47

Anna-Karin oye el eco de una risa a su espalda y se para en seco en medio del pasillo que conduce a la biblioteca del instituto. Se queda mirando al suelo hasta que el grupo de chicas pasa de largo. Es una vieja costumbre que acaba de recuperar. Por supuesto que no se reían de ella. Ahora ya nadie se ríe de ella.

La primera semana después del incendio se negó a ir a clase o a alejarse de la granja, en general. Se pasaba los días delante del televisor.

—Yo creía que te preocupaba el abuelo lo suficiente como para ir a verlo al hospital, aunque sea una vez —le recriminó su madre.

No había ni rastro de los cambios de humor. Había vuelto a ser la misma persona permanentemente insatisfecha de siempre.

El domingo llamaron a la puerta. Anna-Karin estaba sentada con el pie escayolado en alto y una fuente de patatas fritas en la rodilla, y no tenía la menor intención de abrir. Pero la persona que llamaba no se rindió y, al final, entró sin que le abrieran la puerta, que no estaba cerrada con llave.

La elegante figura de Adriana López transformaba la sala de estar en burda y pobretona. Anna-Karin se alegraba de que su madre no estuviera en casa.

—¿Cómo estás? —preguntó Adriana y se sentó en el sillón del abuelo.

Anna-Karin guardó silencio. Se negaba a responder ninguna de las preguntas de la directora. Había decidido no contarle nunca lo que ocurrió aquella noche. Por temerario que fuera. No pensaba contarle que el accidente no fue tal accidente. Y que estuvo a punto de causar la muerte del abuelo; que, según su madre, nunca volverá a ser el mismo.

Al final la directora se cansó del silencio de Anna-Karin. Se levantó y le dijo que esperaba verla en el instituto al día siguiente.

Cuando la directora iba camino de la puerta, Anna-Karin dijo:

—Ya he dejado de utilizar mi poder. Y no volveré a utilizarlo nunca más. Jamás. Se lo puedes decir al Consejo y a las demás. Me mantendré apartada de vosotras, es lo mejor para todos.

—Eres una Elegida.

Pero Anna-Karin tampoco respondió a eso.

La primera vez que fue a clase después de las vacaciones de Navidad se quedó un buen rato en la verja con las muletas. ¿La odiarían ahora más que nunca? ¿Sabrían ahora que esa gorda campesina apestosa los había estado engañando todo el tiempo?

Pero entonces aparecieron Julia y Felicia con Ida. Y ni siquiera la miraron. No porque la ignorasen, no porque la tratasen como si fuera aire; sino porque era aire. No había ni rastro de que la reconocieran.

Pero Ida vio a Anna-Karin. Retuvo la mirada en ella unos segundos. Luego fingió que se reía de algo que había dicho Felicia, y después desaparecieron en una nube de cabellos rubios y de perfumes florales.

Han transcurrido ya dos meses desde aquello y Anna-Karin es el fantasma del instituto de Engelsfors. Es como si se hubiesen erradicado todos los recuerdos de su persona. Los buenos y los malos. Hasta los profesores se olvidan de ella a veces, se les pasa por alto que ha levantado la mano o leen su nombre en la lista tras un instante de vacilación, como si no lo reconocieran.

Anna-Karin se apresura a entrar en la biblioteca y mira tímidamente a su alrededor. El bibliotecario ni siquiera levanta la vista cuando la chica fantasma susurra un «hola».

Se esconde en la pequeña sala donde suele sentarse. Está oculta detrás de una estantería y la mayoría de la gente ni se da cuenta de que existe. Se acomoda con el libro de física en un sillón negro deshilachado. Los últimos meses se ha pasado todo el tiempo libre llenándose la cabeza de información para no tener que pensar.

—Hola —oye decir a Linnéa.

Anna-Karin ni siquiera levanta la vista. Al contrario, baja la cabeza y se esconde detrás del pelo. Ya ha dicho que no quiere hablar con ellas. Cien veces, por lo menos.

—Pienso quedarme aquí hasta que me respondas —dice Linnéa.

Pues espera sentada, piensa Anna-Karin. Llevo nueve años practicando lo de estar en silencio.

—¿A qué juegas? No puedes comportarte así. Te necesitamos. Y creo que tú también nos necesitas.

Anna-Karin sigue sin articular palabra. Pero está sorprendida. Linnéa no parece la misma. Se diría que ahora sí le importa. A ella, que siempre se mostraba tan impaciente, como si todo el mundo la irritase.

—Vale —suspira Linnéa—. Pero que sepas que ha ocurrido una cosa. Una cosa buena.

—¿El qué? —susurra Anna-Karin, muerta de curiosidad, a su pesar.

Linnéa se agacha y baja la voz.

—El Libro nos ha enseñado cómo fabricar un suero de la verdad con el que engañar a Gustaf. Así conseguiremos obligarlo a que nos revele todo acerca de su doble. Pero para producir ese suero, tenemos que hacer un ritual. Es una magia mucho más poderosa de la que hemos practicado hasta ahora. Y, para el ritual, tienes que estar tú también. Depende de ti y de mí: tierra y agua.

Anna-Karin piensa que debería haberlo comprendido. Linnéa quiere algo de ella, por eso fingía que se interesaba por ella.

—No —responde—. Tendréis que hacerlo sin mí.

—Anna-Karin…

—No insistas, que no servirá de nada. Vete de aquí.

Linnéa empieza a rebuscar en el bolso.

—No hasta que nos hayas ayudado —dice, y saca un alfiler y un encendedor.

Anna-Karin se encoge en el sillón. Linnéa sostiene un instante el alfiler sobre la llama del encendedor. Luego, lo guarda y saca una servilleta de papel y un tubo pequeño.

—Si no quieres participar, necesitamos tu sangre, por lo menos. El Libro dice que, si tú no estás a la hora de dibujar los círculos, el ritual será muy arriesgado, pero con tu sangre en el signo de fuerza, me será un poco más fácil controlar la energía. Pero solo un poco.

Anna-Karin comprende más o menos la mitad de lo que dice Linnéa. Las demás deben de haber aprendido un montón de cosas durante todo este tiempo.

—Con unas gotas bastará —asegura Linnéa.

—Vale —responde Anna-Karin—. Pero luego te vas.

Extiende la mano izquierda. No le duele nada cuando Linnéa le clava la punta del alfiler en el dedo índice. Pero cuando presiona para que las gotas de sangre caigan en el tubo, Anna-Karin tiene que apartar la vista. Linnéa aprieta un poco más fuerte, extrae más gotas.

Por fin, le seca el dedo. Tira el alfiler y la servilleta manchada de sangre en la papelera, tapa el tubo y lo guarda en el bolso.

—Comprendo que lo del accidente es muy duro —dice, y le da una tirita—. Pero no puedes pensar solo en ti.

—No te enteras de nada.

—No, claro, qué voy a saber yo de lo que es una situación dura —replica Linnéa con ironía—. Gracias por tu ayuda.

Desaparece detrás de las estanterías. A Anna-Karin le palpita el dedo ligeramente mientras se pone la tirita. Abre el libro de física e intenta leer, pero no es capaz de retener una línea. Se rinde y maldice a Linnéa. Ahora tendrá que buscarse otro escondite.

—Empiezo a estar más que harta de Anna-Karin —dice Vanessa.

Minoo está sentada a la mesa de la cocina de Nicolaus. Él y Gato acaban de dejarlas solas en el apartamento. A Minoo le da un poco de pena, porque tiene que irse al Sture Co y quedarse allí a esperar hasta que ellas terminen. El Libro de los paradigmas es muy claro: solo las Elegidas pueden estar presentes durante el ritual.

Minoo remueve con una cuchara de palo el contenido de un bol de plástico y ve cómo la sangre de Anna-Karin se disuelve en la plasta que deben utilizar para el signo de fuerza del círculo interior. Lleva un cuarto de hora removiendo y empiezan a darle calambres en los brazos. «Remueve hasta que esté bien ligado», decía el Libro, según Ida, como si fuera una receta de cocina.

Aparte de la sangre de Anna-Karin y de Linnéa, la papilla contiene ectoplasma, tierra de las tumbas de Elías y Rebecka, leche que se ha agriado al resplandor de la luna y los escupitajos de Minoo y de Vanessa. Ya solo falta la contribución de la saliva de Ida.

—O sea, primero se pasea por el instituto dándoselas de diva el otoño entero y nos pone a todas a parir —prosigue Vanessa—. Y ahora no quiere participar, y nos pone a parir otra vez. Y, que yo sepa, ninguna de nosotras se ha ofrecido voluntariamente.

—Ya —responde Minoo—. Pero no creo que le resulte nada fácil, con todo lo que ha ocurrido. Creo que tienen que vender la granja.

El incendio ha desatado los rumores. Dicen que la madre de Anna-Karin le prendió fuego a la granja para conseguir el dinero del seguro.

—Pero ¿por qué nos evita? —pregunta Vanessa—. Nosotras solo intentábamos animarla.

Minoo se pregunta lo mismo. Anna-Karin ha hecho caso omiso de todos sus intentos de acercamiento. Al principio no le parecía extraño. Pensaba que debía de estar conmocionada. Pero ahora está convencida de que les oculta algo.

—Yo creo que hay algo raro con lo del accidente —dice Linnéa, que acaba de entrar en la cocina.

—¿Por qué? —pregunta Minoo.

—Bueno, es la sensación que me da, que nos está ocultando algo.

Linnéa se acerca a la mesa y echa una ojeada a la fuente.

—Joder —dice.

—Va a ser estupendo coger esa plasta para pintar con los dedos, ¿no? —le dice Vanessa a Linnéa.

—Que alguien me sustituya aquí, a mí se me va a caer el brazo —dice Minoo.

Linnéa coge el bol y el cucharón, y empieza a remover. Minoo se sienta y la observa.

Es la primera vez que van a realizar un ritual y, dado que Anna-Karin se niega a participar, sus posibilidades de éxito se ven drásticamente reducidas. Ahora, todo depende de Linnéa.

Se abre la puerta, que se vuelve a cerrar de golpe.

—Aquí viene Ida —dice Linnéa, no con disgusto, pero cualquier cosa menos entusiasta.

Ida tiene ojeras y viene sorbiéndose la nariz. Tiene gripe, que ha arrasado en el instituto y, en teoría, debería estar en la cama.

Linnéa le da el bol sin mediar palabra. Ida tose y escupe dentro. Linnéa pone cara de asco y remueve un poco más con la cuchara.

—Qué asco —dice.

Minoo mira dentro de la fuente. Lo que, hasta hacía un momento era una masa grumosa, se ha convertido en una pasta fina de color rojizo.

—Más vale que empecemos —dice Linnéa.

Los pocos muebles que tiene Nicolaus en el salón están apilados contra las paredes. Las persianas, bajadas. Todas las luces apagadas. Ida ha encendido unas velas que ha colocado por la habitación, cuatro en cada esquina. Por alguna razón, el ritual no puede ejecutarse ni a la luz del día ni con luz eléctrica.

Parece una película de serie B cuyos protagonistas vayan a celebrar o una misa satánica o una orgía sexual, o las dos cosas, se dice Vanessa.

—Recordadlo —advierte Ida—. Una vez empezado el ritual, nadie puede salir ni cruzar el círculo exterior. De lo contrario, se estropeará todo. Así que aprovechad para ir al baño, quien tenga que ir. Mientras, yo me voy a tomar una pastilla…

Ida se dirige a la cocina.

Linnéa está en el centro de la habitación. Lleva el pelo recogido en una cola de caballo y el largo flequillo peinado a un lado. Vanessa se da cuenta de que está asustada.

El resplandor de las llamas baila reflejado en las paredes y en sus caras. Empiezan a tomar conciencia de la gravedad del momento. Es solemne.

—Vale —dice Ida entre toses, y vuelve a la habitación—. ¿Estás lista, Linnéa?

—Sí —responde esta en voz baja.

Vanessa desenrosca la tapa del frasco con el resto del ectoplasma y se lo da a Linnéa. Ella lo coge, y luego le da la mano a Vanessa.

—Si algo sale mal… —susurra Linnéa.

—Nada va a salir mal —responde Vanessa—. Lo harás bien. Y nosotras estaremos contigo todo el tiempo.

Linnéa asiente y se relaja.

Minoo se acerca y deja el bol y un frasco de cristal vacío en el suelo, a los pies de Linnéa. Si lo hacen bien, el frasco estará lleno de suero de la verdad cuando terminen el ritual.

—Suerte —dice.

—Gracias.

—Suerte —murmura Ida.

Linnéa la mira fugazmente.

—Gracias —responde otra vez—. Venga, empezamos.

Vanessa se coloca delante de la pared, junto con Ida y con Minoo. Maldita Anna-Karin. Tendría que estar aquí. No debería dejar que Linnéa lo hiciera sola. Siendo dos, la responsabilidad —y el riesgo— habría sido menor.

—El círculo que une —dice Ida.

Ya han empezado.

Linnéa respira hondo. E introduce los tres dedos centrales de la mano izquierda en el tarro de ectoplasma puro y se arrodilla. Muy despacio, comienza a describir el círculo exterior.

Sus dedos dejan en el parqué de madera clara una línea curva de perfección antinatural. Como si aquella plasta parecida al merengue tuviera voluntad propia y se dispusiera bien ella sola.

Vanessa sabe que es imposible dibujar un círculo perfecto así, sin más. Y, pese a todo, eso es lo que hace Linnéa.

Cuando el círculo se ha completado alrededor de Linnéa, Vanessa siente un escalofrío que le recorre todo el cuerpo. El silencio se hace más denso. Solo se oye la respiración de Linnéa, que se pone de pie y se seca el sudor de la frente. Ya no ve a las demás. Está completamente replegada sobre sí misma.

—El círculo que da poder —dice Ida.

Linnéa se dirige al centro del círculo. Moja la mano en el ectoplasma y empieza a trazar, igual que antes, el círculo interior. Tiene el camisón blanco lleno de sudor, que le corre por la nuca entre los omóplatos. Le gotea del cuero cabelludo. Las gotas parecen evaporarse en cuanto tocan el parqué.

Una vez cerrado el círculo interior, Vanessa siente el mismo escalofrío, solo que más intenso. Le vibra a través de todo el esqueleto, hasta los dientes. Linnéa se incorpora y se tambalea un poco.

—El signo de fuerza —susurra Ida.

Linnéa coge el bol, moja la mano en la sustancia rojiza y empieza a dibujar los símbolos de los elementos de agua y tierra, para que juntos formen un signo nuevo.

Vanessa siente que se le eriza la piel de todo el cuerpo. Un sonido sordo, apenas audible para el oído humano, llena la habitación. Le duelen las sienes. Y hay algo extraño en las sombras de la habitación.

Ahora son más.

Las manos de Vanessa buscan las de Minoo e Ida. ¿O son ellas las que quieren darle la mano? No está segura. Pero, de alguna manera, sabe que eso ayuda a Linnéa.

Linnéa coloca el frasco vacío en el signo de fuerza y pone la mano en la abertura. Su respiración rápida y fatigosa resuena por encima del ruido sordo. Se le tensan los músculos de los brazos y se le encorva la espalda, como la de un gato. Y el sonido sordo vibra en la sangre de Vanessa, asciende y desciende mientras las sombras se deslizan veloces por las paredes. Se oyen voces que susurran en lenguas antiquísimas, olvidadas. El aire adquiere un sabor salado. El pecho de Linnéa sube y baja, cada vez más y más y más rápido.

Y de repente, Linnéa aparta la mano del frasco y se desmaya.

Las llamas aletean y están a punto de apagarse. Cuando vuelven a brillar con fuerza, las sombras se han esfumado. El sonido sordo ha desaparecido y lo cotidiano empieza a filtrarse de nuevo en la habitación. Vanessa oye el televisor del piso de arriba y a un niño que corre, y suelta las manos de las demás.

—¿Linnéa?

Linnéa no responde. No se mueve.

—¿Ha terminado? —pregunta Minoo.

—Espera un poco —responde Ida.

Vanessa trata de ver si Linnéa respira. Es imposible saberlo. Le entra un miedo atroz.

—¡No rompas el círculo! —grita Ida.

Pero es demasiado tarde. Vanessa ya está junto a Linnéa. Se pone de rodillas y se inclina, acerca la cara a la de Linnéa. Siente un alivio inmenso al ver que sus labios empiezan a moverse, como si tratara de decir algo.

—Estoy aquí —susurra Vanessa, y le coge a Linnéa la mano pegajosa.

—Mierda —oye que protesta Ida—. Hemos estado con esto dos horas.

—¿Ha funcionado? —pregunta Linnéa con voz débil.

Vanessa mira el frasco de cristal, que Minoo sostiene en alto. Contiene una capa de líquido grumoso de un centímetro de grosor. No tiene el aspecto que Vanessa esperaba de una pócima mágica. Por otro lado, se pregunta qué esperaba. Algo fosforescente, quizá. Pequeñas volutas. Brillos misteriosos. Aquello, en cambio, es como si alguien hubiera buceado hasta el fondo cenagoso del lago Dammsjön para recoger un poco de agua.

—Solo hay un modo de comprobarlo —observa Minoo.

Linnéa está sentada en la cocina de Nicolaus, comiendo macarrones directamente de la olla. Después de cada bocado, toma zumo de naranja. Se la ve exhausta pero, al menos, ya no parece estar medio muerta. Vanessa se siente aliviada. El ritual ha terminado y Linnéa se encuentra bien. Que el suero funcione o no le parece menos importante.

—Yo no pienso hacerlo —dice Ida tomándose otra pastilla—. Estoy enferma, tomo paracetamol. Puede que tenga efectos secundarios.

—Anda ya —dice Linnéa, llevándose a la boca otra carga de macarrones—. Tenemos que probarlo antes de usarlo con Gustaf.

—Claro, para ti es muy fácil decirlo, como no tienes que…

—Perdona, pero ¿a ti no te parece que ya he hecho bastante por hoy? —pregunta Linnéa con la boca llena de macarrones.

Ida no responde.

En la mesa hay tres tazas pequeñas llenas de zumo. Linnéa ha puesto una gota de suero de la verdad en una de ellas.

—Nos lo bebemos al mismo tiempo —propone Minoo aterrada—. Linnéa, ¿has pensado ya alguna pregunta? Que no sea demasiado personal.

—Qué va —dice Linnéa con una sonrisa que, de repente, pone nerviosa a Vanessa.

En realidad, ella no tiene ningún secreto. ¿O sí? ¿Y si es ella quien se toma la taza con la sustancia capaz de abrir el cerebro para que Linnéa pueda hurgar en él? ¿Y si Linnéa pregunta algo que ella ni siquiera es consciente de querer ocultar?

Vanessa alarga la mano para coger la taza que hay en medio, pero Ida se le adelanta. Entonces, coge la de la izquierda. Y Minoo, la de la derecha.

—No me explico que esté haciendo esto —protesta Ida.

—Venga —dice Linnéa—. A la de una, a la de dos… ¡a beber!

Vanessa apura la taza de un trago y la deja en la mesa. Paladea despacio tratando de reconocer algún sabor extraño. Ida deja escapar un eructo ahogado.

—Minoo —pregunta Linnéa con una amplia sonrisa—. ¿Qué es lo que más temes que te pregunte?

Minoo le devuelve la sonrisa. Parece aliviada.

—No pienso contártelo —responde.

Linnéa se dirige a Vanessa y le clava sus ojos negros.

—Y tú, Vanessa, ¿qué te aterraría tener que confesar?

—A mí, nada.

Cuando oye la mentira que acaba de decir, se convence de que se ha librado del suero.

Todas miran a Ida. Es la hora de la verdad. Si no funciona tampoco con Ida, es que, simplemente, no funciona.

—Y tú, Ida…

—O sea —responde Ida—, ¿qué posibilidades hay de que te pase algo así dos veces? Me parece asquerosamente injusto que me haya tocado a mí, puesto que Anna-Karin me obligó a decir la verdad aquella vez en el parque, y no tengo ninguna gana de contaros que llevo enamorada de Ge desde cuarto.

De repente, cierra la boca. Y abre los ojos de par en par.

—Bueno, pues parece que el suero funciona bien —dice Minoo.

—¿Qué he dicho? —pregunta Ida.

—Algo que explica muchas cosas —dice Vanessa entre risas.

—¿Qué? ¡Dímelo!

—Gracias al suero, ya lo has olvidado. ¿No te parece un alivio? —pregunta Linnéa con una sonrisa burlona.

Ida se levanta, se cruza la chaqueta. Se sorbe los mocos con un sonido un tanto exagerado, como para recordarles a todas que, de hecho, está enferma, y que deberían portarse mejor con ella.

—Sea lo que sea, lo mantengo —asegura—. Y ahora pienso irme a casa y meterme en la cama.

—Que te mejores —dice Minoo.

Ida vuelve a sorberse y se lleva la mano a la gargantilla.

—Como lo contéis en el instituto os vais a enterar —les advierte.

—No te preocupes —la tranquiliza Linnéa—. No pensamos contarle a nadie que tienes sentimientos.

Cuando Anna-Karin entra en el vestíbulo, la reciben las risas del televisor. No tiene ni que asomarse a la sala de estar para saber que su madre está allí, tumbada en el sofá. Puede que se haya vuelto a dormir con el cigarrillo encendido, pero Anna-Karin no tiene fuerzas para comprobarlo.

Se dirige a la cocina, saca una caja de bolas de chocolate del frigorífico y una bolsa de bollitos de pan de la panera. Se come los bocadillos de bolas de chocolate de pie y se pone un vaso de leche. Sin embargo, no experimenta esa sensación agradable de siempre. Simplemente, se siente fatal.

Mira hacia la ventana que da a la cabaña del abuelo. Como si, de repente, fuese a verlo allí sentado en su silla, haciéndole señas con la mano para que vaya.

Se pregunta si se habrá dado cuenta de que no ha ido a verlo al hospital.

De repente, nota algo cálido y blando que se le pega a las pantorrillas. Se inclina y ve los ojos verdes de Peppar.

—Hola, amiguito —le susurra Anna-Karin.

Se agacha y coge al gato, le acaricia el pelaje.

Peppar ronronea. La gente se ríe en la tele.

—Bueno, al menos tú sí me quieres —le dice Anna-Karin contenta.

Sin embargo, y pese a la presencia de Peppar, se siente más sola que nunca. Las palabras de Linnéa le escuecen aún. Ha logrado convencerse de que se ha retirado por el bien de las demás. Porque es peligrosa y puede perjudicarlas. Pero ¿tendrá razón Linnéa? ¿No se estará comportando como una egoísta y una cobarde?