22

La casa de Adriana López está a diez minutos a pie del instituto, en una zona que llaman «La pequeña calma». Minoo se pregunta si existe en alguna parte «La gran calma». En ese caso, sería un lugar al que ella necesitaría acudir ahora que tiene el cuerpo rebosante de adrenalina.

Aquí las casas están más retiradas unas de otras y hay varias parcelas desiertas. Los restos calcinados de una casa incendiada siguen allí a la espera de su demolición. Bajo la luna resulta un espectáculo espantoso.

Corre el rumor de que en el sótano de esa casa había un club secreto de intercambio de parejas. Al parecer, un grupo de matrimonios se reunía allí por las noches para intercambiar pareja y fluidos corporales. Se dice que una mujer presa de los celos prendió fuego a la casa. Cuentan que varios murieron pasto de las llamas y que aún se oyen por las noches sus espíritus, débiles lamentos y suspiros de placer y de dolor.

Minoo se estremece y se sube hasta arriba la cremallera de la cazadora. Cuando pasa por delante de la casa calcinada, se sorprende al comprobar que, aunque aguza el oído, no se oyen espíritus cachondos.

Casi se le para el corazón cuando una figura vestida de negro se desprende de las sombras, junto a la linde de la parcela. Minoo está a punto de echar a correr cuando la figura la saluda con la mano.

Es Linnéa.

Empiezan a caminar juntas calle arriba. Minoo lo pasa fatal, consciente de cada una de las ventanas que van dejando atrás y de las miradas curiosas que puede que las vayan siguiendo. Empieza a arrepentirse de haber aceptado entrar en la casa con Vanessa, la invisible.

La idea general era que Minoo debía acompañarla, dado que es «la más lista». Y la vanidad venció al miedo.

¿Se puede estar más desesperado por el reconocimiento ajeno?, piensa.

Se da cuenta de que Linnéa sonríe.

—¿Qué te hace tanta gracia? —susurra Minoo.

—Estaba pensando que seguro que este no es el tipo de actividad al que te dedicas los fines de semana.

Minoo sabe que ella es muy formal, pero odia que los demás se lo digan.

—Claro, y tú sí, ¿no?

—Relájate, anda. Sabemos que no vuelve hasta mañana —susurra Linnéa. Se la ve acelerada. Como el que está corriendo una aventura.

Doblan la esquina, entran en una calle y entrevén a Ida, que está acuclillada vigilando en medio de un arbusto. La idea es que avise a Anna-Karin, que hace guardia más cerca de la casa, si ve que alguien se aproxima. Anna-Karin es fundamental, puesto que debe convencer a los escasos transeúntes de que tomen otro camino. Pero no se atrevían a contar con Ida, de ahí que le hayan asignado el único puesto relativamente prescindible.

Minoo no alcanza a verle la cara a Ida en la oscuridad, y se alegra. No ha podido mirarla a los ojos desde que hablaron por teléfono.

—¿No podía haberse quedado en su casa? —protesta Linnéa.

—Tenemos que hacerlo juntas —dice Minoo sintiéndose la persona más hipócrita del mundo.

La calle por la que caminan es estrecha y las viviendas son escasas y antiguas. En una pequeña parcela comunitaria que se extiende entre dos vallas muy altas se encuentra Anna-Karin. Observa nerviosa a Minoo y a Linnéa cuando las ve pasar.

—Mira —susurra Linnéa señalando el coche de Nicolaus, que está oculto al abrigo de un árbol enorme.

Él esperará allí por si tienen que salir huyendo rápidamente. A Nicolaus no le gusta el plan, pero comprende que es necesario.

Continúan caminando otros diez metros y allí, al final de la calle, está la casa de la directora.

Una valla de madera recién pintada de blanco, que casi resplandece en la oscuridad, rodea la parcela. El jardín crece de forma salvaje, aunque parece seguir un plan. Un sendero empedrado que arranca de la verja se prolonga bajo un abedul imponente y desemboca delante de la puerta. Es una casa blanca de madera y de dos plantas, con detalles de ebanistería. Dos de las ventanas del piso de arriba tienen una vidriera que representa un dibujo abstracto con cristales de colores, como los ventanales emplomados de las iglesias.

Alguien empuja la manivela de la verja de repente y esta se abre despacio como por sí sola. A Minoo casi se le para el corazón hasta que se da cuenta de que es Vanessa, que se ha hecho invisible.

—¿Me oís? —susurra Vanessa que, para esta noche, ha estado entrenando duro para que puedan oírla aunque no la vean. Minoo asiente hacia el lugar donde cree que se encuentra.

Siguen hasta la puerta de la casa. Se detienen y Minoo se pone un par de guantes finos que le ha cogido a su madre en el trabajo.

—¿Y si tiene alarma? —susurra Minoo y saca la linterna.

—Pues nos daremos cuenta enseguida —sonríe Linnéa, llave en mano.

Minoo no puede evitar admirar el valor de Anna-Karin. Le robó la llave a la directora, se fue corriendo al cerrajero, que está a un par de manzanas del instituto, hizo una copia y consiguió devolver el original sin que la descubrieran.

Linnéa gira la llave y la cerradura se abre suavemente. Presiona la manivela y las invita a pasar con un gesto irónico.

—Adelante, entrad en la casa de los horrores —dice—. Yo me quedo aquí vigilando —añade un poco más seria mirando a Minoo a los ojos.

Vanessa se materializa al otro lado de Minoo y la anima con un gesto. Luego vuelve a desaparecer al tiempo que se desliza hacia el interior de la casa a oscuras.

Minoo piensa en Rebecka y la sigue.

Minoo enciende la linterna y la dirige hacia el suelo para minimizar el riesgo de que vean el haz de luz por las ventanas. En un hueco del recibidor se ve una hilera de abrigos colgados en sus perchas. Avanzan sigilosamente por el parqué, que cruje, y Minoo tiene la esperanza de que no dejen ningún rastro.

—¿Y aquí vive esa mujer? —susurra Vanessa al ver el salón.

Minoo entiende muy bien por qué lo pregunta.

Es demasiado perfecto. Los muebles, robustos y oscuros, parecen más propios de un castillo. Las paredes están cubiertas de retratos antiguos y de paisajes en colores sombríos. La chimenea tiene aspecto de no haberse utilizado nunca. No se ve ningún libro ni periódicos. Todo huele a limpio. Demasiado limpio. Como si allí la presencia humana nunca hubiera mancillado el aire.

Continúan por un pasillo, ven la cocina, un cuarto de baño y una habitación de invitados. Toda la decoración es del mismo estilo. Enfrente de la escalera que conduce al piso de arriba hay una sala pequeña que parece un despacho. En sus estanterías solo encuentran libros normales y corrientes: literatura, biografías y poesía. Nada de pergaminos antiguos ni de escritos en latín hasta donde alcanzan a ver.

—Vamos a subir, susurra Minoo.

Nadie responde.

—¿Vanessa? —pregunta bajito, repentinamente aterrada ante la idea de estar sola en esa casa enorme y oscura.

—Perdona, se me ha olvidado que no me ves. Te decía que sí con la cabeza —responde Vanessa a su lado.

Suben la escalera cautelosamente. Los peldaños van crujiendo bajo sus pies. Minoo toma conciencia de que, si la directora llegase en ese momento, no tendrían escapatoria. Y a diferencia de Vanessa, ella no podría bajar sin ser vista.

Una vez en el rellano donde desemboca la escalera, mira a su alrededor. El ventanuco del techo deja pasar la luz de la luna y Minoo apaga la linterna. Las sombras se deslizan por todos los rincones.

—¿Empezamos por las habitaciones de la derecha? —pregunta Minoo.

Otra vez un silencio.

—¿Vanessa?

—Perdona, sí.

Una alfombra larga amortigua el sonido de sus pasos. Minoo abre la última puerta del pasillo, donde las sombras son más densas. Entra en la habitación y vuelve a encender la linterna.

Al fondo hay una cama pulcramente hecha y una sencilla lámpara de pie. Una de las paredes está cubierta de armarios empotrados, pero no hay el menor indicio de que allí duerma nadie.

—Esta tía es una psicópata —dice Vanessa.

De repente, se abre una de las puertas de los armarios. Algo negro e informe sale volando, como un ave desesperada a la que hayan liberado de su jaula y Minoo suelta un grito. Cuando aquel ser oscuro se queda quieto, se da cuenta de que es un traje de noche muy elegante que ahora está flotando en el aire.

—Una psicópata rica —observa Vanessa en voz baja, y cuelga el vestido en su lugar—. Esto es de Prada.

Minoo abre la puerta del baño del dormitorio. En un toallero de acero pulido cuelgan ordenadamente unas toallas de felpa gruesa. En las estanterías y en los armarios se alinean hileras perfectas de productos caros con las etiquetas visibles.

—Vaya, cuánto maquillaje. ¿Tú crees que se daría cuenta si nos llevamos algo? —pregunta Vanessa. Habla con un tono inequívoco de exaltación. Minoo niega espantada con la cabeza.

»Estaba de coña —dice Vanessa.

Aun así, Minoo no puede evitar quedarse delante de los armarios para que Vanessa salga del cuarto de baño antes que ella.

La puerta contigua al dormitorio da a una habitación totalmente vacía.

Al igual que la siguiente.

Y la tercera puerta está cerrada con llave.

Minoo tironea del picaporte. Si en aquella casa hay algo interesante, no cabe duda de que se encuentra en aquella habitación.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunta Minoo.

Oye un sonido extraño. Débil y metálico, como si estuvieran arañando la puerta. Como si unas garras diminutas la estuviesen trasteando. Minoo da un paso atrás. Puede que la directora sea algo así como una reina del mal y, en ese caso, quizá tenga una corte de súbditos diminutos escondidos en el palacio, silenciosos y vigilantes, listos para defender sus secretos.

El picaporte baja y la puerta se queda entreabierta.

Minoo ve con el rabillo del ojo que algo cobra forma a su lado y se vuelve rápidamente.

Vanessa sonríe.

—Oye, ¿te has dado cuenta…? —comienza Minoo, cuando ve que Vanessa tiene una horquilla en la mano.

Entonces comprende por fin que no han abierto la puerta desde dentro; que ha sido Vanessa, Vanessa la fantástica, la que la ha forzado. Le daría un abrazo, pero acaba de hacerse invisible otra vez.

Entran en la habitación. Minoo apenas se atreve a respirar. La luz de la luna se filtra a través de las vidrieras y lo baña todo otorgándole un aspecto onírico. Los cristales de colores forman dibujos irregulares en el suelo. A diferencia del resto de la casa, hay allí un suave aroma a vida, papeles polvorientos y cuero antiguo. Además flota en el aire un matiz oloroso a madera quemada y un hedor intenso que Minoo no puede identificar.

Es la habitación más grande de la primera planta. Allí también hay una chimenea que, a juzgar por la tizne del hogar, sí parece haberse utilizado con asiduidad. En la pared de enfrente hay una librería. Encima de la última balda hay tres pájaros disecados: dos variedades de lechuza y un cuervo negro como la noche con el pico afilado como una navaja, que las miran desde lo alto. El contenido de la librería está protegido por dos pares de puertas de cristal cerradas con grandes candados.

La mayoría de los lomos de los libros están tan desgastados que los títulos resultan ilegibles, pero Minoo se fija en uno, Cultos inhumanos, y un escalofrío le recorre el cuerpo, como si hubiera rozado algo antiquísimo y totalmente maligno.

—¿Dónde estás? —pregunta Minoo.

—Junto al escritorio. Mira —la llama Vanessa, y hace visible una mano para poder señalar.

Bajo una pila de libros en diverso grado de deterioro hay un plano antiguo de Engelsfors. Al lado ven un extraño objeto de hierro con un tornillo enorme en el centro. Y dos fotografías, ampliaciones del anuario escolar de noveno. Una de Elías. Y otra de Rebecka.

—Voy a hacer fotos para que las demás lo vean —le dice Vanessa con voz tensa.

Minoo se dirige a la estantería que hay junto a la chimenea. Está llena de tarros de cristal ámbar. Las etiquetas están numeradas con números romanos. Coge al azar el número XI y desenrosca la tapadera.

En un primer momento no distingue qué son aquellas bolitas resecas.

Ojos.

Enrosca bien la tapa y devuelve el tarro a su lugar.

Los fogonazos discretos del flash iluminan la habitación mientras Vanessa fotografía el escritorio con la cámara del móvil.

De repente Minoo tiene la sensación de haber percibido un movimiento en el techo. Detiene la mirada en las aves disecadas. Se queda inmóvil mirándolas. A la espera de que abran el pico, de que agiten un ala. Pero no se mueven, como es lógico.

Minoo se obliga a centrarse en la misión. Encontrar pistas. Pruebas. No puede dejarse dominar por el miedo. Tiene que pensar en Rebecka y en Elías. Está allí por ellos.

Se dirige hacia una mesita de madera que hay junto a un sillón de piel desgastada. Sobre ella ve una caja de madera de color granate y circular. Minoo la ilumina con la linterna. Una línea vertical divide la tapa en dos mitades. Una ciudad cuya extraña arquitectura, distinta de cuanto Minoo ha visto hasta ahora, se aprecia grabada con todo lujo de detalles. En el otro lado hay remolinos de galaxias y formas reptantes e innombrables. En el centro hay un hombre que tiene las manos extendidas hacia los lados como formando un puente entre ambas mitades. La línea central le divide el cuerpo por la mitad. Tiene los ojos cerrados.

—Minoo…

La voz de Vanessa le resuena muy cerca, a la espalda. Minoo se da la vuelta. Vanessa se ha vuelto visible otra vez.

—Mira hacia abajo —le pide.

¿Cómo ha podido pasar por alto aquellas líneas cuando entró en la habitación? ¿O habrán aparecido mientras estaban allí dentro?

En el suelo hay dibujado un amplio círculo blanco. En el centro hay un círculo más pequeño de aproximadamente medio metro de diámetro. En su interior hay un símbolo extraño. Tanto Minoo como Vanessa están dentro del mayor de los dos círculos.

Minoo se agacha y desliza con cuidado el dedo índice sobre la línea exterior. Está grasienta y rugosa. Y caliente. Aparta la mano.

—Tenemos que salir de aquí —dice Vanessa.

El aire se ondula por encima del círculo más pequeño, igual que ocurre sobre el asfalto en un caluroso día de verano. Minoo trata de salir corriendo pero le resulta imposible moverse, literalmente. Presiente un sonido sordo, una pulsión en el techo.

Una ola de calor atraviesa la habitación. El ardor del aire les dificulta la respiración. El ruido sordo del techo se oye cada vez más alto. Les vibra en el pecho como un tambor gigante.

—No puedo moverme —dice Vanessa.

Minoo lo intenta con todas sus fuerzas, pero tiene los pies como pegados al suelo. Es tal la temperatura que el sudor le corre desde la raíz del pelo por toda la frente. Vanessa extiende la mano.

—¡Estoy atrapada! —grita sobreponiéndose al estruendo. Minoo le coge la mano. En el instante en que se tocan, la presión que les tenía los pies inmovilizados en el suelo cede ligeramente. Lo justo para que puedan moverse.

—¡Corre! —exclama Vanessa.

Y echan a correr las dos, cogidas de la mano. Minoo alcanza a ver un último atisbo de la habitación y algo incomprensible allí dentro, antes de huir hacia la escalera.

Se acrecienta el retumbar sordo de tambor y las dos corren por el pasillo, escaleras abajo y a través de las habitaciones de la primera planta. Tintinean los cristales de las ventanas y, en el salón, un cuadro cae al suelo.

Vanessa abre la puerta de golpe y salen al aire de la noche. Minoo corre tras ella por entre la oscuridad hacia la verja abierta.

Ve a Linnéa con el rabillo del ojo. No hace preguntas, simplemente se les une en la carrera al lado de Minoo.

Casi cae la una encima de la otra cuando las tres entran atropelladamente en el coche de Nicolaus.

—¿Lo has visto? ¿En medio de la luz? —pregunta Vanessa a Minoo cuando ya están en el asiento trasero.

Minoo asiente. Sabe a qué se refiere Vanessa. A una figura humana que cobraba forma en una columna de luz.