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Vanessa se despierta con frío. Está atrapada en el hueco que hay entre la cama y la pared. Tiene la cabeza llena de imágenes de un sueño desagradable. La quemadura de la directora. Gustaf junto a la tumba entregado a la tarea de desenterrar el ataúd de Rebecka. El ojo verde penetrante de Gato.

Se da la vuelta y contempla a su novio, que aún duerme. Wille ha vuelto a llevarse todo el edredón y se ha enrollado en él de tal forma que parece una tortilla mexicana. Solo asoma el pelo. Vanessa le da una patada pero él suelta un ronquido y se da la vuelta.

Echa una ojeada al despertador de Batman, una reliquia de la infancia de Wille. De todos modos tiene que levantarse dentro de cinco minutos. Pasa por encima de él y está a punto de perder el equilibrio cuando sale de la cama.

La habitación siempre ha parecido una excavación arqueológica con hallazgos de diversas épocas en varias capas. Desde que Vanessa se mudó con él, todo está el doble de revuelto. Ninguno de los dos es capaz de mantener el orden y, para bien y para mal, Sirpa no hace el menor caso de lo que ocurre en la habitación.

Vanessa nota algo blando y pegajoso en la planta del pie y descubre que acaba de pisar una rebanada de pan con paté.

Siente que la ira aflora en su interior como un géiser. Coge una de las zapatillas de Wille y la lanza contra la cama. Rebota en el cabecero y aterriza en la cara. La tortilla mexicana despierta a la vida.

—¿Qué coño pasa? —pregunta con voz soñolienta.

—¿Que qué coño pasa? —repite Vanessa—. ¡Pues que he plantado el pie en el apestoso bocadillo de paté que has dejado en tu suelo lleno de mierda!

Wille se incorpora aún envuelto en el edredón.

—Pero si no es mi bocadillo.

—Yo-no-como-paté —responde Vanessa articulando exageradamente como si Wille fuera un viejo sordo—. ¡Mira qué lío hay aquí!

—También es tu habitación.

—¡Yo me paso el día entero en el instituto, pero tú no haces nada! ¿No podrías limpiar por lo menos?

—Ya, joder, pero tú acabas de tener unas largas vacaciones de Navidad. Ordena tu mierda y yo ordenaré la mía —dice sacando uno de sus sujetadores, que al parecer estaba debajo del almohadón.

Se lo arroja furioso y aterriza a los pies de Vanessa.

Ella siente deseos de gritar, pero recuerda que Sirpa está en la habitación de al lado y se contiene. Se agacha, coge el sujetador y se lo tira a Wille. Aterriza en la cabeza y queda con una copa colgándole por delante de la cara.

—Venga ya —protesta Wille, pero Vanessa puede ver que, por debajo del sujetador, está sonriendo.

Vanessa recoge del suelo una revista de automovilismo y se la arroja.

—Para ya —dice Wille, que un segundo después recibe en la cara el impacto de un calcetín asqueroso que había en la silla del escritorio—. Ahora sí que… —dice retirando el edredón, sale corriendo, coge a Vanessa en brazos y se la lleva otra vez a la cama.

—¡Suéltame, tengo el pie lleno de paté!

—Me da igual.

—¡Tengo que ir al instituto!

—Qué vas a tener que ir.

—¡Pues claro que sí! ¡Se han terminado las vacaciones!

—El primer día del segundo semestre siempre es día de deportes —dice Wille y la suelta en el colchón.

Vanessa dibuja una amplia sonrisa. Se le había olvidado por completo. Tira del edredón y se envuelve en él. El día de deportes es un día libre. Eso lo sabe todo el mundo.

—Pues entonces voy a seguir durmiendo —dice—. Y mientras yo duermo, tú recoges ese bocadillo de paté asqueroso. Y me limpias el talón —añade moviendo el pie.

Wille sale de la habitación y Vanessa cierra los ojos. Vuelve a conciliar el sueño con una rapidez sorprendente. Solo se despierta un instante cuando Wille le limpia el talón con papel de cocina y le hace una reverencia después.

El dolor es tan agudo y repentino que, durante unos segundos,

Minoo se olvida de cómo respirar. Está segura de que se ha roto el coxis y ha pulverizado el hielo sobre el que ha caído.

Oye silbidos y aplausos amortiguados por los guantes e intenta reír —no, qué va, estoy bien, no duele nada y mira qué capacidad tengo de verlo desde fuera—, aunque las lágrimas le arden en los ojos.

Ha elegido una jornada entera de patinaje sobre hielo solo porque Max será el profesor encargado en el estadio de Engelsfors. Como es lógico, apenas si la ha mirado.

Minoo trata de levantarse. Los patines se deslizan y obligan a las piernas a doblarse en formas imposibles. Pone las manos en la superficie lisa del hielo y hace un nuevo intento. Esta vez termina aterrizando en las rodillas. Otro latigazo de dolor le sube por las piernas.

Oye que alguien se le acerca patinando. Minoo levanta la vista al mismo tiempo que Max hace una frenada perfecta, que provoca una lluvia de cristales de hielo diminutos sobre toda ella. Le tiende la mano y le ayuda a levantarse, pero está a punto de volver a caerse y de arrastrarlo consigo. Max casi pierde el equilibrio. Por un instante se apoyan el uno en el otro y casi parece un abrazo. Experimenta la vertiginosa sensación de que la va a besar otra vez. Pero Max aparta la vista.

—¿Estás bien? —pregunta soltándola con delicadeza.

No hay nada que esté bien, eso es lo que quiere decir Minoo. Querría decir montones de cosas.

—No —responde—. Me duele muchísimo la rodilla derecha. No sé si puedo seguir patinando.

—Pues vete a casa y descansa —dice Max.

Vuelve a tratarla de una forma totalmente impersonal. Le duele estar tan cerca y no poder tocarlo. Siente como si le estuviera arrancando el corazón, lo arrojara al hielo, le prendiera fuego, le escupiera, lo pisoteara, se lo volviera a meter en el pecho y la cosiera, para volver a empezar otra vez.

—Me he despedido. Solo me quedaré aquí hasta el final del semestre.

Se lo dice sin pestañear, con la mirada fija en Julia y Felicia, que fracasan en su intento de hacer piruetas a unos metros de allí.

—Eso no significa que no me gustes —prosigue con un hilo de voz—. Al contrario.

Por fin la mira directamente a los ojos.

—Me gustas demasiado.

Y luego se va. Se aleja patinando rápidamente hasta que desaparece. Minoo se queda allí, mirándolo y tratando de comprender lo que acaba de oír. El dolor se ha atenuado. Y ha ocupado su lugar un sentimiento nuevo y peligrosísimo:

Esperanza.

Anna-Karin cierra los ojos y se desliza cuesta abajo. Ha esquiado por allí mil veces y se conoce cada curva. El viento le da en la cara. La nieve susurra bajo los esquíes. Se siente libre y ligera. Abre los ojos y los guiña al sol y al ancho cielo que se extiende frente a ella, al tiempo que entra deslizándose en la siguiente curva.

Hace años, en invierno, el abuelo y ella solían hacer esquí de fondo por aquella pista y, por eso, es lo que siempre elige en los días de deporte del instituto. Es la única actividad física que se le da bien y además le encanta la sensación de ir surcando el bosque, sola entre los abetos. Nunca ha tenido que sentir miedo de cruzarse por la pista con ninguno de los acosadores. El esquí de fondo no es, precisamente, el deporte de la gente más popular.

Anna-Karin disfruta de la soledad. La necesita. Tiene que ordenar sus pensamientos ante el semestre que comienza y la empresa tan difícil que se ha prometido abordar.

Si lograra olvidar la imagen de la piel carbonizada de la directora…

Eso no es nada comparado con lo que le hicieron a él.

¿Qué le hará el Consejo a ella?

Hay un área de descanso unos metros más allá. Anna-Karin ve el tejado de madera oscura, la mesa robusta con sus dos bancos alargados y aumenta la velocidad.

Una vez allí, clava los bastones en un montículo de nieve, se quita los esquíes y los pone al lado. Se abre el anorak para dejar entrar algo de fresco y suelta la mochila encima de la mesa. Acaba de empezar a sacar la comida cuando oye el silbido de unos esquíes que se acercan.

La persona que va esquiando divisa a Anna-Karin. Se detiene, se fija bien y reanuda la marcha. Anna-Karin ve la melena rubia y deja en la mesa la botella de refresco.

Es Ida.

—¿Qué quieres? —pregunta Anna-Karin cuando la tiene delante.

—Solo venía a decir hola.

Automáticamente, Anna-Karin echa un vistazo a su alrededor. ¿Se habrán escondido en el bosque Robin, Kevin y Erik? ¿O quizá cualquiera de los demás a los que Ida ha azuzado contra ella a lo largo de los años? ¿Será posible que ya estén otra vez tras ella?

—Pues ya lo has dicho —dice Anna-Karin—. Lárgate.

—Este es un país libre.

—¿Qué pasa, que estás en secundaria o qué?

—Solo quiero que sepas una cosa —dice Ida quitándose los esquíes.

Tiene un aspecto de salud irreal, como si se hubiera alimentado toda su vida a base de vitaminas, verduras ecológicas y actividades físicas al aire libre y puro de la montaña.

—Este semestre será diferente. Me has robado todo lo que era mío, pero ahora pienso recuperarlo. Y no podrás impedírmelo. Te arrepentirás de haberme arruinado la vida.

Eso le dice Ida. Ella, que se ha pasado nueve años interminables torturándola.

Algo se quiebra en su interior, algo de lo que no había sido consciente hasta el momento. Es como la finísima membrana que hay dentro de la cáscara del huevo. Una capa protectora que, más o menos, ha mantenido a raya la masa pegajosa de la angustia, del miedo y de la ira. Ahora acaba de romperse. Y toda esa fealdad sale, se esparce por todo el cuerpo: un mar hirviente y oscuro de odio destilado.

—Todo el mundo te odia, Ida —dice Anna-Karin—. ¿No lo sabías?

—Sí, claro, gracias a ti. Pero no te creas…

—No —continúa Anna-Karin impertérrita—. Todo el mundo te ha odiado desde siempre. Es solo que antes fingían que les caías bien. Te tenían miedo. Tenían miedo de convertirse en tu próxima víctima. No importa lo que me hagas a mí. Eso no cambiará lo que todos piensan de ti.

Por un instante, da la impresión de que Ida va a echarse a llorar, el llanto está ahí, bajo la piel de la cara.

—Pues tampoco hay nadie que sea amigo tuyo voluntariamente —responde.

Anna-Karin da un paso al frente e Ida retrocede.

—Puede ser, pero yo no le he hecho daño a nadie. En cambio tú sí, continuamente. Lo que yo he hecho no es nada comparado con lo que tú has venido haciendo todo este tiempo.

—¡Eres una friki de mierda!

—¿Y te extraña? Has destrozado toda mi vida —dice Anna-Karin.

Da unos pasos más. Ida da con los talones en un montículo de nieve.

—No he sido yo la única —responde Ida con rebeldía.

—Ya, pero tú fuiste una de las que empezaron. Nunca llegué a entender por qué me elegisteis a mí precisamente. Me pasaba las noches en vela tratando de averiguar qué tenía de malo, para poder cambiarlo. Se me ocurrieron montones de cosas que odiar de mí misma. Lo probé todo. Pero nunca era suficiente. Ni siquiera cuando me rendí, cuando hice todo lo posible para que no me vierais ni me oyerais.

Ida la mira. Anna-Karin atisba un ápice de duda que desaparece enseguida.

—No, no era suficiente —dice Ida con calma, como si quisiera que Anna-Karin percibiera bien cada palabra—. Deberías haberte suicidado.

Y la oleada tenebrosa que ha ido forjándose dentro de Anna-Karin la inunda. La inunda y ella se deja arrastrar.

Se abalanza sobre Ida. Ella pesa más, y la adrenalina la hace fuerte. Ida se estrella contra el suelo y queda debajo de Anna-Karin, que le sujeta los hombros contra la nieve y se sienta a horcajadas sobre su cintura. Ida lucha, se retuerce e intenta mover brazos y piernas, pero no sirve de nada.

—¡Suéltame! ¡No puedo respirar!

Es como si el poder fuera un ser vivo dentro de Anna-Karin. Un ser que siempre ha esperado este momento.

VETE DE AQUÍ, DEJA ESTA CIUDAD Y NO VUELVAS NUNCA MÁS.

A Ida se le dilatan las pupilas. Anna-Karin ve que trata de oponer resistencia, que se pone cada vez más roja.

VETE DE AQUÍ

Hay un muro invisible entre Ida y ella.

Anna-Karin reconoce la sensación de las prácticas que ha hecho con las demás. Ida se resiste. Anna-Karin se emplea con más fuerza, añade toda su voluntad y toda su concentración, además de su poder, para derribar la pared que las separa. Se curva, pero no se rompe y, al final, Anna-Karin descubre que no tiene nada más a lo que recurrir.

La invade un cansancio inmenso. Se deja caer a un lado en el montículo de nieve. Ida se levanta y se tambalea, pero le brillan los ojos de triunfo. Y Anna-Karin comprende que ha caído de lleno en la trampa de Ida. Se ha dejado provocar. Eso era precisamente lo que Ida quería.

—Ya no te tengo miedo —dice Ida—. El Libro me ha enseñado lo que tengo que hacer. Está de mi parte.

Ida se dirige a sus esquíes y se los pone. Anna-Karin no puede articular palabra.

—Deberías seguir tu propio consejo —continúa Ida—. Deberías largarte. Mañana empiezan las clases de verdad. Y entonces todo será como debe ser.

Se aleja deslizándose por la pista. Anna-Karin cierra los ojos. Si se tumba y se queda el tiempo suficiente morirá congelada. Y quizá no fuera tan grave.

—Ya no puedo más —susurra—. Ya no puedo más.