzoso.

Lo inauguraron hace seis años con pompa y boato y con globos gratis para los niños. Ahora no quedan más que tiendas cerradas y el Sture Co., antro favorito de los borrachos. Todo el edificio descansa en una semipenumbra permanente, puesto que nadie se preocupa ya de cambiar las bombillas. Kristallgrottan es la única apertura nueva en más de dos años.

Cuando Vanessa abre la puerta de la tienda, se oye el tintineo de una campanilla. Huele intensamente a incienso. Las paredes tienen un cálido color amarillo y el local está lleno de estanterías y de mesas atestadas de libros, atrapasueños, cuadros de delfines, velas aromáticas y frascos misteriosos. Y, naturalmente, de cristales de todos los colores y tamaños.

Detrás del mostrador hay una mujer de edad hojeando una revista del corazón. Tiene la piel apergaminada por el solárium y la melena rubia destrozada por la permanente. Lleva los labios pintados de rosa palo y los párpados de una gruesa capa de sombra turquesa. El traje vaquero tiene mariposas doradas bordadas aquí y allá.

Ajá, así que esta es Mona Månstråle, ¿eh? Vanessa no sabe qué esperaba pero, desde luego, no ver a una persona que parece sacada de un vídeo musical de los años ochenta. Cuando se acerca al mostrador, nota el olor a humo rancio y a perfume empalagoso.

—Hola —saluda Vanessa.

—¿Qué querías? —responde Mona con voz ronca sin levantar la vista de la lectura.

Vanessa se irrita. Aquel sitio tiene pinta de necesitar a todos los clientes que pasen por allí. Mona Månstråle debería estar dando saltos de alegría y lanzando pétalos de rosa a su paso.

—¿Molesto?

La mujer cierra la revista despacio y clava la vista en Vanessa.

—¿Qué quieres? —repite.

—Mi madre ha estado aquí, le leíste la mano. Jannike Dahl. Me dijo que ofrecías algo así como un dos por uno.

Deja el recibo en el mostrador y Mona lo coge, despacio, como si quisiera dejar claro que no tiene la menor intención de estresarse. Se pone las gafas que llevaba colgadas al cuello y examina el trozo de papel meticulosamente y a conciencia.

Luego mira a Vanessa y exhala un suspiro hondo y prolongado.

Vanessa está a punto de dar media vuelta, pero lleva ya varias semanas queriendo venir y la oferta acaba hoy. Su madre se sentiría muy decepcionada. Le gustaría tanto que Vanessa compartiera su interés por la interpretación de los sueños, las visualizaciones y las fotografías del aura.

—¿Algún problema? —pregunta Vanessa.

Mona resopla, se levanta y rodea el mostrador. Allí, entre una estantería repleta de libros de ocultismo y un dragón de cobre que le llega a Vanessa por la cadera, hay una cortina de terciopelo granate. Mona la aparta y entra al tiempo que le indica a Vanessa que la siga.

Es una habitación pequeña y sofocante. Las paredes blancas están cubiertas de retazos de terciopelo colgados a la ligera y sujetos con clavos, y el suelo de linóleo de color melocotón elimina todo intento de crear un ambiente misterioso. En medio de la salita hay dos sillas tapizadas de felpa roja y una mesa cubierta con un tapete morado con flecos dorados. Mona le indica que se acerque y Vanessa interpreta que el gesto implica además que debe sentarse. Uno de los muelles de acero que hay debajo del asiento se le clava en las nalgas cuando se sienta.

—¿Qué mierda…? —dice Vanessa moviéndose un poco para encontrar una postura más cómoda—. Esta silla está rota.

—Es que tú eres demasiado huesuda —se defiende Mona sentándose enfrente.

Vanessa está a punto de responder algo sobre que el culo de Mona debe de tener un buen relleno, pero se muerde la lengua.

Se oye el tintineo de la pulsera de la mujer, que rebusca debajo de la mesa. Luego empieza a untarse las manos. Vanessa se pregunta si será algún tipo de aceite mágico cuando ve el bote de jabón. Entonces, Mona extiende las palmas.

—Venga esos puños —dice.

Vanessa coloca vacilante las manos en las de Mona. En el preciso momento en que le toca la piel, experimenta una sensación extraña. Le recuerda a cómo se siente cuando está a punto de hacerse invisible. Algo así como un viento que le soplara por dentro.

Las últimas semanas ha mejorado mucho a la hora de controlar su invisibilidad. Sabe detectarla y detenerla a tiempo. Ahora, además, está aprendiendo a hacerse invisible cuando quiere. Eso es mucho más difícil y, la primera vez que lo intentó, tuvo que esforzarse tanto que empezó a sangrar por la nariz.

Mona le examina las manos y, de repente, Vanessa se pone nerviosa. Toma conciencia de que no sabe nada de aquella mujer. El corazón empieza a latirle más rápido cuando calcula las semanas transcurridas y cae en la cuenta de que debió de llegar a la ciudad poco antes de la muerte de Elías.

Ha sido una idea pésima, Vanessa, se dice a sí misma. Una idea de pena, vamos.

—Veo que eres una joven independiente, que quieres seguir tu propio camino —comienza Mona.

—Ya, qué difícil de adivinar —dice Vanessa, notando cómo el pulso recupera el ritmo normal.

—¡Aquí no nos dedicamos a adivinaciones! —Mona la mira irritada, antes de continuar—. Quieres viajar y ver mundo.

—Dios mío, pues sí que soy especial.

No hay peligro, porque todo lo que Mona está diciendo podría aplicarse a cualquier chica de su edad. Mona es una farsante, exactamente igual que todos los gurús de su madre. Y esa farsante está moviendo la boca de tal modo que se le marcan todas las arrugas del bigote. Después parece decidirse por algo.

Alright. Ahora vamos a hacerlo bien.

Le aprieta las manos más fuerte.

Vanessa nota una sensación nueva. Se siente igual que cuando Ida empezó a levitar en el teatro, como si el aire estuviera cargado de electricidad. Se le eriza el vello de los brazos. Contiene la respiración.

—Veo a un hombre —dice Mona—. Tenéis una relación complicada.

—¿Ah, sí? —dice Vanessa, tratando de parecer indiferente.

—La cosa no saldrá bien.

—Pero bueno, ¿cómo puedes decirme algo así?

Mona sonríe condescendiente.

—¿Quieres que lo dejemos? ¿No soportas la verdad?

Vanessa se aguanta. Mona sigue investigando la palma de su mano derecha. Sigue una línea con el dedo índice y le hace cosquillas.

—¿Ves esto? Estas líneas van unidas hasta el final. El amor de tu vida no es quien tú crees, pero sí es alguien a quien ya conoces. Bueno, bueno, bueno… No será coser y cantar, desde luego. Pero estáis unidos irremediablemente.

Mona suelta una risita. No, eso no es correcto: Mona cacarea.

—Dime, ¿qué es eso que tanto te divierte? —pregunta Vanessa.

—Ya lo comprenderás.

Mona suelta la mano derecha de Vanessa y coge la izquierda.

—Te sientes muy decepcionada por alguien. Veo que uno de tus progenitores… —comienza la mujer, pero de repente se inclina tanto que la punta de la nariz casi le roza la palma de la mano—. ¡Ajá! —exclama al fin.

A Vanessa se le seca la boca. La lengua se le pega al paladar y no puede articular palabra. Mona la mira triunfante.

—¡Lo sabía! —dice—. Espera un poco.

Se levanta y se dirige a un mueble pintado de negro. El primer cajón chirría tanto cuando lo abre que Vanessa se estremece. Mona rebusca ruidosamente hasta que encuentra lo que quiere.

Vanessa apenas tiene tiempo de advertir una bolsa de plástico con piedras de un color entre blanco y amarillo, cuando Mona sale de la habitación. Al cabo de unos segundos, vuelve con un cigarrillo humeante entre los labios y un cenicero de mármol rojo en una mano. La bolsa se balancea en la otra.

—Necesito algo más contundente —dice Mona.

Con mucho cuidado, abre la bolsa y extiende el contenido sobre la mesa. Vanessa se queda helada al ver que no son piedras.

Son dientes. Dientes humanos.

—¿Ves esas muescas? —pregunta Mona sujetando dos incisivos.

Vanessa se aparta.

—No seas tiquismiquis —le dice Mona—. Puedes estar contenta de que no utilice excrementos de animales, o vísceras.

La mirada de Vanessa se desliza hasta el tapete morado. Los dientes brillan y se aprecian en ellos unas líneas extrañas que se cruzan en diversos sentidos. En cada diente hay grabado un dibujo.

—Son signos del ogam, el alfabeto que los druidas utilizaban hace miles de años —explica Mona—. Aunque hay quien cree que eran más antiguos y que tienen su origen en los cultos a la diosa de la luna practicados en Oriente Medio.

Reúne todos los dientes en las manos ahuecadas y los agita varias veces. Se los oye entrechocar y tintinear. Hasta que abre las manos y los deja caer sobre la mesa. Vanessa vuelve a notar la sensación de electricidad. Es como si alguien le pasara un rallador por todo el cuerpo.

Mona le da la vuelta a varios dientes, para que todos los signos queden visibles. Luego, examina el resultado mientras da un par de caladas al cigarrillo, que aún tiene en la comisura de los labios.

—Este signo, el uath, significa terror o miedo —explica señalando una muela—. Y este… No. No creo que quieras saberlo.

Mona la mira retadora.

—Por supuesto que quiero.

nGetal significa muerte. La muerte te ronda.

Mona da otra calada y la columna de ceniza que va formando el cigarrillo crece un poco más, tanto que amenaza con caer en cualquier momento. Mona se quita las gafas.

A Vanessa le cuesta respirar. Es como si la habitación fuera encogiendo poco a poco, como si las paredes fuesen a sitiarla y a aplastarla de pronto.

—Bueno, tampoco hay que interpretarlo todo al pie de la letra —dice Mona como si acabase de contar algo normal.

Vanessa se levanta de golpe, tironea del vuelo de la cortina que cubre la entrada hasta que consigue pasar al otro lado, al mundo normal, donde el aire es respirable.

—Hola —oye decir a alguien. Vanessa mira a su alrededor.

Es Linnéa, que está entre las estanterías. Tiene en la mano una figura de porcelana, brillante como el nácar, que representa un ángel.

—¿No es tan feo que resulta maravilloso? —pregunta.

Vanessa observa el ángel regordete, que está tocando el arpa. Nadie, salvo Linnéa, podría adornar su casa con una cosa tan grotesca y hacer de ella algo chulo.

Mona aparece en la tienda y pasea la mirada por la chaqueta de Linnéa, de imitación de piel de leopardo, la camiseta que lleva debajo, recortada y vuelta a componer con imperdibles, la falda supercorta de tul rosa y las botas de caña alta.

—Vacíate los bolsillos —ordena Mona.

—¿Y eso por qué? —pregunta Linnéa.

—Reconozco a un ladrón nada más verlo.

—Si ni siquiera tengo bolsillos —responde Linnéa.

Se da una vuelta entera y sonríe triunfal. Mona le da un tirón de la chaqueta, la investiga a fondo y comprueba que Linnéa le ha dicho la verdad.

La mujer resopla y Vanessa piensa que Linnéa es precisamente lo que ella necesita en esos momentos, después de la pirada de la fumadora compulsiva y sus signos de la muerte.

Dejan a Mona Månstråle y su tienda asfixiante.

—¿Qué mierda hacías con la vieja esa? —pregunta Linnéa, y saca un paquete de tabaco de la bota en cuanto salen del centro comercial.

Enciende un cigarrillo y se lo da a Vanessa, que lo acepta aunque a ella solo le gusta cuando está borracha. Luego, Linnéa se enciende otro y echan a andar juntas.

—Mi madre, que quería que viniera a toda costa —responde Vanessa. No quiere hablarle de la predicción de Mona, prefiere olvidarla para siempre—. ¿Qué hacías allí dentro? —se apresura a añadir antes de que Linnéa siga haciendo preguntas.

—Nada, he ido a recoger unas cosas —responde Linnéa con una sonrisa burlona y le muestra el paquete de incienso que lleva en la otra bota.

Vanessa está impresionada.

Una vez en Storvallsparken, se detienen junto a la fuente.

—¿Has vuelto por Kärrgruvan? —pregunta Linnéa al cabo de un rato.

Vanessa está pensando en Rebecka, que ha intentado convencerla varias veces de que vaya con ella, pero siempre le ha puesto como excusa que iba a ver a Wille, o a Michelle o a Evelina. No quiere pensar en lo que ocurrió aquella noche. No quiere que todo eso forme parte de su vida.

—No. ¿Y tú? —pregunta.

—No —responde Linnéa en un tono apenas audible—. Quiero saber por qué murió Elías, pero no sé qué hacer.

—Puede que tengamos que reunirnos con las demás otra vez —sugiere Vanessa tras unos instantes—. E intentar averiguar qué está pasando.

—Si hago algo, lo haré sola —responde Linnéa secamente.

Vanessa da una calada y trata de ocultar lo asqueroso que le resulta el tabaco.

A espaldas de Linnéa ve a uno de los borrachines que suelen merodear por el parque. Está bailando una danza curiosa sobre el césped color ocre. Totalmente de la olla. Pero es buena gente. Vanessa lo sabe, porque es uno de los que solía mandar al Systemet[3] a cambio de una propina, antes de conocer a Wille.

Linnéa tira la colilla al suelo y la aplasta a conciencia con la bota. De repente, parece contrariada. ¿Tendrá miedo de que Vanessa le pregunte si puede ir a su casa?

—Tengo que irme —dice Vanessa para dejar claro que no pretende que se conviertan en uña y carne de la noche a la mañana.

Linnéa no contesta. Detrás de ella, el borracho agita la cabeza. Empieza a acercárseles bailando con paso torpe y movimientos bruscos.

—¡Hola! —saluda.

—Hombre, hola —responde Vanessa, con la esperanza de que se dé por satisfecho con eso.

Pero él continúa aproximándose.

—Linnéa, ¡alegría y consuelo de mi pobre corazón! —grita el hombre con esa voz rasposa y rota que todos los borrachos terminan por adquirir tarde o temprano.

—Uno de tus amigos, ¿eh? —dice Vanessa con una risita, y mira a Linnéa.

Ella no responde. Simplemente, se aleja de allí sin mirarla siquiera.

—¡Linnéa! —vuelve a gritar el borracho.

Luego detiene su extraña danza, se queda balanceándose de un lado a otro sin moverse del sitio, observando a Linnéa con la mirada vacía y la boca abierta. Linnéa le contesta tan bajito que Vanessa apenas lo entiende:

—Adiós, papá.