LARANAR (2)
ESCLAVISTAS
La luna se tornó roja de pronto. Los magos oscuros habían obtenido una victoria frente algún pueblo y comunicaban al mundo entero su poder. Un ritual para avisar a todas las razas que pronto dominarían el mundo.
Aquel color, rojo como la sangre, permanecería durante un ciclo lunar. En contadas ocasiones la luna cambió de color a lo largo de los mil años que ya duraba su amenaza, pero siempre recordaría la tercera luna de sangre que vi en el cielo. Fue, el aviso que habían tenido una victoria contra mi país. La vez, que lograron matar a una princesa y herir de gravedad al príncipe heredero.
Suspiré, y miré a Ayla, que dormía plácidamente arrebujada en su manta. Era la salvadora de Oyrun, pronto nos veríamos obligados a luchar contra algún mago oscuro. Solo esperaba estar acompañado para entonces. El soldado de Barnabel debía estar al caer y el mago guerrero ya debería habernos localizado. ¿Tanto le costaba al consejo de Mair trasladar al mago con el Paso in Actus?
Recuperar los fragmentos era primordial, pero si hubiera conocido de antemano lo que tardarían en llegar los refuerzos, hubiéramos permanecido unos cuantos días más en Sorania antes de aventurarnos a salir Ayla y yo solos.
Me alcé de mi sitio y, como si fuera a protegerla mejor, me senté a su lado, contemplándola. A veces temía no ser lo suficiente fuerte para protegerla, pero por Natur que daría mi vida por esa muchacha.
Al amanecer, la luna roja desapareció mostrándonos un sol espléndido y llevé a Ayla a un arroyo cercano para poder asearnos debidamente. Luego emprendimos la marcha. Hacia el mediodía, el sol picaba de forma sofocante y decidí hacer un alto en el camino, a cubierto por el bosque de abedules donde nos encontrábamos.
Dejé caer la mochila, agradecido de quitarme un poco de peso. Luego cogí mi arco, tensándolo y destensándolo varias veces.
—Voy a cazar —le informé a Ayla que ya estaba sentada en el suelo agradeciendo la parada—. Quédate aquí y no hagas ruido. Con un poco de suerte tendremos una liebre o una perdiz para comer.
—Genial —cogió su mochila, le dio unos golpecitos y apoyó la cabeza en ella como si fuera una almohada, estirándose—. Con tu permiso, echaré una cabezadita.
Hubiese preferido que se mantuviera despierta y al acecho, pero tampoco creí que ocurriera nada. Solo estaría una hora cazando, si no tenía éxito para entonces volvería y tendríamos que conformarnos con la carne ahumada que nos quedaba.
Anduve por el bosque con ligereza, mucho más liviano que cuando tenía que esperar a Ayla a que siguiera mi ritmo. Y con el mayor sigilo empecé a moverme como un felino en busca de su presa. Escuché los sonidos del bosque. Pájaros, ratones, insectos… fueron los primeros que mis oídos localizaron, pero iba en busca de presas más grandes.
Escuché el movimiento de un animal de pasos ligeros y el imperceptible sonido que hacía al pastar. Se trataba de un ciervo con una bella cornamenta; ubicado a varios metros de mi posición. Pastaba tranquilamente ajeno a mi presencia.
Agazapado entre unos arbustos, me planteé cazarlo. Solo debía acercarme un poco más y disparar directo al corazón, pero la idea de matar a un animal que sería demasiado para Ayla y para mí, me echaba hacia atrás. Era un desperdicio dejar tanta carne y una lástima acabar con el rey del bosque si no podíamos comérnoslo entero.
Otro movimiento me alertó, el de alguien corriendo. Asustó al ciervo, y el animal salió disparado perdiéndose en el bosque.
Me mantuve en mi posición, escondido, y pocos segundos después un muchacho vino corriendo, mirando hacia atrás, asustado. Apenas dos segundos después aparecieron dos jinetes a la caza del joven. Uno de los jinetes, desplegó un látigo, lo blandió y acertó el cuello del chico. El arma abrazó su piel y el joven cayó. Fue arrastrado varios metros por el suelo del bosque hasta que se detuvieron casi delante de mí.
—Esto te enseñará a no querer escapar —el joven se puso de rodillas intentando quitarse el látigo que le tenía prisionero—. Tienes suerte de ser joven y que aún valgas dinero. ¡Vamos!
Espolearon a sus caballos, el muchacho volvió a caer y fue arrastrado sin contemplación mientras sus jinetes se reían alejándose hasta perderles de vista.
Salí de mi escondite, mirando la dirección que habían tomado. Reconocí el oficio de los dos jinetes, esclavistas. Probablemente se dirigían a Barnabel para vender su mercancía, que no era otra que personas.
Pensé de pronto en Ayla; si alguno de aquellos hombres la localizaba no tendrían ningún reparo en ponerle unos grilletes y declararla de su propiedad. Empecé a correr por el bosque, olvidándome de la caza. Los hombres que se dedicaban al comercio de esclavos no desaprovechaban ninguna oportunidad en esclavizar gente libre que podían encontrar por el camino. Únicamente debían tatuarlos con un hierro ardiente, colocarles un collar de la esclavitud en el cuello y decir que eran de su propiedad. Luego, aunque el nuevo esclavo dijera que había nacido libre no se tenía en cuenta. Eran unos animales.
Al regresar al lugar donde dejé a Ayla, lo encontré vacío y temí lo peor.
—Laranar —escuché la voz de Ayla en las alturas y enseguida miré dirección a las ramas de los árboles. La localicé abrazando el tronco de un árbol a varios metros del suelo.
Suspiré, aliviado, y ella sonrió.
—Ayla —nombré sorprendido. Jamás imaginé que tuviera la suficiente habilidad para escalar tan arriba, era una patosa, pero al parecer no tanto como pensaba—. ¿Te ayudo a bajar?
Escalé hasta llegar a su posición pues vi que descendía temblorosa, no muy segura.
—Escuché que venían unos hombres —dijo mientras la ayudaba a descender—, y escondí nuestras cosas en esos arbustos —me los señaló con el dedo índice. Desde las alturas pude ver nuestras mochilas claramente—. Los fragmentos los llevo en el bolsillo, ha sido lo único que he cogido antes de trepar. No me han visto —dijo orgullosa de sí misma—. Me he escondido como haría una elfa.
Sonreí y finalmente llegamos al suelo.
Cogí mi mochila y busqué el anillo real que me identificaba como príncipe heredero de Launier. Lo coloqué en mi dedo índice.
—Creí que no querías que nadie supiera que eras el príncipe de Launier —dijo Ayla.
—Y es así, pero en este caso nos protegerá —respondí.
Ayla cogió mi mano inesperadamente para observar mi anillo de oro con el sello del águila gravado en él, representando el escudo de mi familia.
—¿Tiene algún poder o algo así? —Preguntó acariciándolo, luego me miró directamente a los ojos.
—No —aparté la mano, su contacto me alteraba los nervios y sus ojos verdes aún más. Aunque siempre procuraba que no se me notara—. Simplemente…
Miré por detrás de ella al ver que los hombres de los que se había refugiado regresaban. Eran un total de cinco e iban a pie. Al vernos sonrieron, y Ayla enseguida se colocó a mi espalda.
No me gustaba tener que tratar con esclavistas, pero en ocasiones era inevitable.
—Buenas tardes —nos saludó uno. Un hombre de mi misma altura pero con bastantes kilos de más, barbudo y con una cicatriz en el cuello—. Es extraño ver a un elfo por estas tierras.
Pese a que no respetaban a nadie conocían de sobra que mi pueblo no podía ser esclavizado. Era ley en Andalen y de incumplirla el reino de Launier levantaría su ejército para rescatar a su pueblo, aunque solo se tratara de un único elfo.
—Buenas tardes —respondí—, solo estamos de paso —mostré la mano derecha, donde tenía puesto el anillo real—. Ya ven, asuntos del reino.
—Desde luego —se inclinó levemente, consciente de mi rango.
Escuché la caravana de esclavos acercarse antes de verla. Ayla quedó literalmente con la boca abierta en cuanto vio tres carros trasformados en jaulas cargadas de gente. Al parecer llevaban todo un surtido. Desde niños, mujeres y hombres jóvenes; hasta embarazadas, ancianos y ancianas. El chico que intentó escapar era tirado por uno de esos carros atado como un perro en la parte trasera, y los dos jinetes marchaban a su lado. Al frente, seis esclavos cargaban una camilla llevando a un hombre tumbado cómodamente mientras se abanicaba con un plumero de plumas azules y rojas.
En cuanto llegaron a nuestra altura se detuvieron y dejaron la camilla en el suelo. Los esclavos que lo transportaron sudaban a mares y respiraban forzosamente mientras el que parecía el jefe nos miró complacido desde su posición. Era rubio, de ojos azules y nariz aguileña. Debía rozar los cuarenta años y le sobraban unos kilitos de más.
—Mails, ¿quién es esta gente? —Preguntó levantándose de la camilla.
—Señor Tiger, —respondió el hombre barbudo de la cicatriz en el cuello— estábamos saludando a un miembro de…
—Laranar, ¿quiénes son está gente? —Me preguntó Ayla en voz baja, mirando a los esclavos sobrecogida mientras los esclavistas hablaban entre ellos—. ¿Por qué tienen a toda esta gente metida en jaulas?
—Son esclavistas —respondí—, venden a las personas. Pero tranquila, saben que no pueden esclavizar a un príncipe de Launier, no nos harán nada.
—Por ese motivo te has puesto el anillo —dijo al comprenderlo.
—Príncipe —el tal Tiger tuvo el miramiento de hacerme una reverencia. No era muy alto en comparación con los hombres que le acompañaban, poco más de metro setenta—, ha sido una suerte encontrar a un miembro de la familia real. Quizá le interese comprar alguno de nuestros esclavos para que cargue sus equipajes. La dama que le acompaña no debería cargar con su mochila.
Dio dos palmadas y pronto los dos jinetes hicieron bajar a los muchachos jóvenes de una de las carretillas. Seguidamente los familiares de aquellos muchachos gritaron espantados y pidieron compasión para no separarles. Los acallaron golpeándoles a través de los barrotes que los mantenían cautivos.
—No es necesario —respondí en seguida. Los esclavistas no eran ignorantes por saber que la esclavitud era despreciada por mi pueblo y, en ocasiones, cuando se acercaban a nuestras fronteras les comprábamos la libertad, no pudiendo ver como torturaban a gente inocente—. Nos apañamos bien solos.
Mi respuesta la ignoró por completo e hicieron arrodillarse delante de nosotros a cinco muchachos completamente espantados. Dos de ellos, los más jóvenes, no pudieron reprimir las lágrimas.
—Se los vendería a buen precio —insistió—, veinte monedas de plata por cada uno de ellos.
Los rebajó bastante, fue verdad, pues alguno de ellos podía valer las cuarenta monedas. Eso significaba que eran hombres libres, esclavizados hacía unos días, y lo que les pagara sería cien por cien ganancias.
—Como ya he dicho, no es…
De pronto, un viento empezó a alzarse alrededor de los esclavistas. Los caballos se encabritaron, los hombres cayeron al suelo y las jaulas de los esclavos se abrieron de par en par. Miré a Ayla, que fruncía el ceño, concentrada, con una mirada de ira hacia aquellos hombres. Su mano estaba en el bolsillo del pantalón y una débil luz salía de dentro de él.
Frunció más el ceño aumentando la intensidad del viento. En esta ocasión los hombres que se dirigieron a cerrar las jaulas acabaron volando por los aires. Los chicos que estaban de rodillas se tiraron al suelo, cubriéndose las cabezas, aterrorizados.
—¡La chica es una bruja! —Gritó Mails, que fue uno de los que corrió para cerrar las jaulas de los esclavos y lanzado por los aires seguidamente.
—A que esperáis entonces, —gritó Tiger a los dos que tenía enfrente de mí y dejando a tres guardaespaldas junto a él—. Matadla.
Inmediatamente desenvainé a Invierno —mi espada— y maté al primero que se atrevió a avanzar sobre mi protegida. Le hice un corte en el tórax y cayó desplomado al suelo. El siguiente que vino a por nosotros le rebané la cabeza y avancé hacia los tres hombres que protegían a Tiger. Paré una estocada y clavé a Invierno en el estómago de uno de ellos, su compañero quiso vengarle pero no fue muy diestro, solo fuerte, y enseguida que detuve su primer embiste tuvo la punta de mi espada asomando por su espalda. El tercer guardián de Tiger se abalanzó como un loco sobre mí, gritando, como si pensara que de esa manera podría asustarme o intimidarme, acabó muerto tan rápido que ni siquiera tuvo tiempo de sentir el filo de mi espada. Llegué al esclavista, aquel que dirigía el negocio, Tiger.
Retrocedió de inmediato, pero una ráfaga de viento hizo que cayera al suelo.
—Piedad —me suplicó de rodillas—. No me mate.
Puse a Invierno en su cuello.
—¿Dejará libre a esta gente?
—Sí, lo juro, pero no me mate.
Miró por detrás de mí. Rápidamente alcé mi espada hacia atrás y esta se clavó en el pecho de aquel que quiso atacarme por la espalda. Fue el hombre barbudo, Mails.
El viento cesó y al volver mi atención a Ayla vi que esta cogía una espada de uno de los hombres caídos.
Un último contrincante, aquel que capturó al muchacho con un látigo, nos evaluó a ambos, y al ver que Ayla alzaba la espada se decantó por matarla primero a ella. Corrí de inmediato, Ayla paró su primera estocada pero cayó al suelo con la fuerza con que fue embestida. Sin pensarlo lancé a Invierno, y mi espada voló hasta impactar contra el cuello del esclavista. Se desplomó encima de la elegida y salvé la distancia entre los dos.
Le quité de inmediato a aquel desgraciado de encima.
—¿Estás bien? —Le pregunté, unas gotas de sangre le manchaban el rostro provenientes del hombre caído—. ¿Estás herida?
—No —respondió con un hilo de voz, temblando.
La abracé, agradecido que estuviera a salvo.
Los esclavos salieron de sus jaulas al ser liberados por la fuerza del viento. Se dispersaron por el bosque, aunque hubo tres que primero quisieron pasar cuentas con Tiger. Le golpearon la cabeza con una piedra hasta matarle. Seguidamente nos miraron a Ayla y a mí.
—Gracias —dijeron y salieron corriendo perdiéndose en el bosque.
Respiré profundamente y luego dejé sacar el aire en un suspiro que necesitaba. En poco más de dos minutos nos quedamos solos con unos cuantos cadáveres a nuestro alrededor.
Abrazada a mí, Ayla temblaba y su respiración era entrecortada al empezar a llorar sin poderse contener.
—Casi me mata —dijo entre sollozos—. Era muy fuerte.
Dejé de abrazarla y la miré, serio.
—¿Recuerdas el motivo por el que no quise enseñarte a manejar una espada? —Le pregunté duramente, debía aprender la lección si quería que no se repitiera aquella escena.
Bajó la vista al suelo, pero le alcé la barbilla para que me mirara a los ojos.
»Si no hubieras empuñado esa espada no te habría tomado como un peligro real, hubiera venido a por mí directamente.
—Tienes razón, pero también es cierto que si supiera defenderme no habría sido necesaria tu ayuda —respondió.
—No —insistí—. No lo vuelvas a hacer.
Hizo que le soltara del mentón y se tocó el rostro con asco. Notando como la sangre de aquel hombre le había chiscado al matarle.
—Tengo que limpiarme la cara —dijo levantándose con las piernas temblando.
Me alcé también, y la seguí hasta su mochila.
—Ayla, prométeme que no volverás a empuñar una espada —le pedí, mientras esta cogía una cantimplora—. Prométemelo.
Empezó a limpiarse el rostro, y esperé pacientemente una respuesta.
—Dime solo una cosa —dijo mirándome a los ojos con el rostro mojado—. ¿En qué se diferencian los magos oscuros de estos hombres?
Parpadeé dos veces.
—Eso no es de lo que estamos hablando —respondí.
—Si voy a arriesgar mi vida por esto, —empezó a hablar enfadada—, quizá me haya equivocado al aceptar la misión de matar a los magos oscuros. Pues nada cambiaría, otros distintos se encargarían en destruir la vida de las personas, esclavizándolas.
—¿No hay esclavos en tu mundo? —Le pregunté.
—En mi país no —respondió secándose la cara con su propia camiseta—. Tengo entendido que en algunos países más pobres aún hay, pero…
—Pues aquí pasa lo mismo —quise hacerle ver—, Launier no esclaviza a nadie. Andalen lamentablemente sí, está permitido.
—¿Y Mair? —Quiso saber—. ¿Y Zargonia?
—Tampoco —respondí—. En el desierto de Sethcar por lo contrario sí, hay esclavos.
Cayó al suelo de repente, como si perdiera las fuerzas y me agaché enseguida.
—¿Estás bien? —Le pregunté sosteniéndola entre mis brazos.
—Sí, solo… —parecía mareada y se tocó la cabeza—, que de pronto me he quedado baldada.
—Debe ser por haber utilizado los fragmentos —me miró como si no supiera de lo que le estuviera hablando—. Acabas de utilizar el poder del viento —aclaré.
Miró alrededor, como si no fuera consciente de lo que había desatado.
—¿Yo lo hice? ¿Yo provoqué ese viento?
—Claro —dije—. Te has concentrado y has logrado dominarlo.
Frunció el ceño, desorientada.
—Pues ni siquiera sé cómo lo he hecho —respondió negando con la cabeza—. Es más, —los ojos se le empezaron a cerrar involuntariamente— no me he dado cuenta, solo deseaba lanzarlos por los aires, que esa gente fuera libre y la rabia que sentía corría dentro de mí…
Se durmió, no aguantó más. La dejé en el suelo, consciente que poco a poco su poder como elegida se iba manifestando y pronto sería la más poderosa de Oyrun.
Ayla quedó sobrecogida en cuanto se despertó pasada la medianoche y vio por primera vez la luna de sangre. Le expliqué su significado mientras devoraba la perdiz que finalmente cacé. Después de lo sucedido hubiera preferido no dejarla sola, pero sabía que una vez empezara a utilizar el poder de los fragmentos necesitaría reponer fuerzas constantemente. Por lo que la escondí en un desnivel del bosque, en algo parecido a una cueva. Fue el mejor escondite que pude encontrar mientras salí a cazar.
Alrededor de la hoguera me preguntó más cosas sobre el poder del colgante.
—Cuando tu madre me explicó que tendría el poder del viento, la tierra, el fuego y el agua, jamás imaginé que se refiriera a esto —comentó mientras repelaba la perdiz a conciencia—. No me dijisteis que podría hacer volar por los aires a la gente. ¿Qué más puedo hacer?
—No hay persona viva en Oyrun que pueda especificarte claramente lo que se puede conseguir con el colgante. Únicamente se sabe que esconde un poder descomunal. Quien lo domine, controlará el mundo o por lo contrario lo protegerá, como tú.
—Entonces, puede que consiga provocar tornados, causar terremotos, inundar poblados o incendiar bosques —dijo de pronto, pensativa.
—Piensas en cosas muy destructivas —dije algo preocupado—. Debes hacer el bien con él.
—Lo sé —dijo enseguida—, pero es bueno saber que tengo algo con lo que enfrentarme contra los magos oscuros —miró la luna roja—. Cuando maté al dragón, no hubo ni viento, ni tierra, ni agua, ni fuego. ¿Qué hice?
—No tengo respuesta para eso —respondí—. Puede que fuera la unión de todos los elementos lo que ocasionó el ataque en forma de energía concentrada u otro técnica que no tenga nada que ver con los elementos.
Quedó algo decepcionada con mi respuesta.
»Lo siento, si quieres más respuestas en cuanto a su poder, deberás esperar al mago guerrero que tenga que acompañarnos. Puede que sepa más cosas sobre el asunto —intenté animarla.
Suspiró y se chupó los dedos al terminar con la perdiz.
—A partir de mañana practicaré —decidió—. Quiero estar preparada para cuando nos tengamos que enfrentar a los magos oscuros. Hoy ha sido una sorpresa, no sé siquiera como lo he conseguido, pero lo lograré.
—Me parece bien, aunque por esta noche descansa —dije—. Mañana ya habrá tiempo para más aventuras.
Asintió, se alzó de su asiento y tendió una manta en el suelo, se acomodó en ella, abrigándose con una segunda.
—Ya sé que no duermes, pero buenas noches.
—Buenas noches, Ayla —le deseé.
Cerró los ojos y se quedó dormida en apenas dos minutos.
DISCUSIÓN
Ayla mantenía su rostro en tensión, el ceño fruncido y los labios apretados. Miraba el agua fijamente mientras los fragmentos del colgante los sostenía en una mano, encarándolos al rio al que llegamos el día anterior y donde decidimos pasar la noche. La observé algo aburrido, pues en los últimos días su empeño a querer controlar los elementos no había dado sus frutos y la esperanza que lo consiguiera en breve iba menguando.
Bajó el brazo, rendida de nuevo.
—Lo conseguirás algún día —intenté animarla al ver en sus ojos el fracaso y la impotencia—. Lo has logrado una vez, podrás conseguirlo de nuevo.
—La pregunta es, si lo conseguiré a tiempo de que no me mate ningún mago oscuro —respondió enfadada consigo misma—. Si por lo menos recordara cómo lo hice.
Se tumbó en el suelo exasperada y miró el cielo de la mañana. Aún no habíamos recogido nuestro campamento ni iniciado la marcha, por lo que me dispuse a apagar las pocas yescas que quedaban de la hoguera y doblar las mantas que Ayla utilizaba para dormir, mientras ella se refrescaba con el agua del rio.
Nuestro objetivo aquel día era llegar a un pueblo que se encontraba a pocos kilómetros rio arriba y así reponer provisiones comprando pan, carne ahumada, fruta y demás alimentos. Era una población bastante grande donde el comercio de las últimas décadas había prosperado con los mercados de lana —que eran su principal producción— y el ganado que se vendía. Si continuaban a aquel ritmo pronto pasaría a ser algo más que un pueblo y podía llegar a ser una ciudad de pies a cabeza. Se le conocía como Santa Lana del Madil. Madil era el rio que teníamos delante, de ahí el nombre.
Al terminar de recogerlo todo, vi que Ayla observaba atentamente la otra orilla del rio y al fijarme en su dirección descubrí a un lobo merodeando de un lado a otro. A Ayla no se le ocurrió otra magnífica idea que empezar a silbar para llamar su atención.
—Calla —le dije enseguida—. ¿Qué pretendes con el lobo?
—Es la primera vez que veo uno —dijo—. Me ha hecho gracia.
El lobo nos miró atentamente olfateando el aire. Era muy joven, apenas un cachorro que empezaba a alcanzar el tamaño de un adulto y me pregunté dónde estaría su manada. Era extraño ver un ejemplar tan joven sin la protección de su familia.
—¡Ya sé! Le daré algo de comer —dijo de pronto Ayla dispuesta a darle lo que nos quedaba—. Con un poco de suerte podremos verlo de más de cerca.
—Ni de broma —dije deteniéndola, cogiendo la mochila donde llevábamos la comida—. Un lobo es peligroso y dada nuestra situación debemos desconfiar de cualquier criatura que encontremos.
—Pero…
—Que no —la interrumpí antes que replicara—, hazme caso por una vez.
Resopló.
Continuamos nuestro camino con un lobo de pelaje gris siguiéndonos en la otra orilla. El lobo podría haber atravesado el río sin ningún problema pues no era profundo, pero al parecer no tenía muchas ganas de mojarse las patas. Ayla parecía encantada con nuestro nuevo acompañante aunque a mí me hizo desconfiar. Quizá era un poco obsesivo en cuanto a recelar de todo ser vivo que encontrábamos, pero más valía prevenir que curar. Dos kilómetros antes de llegar a Santa Lana del Madil, el lobo se perdió por el bosque para chasco de Ayla y alegría mía. Apenas unos metros después empezamos a encontrarnos con los primeros comerciantes que se dirigían al pueblo, o por lo contrario, regresaban después de comerciar con sus productos.
La casualidad quiso que coincidiéramos con la feria de la lana y el pueblo hervía de actividad. Puestos en medio de las calles, carros tirados por bueyes que dificultaban el paso por sus calles estrechas, ganado que era conducido para la venta o el sacrificio, hombres y mujeres que iban de un lugar a otro empujando a los demás si era necesario, niños corriendo… Y todo ello con un agradable olor corporal que caracterizaba a las poblaciones de los hombres cuando se reunían en grandes multitudes.
Ayla tiró de pronto de mi manga y al volverme vi en sus ojos el horror. Acto seguido me señaló con la cabeza un grupo de hombres que por sus vestimentas y armas que portaban los identifiqué como cazadores. Se preparaban para exhibir las piezas de caza obtenidas y entre ellas se encontraban las pieles de cinco lobos.
—Es horrible —dijo angustiada—. ¿Cómo pueden hacerlo?
—Son cazadores, Ayla —le respondí—. Gracias a sus pieles sus familias comerán.
Probablemente el lobo que encontramos en el río pertenecía a aquella manada, por ese motivo vagabundeaba solo, perdido. Me pregunté si sería capaz de cazar, aunque casi era adulto sería inexperto.
Negué con la cabeza, lamentablemente tenía más probabilidades de morir que de vivir. Ese pensamiento me lo guardé, si Ayla llegaba a la misma conclusión capaz era de pedirme de ir en busca del lobo. Me limité a apartarla de aquella escena cogiéndola del brazo para obligarla a seguir la marcha. Fue entonces, cuando me percaté que un encapuchado nos miraba atentamente apoyado en la pared de una casa, pero desapareció entre la muchedumbre sin tiempo a reaccionar.
—¿Vosotros cazáis lobos? —Me preguntó Ayla ignorante de la situación—. Laranar —tiró de mi manga para que le prestara atención—, ¿me estás escuchando?
Me concentré en ella, consciente que si era otro asesino enviado por el enemigo sería experto en escabullirse sin dejar rastro, por lo que intentar localizarle en ese momento sería inútil.
—¿Dónde tienes los fragmentos? ¿Brillan? —quise saber, si era un asesino enviado por un mago oscuro seguramente poseería un fragmento como el asesino de Sanila.
—Ya sabes que ahora los llevo siempre encima —se dio unas palmaditas en el bolsillo del pantalón—, y no han brillado en ningún momento, lo hubiera visto. ¿Por qué?
—Por nada —respondí. No quise preocuparla—. Compremos provisiones y abandonemos el pueblo. —Iba a iniciar la marcha, pero me detuve y la miré una vez más—. Por cierto, no cazamos lobos.
Sonrió.
No volví a ver el encapuchado de nuevo, pero no por ello me relajé. Hasta que no nos distanciamos varios kilómetros de Santa Lana del Madil no aflojé el ritmo. El problema vino al dejar la protección del bosque de abedules. La siguiente etapa duraría alrededor de tres días y solo una vasta extensión de tierra con uno o ningún árbol sería nuestro camino. La luna roja cayó sobre nuestras cabezas una vez más y por si fuera poco estar a descubierto, tuve que escuchar los aullidos de un lobo. Nuestro lobo. No sé cómo lo hizo ni por qué lo hizo, pero nos siguió, y se acercó lo suficiente como para tener que preparar el arco. Le apunté, pero antes que pudiera disparar una flecha de advertencia, un trozo de carne ahumada voló por los aires aterrizando a apenas dos metros de nuestro lobo. Al volverme, Ayla lo miraba con una sonrisa de triunfo en su rostro.
—¿Qué haces despierta? —Quise saber—. Es tarde, deberías dormir.
—Y tú bajar el arco —respondió—. Mira, ya se va.
El lobo se llevaba satisfecho el trozo de carne ahumada.
Suspiré, bajando el arco.
—Una chica normal se asustaría de tener un lobo tan cerca y escuchar sus aullidos durante la noche —dije algo molesto—. No le daría comida para que continuara siguiéndonos.
Se encogió de hombros.
—¿Desde cuándo soy una chica normal? —Preguntó—. Además, así tendrá el estómago lleno, dormirá y dejará de aullar. No me dejaba dormir.
Negué con la cabeza, no tenía remedio.
Anduve intranquilo los tres días que tuvimos que marchar al descubierto. No estuve seguro si fue por no tener protección ninguna de árboles o vegetación, por el lobo que continuó siguiéndonos a unos treinta pasos de nosotros, o a una extraña sensación de ser perseguidos por alguien más. El cuarto día después de abandonar el pueblo de Santa Lana del Madil llegamos, por fin, a un bosque de hayas y eso significaba que nos quedaba poco para alcanzar Barnabel, pues era el último bosque antes de llegar a la capital. No obstante, aún teníamos una semana larga para alcanzar nuestro objetivo.
Ese mismo día pillé a Ayla dejando más carne ahumada al lobo y mi paciencia con su actitud llegó a su fin.
—No vuelvas a darle comida —le ordené, serio—. No podemos tener un lobo persiguiéndonos constantemente.
—Pero es muy joven —respondió, cabezota— y tú cazas, podemos compartirla.
—¡No se trata de eso! —Alcé la voz, exasperado—. Es peligroso, cogerá confianza y cada vez se acercará más.
—¡Ojalá! —Dijo para mi gran espanto—. Me encantaría tocar a un lobo.
Exploté.
—¡Eres una insensata! —Dije—. ¿No te das cuenta que podría atacarte? Es un lobo salvaje, no un perro, y hay que tener cuidado. Te prohíbo que le des más comida o siquiera pienses en poder tocarle, menos acariciarle de verdad. ¿Has entendido?
Frunció el ceño, molesta por mis palabras y mi tono autoritario.
—Haré lo que me dé la gana —me respondió, desafiante—. No eres nadie para darme órdenes.
—Soy tu protector —le recordé— y debes hacerme caso cuando se trata de tu propia seguridad.
—Pues no lo pienso hacer —se cruzó de brazos—. Y no puedes ordenarme nada, no soy de tu propiedad y no tengo por qué obedecerte.
Apreté los dientes, furioso y desconcertado al mismo tiempo. Normalmente, hacía lo que le decía sin rechistar demasiado desde que tuvimos el incidente con el fénix, y era la primera vez en todo el viaje que discutíamos de esa manera. ¿Era tan importante ese lobo? ¿Acaso no se daba cuenta que era un animal salvaje y podía hacerle daño?
—Entonces, tendré que deshacerme de él —dije preparando mi arco rápidamente.
Abrió mucho los ojos y antes que pudiera reaccionar disparé una flecha al animal que se encontraba a unos metros de nosotros, esperando la ración de comida que al parecer le había estado dando Ayla cada día.
—¡Nooo! —Gritó Ayla.
Solo fue una advertencia, no le di. A fin de cuentas con un poco de suerte lo ahuyentaría sin necesidad de hacer nada más. La flecha cayó a tan solo medio metro del animal y este se fue corriendo de inmediato.
Sonreí victorioso.
—Eres un… —los ojos de Ayla amenazaron con inundarse de lágrimas, pero se contuvo—. ¡Te odio!
Se dio la vuelta y empezó a caminar muy enfadada.
—No le he hecho nada —dije enseguida cogiendo mi mochila rápidamente, dando un último vistazo al campamento que habíamos levantado para cerciorarme que no nos olvidábamos nada y corrí hacia ella—. Ahora, ya no habrá peligro que se te acerque un día cuando estés sola, mientras yo voy de caza.
No me respondió, apretó más lo dientes, y caminó como nunca lo hizo hasta el momento, más rápida que cualquier otro día. Una hora después, cuando aflojó el ritmo, intenté que entrara en razón, pero por más que intenté explicarle que no podíamos tener a un lobo siguiéndonos todo el rato no pronunció palabra, ni siquiera se dignó a mirarme a los ojos. Estaba más enfadada de lo que podía llegar a creer. Un rato más tarde, me volví para cerciorarme que seguía la marcha y nuestros ojos se encontraron por dos segundos, frunció el ceño, entrecerró los ojos y giró la cabeza a un lado para no tener que mirarme. Aquel pequeño contacto visual y su gesto de desprecio dolieron más que cualquier otra cosa que pudiera decirme o hacer.
—Voy a intentar cazar algo —le dije cuando nos detuvimos para pasar la noche—. Falta una hora para que se ponga el sol, quizá consiga una liebre o… —actuó con indiferencia mirando para otro lado— algo.
La dejé sola, lo necesitaba. Ambos lo necesitábamos. Pasábamos muchas horas juntos y un poco de intimidad para poder reflexionar nos iría bien a los dos.
La suerte estuvo de mi parte, logré cazar dos perdices al poco rato y de camino de regreso una liebre se cruzó en mi camino, despistada. Mi arco estuvo preparado en dos segundos y la liebre muerta en tres. En cuanto la fui a recoger el lobo volvió a aparecer acercándose a mí más de lo normal. Fruncí el ceño, molesto.
—Por tu culpa Ayla no me habla —le hablé, enfadado— y pretendes que te de la liebre.
Se acercaba lentamente con las orejas echadas hacia atrás, agachado, en actitud sumisa. Me sentí un estúpido al sentir compasión por el animal. Natur era sabia, si ese lobo debía vivir le daría la habilidad necesaria para encontrar su propio alimento, si su destino ya estaba cumplido no era nadie para cambiar el equilibrio de la naturaleza.
De pronto, se detuvo, algo llamó su atención. Se irguió por completo con las orejas muy rectas y empezó a gruñir dirección donde se encontraba Ayla, me miró una vez y lo comprendí. No supe cómo, pero fui consciente que el lobo me alertaba que algo le sucedía a Ayla.
Empecé a correr por el bosque con el lobo justo a mi lado. Y al llegar al campamento donde se encontraba Ayla, la vi sentada en el suelo, ajena a que un encapuchado la estaba acechando por la espalda con una espada desenvainada para matarla. Era el mismo hombre que el de Santa Lana del Madil.
Cogí una flecha del carcaj, la preparé y antes que pudiera disparar, el lobo se adelantó abalanzándose sobre él. Le mordió justo en el brazo de la espada y lo tumbó al suelo. Ayla dio un salto de inmediato, sobresaltada, apartándose rápidamente. El agresor le dio una patada al lobo en las costillas y el animal, al ser joven, se retiró de inmediato, asustado y retrocediendo con las orejas echadas hacia atrás. Para entonces, cambié de arma y desenvainé a Invierno. El encapuchado se alzó más rápido de lo que creí capaz, armado aún, y paró mi estocada con gran habilidad. Le ataqué en su franco izquierdo pero volvió a detener mi ataque, embistiendo seguidamente. También lo frené, pero tuve la precaución de retirarme levemente para evaluar a mi enemigo. Solo con dos movimientos fui consciente que el asesino enviado era más letal que el de Sanila y mucho más dispuesto a llevar a cabo su misión. Él también me avaluó por unos segundos y no tardó en alzar la espada y embestir de nuevo. Paré su estocada vertical, arremetí contra él y volví a protegerme. Era bueno, muy bueno, más salvaje que mi estilo de lucha pero ágil al mismo tiempo.
—¿Quién eres? —Le pregunté.
—Mi nombre no tiene importancia —me sorprendí al reconocer la voz de una mujer—. Hoy cumpliré mi venganza.
—¿Venganza? —No la entendí—. ¿Qué te hemos hecho para querer venganza?
—Me habéis arruinado la vida, destruido mis sueños y matado a toda mi familia y amigos. Pero los vengaré, ¡juro que los vengaré! —Me atacó con toda la rabia e ira que podía llegar a acumular una persona, y nos quedamos en un tira y afloja con nuestras espadas encaradas. Fue entonces, cuando pude ver su rostro a través de la capucha. Era morena, de ojos marrones y atractiva. Aunque sus ojos marcaban unas claras ojeras de no haber dormido durante días. Pero detrás de todo lo físico hubo un elemento que me llamó la atención, el broche de su capa. Representaba un martillo consumido por una llama de fuego.
—Eres una Domadora del Fuego —identifiqué. Al ser mujer no me era difícil aguantar su fuerza pese a que ella ponía todo su empeño en someterme—. No lo entiendo —se retiró en ese momento, viendo que era más fuerte que ella—, los Domadores del Fuego sois gente de honor, nunca aceptáis misiones para asesinar a personas. Solo de protección o de rescate.
Se echó la capucha hacia atrás, dejando ver su rostro claramente.
—Tienes razón —dijo—. Éramos un pueblo guerrero y de honor, ahora solo quedo yo gracias a esa chica —señaló con la espada a Ayla que se mantenía a varios metros de nosotros igual de desconcertada que yo al escucharla.
—Creo que te confundes —respondí—. Ayla no ha hecho nada.
—¡No mientas! —Volvió a atacar pero esta vez con la intención de sortearme para llegar hasta la elegida.
Blandí mi espada de forma lateral, ella desvió mi ataque y entre esos dos movimientos me abalancé sobre ella dándole un rodillazo en un costado. Seguidamente quise apartarme al creer que arremetería de inmediato, la sorpresa fue cuando vi que se dobló hacia delante, se llevó una mano al lugar donde la golpeé y utilizó su espada como punto de apoyo hincando una rodilla en el suelo. Fue mi momento, volví a alzar a Invierno para darle el golpe definitivo y esta me miró a los ojos. Vi su miedo, su impotencia, y por algún motivo solo la desarmé, la tiré al suelo y sujeté sus muñecas, inmovilizándola también con mi cuerpo al echarme sobre ella.
—Quieta —le ordené, viendo su resistencia—. Hablemos —le pedí—. Estás equivocada si culpas a Ayla de la desgracia de tu pueblo, ella no ha hecho nada.
—Mientes —su voz era puro odio—. Él me lo dijo.
Fruncí el ceño.
—¿Te refieres a un mago oscuro? —Intuí—. ¿Cuál?
—El más poderoso, Danlos —dijo el nombre del mago oscuro sin ningún temor, fue como si quisiera que apareciera en ese momento—. Él vino a mi villa con un ejército de orcos y una serpiente gigante. Lo destruyó todo, no dejó a nadie con vida salvo a mí y a mi hermano pequeño que secuestró. Dijo que Ayla, una humana que era acompañada por un elfo, fue la que le incitó a atacar a mi pueblo. Por eso os mataré, a los dos, os haré sufrir como ha sufrido mi pueblo. Llevo días buscándoos, y fue una satisfacción veros Santa Lana del Madil. Desde entonces os he seguido hasta encontrar el mejor momento para atacaros.
—Veo que como Domadora del Fuego sabes controlar tus impulsos, has esperado a que dejara a Ayla sola.
—La venganza es un plato que se sirve frío —respondió.
La miré a los ojos, y pude ver que realmente se creía la historia que le contó el mago oscuro.
—Yo no incité a Danlos a atacar a tu pueblo —dijo Ayla acercándose lentamente—. Ni siquiera lo conozco. Es mi enemigo.
La Domadora del fuego la miró nada convencida.
—Te dice la verdad —le dije—. ¿Sabes quién es en realidad esta muchacha? Es la elegida, aquella que la profecía marca que salvará a nuestro mundo de la oscuridad, venciendo a los siete magos oscuros.
Abrió mucho los ojos, miró a Ayla, desconcertada, y luego a mí.
—No es cierto —dijo—, me estáis mintiendo.
—¿Por qué crees que Danlos quiso incitarte a matarla? —Quise hacerle ver—. Es la elegida, su mayor enemiga. Hará lo que sea por verla muerta, ya lo intentó en Sanila, contrató a un asesino para eliminarla. Te ha engañado.
Apretó los dientes, dudando.
—Si es cierto, enséñame el colgante de los cuatro elementos —le exigió a Ayla.
Ayla perdió el color de la cara ante la petición de la Domadora, pero sacó los fragmentos que habíamos recuperado, mostrándoselos.
»Eso no es el colgante, parecen cristales.
—Tuve un accidente al poco de aparecer en Oyrun —empezó a explicarle Ayla algo avergonzada—. Y sin querer lo rompí en decenas de trozos. Viajamos para recuperarlos y luego iremos a por los magos oscuros.
La chica frunció el ceño.
—Muéstrame entonces tu poder —exigió nuevamente.
—No sé hacerlo aún —dijo con desánimo dejando caer los hombros—. Lo he logrado en contadas ocasiones y siempre sin saber cómo lo hago.
La guerrera frunció aún más el ceño.
—No eres muy convincente, parecen excusas —dijo.
—No son excusas —dijo rápidamente Ayla—. De verdad, soy la elegida o por lo menos eso dice la gente. Vine de un mundo llamado la Tierra…
Ayla le hizo un resumen de lo ocurrido desde que aterrizó en Launier hasta la asamblea que se celebró. Para darle una razón más por la que creernos cogió mi anillo real de la mochila y se lo mostró. Era evidente que el príncipe de Launier jamás se aliaría contra un mago oscuro y, finalmente, nos creyó.
Pude soltarla, pero siempre estando alerta, por si acaso.
—Dijo que me engañaría —habló la guerrera después de un breve silencio—. Semanas antes del ataque una mujer nos predijo el futuro a mi hermano y a mí. Nos alertó de lo que ocurriría, pero no la creímos, y también me advirtió que el innombrable haría lo posible por engañarme.
—Siento lo que le ha pasado a tu villa —dijo Ayla sinceramente—. Más si solo os atacó para que luego vinieras a por mí. Lo lamento.
La Domadora del Fuego se la quedó mirando, pensativa. Luego chistó la lengua.
—No tienes la culpa —dijo—. El único culpable es Danlos, pienso matarle aunque me cueste la vida.
Sentada en el suelo, se tocó el costado, aquel donde le di el rodillazo y gimió de dolor. Sus ropas estaban manchadas de sangre.
—Me has abierto los puntos —me acusó—. Tendré que volvérmelos a coser.
—¿Fue Danlos quien te hirió? —Le pregunté.
—Sí.
Suspiré.
—La luna de sangre es por tu pueblo, ¿verdad?
Asintió.
—¿Cómo te llamas? —Le preguntó Ayla acercándose a ella.
Se arrodilló a su lado sin temor alguno, pese a que minutos antes la hubiera matado sin dudar.
—Alegra —respondió.
—Has dicho que tu hermano ha sido secuestrado por Danlos —comentó Ayla—. ¿Por qué?
—Porque tiene el don de trabajar el metal —respondió apretando los puños hasta que los nudillos se le tornaron blancos—. Mañana partiré a Creuzos, y lo rescataré. Luego mataré a Danlos.
—Estás loca si crees que puedes conseguirlo —dije sacándola de sus pensamientos—. Lo único que conseguirás es una muerte segura.
—¡¿Y qué quieres que haga?! —Me preguntó enojada—. Algo debo hacer para vengar a mi pueblo.
—Suicidarte no es la solución —respondí negando con la cabeza—. Mira, sé que es duro, pero no vas a lograr matar a Danlos ni recuperar a tu hermano tu sola.
—Lo intentaré —dijo cabezota.
Tuve claro en ese momento que estaba hablando con una chica que pronto moriría por insensatez.
—Acompáñanos —dijo de pronto Ayla, y Alegra la miró sin saber muy bien a qué se refería—. Nosotros luchamos contra ellos, tarde o temprano nos encontraremos con ese Danlos. Mi destino según la profecía es matarle, pero Laranar y dos personas más que se tienen que añadir a la misión me ayudaran en ello. Primero recuperaremos cuanto antes los fragmentos que nos quedan por encontrar y luego iremos a por ellos. Una guerrera como tú iría bien en el grupo.
—Ayla —quise detenerla ante aquella propuesta pero ya fue tarde, vi en sus ojos que ya había tomado una decisión—, en la asamblea ya se decidió quien te acompañaría.
—Se supone que soy la elegida, ¿no? —Me retó nuevamente y la miré enojado, ya no recordaba que estábamos enfadados—. Pues soy yo quien elige quién me acompaña, y Alegra puede venir si ella lo quiere.
Fruncí el ceño y miré a la Domadora del Fuego.
—Acepto —dijo para mi fastidio—. Creo que es mejor que ir sola a Creuzos.
—Eso seguro —respondí amargamente—. Pero ten claro que si perteneces al grupo que acompaña a la elegida, tu principal función será protegerla de cualquier enemigo. Si en algún momento la dejas sin protección para atender tus propios intereses abandonas el grupo.
Alegra me analizó seriamente.
—Entonces, Laranar, príncipe de Launier, infórmame de todo lo referente a Ayla para conocer mejor a aquella que debo proteger.
Resoplé. Aunque, después de todo, su espada podría resultarnos útil y después de un mes deseando recibir refuerzos no nos podía llegar nada mejor. Al volverme, vi al lobo sentado a unos metros de nosotros, atento a lo que hacíamos. Torció la cabeza a un lado al ver que le miraba y suspiré sabiendo que no nos lo quitaríamos de encima fácilmente.