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El letrero de Kristallgrottan es azul noche con sinuosas letras doradas y está salpicado de estrellas y lunas diminutas. Vanessa tenía la esperanza de que la tienda de Mona Månstråle estuviera cerrada a cal y canto: otra víctima olvidada del centro comercial Citygallerian, alias el cementerio de las tiendas muertas. Pero notó el olor a tabaco y a incienso en cuanto se abrieron las puertas del centro comercial. Y ahora ve por el escaparate que hay tres clientes haciendo cola en la tienda. Mona lleva el mismo traje vaquero de la última vez y coge un fajo de billetes que le entrega un señor de una edad comprendida entre los ochenta y la muerte.

Vanessa escupe el chicle con tal fuerza que rebota en el suelo.

¿Por qué ha sido tan tonta como para sacar a relucir Kristallgrottan? ¿Por qué se dejó convencer para venir?

Naturalmente, conoce la respuesta. Están desesperadas.

El Libro de los paradigmas les ha indicado que necesitan ectoplasma, pero, naturalmente, se negó a revelarles cómo conseguirlo.

Vanessa está empezando a odiar el dichoso libro. Se comporta como una vieja gruñona que les hurta toda la información que necesitan. Ha zarandeado su ejemplar, lo ha amenazado con arrancarle todas las páginas si no les muestra cómo resolver el misterio de Gustaf y su doble. Pero en su localizador de paradigmas no se revela nada.

Por ahora, solo Ida puede leer el Libro de los paradigmas. Aunque ante la directora, con la que siguen viéndose todos los sábados, finge que no. Lo que Ida va encontrando en el Libro lo discuten todas en casa de Nicolaus.

Cuando el Libro quiso que practicaran para sentir cada una la energía de las demás, le llevó aproximadamente un cuarto de hora explicar cómo debían hacerlo. Sin embargo, el Libro no detallaba qué beneficio obtendrían con tales ejercicios.

—¿A mí qué me contáis? —se quejaba Ida—. Yo solo leo lo que dice aquí.

Minoo intentaba animarlas. Les decía que, seguramente, el Libro de los paradigmas sabía lo que necesitaban; que debía de existir una razón poderosísima para que aprendieran aquello.

No tenían mejor alternativa que confiar en la vieja gruñona que había resultado ser el Libro y practicar el ejercicio que les había propuesto, por absurdo que les pareciera. De una en una, fueron sentándose con los ojos vendados en la silla del salón de Nicolaus. Luego se trataba de concentrarse en saber en qué lugar exacto de la habitación se encontraban las demás.

Minoo fue la primera en sentarse, pero no pudo sentir la energía de ninguna de sus compañeras. Cuando se quitó la venda, parecía totalmente hecha polvo. «Como colgada y luego descolgada», según suele decir la madre de Vanessa, que sintió pena de Minoo.

Ida lo consiguió a la perfección al primer intento y estuvo a punto de reventar de orgullo. En realidad, le habría gustado ponerse a aplaudir y a dar volteretas por la habitación.

A Linnéa tampoco le fue mal. Ahora le tocaba el turno a Vanessa, que estaba más nerviosa de lo que esperaba. Le ataron a la nuca la venda —en realidad, uno de los pañuelos de Nicolaus, alargado y muy suave— que olía a ropa guardada durante mucho tiempo. Resultaba de lo más desagradable saber que todos la estaban mirando sin que ella pudiera ver a nadie.

Los sentidos la engañaban todo el tiempo. Tan pronto creía oír la risita de alguien como se hacía un silencio tal que llegaba a pensar que la habían dejado sola.

La cosa solo funcionó cuando Nicolaus la animó a relajarse del todo.

Entonces fue capaz de sentir la presencia de las demás. Débilmente al principio, pero cuanto más confiaba en la sensación, tanto más intensa se volvía. Finalmente, no cabía la menor duda: era capaz de señalarlas a todas, una a una, dondequiera que se encontraran en la habitación.

Vanessa no era capaz de explicar cómo lo hacía. Era como si pudiera percibir a las demás Elegidas en virtud de un sentido que hasta el momento desconocía. No era el olfato ni el gusto ni el oído ni el tacto ni la vista. Era algo totalmente distinto.

El Libro también les ha enseñado una especie de juego del escondite mágico. O un «juego pendular», que fue lo único que Ida atinó a decir cuando explicó el procedimiento por primera vez. Una Elegida se coloca en el salón de Nicolaus mientras las demás se meten en la cocina, cierran la puerta y se sientan a la mesa, donde extienden el dibujo de un plano del apartamento de Nicolaus. Quien va a realizar el ejercicio coge la gargantilla de plata de Ida y la sostiene como un péndulo sobre el plano.

Vanessa fue la primera en intentarlo mientras Linnéa esperaba en el salón. Al principio, el minúsculo corazón de plata colgaba de la gargantilla sin que ocurriera nada de particular. Pero cuando empezó a moverla de forma pendular sobre el plano, concentrándose al mismo tiempo en Linnéa, el colgante empezó a girar en el sentido de las agujas del reloj, cada vez más deprisa, sobre un punto concreto del plano.

—Linnéa está a la izquierda de la mesa del sofá —declaró Vanessa.

Nicolaus abrió la puerta, miró en el salón y constató que Vanessa tenía razón. No siempre le funciona, pero a Linnéa siempre ha conseguido localizarla.

Claro, sí, al principio era impresionante. Pero el placer de la novedad empezó a decaer enseguida. El Libro insistía en que debían practicar más y más, pero no les proponía nada nuevo. El rollo de Minoo de que el Libro era emisor y receptor y de que lo que les mostraba tenía que ser importante sonaba más insustancial según iban pasando las semanas.

Pero ahora, dos meses después, el emisor ha cambiado por fin de frecuencia. Por fin les ha transmitido algo que les ayude a hallar la verdad sobre Gustaf y su doble.

Se oye el tintineo de una campanilla cuando Vanessa abre la puerta de Kristallgrottan.

Acordes de pling y plong de arpas sonoras, el rumor del agua y trinos de pájaros resuenan en los altavoces. Vanessa tiene la sensación de que alguien esté haciendo pling y plong usando sus nervios como cuerdas.

Está a punto de chocar con Monika, la del Café Monique, que le sonríe con tanta efusividad que los ojos casi se le pierden detrás de las mejillas. Puede que sea la primera vez que Vanessa la ve reír. Lleva en el regazo una ruidosa bolsa de plástico. Lleva el nombre de Kristallgrottan con la misma letra sinuosa del letrero de la puerta.

—¡Vanessa! ¡Qué alegría verte por aquí! —exclama, y añade con un susurro de conspiradora—: ¿Verdad que es fantástica?

A Vanessa le lleva un instante comprender que Monika se refiere a Mona Månstråle.

—Ummm, de verdad —responde—. Superfantástica.

—Suerte —dice Monika dándole un empujoncito en el brazo antes de marcharse.

Vanessa toma nota de que las estanterías están llenas de nuevos productos. Lo más llamativo son dos fuentes de cristal gigantescas con delfines que cuelgan sobre la superficie del agua, congelados en medio de su brioso juego. El dragón de cobre que había junto a la cortina roja ha desaparecido. No es solo que la tienda siga allí, sino que, además, parece que el negocio va bien.

Vanessa espera a quedarse sola con Mona. Se detiene ante una estantería llena de ángeles de porcelana y ojea la etiqueta con el precio del más grande. El que le gustaba a Linnéa.

La campanilla de la puerta tintinea otra vez cuando el último cliente sale de la tienda. Vanessa levanta la vista. Mona sigue detrás del mostrador, y enciende un cigarrillo.

—Supongo que no has venido a comprar un atrapasueños, ¿no? —pregunta—. Ajá. Esas baratijas son lo último por lo que se interesaría una bruja de verdad, claro —dice Mona.

A Vanessa debe de notársele en la cara la sorpresa, porque Mona sonríe tan satisfecha que se le ven todos los dientes. Se dirige a la puerta, cierra con llave y le da la vuelta al cartel de «Abierto».

—¿Cómo sabes que soy bruja? —pregunta Vanessa.

—Te lo vi en las manos. Y lo vi en los dientes. Y no es que necesitara los signos del ogam, en el fondo. Es que resulta tan entretenido sacar la bolsa delante de las jovencitas insolentes…

—¿Y por qué no dijiste nada cuando me leíste la mano?

—Entonces, ni tú misma lo sabías, y no era misión mía contártelo. Ese papel, por así decirlo, ya estaba asignado.

—Si viste que era bruja, eso quiere decir que tú también…

—¡Qué pregunta más absurda! —la interrumpe Mona—. Pues claro.

Cuando Vanessa les propuso a las demás Kristallgrottan, fue por probar. Creía que Mona era una adivina normal y corriente. Confusa, pero inofensiva. O más bien, esperaba que así fuera, teniendo en cuenta la predicción que le hizo la última vez. Si resulta cierta, será «adiós Wille, hola muerte».

Vanessa escruta a Mona. Trata de decidir lo que va a hacer ahora. Si Mona es una bruja, ¿qué clase de bruja es? ¿Conocerá a la directora? ¿Enviará informes al Consejo?

Vanessa mira a su alrededor. Contempla las fuentes de cristal. Recuerda la sonrisa de Monika. Ella que nunca sonríe. Mira la cortina roja; a Mona Månstråle, con el cigarrillo en la mano y el traje vaquero de mariposas. Y de repente lo comprende todo.

—Engañas a todo el mundo —dice Vanessa.

Mona enarca una ceja, pero no dice nada.

—Cuando me adivinaste el futuro, en un primer momento me hiciste una especie de abracadabra para que creyera en todas tus artimañas. Presentí que había algo, y me resistí. Y entonces te enfadaste, ¿no? Y luego me adivinaste el futuro de verdad.

—En realidad me enfadé en cuanto te vi —contesta Mona—. Y en cuanto a la predicción, creo recordar que no te gustó nada oír la verdad.

Se acerca un poco más a Vanessa y le sopla en la cara una gran nube de humo.

—¿En serio crees que la gente quiere oír la verdad en las predicciones? —pregunta Mona—. Quieren irse de aquí contentos. Con algo de fe en el futuro. Y, desde luego, joder, en este agujero es lo que necesitan.

—O sea, que para ti esto es una especie de beneficencia —dice Vanessa con ironía.

—Por supuesto que no —protesta Mona—. Es un negocio. Un cliente satisfecho es un cliente que vuelve. Y lo que hago no hace daño a nadie.

Por una vez Vanessa agradece que la directora le haya dado la murga con el Consejo.

No podéis practicar la magia sin la aprobación del Consejo.

No podéis utilizar la magia para contravenir leyes no mágicas.

Y no podéis revelaros como brujas ante quienes no lo son.

—Me pregunto si el Consejo estaría de acuerdo —dice Vanessa—. Tú te dedicas a timar a la gente. Y tu negocio es el primero del centro comercial que funciona bien desde que se construyó Citygallerian. Nada discreto.

Mona iba a dar una calada, pero se detiene con la mano a unos centímetros de la boca.

—¿Qué es lo que quieres?

—Quiero saber si puedo contar contigo —responde Vanessa—. Guardaré el secreto de lo que haces si tú guardas el secreto de lo que hago yo.

Mona se la queda mirando como queriendo valorar si Vanessa va en serio con su amenaza. Ella le sostiene la mirada sin pestañear. Mona pertenece a ese tipo de personas que no le mostraría respeto si apartara la vista. Finalmente la oye resoplar, pero Vanessa intuye pese a todo un destello de aprobación bajo los párpados embadurnados de sombra turquesa.

—Menuda descarada eres. Mona Månstråle no es ninguna chivata, que lo sepas. Pero tampoco es una persona con la que se pueda jugar. No lo olvides.

—Te lo prometo —dice Vanessa. Duda un instante—. Necesito una cosa. ¿Tienes en el almacén mercancías que no tengas fuera?

Mona enciende otro cigarrillo con la colilla del anterior y responde con media sonrisa.

—Habla claro, dime qué es lo que quieres.

—Ectoplasma —responde Vanessa.

Mona asiente con una mueca antes de desaparecer detrás de la cortina.

Vanessa aprovecha para enviarle a Minoo un mensaje mientras espera: «Ectoplasma resuelto», escribe.

Ahora solo queda el problema de Anna-Karin.

La pulsera de Mona tintinea al otro lado de la cortina. Sale con un tarro de cristal ámbar. Está lleno de una sustancia cremosa de color claro.

—Calidad extra —dice Mona dándole el frasco.

Está caliente. Más de lo que la mano de Mona debería haberlo calentado. Vanessa gira el frasco. El ectoplasma apenas se mueve. Parece merengue medio reseco. Le quita la tapadera y lo huele, pero la crema blanca que contiene no despide ningún aroma. Es, en el mundo de los olores, el equivalente al silencio ensordecedor.

—¿Qué es esto en realidad? —pregunta.

—Materia espiritual —responde Mona.

—Ya, pues eso a mí no me dice nada. ¿Cómo se fabrica?

—No se fabrica. Es una sustancia que emiten las brujas cuando los muertos hablan a través de ellas.

Vanessa recuerda a Ida levitando en el parque con la boca llena de aquella sustancia blanca. Tapa el frasco de golpe y lo enrosca con fuerza. El contenido caliente del frasco tiembla levemente.

—Vaya, me parece que tienes miedo del primer ritual —dice Mona.

—¿Quién ha dicho que sea el primero?

Mona ni siquiera responde, simplemente suelta esa risa jadeante que tanto la irrita y enciende otro cigarro. Podría participar en un concurso de fumadores. Vanessa vuelve a mirar el frasco. Se siente reacia a seguir preguntándole a Mona, pero no hay otra persona a la que acudir para obtener respuesta.

—¿Es obligatorio utilizar esta… baba?

—Tanto como obligatorio… —responde Mona—. Si te dedicas a la magia ligera puedes utilizar tiza o grafito para dibujar los círculos. Si te encuentras en una habitación circular puedes usar las paredes como círculo exterior. Pero lo que mejor aglutina la energía es el ecto. Si tratas de ejercitar la magia pesada con un círculo de tiza, todo hará puf.

¿Puf?

—Esa cabecita tan mona que tienes dejará de existir.

De repente, Vanessa se siente contentísima de que exista aquella tienda. A decir verdad, habían estado pensando probar con cualquier otra cosa si no encontraban el ectoplasma.

—¿Cuánto vale? —pregunta Vanessa.

—Cinco de los rosa.

—¿Cinco mil?

Eso es justo lo que Vanessa lleva en el bolso.

Desde luego, no es casualidad, se dice. No es fácil negociar con una vidente.

—¿Creías que te iba a aplicar descuento por ser menor de edad o qué? No te pienses que todo esto se escupe de una sentada. Lleva su tiempo reunir tanto como para llenar un frasco.

—Pero ¿cinco mil? ¿En serio? —la interrumpe Vanessa para no tener que oír una descripción detallada del trabajo que cuesta conseguir una cosecha de escupitajo.

—Si quieres quejarte a alguien ve y díselo al Consejo —responde Mona—. Ellos son los que controlan todo el comercio oficial de ectoplasma. Lo que significa que nosotros podemos incrementar un poco el precio para compensar los riesgos que corremos. Estoy convencida de que comprendes cómo funciona, teniendo en cuenta a qué se dedica tu novio. Por cierto, ¿le has dado puerta ya?

Vanessa no responde. Saca del bolso diez billetes de quinientas. Están arrugados. Nicolaus los tenía literalmente debajo del colchón.

Cinco mil coronas es mucho más de lo que Vanessa ha tenido nunca en sus manos. Mona las coge sin pestañear. Está claro que para ella no es una suma insólita. Mete el frasco de ectoplasma en una de las ruidosas bolsas de plástico con su logotipo y se la da a Vanessa.

—«Gracias por su visita y esperamos que vuelva» —dice—. Ya podéis venir a comprar más a menudo, porque tengo bien abastecido el almacén. La batalla interdimensional más grande de todos los tiempos: eso significa big business.

—¿Le vendes material también a los que colaboran con los demonios? —pregunta Vanessa.

Mona sonríe sin más y expulsa una gran nube de humo por la nariz. Parece un dragón en la cueva.

—Perdona, se me olvidaba —dice Vanessa con desprecio—. «Mona Månstråle no es una chivata.» A ti lo único que te importa es el negocio, ¿no? Todos los clientes son buenos, ¿verdad?

—Vaya, vaya, resulta que no eres tan rubia como pareces —dice Mona sonriendo con gesto burlón.

Vanessa se guarda el frasco en el bolso y se encamina a la salida sin mediar palabra.

—Todavía pesa sobre ti el nGetal, no lo olvides —le grita Mona mientras se aleja.

En cuanto sale a los pasillos solitarios del Citygallerian, toma conciencia de lo que ha dicho Mona. Ya podéis venir a comprar más a menudo. Es decir, sabe que son varias. A Vanessa ni siquiera le sorprende.

—¡Nessa!

Es una voz que lleva tres meses sin oír. Vanessa se da la vuelta y ve a su madre delante de Kristallgrottan.

—Hola —saluda su madre.

Se ha teñido el pelo de un color varios tonos más claro. Lleva una cazadora que no le había visto antes. Pequeños indicios de que su vida continúa sin ella.

—Hola —responde Vanessa.

El silencio se alza entre las dos. Hay mil cosas que decir, mil razones para callar.

—Tengo que irme —dice Vanessa.

Su madre asiente.

—Nos vemos —se despide, como si fueran dos conocidas que se han visto por casualidad en el centro.

Su madre abre la puerta de la tienda. Una nube de incienso y desaparece.

Vanessa se queda mirándola. ¿Qué esperaba, en realidad?

Te echo de menos.

Perdón.

Vuelve a casa.