36
Las puertas del comedor se abren ante Anna-Karin. Dentro está oscuro, tanto que solo puede intuir el perfil de la gente que llena la sala.
No quiere estar allí. Nunca pidió que la eligieran. Pero ya no puede seguir controlando la admiración de los demás. Se ha extendido a personas en las que ni siquiera había intentado influir. Sencillamente se han dejado llevar por el hecho de que a otros parece gustarles Anna-Karin. Y este es el resultado.
La corona de santa Lucía le pesa sobre la cabeza. Unas gotas de cera aterrizan sobre el pañuelo que le protege la melena.
—Y uno… y dos… y un, dos, tres, ¡cuatro!
Es Kerstin Stålnacke, la profesora de música y de teatro, la que cuenta con entusiasmo. Agita los brazos con tal ímpetu que la túnica de rojo navideño ondea como una sábana puesta a secar. Tiene el pelo teñido de henna, encrespado por la coronilla. A la de cuatro, el séquito de santa Lucía empieza a cantar detrás de Anna-Karin.
Camina lenta la noche / por granjas y cabañas…
Anna-Karin simplemente hace la mímica de aquellas palabras tan familiares como incomprensibles mientras se adentra despacio en la oscuridad.
Las velas vierten un cálido resplandor por dondequiera que va. Los rostros se van revelando en la oscuridad. Ahí está Vanessa, que parte una galleta de pimienta en forma de corazón y se le rompe en tres pedazos. Y ahí está Minoo, que mira a Anna-Karin muy seria. Kevin se balancea en la silla tamborileando con los dedos en la mesa. Felicia y Julia sonríen como miembros devotos que son de la secta de Anna-Karin. Fueron ellas quienes la inscribieron para la elección de santa Lucía.
Tiene la sensación de que el cántico no va a terminar nunca.
En la noche inmensa y callada / ahora se oye un susurro / en el silencio del hogar / como de olas un arullo.
Las gotas de cera siguen aterrizando en el pañuelo de Anna-Karin mientras ella cruza el comedor a oscuras. Huele a vino caliente sin alcohol y a cuerpos sudorosos, y cuando se acerca al extremo de la sala, donde han quitado las mesas y las sillas para dejar espacio al séquito, nota el olor a café de una de las mesas de los profesores.
Cuando Anna-Karin se coloca en el centro, en la parte delantera de la habitación, y el séquito ocupa sus puestos formando un semicírculo detrás de ella, siente cómo la taladra la mirada de la directora. Anna-Karin empieza a sudar con el calor de las velas. Una película de humedad le cubre la cara y las palmas de las manos, que ha juntado en la obligatoria pose de santa Lucía. Al lado de la directora está Max, que le sonríe alentador. Al otro lado se encuentra Petter Backman, el profesor de dibujo, famoso por rodear con el brazo a sus alumnas en cuanto tiene ocasión, que pasea la mirada por Anna-Karin con ansiedad.
Por fin terminan los cánticos. Ida, que es dama de Anna-Karin y está a su derecha, exagera un poco el tono de voz en la última «Lucíaaaa» y se impone a todos los demás. Se nota claramente que lo que a Ida le gustaría en realidad es cantar en solitario y soltarse la melena aullando de lo lindo. Ida fue la Lucía del colegio durante toda la etapa superior. Anna-Karin solo espera que Ida consiga dominar la tentación de prenderle fuego a su pelo con una de las velas. Le inspira cierta tranquilidad que el subdirector, Tommy Ekberg, ande por allí con el extintor.
Las canciones navideñas se van sucediendo y Anna-Karin sigue moviendo los labios solamente. Kerstin Stålnacke mueve los brazos como si acabara de pisar un avispero.
Entonces Anna-Karin ve a Jari, que camina pegado a la pared hasta que se queda a unos metros de ella. Está solo. Y únicamente tiene ojos para Anna-Karin. De repente ella sonríe con total sinceridad. Y cuando él le devuelve la sonrisa, es como si titilara y reluciera con más intensidad que ninguna de las velas que brillan en el comedor. Se siente serena. Pronto habrá pasado todo.
Vamos, duendecillos, brindad y pasadlo bien…
Anna-Karin mira a Jari a los ojos.
Aquí vivimos, muy poco tiempo / con gran trabajo y sufrimiento…
Anna-Karin oye que Ida toma impulso para la última estrofa.
«Vaaaaa…»
La voz de Ida se convierte en un grito afilado.
«…aaa…»
Se hace un silencio absoluto en la sala. La directora se inclina como si fuera a levantarse. Junto a Anna-Karin se oye un golpetazo, y ella se vuelve tan rápido que se le cae la corona de velas. Se estrella contra el suelo y algunas de las velas salen rodando. Las damas, los pajes y los duendecillos dan un salto y se apartan de las llamas, y Anna-Karin ve con el rabillo del ojo que Tommy Ekberg se apresura con el extintor.
Ida está de rodillas. Parpadea sin cesar y tiene los ojos en blanco.
Mueve los labios y Anna-Karin cree que está diciendo su nombre y se agacha para oírla mejor.
Ida reacciona rápida como una cobra. Alarga el brazo con rapidez y agarra a Anna-Karin por la muñeca.
Un rayo de luz blanca la ciega en el acto.
Anna-Karin ve un cielo azul. Y el borde de un tejado. El tejado del instituto. Está allí tumbada y se siente exhausta, terriblemente cansada. Un viento acerado le golpea la cara. Le duele y le da vueltas la cabeza. Y quiere estar con Gustaf.
Gustaf. Tiene tanto amor que darle, solo para él. Se abre paso incluso a través del dolor espantoso que le aporrea el cráneo.
Anna-Karin comprende que ya no se encuentra en su propio cuerpo. Está dentro de Rebecka. Como si fuera un parásito diminuto que observara el mundo a través de sus ojos. No puede oír sus pensamientos, pero cualquier sentimiento o impresión la traspasan como si fueran suyos.
La sensación se convierte en la añoranza de otra persona. Minoo. La única que puede ayudarle. Tantea buscando el móvil hasta que lo encuentra.
Oye unos pasos que se acercan hacia la puerta abierta que tiene detrás.
Rebecka y Anna-Karin se vuelven al mismo tiempo, en un movimiento único, en un único cuerpo.
Y ahí está él. Anna-Karin nota el desconcierto de Rebecka.
—Hola —dice—. ¿Cómo sabías que estaba aquí?
Gustaf no responde. Se acerca pero sin mirarla a los ojos. Rebecka apenas lo reconoce. No comprende nada.
—¿Qué pasa? —pregunta.
Un instante después Gustaf se inclina y le ayuda a ponerse de pie. Pero no la suelta, sino que empieza a arrastrarla por el tejado.
—Gustaf, para… ¿Qué haces? Suéltame…
Tiene la voz muy débil. No le quedan fuerzas para gritar y el dolor que le retumba en la cabeza se lo impide más aún. Gustaf la arrastra inexpresivo hacia el borde del tejado, como si quisiera acabar cuanto antes. Rebecka trata de oponer resistencia, pero no tiene dónde apoyar los pies.
—Gustaf, para… Por favor, ¡para!
Gustaf le da la vuelta para que quede con la espalda de cara al patio, que está allá abajo. La ropa le aletea al viento. Rebecka y Anna-Karin están paralizadas por el miedo.
Anna-Karin trata de cerrar los ojos pero no puede mientras Rebecka no aparte la vista de su novio. Sigue sin poder creer lo que está sucediendo.
—Mírame —ruega Rebecka.
Gustaf la mira a los ojos. Durante unos segundos de espantoso silencio, Anna-Karin mira en el fondo frío de aquellos ojos azules. El empujón en el pecho la pilla totalmente desprevenida y cae. Se le quedan los brazos en cruz, araña con los dedos el vacío del aire en busca de algo a lo que agarrarse y luego…
Anna-Karin oye el estallido inexplicable cuando el cuerpo de Rebecka se estrella contra el suelo. Pero no siente nada. La cabeza yace extrañamente aplastada contra el suelo. No comprende cómo puede seguir con vida. Trata de respirar, pero por sus pulmones asciende un sonido húmedo y burbujeante, y se le llena la boca de sangre.
De repente es consciente de algo desconocido. Rebecka reconoce la presencia.
«Pronto habrá pasado todo», dice una voz extraña.
Y entonces siente el dolor, un dolor que no puede compararse con nada de lo que Anna-Karin haya podido sentir en toda su atormentada existencia. Es como una luz radiactiva y cegadora que calcina cada idea, cada sentimiento, cada recuerdo que es Rebecka: todo lo que fue.
Y luego: ceniza. Vacío. Una porción de cielo azul allá en lo alto. Una porción de cielo azul que poco a poco se convierte en oscuridad. Un hilo de tinta negra discurre lentamente y lo cubre todo hasta que solo queda la voz: «Perdóname».
Anna-Karin abre los ojos y se encuentra con los de Ida. Ve reflejado en ellos su propio pánico. Se da cuenta de que han vivido la misma experiencia. Ida le suelta la mano y retrocede apartándose de ella.
Anna-Karin mira a su alrededor. Se encuentra con cientos de pares de ojos. Por el suelo rueda aún una de las velas apagadas de la corona. Tommy Ekberg sigue acercándose a ellas con el extintor.
Aquí, en la realidad, el tiempo no ha pasado en absoluto.