AYLA (10)

ACENTO EXTRANJERO

Noté a alguien apoyarse en un costado de mi camastro, la paja se hundió por el lado derecho y una mano sostuvo la mía. Pensé que era Laranar, así que entrelacé mi mano con la suya, y con el pulgar le acaricié la piel. Pero algo me pareció extraño, ¿le había crecido más pelo? No es que se trataran de unas manos peludas, pero el vello era más fuerte que el que recordaba en Laranar. Al abrir los ojos me encontré a un hombre mirándome atentamente. Sus ojos eran tan azules como un cielo despejado, resaltando sobre un cabello negro azabache. El contraste era espectacular, hermoso. Y quedé sin palabras observando a aquel joven que esperaba que le hablara, pero yo solo pude continuar evaluando el interesante espécimen que Dios había llevado ante mí. No presentaba la belleza de los elfos, pero era atractivo y varonil, de mandíbula cuadrada y unos labios… ¡Oh! ¡Madre mía! Tuve que desviar la mirada de inmediato de su boca, pues mi cuerpo reaccionó queriendo besarlos. Me puse roja de inmediato y quise soltar su mano, pero no me lo permitió.

—No me dijeron que eras tímida —dijo con un marcado acento extranjero.

Le miré con vergüenza.

—¿Quién eres? —Pregunté casi en un gemido—. ¿Dónde está Laranar?

Miré alrededor, al parecer Dacio ya no se encontraba en su camilla. Habría despertado después de todo y aquello me alegró. Estaba preocupada por él, pese a que yo tampoco me encontraba nada bien. Entonces, tomé consciencia que era la primera vez que despertaba sin que me doliera la cabeza a horrores, incluso el agotamiento parecía haberme abandonado. Me pasé la lengua por los labios, humedeciéndolos. Notaba la boca seca y aquel hombre se percató, a lo que enseguida se alzó del camastro —comprobé que era sumamente alto, alrededor de metro noventa o metro noventa y cinco de altura— y cogió la jarra de agua que estaba en una mesita a nuestro lado, junto con un vaso, y me sirvió. Bebí de inmediato, y sacié mi sed. En consecuencia, el hambre fue lo segundo en venir. Pero primero quería saber quién era aquel joven.

»¿Y bien? —Insistí—. ¿Quién eres?

Quizá solo fuera un soldado que sentía curiosidad por saber cómo era la elegida de cerca.

Pues no escogió el mejor de los momentos, no presentaba mi mejor aspecto. Mi pelo, aunque cepillado por Alegra, lo llevaba sucio. Y olía mal por no haberme podido asear esos días. La ropa que llevaba no era más que la de la batalla; descontando la cota de maya, rodilleras y botas, que Laranar se encargó de quitarme para que estuviera más cómoda.

—Mi nombre es Alan, hermano del rey Alexis del reino del Norte —respondió.

Quedé literalmente con la boca abierta y él sonrió ante mi sorpresa.

—Eres un príncipe —entendí y enseguida incliné la cabeza como marcaba el protocolo que Laranar me enseñó—. Perdonad mi aspecto, yo…

—Para, para —me cortó alzando las manos para que me detuviera—. Nada de formalismos, no los aguanto. En el Norte no nos regimos por el duro protocolo de Andalen, ¿vale? Puedes llamarme Alan.

Sonreí al tiempo que suspiré aliviada. Entonces comprendí su acento, era de otro país. Lantin, era el idioma común en Oyrun, pero existían decenas o quizá cientos de idiomas y variedades. El de Alan, por su acento, debía parecerse a alguna lengua germánica.

—Me alegro, yo tampoco aguanto el protocolo —dije y volvió a sonreír, sentándose de nuevo en el borde de mi camastro—. ¿Sabes dónde se encuentra Laranar?

—Está en el funeral del difunto rey Gódric —respondió y sentí un escalofrío al sentir el nombre del rey—. ¿Te ocurre algo?

—No —por algún motivo empecé a retorcer el bajo de mi camisa entre mis dedos—, es que ese hombre me ponía nerviosa y hablar de él…

Frunció el ceño, intuyó que algo se le escapaba.

—Ahora ya está muerto —dijo como si tal cosa, quitándole importancia.

—Sí —no sabía si estaba bien hablar con tanta soltura sobre la muerte del rey, así que intenté cambiar de tema—. ¿Qué día es? ¿Cuánto llevo durmiendo?

—Han pasado cinco días desde la batalla —respondió—. Es 13 de Polter.

Me incorporé en el camastro. Me pareció increíble. Alguien tendría que explicarme con más detalles qué ocurrió cuando me desmayé. ¿Quién acabó con Beltrán? Yo no, de eso estaba segura. Lo último que hice fue disparar una flecha e intentar huir del mago oscuro. Luego todo se volvió negro y frío, pero no recordaba absolutamente nada de lo siguiente que sucedió.

Me senté en la camilla, me dolía la espalda de estar estirada en ese incómodo camastro y dejé colgando los pies buscando mis botas. El suelo estaba sucio de barro y… sangre. Al percatarme de ello, volví a mirar a aquellos que se encontraban tendidos en aquella fúnebre sala. La mayoría dormía, otros estaban conscientes mirando al vacío y alguno que otro gemía o gritaba a causa del dolor de sus heridas. A unos metros, vi a un grupo de cinco soldados alrededor de un hombre joven, se me erizó el vello cuando vi que uno de ellos cogía una sierra y la colocaba por encima de la rodilla del herido. Abrí mucho los ojos y empecé a temblar, pero Alan se colocó delante de mí impidiendo que viera aquella escena.

En no más de dos segundos los gritos de aquel al que le estaban cortando una pierna rebotaron por toda la cueva.

—A veces no hay otra opción cuando aparece gangrena —me explicó el hombre del Norte.

Cerré los ojos y empecé a hiperventilar. En respuesta, Alan hizo que me apoyara en su pecho, con la cabeza de lado, y acto seguido me tapó la oreja que no apoyaba en él con una mano, suavizando los gritos de dolor. Fue un abrazo tierno, quizá demasiado tierno, pero dejé que sus enormes brazos, fuertes y protectores, me rodearan. Me sentí a salvo y volví a respirar con normalidad. En unos segundos los gritos cesaron de golpe. Alan se volvió a mirar y, luego, sin dejar de abrazarme, nos miramos ambos a los ojos.

—Ha caído inconsciente —dijo—. Ya han acabado.

Suspiré.

—¡Ayla! —Abrí mucho los ojos al escuchar la voz de Laranar y le vi aproximarse a nosotros con una mirada encendida. El elfo caminaba con paso firme, decido. Pero sus ojos no iban dirigidos a mí, más bien al hombre del Norte, aunque me miró un instante e hice que de inmediato Alan me soltara.

—Laranar, yo solo…

—Veo que ya estás mejor —me cortó secamente deteniéndose enfrente de mí y se volvió a Alan—. ¿Qué haces aquí?

Tragué saliva.

—Cálmate —le pidió Alan, frunciendo el ceño. Parecía que Laranar iba a saltar sobre él pese a que el hombre del Norte era bastante más alto que mi protector—. Solo he venido a ver a la elegida para saber cómo se encuentra.

—Ya ves que está bien —me miró a los ojos—. Más que bien.

Me encogí. Fue como si hablara con rencor, nunca me habló de aquella manera.

Un chico acababa de abrazarme delante de él y le dejé, incluso me gustó. Si hubiera encontrado a Laranar abrazado a una chica también me enfadaría.

—Alan, vete —le pedí y me miró, decepcionado—. Vete, por favor.

Miró a Laranar, luego a mí y de nuevo a Laranar.

—Recuerda que tu trabajo es protegerla, nada más. No tienes que hablarle como si…

—Recuerdo perfectamente cual es mi trabajo —le cortó Laranar, parecía que su furia se intensificaba—. Ahora, como te ha pedido la elegida, márchate.

Alan volvió a mirarme.

—Si necesitas cualquier cosa, cuenta conmigo —dijo y se retiró.

Miré a Laranar, que siguió con la mirada al hombre del Norte hasta que este llegó a las escaleras y le perdió de vista. Luego volvió su vista a mí.

—¿Puedes levantarte? —Su voz sonó más calmada, pero no por ello dejó de estar enfadado.

—Le han cortado la pierna —señalé al hombre en concreto en la distancia y Laranar lo miró tan solo un segundo, no comprendiendo por qué se lo comentaba—. Sus gritos han sido terroríficos y me asusté. Alan estaba a mi lado y me abrazó para que me tranquilizara, impidiendo que le escuchara gritar. Siento si te ha parecido otra cosa. Yo solo te quiero a ti.

Me miró desconcertado, no sabiendo qué responder entonces.

—No te quiero cerca de ese hombre —dijo—. No me gusta, le atraes.

—Dudo que sea cierto, y de todas formas debes confiar en mí.

Gruñó.

—No puedes ordenarme que no vea a una persona —dije molesta—. ¿Acaso no confías en mí? —Quise saber.

Pasaron los segundos y lentamente fruncí el ceño, enojada.

—Sí, confío en ti —dijo lentamente, como obligado a tener que dar esa respuesta.

Me crucé de brazos.

—No confías, ¿por qué?

—Sí que confío —volvió a responder.

—No, no es verdad. No me estás respondiendo de corazón.

Apretó los dientes, como conteniendo su ira.

—Te quiero, pero… —le costaba decirme lo que estuviera escondiéndome— mira, en el pasado, confié en una elfa y me traicionó marchándose con otro elfo, mi mejor amigo. Creí que lo que teníamos era amor verdadero, que nunca nos separaríamos, pero me equivoqué.

—No significa que yo vaya a actuar de igual manera —me defendí.

—Que un elfo le sea infiel a su pareja es algo que casi nunca sucede…

—Fue cuando tuviste que viajar por todo Oyrun, ¿verdad? —Le corté, recordando la conversación que tuvimos hacía unos meses, cuando me insinuó que había tenido una novia en el pasado y la perdió. Estaba muerta, pero ya no salían cuando ella falleció.

—Sí, la distancia nos separó —dijo—. Yo pasé muchos meses, a veces años, sin verla. Y para que no estuviera sola le pedí a un amigo que la cuidara, y vaya si la cuidó bien.

—Ya veo, pero no debes pensar que vaya a ocurrir lo mismo conmigo.

—Los humanos sois más promiscuos, así que…

—¡Laranar! —Exclamé enfadada—. No me compares con el resto, no podría mirar a otra persona que no fueras tú, ¿es que no lo entiendes? Te quiero.

Se relajó visiblemente y me abrazó.

—Lo sé —susurró y me estrechó más contra él—. Te pido perdón, me lo has demostrado en más de una ocasión. Solo un amor como el que sientes por mí es capaz de sacar a alguien de la oscuridad.

—Escapar de la oscuridad —pensé en voz alta—. Tienes que explicarme qué ocurrió.

—¿No recuerdas nada? —Preguntó retirándose y mirándome atentamente a los ojos. Negué con la cabeza—. En ese caso, es mejor que te lo explique, pero no aquí. Estoy cansado de este horrible olor, y de los gemidos y llantos de la gente. Llego a saber que te despertarías mientras me encontraba en el funeral del rey Gódric y no hubiera ido. Solo he asistido por mi cargo de príncipe, créeme, no me apetecía nada tener que dejarte.

—Entonces, no discutamos más y llévame a nuestra habitación —le pedí.

Sonrió y me besó en los labios. Me sorprendió, la verdad, sobre todo porque la gente podía vernos.

—¿Confías en mí? —Volví a preguntarle en un susurro, pasando mis manos por su pelo dorado para que no escapara.

—Sí —respondió, sin apartar la vista de mis ojos y quedé más tranquila.

—Por cierto, ¿y tu herida? —le pregunté pasando una mano por sus costillas.

—Perfectamente —respondió—. Un par de puntos sin importancia.

Volvió a darme otro pequeño beso, se retiró y cogió mis botas, que al parecer estaban debajo de la camilla. Empezó a colocármelas justo cuando Dacio y Alegra se personaron.

—Dacio, me alegra ver que estás bien —le dije cuando llegó a nosotros.

—Lo mismo digo —respondió—. ¿Cómo te encuentras?

—Ya no me duele la cabeza, aunque sigo un poco cansada.

—Aún necesitarás unos días para reponerte del todo —dijo.

—Ayla, toma —Alegra me tendió un pañuelo—. Son los fragmentos, los dos que disparaste, los que ya teníamos, más los de Beltrán.

En cuanto los sostuve brillaron, y al abrir el pañuelo vi un resquicio de la luz corrompida de algunos de ellos, pero, como de costumbre, fueron purificados con mi simple contacto.

—En cuanto me encuentre mejor volveré a unir el colgante. Creo que si lo hiciera ahora quedaría baldada.

—No hay prisa —dijo Laranar—. En cuanto estés mejor regresaremos a Launier.

—¿Launier? —Pregunté sorprendida, pero al tiempo contenta. Era el país que más me gustaba con diferencia, y quizá los elfos me miraran con más respeto después de derrotar a cuatro magos oscuros.

—Laranar, deberíamos continuar buscando fragmentos por Yorsa —le dijo Dacio.

Laranar lo fulminó con la mirada. Y supe en el acto que algo no marchaba bien.

—No te metas, no es asunto tuyo —le respondió.

—¿Te has levantado con el pie izquierdo? —Le pregunté al ver como trataba a Dacio.

Laranar me miró.

—Él lo sabía y no me lo dijo —le acusó, señalándolo. Miré a Dacio sin saber a qué se refería. Por la expresión de Alegra también ella estaba perdida.

—Me lo hizo jurar —le respondió Dacio, preocupado—. No podía.

Abrí mucho los ojos al comprenderlo. Laranar, de alguna manera descubrió mi futuro oscuro. Era el único secreto que escondía con en el mago.

—Laranar, cómo… —miré a Dacio—. ¿Se lo has dicho? —Pregunté decepcionada.

—Está enfadado conmigo precisamente porque no se lo dije —me hizo ver.

—Entonces, cómo…

Laranar me miró enfadado, también estaba resentido conmigo por ocultárselo.

—Danlos y el resto estaban en la oscuridad que te rodeó. Y me mostraron claramente el futuro que te espera, la muerte. ¿Por qué no me lo dijiste?

Agaché la cabeza, y escuché a Alegra preguntarle a Dacio qué era eso de mi futuro.

—No quise preocuparte —respondí y levanté la vista lentamente hasta mi protector. Me devolvió una mirada seria, imperturbable—. Perdóname, por favor, solo quise protegerte de esta incertidumbre por saber cuándo será. Con que yo sufra, ya es suficiente.

Frunció el ceño.

—Cuando accedí a ser tu protector, lo hice con todas las consecuencias. Y debes explicarme todo cuanto sepas. Podrías estar a salvo en Launier a estas alturas.

Miré a Dacio, que le contaba a Alegra de qué iba todo aquello. El mago me miró, dejando la explicación para más tarde.

—Tú me dijiste que era imposible escapar del futuro del espejo de Valdemar.

—Y lo es —respondió el mago, mirando un breve segundo a Laranar.

Miré a mi protector.

—No vamos a ir a Launier —dije y frunció el ceño—. No puedo esconderme en tu país para que los magos oscuros lo arrasen y acaben capturándome tarde o temprano. No me lo perdonaría.

—Pero…

—No —le corté antes que replicara y alcé los hombros, poniéndome recta—. Tengo una misión que cumplir. No van a detenerme.

—Morirás —se desplomó Laranar—. Y yo moriré contigo.

Suspiré.

—Probablemente me capturen, y me hagan pagar la muerte de sus compañeros —dije mirándole a los ojos—. Pero no van a matarme —dije convencida—. En el futuro que me predijeron aún vivía. Estaba medio muerta, pero vivía. Por algún motivo, no me matarán de inmediato. Y esperaré lo que sea necesario —miré a Dacio, Alegra y Laranar, uno a uno—, hasta que vengáis a rescatarme.

—Cuenta con nosotros —respondió de inmediato Alegra—. Pase lo que pase haremos lo posible para que nada te suceda y, si ocurre, lucharemos por recuperarte.

—Cierto, no te abandonaremos —añadió Dacio.

Miré a Laranar, sus ojos brillaban de rabia e impotencia por no poder hacer absolutamente nada por protegerme.

—Daré mi vida hasta que tú estés a salvo —dijo al fin.

Me bajé de la camilla y le abracé rodeándole el cuello con mis brazos.

—Te quiero —le susurré al oído—. Siempre.

Me estrechó más contra él.

—Eres mi vida —respondió.

—Perdona a Dacio —le pedí retirándome levemente y mirándole a los ojos—. No te dijo nada porque se lo hice jurar. —Frunció el ceño, obstinado—. Por favor, sabes que aparte de ti, es con quien más puedo confiar. Y es tu amigo, perdónale.

Suspiró, relajándose, y miró a Dacio.

—Perdonado —dijo.

Dacio asintió.

—Gracias —le agradecí y volvió a besarme inesperadamente.

¿Acaso ya no le importaba que la gente nos viera? Había tentado a la suerte queriéndole abrazar delante de más de cien pares de ojos. Pero supuse que me lo permitió por el momento tenso y delicado que vivíamos. Aunque aquello superaba todas mis expectativas, y me gustó. ¡Vaya si me gustó!

Al entrar en la habitación inspiré profundamente. Después de asearme, cambiarme de ropa y perfumarme con aceite de rosas me sentí más que relajada. Me aproximé a los grandes ventanales de la habitación y vi toda la terraza cubierta por quince centímetros de nieve. Hacía frío, pero la chimenea se encontraba encendida y un calor agradable inundaba toda la estancia. El sueño quería volver a sumirme en la inconsciencia, pero antes de acostarme quise saber qué fue lo que ocurrió cuando el Cónrad me sumió en las tinieblas. Me volví a Laranar, siempre limpio y elegante, más aun cuando tuvo que asistir al funeral del rey. Llevaba un traje de algodón negro con su espada colgando de un cinturón. Toda su ropa parecía nueva, a estrenar. Intuí que la compró para la ocasión. Al ver que le miraba atentamente mientras se desabrochaba el cinto y dejaba a Invierno apoyada en la pared, sonrió.

—La reina ha llenado el armario con vestidos para ti —dijo sentándose en la gran cama de la habitación, cubierta por sábanas de seda blanca.

Miré el armario.

—¿Son los mismos que me regaló el rey? —Quise saber.

—No, tranquila. Son del propio armario de la reina.

—¿Del armario de la reina? —Pregunté asombrada.

Asintió.

Abrí el armario. Dentro encontré diez vestidos hechos en terciopelo, seda, algodón y la mejor de las lanas; de diversos colores y con encajes bordados en algunos de ellos.

Sonreí, los encontré preciosos.

—Quizá debería probarme uno —dije tocando uno de terciopelo azul y miré a Laranar que se descalzaba y dejaba sus botas en un lateral de la cama.

—La reina pidió tomar el té contigo en cuanto despertaras —me informó—. Al parecer quiere que seáis amigas ahora que es viuda. Póntelo entonces, le gustará. Por cierto, ¿estás bien? Te veo cansada.

—Tengo algo de sueño —admití acercándome a él—. Pero estoy bien, primero quiero que me expliques qué sucedió con Beltrán.

Me senté a su lado y le miré a los ojos. Él colocó un mechón castaño detrás de mi oreja y empezó a relatarme todo lo sucedido desde el momento en que perdí el conocimiento.

—… estabas sumida en la oscuridad. Los magos oscuros se encontraban contigo —me decía—. Solo pude convencerte que regresaras con nosotros de una manera —sus ojos me miraron con deseo, alzó una mano y me acarició la mejilla, yo la toqué y sonreí—. Te prometí que te amaría abiertamente desde ese momento en adelante. Sin reparos. Sin importar lo que dijeran los demás.

Abrí mucho los ojos y me encaré más hacia él, queriéndome cerciorar si escuchaba bien, si existía un pero.

Pasaron los segundos y Laranar continuó mirándome con expresión relajada. Se inclinó a mí y me besó en los labios, confirmándome que lo que acababa de decir era cierto. Pensaba amarme abiertamente, sin tapujos.

—¿Es cierto? —Noté mis ojos llenarse de lágrimas de pura felicidad. Laranar quiso continuar besándome, pero necesitaba una confirmación más—. ¿Vas a quererme sin tapujos?

Sonrió y sostuvo mi rostro con sus dos manos, limpiándome las lágrimas con los pulgares.

—Sabes que solo me resistía por la profecía —dijo—. Si pese a todo, tienes un futuro sin vida, qué sentido tiene abstenernos. Te quiero.

Le besé y luego le abracé. Sí, ¿qué sentido tenía estar separados? Jamás le vi la lógica.

—Yo también te quiero —le dije feliz—. Siempre.

Me retiré de él levemente y me dio un suave y tierno beso en los labios. Luego me miró a los ojos.

—Voy a darte lo que me pediste cuando llegamos aquí —dijo y le miré sin entender. Él sonrió—. Voy a hacerte el amor.

Me besó antes de poder contestar, pero quedé paralizada ante sus palabras. En cuanto sus besos descendieron por mi cuello la imagen del rey Gódric, abalanzándose sobre mí, me vino a la cabeza en un acto reflejo e, instintivamente, empujé a Laranar.

Quedó desconcertado, mientras yo le miraba con pánico.

—No puedo, lo siento —dije después de unos segundos—. No ahora.

—Creí que era lo que deseabas —dijo desconcertado.

—Y lo quería —dije avergonzada—. Pero no después de lo del rey.

Cerró un momento los ojos, suspirando, luego los volvió a abrir y me miró a los ojos.

—Ayla, te respeto, y no haremos nada que no quieras, pero deja que te diga que no todos los hombres somos iguales. Jamás te haría daño.

—Lo siento.

—No pidas disculpas —dijo sin rastro de rencor o enfado por haberle rechazo—. Esperaré lo que haga falta. Solo quiero que tengas claro que hacer el amor es maravilloso, lo mejor que hay en la vida. Y no es nada parecido a lo que pasaste aquella noche con el rey Gódric, ¿vale?

Asentí.

»Haremos el amor cuando estés preparada.

—Gracias —dije—. Te quiero.

Nos abrazamos, de momento no hacía falta más para saber que nos amábamos.

Me encontraba reunida en los aposentos de la reina Irene para compartir una taza de té. Sin más compañía que un loro de exóticas plumas azules y rojas, llamado Bastian, que era el diminutivo de Sebastián. Fue un regalo del rey Gódric a su reina el día que ambos se casaron.

—Fue lo único bueno que saqué de él —dijo dándole una pipa al loro—. Me obligaron a casarme con Gódric cuando cumplí los quince años y la primera noche ya me golpeó.

—Lo lamento —dije incómoda.

Me miró y sonrió.

—Por suerte esos días ya han pasado —dijo sin atisbo de tristeza por la muerte del rey.

La vi relajada, feliz. Y volvió a su asiento como si flotara en una nube de azúcar. La comprendía perfectamente, el rey Gódric fue un monstruo en todos los sentidos.

—Laranar me sugirió que por protocolo le diera el pésame —dije sinceramente, sabiendo que la reina era lo último que deseaba.

Volvió a sonreír.

—No me lo des. Tú y yo sabemos cómo era y lamento lo que te hizo. —Suspiré, por suerte las marcas en mi rostro ya casi habían desaparecido—. Pero ahora, ambas estamos a salvo. Ya he tenido suficiente con centenares de nobles y comerciantes adinerados recibiendo sus condolencias.

—Sí.

Bebí un poco de la taza del té que me sirvió y la reina me ofreció unas galletas. Cogí una, no había servicio, ni damas de compañía, incluso Laranar tuvo que retirarse por expreso deseo de la reina.

—Podemos estar tranquilas —añadí.

—Y mis hijos también —dijo en un suspiro.

Los príncipes Aster y Tristán eran aún unos críos, pero al mayor, Aster, lo acababan de coronar rey. De todas maneras, Aarón sería el senescal hasta que el joven rey cumpliera los dieciséis años, edad en que Andalen consideraba mayores de edad a los jóvenes.

—¿Puedo hacerle una pregunta bastante comprometida? —Le pregunté mirándola a los ojos.

—¿Es sobre Aarón?

—En parte —confesé.

La reina suspiró.

—Comparto un secreto muy grande contigo, así que quiero considerarte una amiga —dijo—. Tienes mi confianza, pregunta lo que quieras.

—Acaba de decir que sus hijos están a salvo —tanteé primero el terreno, una manera de darle la oportunidad para cambiar de opinión e impedirme que formulara mi pregunta, pero se limitó a mirarme—. ¿De quién son hijos en realidad? ¿De Aarón o Gódric?

Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios. Me di cuenta la primera vez que vi a los príncipes que no se parecían en nada al rey Gódric. Pero el pequeño había heredado los ojos penetrantes de Aarón, por ese motivo empecé a sospechar. Ambos niños tenían un parecido con el senescal.

—Durante años, el rey no pudo concebir hijos conmigo. Me echó las culpas a mí, por supuesto. Pero en cuanto empecé a tener relaciones con Aarón me quedé embarazada enseguida de Aster. Así que… sí —sonrió—. Por lo menos Aster, es hijo de Aarón. Tuvimos que fingir que era sietemesino para que las fechas concordaran, pues la primera vez que Aarón y yo empezamos a vernos en la intimidad de mi lecho, el rey se encontraba de expedición. En cuanto a Tristán… bueno, si antes no pudo dejarme embarazada, espero que luego tampoco. Y solo hay que ver los ojos de mi hijo, tiene la mirada de Aarón.

—Solo lo pude sospechar porque sé la relación que mantienen ambos.

—Por ese motivo es esencial que nadie lo sepa nunca —añadió.

—Su secreto está a salvo conmigo.

Asintió.

En cuanto fui dispensada y salí de las estancias de la reina, Laranar me esperaba vestido con un elegante traje con ribetes dorados. El chaleco que llevaba era de terciopelo marrón, la camisa era blanca de seda y los pantalones estaban confeccionados por el mejor algodón, también marrones. Sus botas eran negras, de cuero. Y llevaba su espada colgada grácilmente en su cadera. Le sonreí al verle tan elegante y me hice cruces de la suerte que tenía por tenerle solo para mí. Se incorporó de la pared donde estaba apoyado y ambos nos aproximamos el uno al otro.

Nos dimos un pequeño beso en los labios.

—Estás muy guapo —le alabé acariciando su chaleco, me encantaba el tacto del terciopelo. Luego pasé mis manos por sus hombros, tocando la capa negra que llevaba sobre ellos.

—Tengo que estar a tu altura —respondió con una sonrisa—. He pensado que hoy te voy a llevar a cenar fuera del castillo. Nunca hemos salido como pareja, creo que ya es hora de tener una cena romántica.

—¿Una cita? —Pregunté feliz—. ¿Nuestra primera cita?

—Sí —quiso inclinarse de nuevo para besarme, pero le retiré y le miré con picardía.

—Si esto es una cita, no puedo besarme contigo tan pronto, ¿qué pensarías? ¿Qué soy una chica fácil?

Sonrió, se acercó y pasó un brazo por mi cintura aproximándome más a él.

—Eso nunca —puse dos dedos en sus labios antes que lo intentara de nuevo.

Puso un mohín.

—Primero la cena, el beso viene después, y tienes suerte que no te haga esperar aún más.

Puso los ojos en blanco, pero luego sonrió, divertido. Y me ofreció su brazo que lo cogí encantada.

Laranar me llevó a una bonita taberna, como un restaurante. No había restaurantes en Andalen como en la Tierra, solo tabernas más limpias y con personajes más distinguidos que regentaban en ellas. Esta, en concreto, tenía tres pisos de altura y el tercero de ellos era un reservado para las parejas, con mesas de dos que se encontraban próximas al escenario que había en la planta baja. Un enorme agujero en el segundo y tercer piso, rodeados por una lujosa barandilla de roble, permitía ver a la perfección a los artistas que actuaban abajo.

Durante la velada, subieron al escenario una mujer tocando un arpa, tres hombres que interpretaron varias canciones con sus laúdes, y dos violinistas. Una joven de cabellos rubios, nos brindó una cantinela con su bonita voz, acompañada de la música de un pianista. El piano pertenecía a la taberna y era el hijo del tabernero quien tocaba aquel valioso instrumento. Pero ninguno de ellos pudo distraerme de Laranar. Fue algo extraño al principio, sentados él y yo en nuestra primera cita cuando ya nos habíamos confesado nuestro amor y nos habíamos besado con pasión. Pero aquella cena nos sirvió a ambos para conocernos de diferente manera. Por primera vez, él se mostró sin tener que esconder sus sentimientos, me cogió de la mano, me sonrió con cariño, me habló de lo que le gustaría que fuera el futuro para Launier y su pueblo. Y luego estuvo haciéndome interminables preguntas, desde cuál era mi color favorito, mis travesuras de niña hasta lo que echaba más de menos de mi mundo. Ninguno habló de la misión, ni de los magos oscuros. Por una noche todo quedó olvidado, solo nos debíamos a nosotros mismos, sin preocupaciones, sin importar lo que nos deparara el destino. Solos él y yo. Y disfruté, disfruté mucho.

De vuelta al castillo aquel velo mágico se vio interrumpido al encontrarnos con una mujer y un niño tirando de una carretilla cargada de troncos. Eran gente humilde y sus ropas no eran más que harapos. Ambos pasaron sin siquiera mirarnos. La batalla dejó muchas viudas y huérfanos.

—De verdad, que no entiendo a este reino —dijo Laranar igual de indignado al ver la pobreza de Barnabel—. Unos comiendo carne y otros llevándose un mendrugo de pan a la boca si tienen suerte. En Launier jamás ocurriría algo así.

—En Launier no levantáis muros para distinguir los nobles y ricos de aquellos que son más humildes.

—Cierto —me rodeó un brazo los hombros y seguimos nuestro camino—. Dacio se ha hecho voluntario para reconstruir las casas de los más pobres, algunas han tenido que derrumbarlas. Su magia puede ser de gran ayuda. Por suerte, el segundo nivel apenas ha tenido desperfectos y Aarón ha ordenado cobijar en la gran biblioteca aquella gente que no tiene un techo donde guarecerse de la nieve. Algunos nobles han puesto el grito en el cielo por eso.

—Que se fastidien, así se darán más prisa en reconstruir sus hogares y puede que hasta ayuden económicamente en ello.

Llegamos al castillo en ese momento.

—Me ha gustado mucho salir contigo esta noche —le dije cambiando de tema mientras subíamos las escaleras para llegar a nuestra habitación—. Tenemos que repetirlo más a menudo.

—A mí también me ha gustado, tu sola compañía es un lujo para mí.

Sonreí.

Nos detuvimos en la puerta de nuestra habitación, en el pasillo y Laranar me cogió de ambas manos, mirándome a los ojos.

—¿Puedo besarte ya? —Me preguntó con una media sonrisa escondida en sus labios—. Eres una mujer difícil.

Reí.

—Puedes besarme.

Sonrió y se inclinó a mí, besándome con todo el amor y cariño que fue capaz. Acabamos abrazados. Fue como si ambos supiéramos que en cualquier momento todo podía cambiar y nuestra felicidad truncarse.

Laranar se retiró un paso y se llevó una mano al bolsillo de su pantalón.

—Cierra los ojos —me pidió.

Sonreí, pero le hice caso.

»Ya puedes abrirlos.

En cuanto volví a mirarle, un bonito colgante de oro estaba suspendido a la altura de mis ojos por un delicado cordón también hecho en oro. Me llevé las manos al rostro, sorprendida, era la cosa más bonita que jamás vi. El colgante era la representación de un hada de los bosques de Zargonia, así que me recordó a la Campanilla de Peter Pan automáticamente. Miré a Laranar, que sonreía complacido al ver mi reacción.

—Laranar, es preciosa —dije cogiéndola y acariciando a Campanilla—. No tenías que regalarme nada, de verdad.

—Pero quiero hacerlo —respondió—. Además, —abrió la puerta de la habitación, pasamos y me llevó al espejo de cuerpo entero del que disponíamos. Me encaró a él y me retiró el cabello cogiendo antes mi regalo—, estás muy guapa esta noche, pero te falta un complemento, y este es perfecto.

Me puso el colgante, ahora mi cuello ya no estaba desnudo. Campanilla me acompañaba. El colgante de los cuatro elementos era demasiado grande y no era apropiado lucirlo, así que lo llevaba en un pequeño bolso de tela a juego con el vestido.

Sonreí.

Laranar me abrazó por detrás y hundió su rostro en mi pelo, luego me besó en el cuello.

—Además, pronto será Navidad —dijo mirándome a través del espejo—. Estaremos dando vueltas por alguna parte de Yorsa, y quería regalártela ahora que he podido comprarla. En las aldeas no hay joyas que puedan vender.

—Creí que los elfos no celebrabais la navidad —dije.

—Celebramos otras cosas, pero tú eres humana. Y encuentro que es una celebración especial y no quiero apartarte de ella, por muy lejos que estés de tu casa. Y te recuerdo que ahora… eres mi novia —me estrechó.

Sonrojé al escuchar que me llamaba novia. No me lo esperaba, me resultaba extraño después de tanto tiempo, pero me gustó, vaya si me gustó.

Preparada para dormir, estirada en la cama, Laranar se tumbó a mi lado y me miró.

—¿Qué ocurrió con la historia de Númeor y la humana con quien se casó? —Le pregunté.

—La humana se llamaba Liena, y le dio tres hijos varones a Númeor. Con los años envejeció y murió.

Bajé la vista, decepcionada.

—¿Y Númeor aún vive? —Quise saber.

—Murió un año después, se dejó consumir por la tristeza de perder a Liena. ¿Por qué?

Alcé la vista hasta sus ojos.

—¿Qué harás cuando vuelva a mi mundo? ¿Hay alguna manera que me pueda quedar en Oyrun?

Acarició mi mejilla.

—Si hubiera una manera créeme que ya la habría encontrado. Tu deber es volver de donde provienes en cuanto acabes tu misión. Y yo me quedaré aquí, consumido en la tristeza.

—¿Te dejarás morir? —Le pregunté preocupada cogiendo la mano que aposentó en mi mejilla—. No lo hagas, no quiero que mueras por mi culpa.

Sonrió, y se inclinó a mí dándome un dulce beso en los labios.

—Descansa, Ayla —me pidió—. Estás cansada.

—No quiero separarme de ti —le dije angustiada—, y tampoco quiero que mueras. ¿No podemos cambiar la profecía de algún modo? ¿Dónde está escrita?

—En la Isla Gabriel —abrí mucho los ojos—. Sí, es donde los dragones dorados habitaban en el pasado. Su magia perdura en una cueva que dicta el destino de cada ser vivo que hay en Oyrun. Pero nadie puede cambiar el futuro de las personas.

—Yo lo haré —dije con una repentina seguridad en mí misma—. Yo cambiaré mi destino, no permitiré que los magos oscuros me maten. Volveré a tu lado aunque pasen meses o años y cuando logre vencerlos me quedaré en Oyrun cueste lo que cueste. Te lo juro.

Me besó y luego me abrazó.

—Y yo estaré esperándote, te buscaré en los confines del mundo —dijo—. Ahora, duerme, debes descansar.

Me acurruqué en su pecho. Pero antes de sucumbir al sueño le susurré:

—Cuando logre quedarme, me darás la ambrosía para que no tengas que morir de tristeza como Númeor. Seré inmortal como tú…

Quedé dormida mientras le hablé. Sin fuerzas para hablar o escuchar nada más.

Creí que mi relación con Laranar sería como un cuento de hadas a partir de nuestra primera cita, pero me equivoqué. Lo que para nosotros era un sueño cumplido para el resto de la gente, y aquí incluí para mi sorpresa a todo el grupo, fue un mal presagio. La profecía lo marcaba claro, nada ni nadie podía apartarme de mi misión; y Laranar lo estaba haciendo.

Según ellos, claro.

Aarón, el rey Alexis, hombres de alto cargo, como nobles, y el príncipe Alan, incluido el grupo entero, nos reunieron en un salón privado con el objetivo de hacer renunciar a Laranar de su condición de protector. Me asustaron, he de admitirlo. Todos ellos miraban a Laranar con rencor y cierta hostilidad. Solo suavizaban sus miradas cuando posaban sus ojos en mí, pero no por ello dejaban de mostrarse serios. Alegra y Dacio apenas hablaron, únicamente respondieron a las preguntas que les formulaban. Chovi no pronunció palabra, tampoco nadie le preguntó, era un desterrado. Y Aarón me enfureció, hizo de árbitro pero parecía más a favor de separarnos que de apoyarnos. ¿Cómo se atrevía después de ser el primero en traicionar a su país acostándose con la reina?

El rey Alexis remarcó la importancia de no ser apartada de la misión para salvaguardar Oyrun y que pudiera destruir a los magos oscuros. Aunque intentó más convencer a Laranar para que abdicase por propia voluntad que por una orden consensuada. Hubo varios nobles que alzaron la voz indignados sobre nuestra relación, tratando directamente a Laranar de traidor, desleal e indigno del cargo de protector. Laranar aguantó de pie en el centro de todo el coro que nos rodeaba; escuchando y tragando los insultos. No se defendió, ¿por qué? ¿Quizá, porque se sentía culpable y aceptaba todo aquello pensando que tenían razón? ¿Qué se merecía aquello?

En cuanto tomé la palabra sobre por qué Laranar era tan importante para mí, que continuaba viva gracias a él, no quisieron escucharme. Se ciñeron a la advertencia de la profecía. Lo del veneno de Numoní lo achacaron a que se me suministró el antídoto a tiempo, nada más; y el salvarme de la oscuridad de Beltrán lo tomaron como que el único que pudo rescatarme de semejante hechizo fue Dacio, el mago guerrero del grupo. Dacio quiso negar aquello, apoyándonos por un momento, pero entonces me preguntaron si recordaba algo de la oscuridad que me rodeó. Tuve que decir la verdad, no recordaba nada, solo el frío y el miedo.

Estuvieron una larga hora acusándonos y finalmente optaron por votar.

—No están presentes los representantes de las razas —objetó Laranar con la cabeza bien alta—. No pueden tomar una decisión de estas características.

—Se equivoca, están todos —habló el obispo de Barnabel—. El rey Alexis del reino de Norte, Aarón senescal de Andalen, Lord Dacio en representación de los magos de Mair…

—No me llame con el título de Lord —le interrumpió Dacio—. Solo lo obtenemos cuando nos graduamos de la escuela de magia.

—¿Es un aprendiz? —Preguntó estupefacto.

—Sí —respondió secamente—. Pero no estamos debatiendo mi nivel de estudios en este momento.

—Cierto, de todas formas puede representar a Mair, y… —miró a Chovi, y este tragó saliva— él puede representar a Zargonia. Estamos todos.

—¿Y los elfos? —Objetó Alegra.

—Es un elfo quien nos ha metido en este asunto —repuso malhumorado el obispo.

—¿Entonces, cuando un hombre comete algún delito lo juzgan otras razas? —Le respondió firmemente Alegra.

El obispo gruñó.

—¿Quieren hacer votaciones? Adelante, —autorizó Laranar, de pronto— soy el príncipe heredero de Launier, en consecuencia, no respondo a ninguno de los aquí presentes. Solo respondo ante mi pueblo y al rey de Launier, mi padre. Decidan lo que decidan continuaré protegiendo a la elegida, les guste o no. Y saben que no pueden detenerme, mi reino se les echaría encima. Tóquenme un pelo y conocerán la furia de los elfos.

—¿Es una amenaza? —Quiso saber un general de los allí presentes.

—Una advertencia.

—Dudo que el rey de Launier quiera también esto —intervino Aarón mirando a Laranar a los ojos—. Y creo que mientras te tratemos con el debido respeto a tu cargo, proporcionándote las mismas comodidades que un invitado. Podemos apartarte de Ayla.

Laranar abrió mucho los ojos, creo que no se esperaba que pese a todo intentaran retenerle.

—Abandono la misión —dije entonces, alto y claro.

Todos me miraron sorprendidos.

»Quedan tres magos oscuros por eliminar, les deseo mucha suerte.

Empecé a desabrocharme el cordón donde llevaba el colgante, unido de nuevo, colgando de mi cuello.

—Espera —me pidió Aarón acercándose a mí—. No puedes abandonar.

—Ya lo he hecho —le tendí el colgante—. ¿Quién lo coge?

Laranar miró el colgante impasible y luego a mí.

Supe que me apoyaba en mi decisión, ambos nos apoyábamos.

—Elegida —me habló el rey Alexis con su acento germánico, aproximándose también a mí. Si su altura de dos metros pensaba que podía intimidarme lo tenía claro. Era un hombre musculoso, de cabellos rubios e intensos ojos azules como los de su hermano, pero pese a su tamaño y fuerza no había maldad en su mirada—. ¿Sabe que está condenando a Oyrun?

No aparté la mirada de él.

—Ustedes me están condenando a mí —dije segura—. Porque en el momento que Laranar se aparte de mi lado, ya no habrá nadie que pueda darme ánimos o fuerza suficiente para salvar los obstáculos que voy encontrando en el camino. ¿Nunca ha amado a alguien que lo es todo para usted? ¿Cómo se sentiría si le obligaran a apartarse de su lado?

Me miró atentamente por unos segundos y finalmente asintió.

—Pese a los riesgos, el reino del Norte… —suspiró— autoriza esta relación.

Di mil gracias interiormente al bárbaro.

—El reino de Mair también —dijo seguidamente Dacio y miró al obispo que lo miraba indignado—. ¿Qué? —Se encogió de hombros—. Usted ha querido que fuera un simple aprendiz quien votara por Mair.

Sonreí interiormente. Sabía que Dacio no me fallaría, era un amigo de verdad.

Miré a Aarón, y le supliqué con la mirada que accediera.

—Es preferible que la elegida continúe con la misión a que la abandone —dijo sin apartar los ojos de los míos—. Andalen no se opondrá.

Noté como Laranar se relajó a mi lado.

—Os agradezco este voto de confianza —dije—. Laranar no me apartará de la misión, pero si alguien aún duda de ello e intenta cualquier artimaña para separarnos, que tenga claro que, entonces, la misión acabará en ese preciso instante.

Volví a atar el cordón donde colgaba el colgante alrededor de mi cuello.

En cuanto Laranar y yo regresamos a nuestra habitación ambos nos abrazamos.

—Ya está —le dije. A solas mostró lo nervioso que se hubo encontrado, pero intenté clamarle—. Ahora, no nos separarán.

—Ellos han sido la parte fácil —respondió mirándome a los ojos y le miré sin comprender—. Espera a que mis padres se enteren. Ellos sí pueden separarnos.

—Abandonaré la misión —repuse.

—Ese argumento no funcionará con mis padres. Lo sé.

Iba a replicar pero él se inclinó y me besó en los labios. Fue un beso desesperado, como si nos quedara poco tiempo para poder permanecer juntos. Y en cierta manera así era, en cualquier momento el futuro se volvería en nuestra contra.

LA REINA DEL NORTE

Las temperaturas descendieron y la humedad se intensificó a medida que avanzábamos hacia el Norte. El paisaje cambió ofreciéndonos una imagen de abetos, piceas, pinabetes y pinos, todos ellos cubiertos por un manto de nieve. El paso de nuestros caballos era lento, pues la nieve había formado alrededor de treinta centímetros de espesura sobre el terreno. La mañana empezó con un agradable sol, pero hacia el mediodía empezó a nevar de forma suave aunque constante. Me arrebujé en mi capa, cansada de tanta nieve y tanto frío. El camino del grupo se vio forzado a visitar el reino del Norte por insistencia del rey Alexis. Al parecer aquellas tierras se veían amenazadas por una criatura que mataba y descuartizaba a todo habitante que marchara por aquel laberinto de árboles. Según el rey, varios guerreros marcharon para darle caza y todos fueron hallados muertos sobre la nieve manchada de sangre. Y cada día que pasaba el número de víctimas ascendía.

—Mis hombres son fuertes y han luchado en mil batallas. La criatura que ronda por mi reino debe ser un ser oscuro, poseedor de algún fragmento del colgante. Por favor, elegida, debéis ayudarnos —me pidió el rey Alexis dos días después que intentaran separarme de Laranar.

La formalidad con la que habló me hizo ver lo desesperado de su situación. Fue la primera vez que vi a un hombre del Norte hablar a alguien con el protocolo establecido. Entendí que cuando era necesario podían ser formales y acabé accediendo a su petición para ir en busca de un nuevo enemigo. No supe negarme al rey del Norte.

Durante el camino, me vi rodeada por hombres que medían dos metros de altura, de cabellos rubios y ojos azules o verdes. Vestían pieles de animales e iban armados con robustas espadas, arcos y flechas. Eran auténticos bárbaros, no solo por su aspecto, sino por la manera de comportarse, hablando y riendo a gritos, bebiendo cerveza mientras marchaban, y teniendo alguna que otra pelea a puñetazo limpio. No vi correr la sangre entre ellos —aún— pero si de pronto alguien desenvainaba su espada y rebanaba la cabeza del que tenía al lado no me sorprendería en absoluto.

El grupo no se distanciaba de mí. Desde que todos ellos conocían el futuro que me deparaba no me dejaban a solas ni un segundo. Aarón, no obstante, marchaba al lado del rey Alexis durante gran parte de la jornada. El viaje le resultaba productivo para fortalecer alianzas y estrechar amistades. Era una expedición corta, con suerte no pasaríamos más de un mes en el Norte, así que el senescal dejó el reino en manos de la reina Irene, pese a las objeciones que presentó algún que otro alto cargo de la ciudad, contrario a que una mujer dirigiera el reino. Mucho temí que Aarón, en un futuro no muy lejano, abandonaría el grupo y otro soldado de Andalen ocuparía su lugar. Le apreciaba, pese a su intento de separarme de Laranar, y le echaría de menos si su nueva condición de senescal le obligaba a abandonarnos.

Alan, el hermano del rey Alexis, destacaba entretanto hombre rubio, y enseguida le localizaba por sus cabellos negros como la noche y sus ojos azules como el día. Apenas habíamos cruzado una palabra desde el día que desperté, pero cada vez que nuestras miradas se encontraban una sensación extraña hacía que el corazón me diera un brinco y el estómago se contrajera. Aquel día, me sonrió al mirarle y, como una tonta, le devolví la sonrisa. Lo tomó como una invitación para acercarse y hablar conmigo. Colocando su montura al lado de la mía.

Noté un escalofrío de pronto, como si alguien a mi espalda estuviera clavando sus ojos en mi nuca. Y al mirar por encima del hombro, vi a Laranar, serio, yendo detrás de nosotros. Frunció el ceño, pero no se interpuso. Le dejé claro que nunca se le ocurriera ordenarme que hablara o dejara de hablar con alguien.

—¿Tienes frío? Te he visto temblar —me preguntó.

—Estoy bien —respondí—. Hace unos meses tuve que soportar una ventisca de nieve en un pueblo alejado de la mano de Dios. Ya estoy acostumbrada a este clima, pero gracias por preocuparte.

Me miró a los ojos y por algún motivo desvié la vista al frente, temiendo quedar hipnotizada por sus ojos azules.

—¿Puedo hacerte una pregunta un poco personal? —Me pidió.

Le miré de refilón, incómoda.

—Sí —le autoricé con boca pequeña y me obligué a mí misma a mirarle a la cara. No podía comportarme como lo estaba haciendo, daba la sensación que me atraía.

—¿Por qué arriesgas tu vida con una relación que puede llevarte a la muerte?

Iba a responder cuando él alzó su mano y me quitó un copo de nieve que se había aposentado en mi cabello. Llevaba la capucha de la capa puesta, pero siempre se me escapaba algún mechón rebelde.

—Ayla, —Laranar me llamó de inmediato al ver ese gesto, adelantándose y colocándose a mí otro lado— vamos a acampar.

Volví mi vista al frente, y comprobé que el rey Alexis ordenaba a sus hombres desplegarse por un claro que albergaría a parte de sus guerreros. El resto debería dormir entre los árboles. El ejército del Norte marchaba por grupos, la mayoría divididos por clanes, y cada uno seguía su propio ritmo una vez cumplida la misión de haber ayudado a Barnabel. Algunos de ellos ya habían cogido caminos distintos hacia poblados o aldeas desperdigadas por las altas montañas.

—Quiero que vayamos de expedición mientras montan el campamento —dijo Laranar.

—¿Otra vez? —Pregunté consternada—. Estoy cansada, me gustaría descansar un poco y calentarme cerca de una hoguera si es posible.

Desde que salimos de Barnabel, Laranar estaba empeñado en enseñarme las diferentes especies de árboles y animales que había por aquellos parajes. Identificándolos y reconociendo cualquier marca que pudiera darnos información sobre el lugar que caminábamos. El primer día lo tomé como un juego, pero luego el juego se volvió serio por algún motivo, y Laranar se tornó un maestro duro que se enfadaba cuando cometía un error que para él era imperdonable. Fue la primera vez que le vi tan interesado en que aprendiera a localizar animales de presa y huir de aquellos que podían resultar peligrosos.

—Descansarás más tarde, debes aprender —me exigió sin escuchar mis quejas.

Se apeó de su montura y le imité a regañadientes.

—Luego te respondo —le dije a Alan que miraba a Laranar, serio. Por su expresión no le hizo ninguna gracia que mi protector nos interrumpiera, pero antes que pudiera abrir la boca para replicar le tendí las riendas de mi caballo y le sonreí—. ¿Puedes encárgate de mi caballo?

Ensanché mi sonrisa en cuanto me miró.

—Sí, claro —al coger las riendas nuestras manos se tocaron, y pese a llevar guantes de piel sentí como se estremeció.

Logré que apartara su atención de mi protector.

Laranar le tendía las riendas de su montura a Dacio, luego se volvió a mí y con un gesto de cabeza me indicó que le siguiera. Así lo hice, anduvimos por la nieve, en silencio, alejándonos de los guerreros del Norte y del grupo. En cuanto cogimos cierta distancia del campamento aminoró la marcha y logré colocarme a su lado.

—¿Qué respuesta le vas a dar? —Me preguntó de forma indiferente.

Le miré, sorprendida.

—No deberías escuchar las conversaciones de la gente —respondí recordando el oído tan fino que tenía—. Además, creo que sabes mejor que nadie la respuesta.

Frunció el ceño, pero yo me adelanté y le besé en los labios. No quería discutir, y menos por Alan. Los celos de mi protector debían ser apaciguados.

—A quien quiero es a ti, lo sabes —le dije mirándole a los ojos sin dejar de abrazarle.

Me miró con la culpa reflejada en su rostro.

—No lo puedo evitar, temo perderte —se sinceró, rodeándome la cintura con sus manos.

—No —insistí—. Siempre me tendrás, eres al único al que amo.

—¿Y por qué te pones nerviosa cuando se acerca a ti? —Quiso saber, liberándose de mi abrazo.

—Me intimida más bien —corregí—. Pero no es por lo que crees, es que es muy alto.

—Y apuesto —añadió apesadumbrado—. No pongas excusas, Alan te atrae y tú a él.

Se apartó de mi lado y continuó caminando.

—Laranar —le llamé, pero no se volvió continuó caminando y corrí a él—. De verdad, Alan no tiene ninguna oportunidad conmigo. Lo sabes, te amo.

—Está bien —accedió sin mucha convicción y levantó una mano pidiendo que me callara. Acto seguido me señaló el tronco de un árbol—. ¿Ves cómo lo han frotado? ¿Sabes qué animal ha podido hacer esto?

Miré el árbol y fruncí el ceño.

—¿Por qué te empeñas en enseñarme de pronto todo esto? —Le pregunté harta—. Y evades un tema que creo importante resolver.

Me miró a los ojos.

—Sé que me quieres —dijo—. Y por eso lucharé por ti. Esta vez estoy presente para defender lo que más quiero. Así que tranquila, no estoy enfadado contigo aunque no me guste verte con ese hombre.

—No vas a tener que defender nada —quise hacerle ver—. Ya soy tuya, ¿es que no lo entiendes?

Se le escapó una leve sonrisa ante mis palabras y aproveché para besarle de nuevo. Respondió abriendo su boca y sus manos se deslizaron por el interior de mi capa, cogiéndome de la cintura, estrechándome más contra él. Luego me apartó, ambos acalorados.

—Será mejor que continuemos —dijo satisfecho—, o no creo que pueda parar.

Volvió su atención al árbol, mientras yo sonreía.

»Fíjate, aquí ha pasado un jabalí, probablemente uno joven, ya que sus marcas no son muy profundas —en lo único que podía fijarme era en sus labios, quería volverlos a besar—. Ves como sus colmillos han frotado el árbol… Ayla, presta atención —me pidió, al ver que estaba distraída.

Puse los ojos en blanco.

—Llevas todo el día con esto —le dije ya aburrida—. Parece que me quieras enseñar técnicas de supervivencia en tres días, estoy cansada.

Laranar suspiró.

—Fíjate —volvió a insistirme y miré el tronco del árbol. Laranar cogió unos pelos del animal que estaban enganchados en la corteza medio arrancada del abeto. Me los puso en la mano y los observé con curiosidad. Luego los dejé caer en la nieve.

—¿Podemos volver al campamento? —Le pregunté en cuanto hubo acabado la lección.

—No, continuemos un poco más.

Resoplé y miré el camino por donde dejamos al grupo. Luego le seguí. No nos distanciábamos demasiado del campamento, únicamente lo rodeamos en círculo. Laranar nunca quería apartarse de la seguridad de los guerreros del Norte y de la magia de Dacio. Temía por mi seguridad, en cualquier momento podíamos ser atacados y mejor disponer de cien espadas y magia, que solo de Invierno y el colgante.

—¿Qué animal es el que ha pasado por aquí? —Me preguntó señalándome unas huellas en la nieve.

—No lo sé —respondí cruzándome de brazos—. Volvamos ya.

—¿Cazador o presa? —Insistió, ignorando mi estado de ánimo.

Miré de soslayo las huellas sin querer aparentar demasiado interés.

—¿Cazador o presa? —Repitió.

A regañadientes me agaché para observarlas mejor, sabiendo que tardaríamos más en volver si me oponía a identificarlas.

—Presa —le contesté.

—¿Por qué?

—Por… bueno… parecen pezuñas, no me imagino a un oso o un puma con pezuñas, así que tiene que ser herbívoro.

Laranar asintió aprobando mi respuesta. Iba a levantarme cuando él se agachó a mi altura sujetándome del hombro para que no me moviera.

—¿Qué herbívoro es?

Gruñí al no estar segura.

—No lo sé —respondí exasperada.

—Te he nombrado los herbívoros que hay por estas tierras, descarta aquellos que son muy grandes o muy pequeños para hacer este tipo de huellas.

Me fijé mejor, pero fruncí el ceño, nada segura.

Bien podía tratarse de las pezuñas de un ciervo, una cabra o un jabalí.

—Vamos, fíjate en su tamaño —me pidió Laranar—. ¿Qué te dije ayer? ¿Qué animal de estas proximidades puede tener una huella que alcance los diez centímetros? Es fácil.

Intenté recordar.

—¡El ciervo! —Exclamé al recordarlo—. Aunque a veces puede confundirse con el gamo si habitan el mismo territorio. Pero de lo que estoy segura es que es un macho adulto, las hembras no alcanzan ese tamaño.

—Muy bien —me felicitó—. La próxima vez recuerda fijarte en el tamaño de las huellas, te dará una idea de la presa que estés siguiendo.

Asentí y me levanté.

—Bueno, ya podemos volver al campamento —dije pensando que por ese día ya acabábamos, faltaba poco más de media hora para que empezara a oscurecer.

—Última pregunta… —puse los ojos en blanco—. ¿Cuánto hace que pasó por aquí?

Fruncí el ceño, ¿es que no se cansaba de aquello?

—¡Y yo que sé! —Exclamé—. ¿Qué más dará?

—Importa mucho —respondió alzándose, muy serio—. Porque si en un futuro te encuentras sola deberás recordar todo lo que estoy intentando enseñarte. Es fundamental para sobrevivir.

Quedé literalmente con la boca abierta, comprendiéndolo todo. Estaba instruyéndome para cuando mi futuro oscuro me alcanzara. Nadie sabía exactamente qué sucedería, pero estaría sola y Laranar solo quería asegurarse que pudiera sobrevivir.

—Pero… —mi mente era un torbellino de ideas y pensamientos—, creí que tú vendrías a buscarme, me rescatarías.

—Y lo haré —dijo enseguida—. Pero quién nos puede garantizar que no vayas a estar sola, que debas depender de ti misma por un tiempo. Solo quiero asegurarme que sabrás distinguir una huella en el camino. Identificar los peligros y saber cómo actuar.

—Bueno —dije compungida—. Creo que sabré diferenciar la huella de un carnívoro a la de un herbívoro. No moriré por los colmillos de un puma.

—Eso espero, pero debes aprenderlo todo —repuso y me sostuvo por los hombros, mirándome a los ojos—. Debes aprender no solo a huir de un animal, sino a darle caza.

Abrí mucho los ojos.

»No hace mucho que ese ciervo ha estado por aquí, sus huellas no se han borrado aún con la nieve que cae, intentaremos cazarle.

—¿Yo? ¿Ir de caza? —Di un paso atrás, aterrorizada—. No quiero matar a ningún animal, no puedo. Además, pronto se hará de noche. Ya está oscureciendo.

—Debes aprender —dijo serio, volviéndose en dirección a las huellas—. No permitiré que mueras de hambre en un futuro. Y no tardaremos.

—Pero siempre dices que un ciervo es una presa muy grande y que si no se puede aprovechar toda su carne es una pena matarle, que es mejor buscar caza pequeña, como liebres o codornices. Dejémosle.

Quise volver al campamento, pero Laranar me retuvo cogiéndome de un brazo.

—Y con un centenar de hombres del Norte acompañándonos, créeme que su carne no se desperdiciará.

Tiró de mí para que empezara a avanzar. Mis piernas obedecieron, le seguí, pero pronto mis ojos se llenaron de lágrimas. No quería matar a un animal, y menos un ciervo. Me daban mucha pena, y hasta el momento Laranar y el resto del grupo se habían ocupado de la caza, jamás me pidieron que participara. Sabían que era algo que me superaba. Solo debían verme cuando alguna liebre caía en las trampas que a veces colocaban cuando acampábamos, y tenían que rematarla. Cerraba los ojos cuando lo hacían o miraba para otro lado. No lo soportaba.

—Puedo recoger moras —pensé en una alternativa—. No me moriría de hambre.

—No digas tonterías —respondió.

A los pocos minutos me detuvo y me hizo un gesto con una mano para que nos agazapáramos. Avanzamos como felinos, aunque en dos ocasiones me advirtió con efusivos gestos que intentara hacer el menor ruido posible. Llegamos al tronco de un árbol caído y nos escondimos detrás de él.

A unos pocos metros, localizamos el ciervo que perseguíamos arañando el tronco de un árbol con sus cuernos. Estaba absorto en su labor mientras Laranar me indicaba que preparara el arco.

Cogí mi arco y preparé una flecha como alma en pena. Quería llorar, pero me contuve. Debía aprender, Laranar tenía razón al obligarme, en un futuro podía significar la diferencia entre la vida y la muerte.

—El viento sopla a nuestro favor, apunta a su corazón y dispara —me dijo en un susurro, pero quedé con el arco en tensión—. Es una orden, dispárale —me ordenó de forma más contundente.

Respiré profundamente varias veces, pero no me decidí.

»Debes hacerlo. ¡Dispara!

Así lo hice, solté la cuerda y la flecha salió disparada directa a mi objetivo.

El ciervo calló de forma fulminante, dándole justo en el corazón.

Solté el arco, petrificada, y me llevé las manos al rostro intentando contener las lágrimas. Fue inútil, acababa de matar a un animal.

—Es tu primera presa —dijo Laranar pasando un brazo por mis hombros para consolarme—. A medida que vayas cazando el sentimiento de culpa irá desapareciendo, ya lo verás.

—¡Soy una asesina! —Dije mirándole, angustiada.

—Que alarmista —dijo sin tener en cuenta mis palabras—. Bien que luego te gusta comer su carne.

—Que me guste comer hamburguesas no significa que quiera conocer a la vaca —repuse enojada, dando paso a la furia.

Me dio un beso en la frente.

—Volvamos al campamento y avisemos a los hombres del Norte del pequeño manjar que tendremos esta noche. Ellos se encargaran de prepararlo —me tendió una mano para ayudarme a alzar, pero volví mi vista al ciervo caído—. Vamos, nos va a alimentar.

Suspiré y me levanté con ayuda de Laranar.

Justo al llegar al campamento me susurró:

—Lo has hecho muy bien.

Y mi protector se dirigió al rey Alexis para informar de nuestra caza. Dos minutos después tres guerreros con caballos y Laranar, partieron para ir en busca del ciervo de doscientos kilos que cenaríamos aquella noche.

Suspiré, viéndoles marchar y me dirigí a mi caballo. Alan lo había dejado amarrado en la rama de un árbol y le había quitado la silla de montar. Cogí mi mochila y saqué un cepillo especial para cepillar al animal. Aquella labor me relajaba y a mi montura le gustaba. Intenté pensar en cualquier cosa que no fuera el ciervo. A fin de cuentas era la ley de supervivencia. Morir unos para alimentar a otros.

—Hola —di un salto al ver de pronto a Alan a mi lado y este sonrió—, antes nos interrumpieron.

—Sí —bajé la cabeza y me llevé un mechón de cabello detrás de la oreja. Continué cepillando a mi montura.

—¿Y bien?

Le miré sin comprender.

»¿Cuál es tu respuesta?

—¡Ah! —Exclamé, recordando nuestra conversación—. Te respondo con otra pregunta: ¿Y por qué no? Arriesgarse por amor creo que vale la pena. A fin de cuentas puedo morir mañana mismo, prefiero arrepentirme de lo que haga hoy que no de lo que no haga. Y a fin de cuentas… —callé, el grupo tomó la decisión de no hablar sobre el futuro oscuro que me esperaba para que las razas no perdieran la esperanza—. Mira, le quiero y voy a arriesgarme. Llámame insensata, pero no creo que por salir con Laranar vaya a morir. Si muero será a manos de un mago oscuro, y no por amor a alguien que me quiere y cuida de mí.

Sus ojos no se apartaron de los míos ni un segundo mientras le hablé.

En ese instante regresaron Laranar y los tres guerreros del Norte, llevando al ciervo en una especie de camilla improvisada que tiraba uno de los caballos. Akila fue de inmediato a mi protector para darle la bienvenida, siempre lo hacía con Laranar. Escogió al elfo como líder de la que creía que éramos su manada.

—Tu protector no me cae bien, —dijo cruzándose de brazos.

—¿Por qué te cae mal?

Se encogió de hombros, y luego dijo:

—Rivalidad.

Parpadeé dos veces sin llegarlo a entender.

—Haré que lo comprendas en un futuro —dijo tocándome un brazo y su contacto me sobresaltó, notando una electricidad recorrer entre los dos—. Y espero ganarle, y no me refiero con la espada. Aunque si es necesario emplearla para conseguir lo que él tiene lo haré.

Contuve el aliento. ¿Se refería a mí? ¿Qué tenía Laranar que quisiera el hombre del Norte?

Negué con la cabeza interiormente, era imposible. Pero aquel mero comentario me asustó, pues noté unas cosquillas agradables en el estómago, como mariposas ante la idea que pudiera agradar a Alan.

A quien amaba era a Laranar, lo tenía claro, pero luego cuando Alan se acercaba me producía una subida de temperatura que tampoco era normal.

Mejor guardar las distancias, pensé. Al final, voy a hacerle caso a Laranar y tener el mínimo contacto con Alan. No quiero malentendidos, mi protector está por delante de cualquier hombre.

Laranar se aproximó enseguida a nosotros con rostro serio, volviéndome a ver con Alan. Pero como un acto instintivo de dejar claro a quién quería, besé a Laranar en cuanto llegó a nosotros. Fue un beso largo, el elfo no se cortó delante del hombre del Norte, como si de esa manera él también dejara claro que era suya. Entrelacé mis manos por su cabellera dorada y cuando ya casi no pude respirar, finalicé el apasionado beso, recobrando el aire.

En cuanto volví mi atención al hombre del Norte ya no estaba. Se marchó sin decir palabra. Volví a mirar a Laranar, y un torrente de mariposas voló alegremente por mi estómago.

—Te quiero —le susurré, apoyando ambos la frente en el otro—. Siempre.

La nieve dificultó nuestra marcha, pero dos días después de haber cazado mi primera presa, una muralla, de entre diez y quince metros de altura, apareció de pronto en medio del bosque.

Rócland, capital del reino del Norte, se mostró ante nosotros.

La muralla que rodeaba la capital no era de piedra y argamasa, era de gruesos troncos altos y consistentes. Quedé asombrada, acostumbrada ya a los muros de Barnabel, aquel seguido de troncos que protegían la ciudad me fascinó.

Los vigías se encontraban en lo alto del muro e hicieron sonar unos cuernos en cuanto nos vieron llegar. Las puertas de la ciudad se abrieron de par en par y un seguido de gritos y cantos de victoria se alzó en el interior, proclamando la llegada del rey del Norte y sus guerreros.

—Me recuerda a mi villa —escuché que le decía Alegra a Dacio—. También dábamos la bienvenida a los Domadores del Fuego que regresaban de una misión. Les ofrecíamos vino y comida…

Su voz se apagó, recordando unos tiempos que jamás regresarían.

Suspiré y volví mi atención a la ciudad justo en el momento que cruzábamos la entrada. La gente corría en nuestra dirección, ansiosos por no perderse el regreso del rey. Y en cuanto llegaban, se detenían a lado y lado de una vía ancha pero no asfaltada, y saludaban con alegría a los guerreros que regresaban. Estos les devolvían los saludos, orgullosos. Parecía que marchábamos en procesión. Alexis, por supuesto, iba en cabeza, acompañado de Aarón, su hermano y tres guerreros más. Seguidamente, Laranar, Dacio, Alegra y yo, les seguíamos marchando en la siguiente fila. Chovi prefirió bajar del caballo de Dacio e ir andando al lado de Akila, pues el lobo se puso nervioso entre tanto grito y aplauso. Muchas miradas fueron dirigidas hacia mi persona y poco después de entrar en la ciudad, los gritos de «Larga vida al rey», se mezclaron con otros de «Larga vida a la elegida».

Sonrojé muerta de vergüenza, y recé para llegar cuanto antes al castillo o palacio que tuviera el rey Alexis. No obstante, tampoco quise parecer una estúpida y me forcé en sonreír y saludarles con la mano, pero sin tanto entusiasmo como hacían algunos. Pues muchos guerreros alzaban un puño al aire y emitían gritos como si estuvieran en plena batalla solo para dar fe al valor que demostraron durante la contienda. Laranar que cabalgaba a mi lado, se mantuvo erguido durante todo el recorrido, cabeza alta y pose majestuosa, digno de un príncipe de Launier. Dacio se mostró indiferente, no saludando a nadie, como si aquella bienvenida fuera para todos menos para él.

—Anima esa cara —le instó Alegra al verle tan serio—. Nos están dando la bienvenida.

—No creo que lo merezca —respondió—. Y no quiero quitarle protagonismo a la verdadera heroína —me miró y de inmediato otra oleada de colores me inundó el rostro.

—No soy la única salvadora de Oyrun, lo somos todos —dije avergonzada.

La ciudad era constituida exclusivamente por casas de madera, grandes y robustas. Algunas rodeadas por tablones inclinados que parecían aguantar las paredes, o quizá dar más estabilidad a las casas viendo los vientos que arreciaban del norte. Sus tejados estaban hechos en su mayoría de paja y tenían la forma invertida de los cascos de un barco. Las calles estaban embarradas a causa de la nieve, apilada en los laterales de las vías, pero dejando la tierra húmeda al paso y fangosa. Aunque después de unos minutos de recorrido, grandes tablones de madera estaban dispuestos en lo ancho de la calzada a modo de asfalto. Y pocos metros después, un enorme caserón se presentó ante nosotros. Hecho por gruesos troncos y grandes vigas, incluso el techo había sido construido por madera maciza. Altos postes parecían soportar toda la base de un porche que era la continuación del techo, en forma de casco invertido, y que rodeaba toda la casa. Cinco construcciones semejantes, aunque de menor tamaño, se unían a la principal por cortos pasillos exteriores cubiertos por pequeños porches.

Nos detuvimos a pocos metros de la entrada, donde una chica de no más de veinte años, de cabellos dorados, ojos azules y rostro aniñado, en avanzado estado de gestación, nos esperaba con pose impaciente. El rey Alexis le sonrió, pero antes de dirigirse a la joven se volvió hacia su pueblo y dijo:

—¡Esta noche celebraremos la victoria de Barnabel! —Un estruendo de gritos y aplausos se alzó de inmediato entre los ciudadanos que nos acompañaron hasta el final del recorrido—. ¡También daremos la bienvenida a la elegida! —Añadió, y las exclamaciones de júbilo se intensificaron—. ¡Y honraremos a nuestros compañeros caídos en la batalla!

El griterío alcanzó el clímax y todos los presentes alzaron un puño al aire en señal de conformidad. Después de esa exhibición de honor y orgullo, la gente de Rócland fue dispersándose poco a poco. Para cuando volví mi atención al rey este ya se apeaba de su montura, y abrazó y besó a la joven que se le aproximó corriendo, no pudiendo esperar más su llegada.

—¡Te he echado de menos! —Escuché que le decía la chica.

—Y yo a ti —le contestó el rey poniendo una mano en su vientre abultado.

Calculé que debía estar de unos siete meses.

El grupo se apeó de sus caballos, y Alan se dirigió junto a su hermano y la chica.

—Amigos —el rey se volvió a nosotros, mientras su hermano le daba un beso en la mejilla a la joven—, os presento a mi esposa, Aurora, reina de Rócland. Cariño, —Alexis le cogió de una mano—, estos son el grupo que acompaña a la elegida para acabar con los magos oscuros.

Sonreí, vi que era una joven risueña y de aspecto dulce. Algo más alta que yo, incluso debía sobrepasar un par de centímetros a Alegra. Sus cabellos dorados le llegaban hasta pasados los hombros en suaves bucles, y sus ojos azules iban a juego con los de su esposo. De labios rojizos, que resaltaban con el blanco de sus dientes.

La encontré una mujer muy hermosa.

Me devolvió la sonrisa y se aproximó a mí. Como un acto instintivo me incliné ante ella, olvidando que la gente del Norte hacía caso omiso al estricto protocolo real que mantenían otros países.

—Tú eres la elegida, ¿verdad? No tienes por qué inclinarte —me abrazó y algo desacostumbrada a un trato tan cercano con alguien de sangre real, tardé unos segundos en responder a su abrazo—. Seguro que seremos grandes amigas —dijo retirándose, pero sosteniéndome por los hombros. Su acento germánico no era tan marcado como el de Alan o Alexis.

—Estoy convencida —respondí, y noté como de inmediato conectamos.

Miró al resto del grupo, soltándome, y luego al rey.

—Entremos dentro —le dijo Alexis—. Aquí fuera hace demasiado frío y no quiero que mi futuro hijo se congele.

Rodeó a la reina con un brazo los hombros, y ambos se dirigieron dentro del gran caserón sin esperar respuesta. El grupo les siguió y al entrar en aquella construcción hecha por entero de madera, un golpe agradable de calor nos dio la bienvenida. El interior era una gran estancia con una gigantesca chimenea en el centro. Unas grandes vigas cruzaban el techo de madera de punta a punta como contrafuertes, y justo encima de la chimenea un pequeño agujero estaba presente para que el humo pudiera escapar al exterior. A lado y lado de la enorme estancia, unas mesas a ras de suelo parecían ser el lugar donde los que allí vivían utilizaban para comer. En el otro extremo, rodeando el gran fuego para llegar hasta ellos, unos tronos se alzaban robustos sobre una piel de oso. Eran unos asientos simples, sin ninguna decoración, pero de madera gruesa y aspecto macizo.

El rey Alexis y la reina Aurora se sentaron en los tronos. Y Alan permaneció de pie al lado de su hermano.

—Os damos la bienvenida a Rócland —nos dijo Alexis con orgullo.

—Para nosotros es un honor que la elegida haya aceptado venir a nuestro reino —intervino la reina, sin apartar la vista de mí y sonriendo al mismo tiempo—. Por ese motivo la fiesta de esta noche la celebraremos sobre todo en tu honor. Todo habitante de Rócland será bienvenido.

Había más guerreros en aquella sala y también mujeres y niños, expectantes por nuestra llegada, todos mirándome con curiosidad y cierto orgullo por tenerme allí. Y asintieron conformes ante las palabras de Aurora.

—Habrá músicos —se animó el rey—, y no faltará la cerveza, y la carne de ciervo y jabalí. —Le hizo un gesto a un hombre para que se aproximara—. Enséñales su habitación y que estén cómodos.

La reina Aurora se levantó de un salto de su trono.

—No, no —exclamó—. Deja que sea yo quien les conduzca a su nueva estancia —le pidió.

Alexis sonrió.

—Como quieras.

Aurora se aproximó a mí.

—Seguidme y por el camino me irás presentando a tus amigos —me pidió cogiéndome de una mano.

Nos condujo fuera del gran caserón por una puerta lateral que conducía a un camino asfaltado por tablones de madera y que daba a otra de las cinco construcciones que formaba la casa de los reyes.

—Es la primera vez que conozco un mago —le comentaba Aurora a Dacio.

—Parece agradable —le susurré a Laranar mientras dejábamos nuestras mochilas en un rincón. Al parecer todo el grupo compartiría aquella estancia y las camas, al igual que las mesas, estaban a ras de suelo. Una chimenea más pequeña en el centro calentaba toda la habitación.

—Sí, ya se ha hecho amiga tuya —sonrió.

—¿La conocías?

—No —negó con la cabeza—. La última vez que vine fue hace tres años y Alexis aún no se había casado.

De pronto, empezaron a caer flores del techo por toda la estancia y Aurora empezó a reír. Fue Dacio, que con su magia quiso exhibirse ante la reina.

Alegra dejó caer su mochila cerca nosotros dos, y miró recelosa a ambos.

—Os dejo descansar —se despidió Aurora.

Cerró la puerta al salir y Dacio se dirigió a la Domadora del Fuego dejando su mochila justo al lado de la suya. Luego se estiró en una de las camas y suspiró.

—¿No recoges las flores? —Le preguntó Alegra de forma indiferente.

—Creí que te gustarían —respondió—. Llevan tu nombre.

Alegra parpadeó dos veces, volviendo su vista a él.

Dacio le tendió una flor. Era una flor pequeña donde sus pétalos blancos estaban bordeados en una fina línea azul.

—Es la flor Alegra, solo crece en la isla Gabriel. La he invocado pensando en ti.

Alegra la cogió.

—No sabía de su existencia.

—Pocos la conocen.

—Gracias.

Dacio sonrió, satisfecho.

Volví mi atención a Laranar que estaba formando un ramo de flores. Sonrió al ver que le miraba y cuando acabó me las tendió.

—Si hubiese una flor con el nombre de Ayla, te regalaría un jardín —dijo y no pude más que sonreír como una boba aceptando el ramillete.

La fiesta estaba en su auge. Músicos tocaban alegremente laúdes, tambores, flautas y violas, mientras la gente bailaba y bebía alegremente. En la gran chimenea de la sala, misma estancia donde nos dio la bienvenida el rey Alexis y la reina Aurora a nuestra llegada a Rócland, se cocinaban simultáneamente tres jabalíes, un ciervo y varios gallos y gansos. En el exterior más comida se asaba al fuego en grandes hogueras para que todo el pueblo pudiera llevarse un bocado de tan esplendoroso festín. A parte de carne, se cocinaban verduras a la brasa, pan y huevos. La gente entraba y salía del recinto cantando y riendo, la mayoría sin poder dar dos pasos rectos a causa de la cerveza que no paraban de servir en enormes jarras de casi un litro. Las dos largas hileras de mesas no eran suficientes para albergar a todos los ciudadanos, así que la mayoría permanecía de pie, bailando al ritmo de la música y comiendo un buen pedazo de carne. Por suerte, aunque algo prietos por ser tantos, el recinto era grande, podía albergar entre cuatrocientas y quinientas personas, y en el exterior otra tanda de músicos continuaba con la fiesta para aquellos que no pudieron entrar. Rócland no era una ciudad muy grande, de penas mil habitantes, ni punto de comparación con Barnabel, pero su fuerza residía en la unión de los clanes de las montañas, donde todos juntos podían superar en número a Barnabel por tres veces.

El grupo se encontraba en un puesto de honor, en la única mesa que no estaba colocada a ras de suelo, horizontal a las otras dos. Los reyes lo dispusieron de esa manera para poder sentarse en sus tronos mientras comían y así aprovechar mejor el espacio. Alan estaba colocado al lado de su hermano, seguido de Aarón, Alegra y Dacio. Por expreso deseo de Aurora me senté a su lado y Laranar a mi otro costado, luego le seguía Chovi. Akila se colocó a nuestros pies a la espera que le cayera cualquier bocado de carne que le pudiéramos ofrecer.

—Estoy de siete meses —me explicaba la joven reina—, ya me queda poco, pero, aunque tengo ganas de dar a luz, el momento del parto me asusta.

—Seguro que todo irá bien —la animé—. Alexis debe estar ilusionado.

—Mucho, debe dar un heredero a la corona cuanto antes —dijo algo más seria—. Ya es mayor, otros ya han sido padres.

Parpadeé dos veces.

—Yo lo veo joven —observé.

—Tiene treinta años —dijo como si eso lo explicara todo—. Nos llevamos diez, por ese motivo tuvo que esperar a que madurara. —Sonrió al ver que no lo comprendía—. Verás, mi matrimonio con Alexis estaba concertado. —Abrí mucho los ojos—. Por su parte, quiso esperar a que me formara plenamente como mujer. Pudo casarse conmigo a los trece que fue cuando florecí, pero se negó. Para él era una niña, y se lo agradezco, no estaba preparada. Aún recuerdo cuando lo vi por primera vez un día antes de nuestra boda, me asustó. Pertenezco a las cuevas de Shurther, y ahí los hombres no son tan altos, así que ver el gigante con el que tenía que casarme me acobardó. Pero fue bueno y gentil, muy diferente a las historias que escuché del rey Gódric y la reina Irene. Aplazó nuestra boda una vez más para que pudiera conocerle. Fue divertido al principio, en Shurther hablamos German, pero con un dialecto muy distinto al de Rócland y a veces no nos entendíamos. Por eso optamos finalmente en hablarnos mutuamente en Lantin, para que no hubiera malentendidos. Aunque incluso en Lantin le llevo ventaja, mi madre es de Barnabel, y lo llevo hablando desde que era una niña.

Rio en ese momento. Y yo entendí por qué su acento era casi imperceptible.

—Quieres decir que te casaste pese a todo por amor —comprendí.

—Sí, he tenido mucha suerte —miró a Laranar y luego a mí—. ¿Y vuestra historia? Alexis me ha explicado un poco vuestra situación.

—Digamos que me salvó de unos orcos y luego me trató de espía —dije sonriendo a Laranar y este me devolvió la sonrisa.

—En mi defensa diré que no sabía que era la elegida —dijo Laranar inclinándose hacia delante para ver a Aurora, luego volvió su vista a mí—. Y deberás admitir que fui muy amable contigo pese a todo. Te he protegido desde ese día lo mejor que he podido.

—Cierto —le di un corto, pero dulce beso en los labios.

Un hombre me sirvió en ese momento una jarra de cerveza.

—No, gracias. Comparto la de Laranar —se marchó sin hacerme caso, sirviendo las cinco jarras que aún llevaba en la bandeja donde las transportaba. Miré a mi protector y este sonrió acariciándome un hombro al tener su brazo rodeándome de forma cariñosa.

—Vamos, Ayla, no te cortes. Hoy es un día especial —saltó Alexis con otra jarra de cerveza en la mano. De una tanda la engulló de golpe, creí que se ahogaría, pero la dejó vacía en apenas unos segundos. Luego me miró con la barba manchada de espuma y sonrió—. Ahora tú.

Vacilé, y escuché a Laranar reír por lo bajo.

—Con que ésas tenemos, ¿eh? —Le miré entrecerrando los ojos.

—No serás capaz —rebatió mi protector.

—Mira y aprende.

Cogí mi jarra de cerveza y empecé a beber. El rey empezó a animarme, Laranar se incorporó en su silla para verme con rostro sonriente, y Dacio empezó a aplaudir animándome junto a Alexis.

La cerveza era amarga, pero lo que peor llevé fue lo fría que estaba. Casi al final, todo Rócland me animaba. Me levanté de la silla mientras bebía, la cerveza me cayó por los costados de tanto que empiné la jarra y hubo un momento que fingí beber cuando en realidad me paré dos segundos para recuperar el aire. Después de ese lapso de tiempo, continué, era casi un litro y un poco más y me atraganté al final, pero logré terminarme todo su contenido.

Dejé la jarra con un bruto gesto en la mesa y, animada por los aplausos de todos, dije:

—¡Otra!

Luego caí en la silla, mareada, y todo el mundo rio alegremente.

—Me has sorprendido —comentó Laranar sin perder la sonrisa.

—Nunca me subestimes —le dije colocando un dedo en su pecho, ya me estaba subiendo a la cabeza—. Soy una mujer de muchas facetas. ¡Entre ellas gran bebedora de cerveza!

—Y me gusta, pero no bebas más. Te has bebido también la mitad de la mía —me pidió y luego me besó en los labios—. Dulce sabor de cerveza.

Sonreí, mientras me pasaba una manga por el mentón para limpiar la cerveza que se había escurrido de mis comisuras al beber.

El rey Alexis se alzó de su asiento y propuso un brindis en mi honor. Volví a beber otro trago de cerveza, uno pequeño, no quería salir a cuatro patas de ese lugar. Alexis invitó a Laranar a salir al exterior para ver cómo marchaban los jabalíes que se cocinaban fuera del recinto.

—Mis hombres han cazado uno que es tan grande como yo —le decía ya alzado de su asiento—. Vamos, no nos podemos perder esa carne y así le traes un pedazo a Ayla. —Se volvió a Aarón—. Y tú también Aarón —cogió al senescal de un brazo para que se alzara de su asiento, no dejándole otra opción que seguirle.

—Enseguida vuelvo —me prometió Laranar.

—Dacio, ven tú también —invitaba Alexis—. Traigamos comida a nuestras mujeres. Vamos, hermano —cogió a Alan del cuello en un gesto cariñoso—. Un jabalí nos espera. Un momento, ¿y el duende? —Se volvió a Chovi, que intentaba moverse lo menos posible para no causar ningún accidente—. ¡Ven tú también!

Me miró, indeciso, y yo le susurré:

—Todo irá bien si no te apartas de Laranar o Dacio y caminas sin tropezarte.

Suspiró, se bajó de la silla y siguió al grupo de hombres. Miré a Akila estirado a mis pies, debajo de la mesa.

»Akila, cuida de Chovi.

El lobo se alzó y salió disparado detrás de ellos. Aún llevaba el pañuelo rojo en el cuello. En Rócland también cazaban lobos y era una manera para advertir a todos que Akila era intocable.

En la sala empezaron a aplaudir a dos hombres que se retaron a beber una jarra de cerveza. El más rápido ganaba, y Aurora, Alegra y yo, nos unimos a animarles aplaudiendo desde nuestros puestos. El vencedor, al terminar, eructó sonoramente y todos reímos al unísono.

Bebí otro sorbo de cerveza, uno pequeño, cada vez me gustaba más ese sabor amargo que tenía. Y empecé a encontrarme con el puntito alegre que daba el alcohol.

—Da mala suerte dar un sorbo tan pequeño —me advirtió Aurora—. Debes bebértela de un trago.

—Con una es suficiente, si fuese más pequeña.

—De eso nada, hay que demostrar que nosotras también podemos —miró a Alegra—. ¿Verdad?

—En mi villa dejarse la bebida a medias también traía mala suerte —se reafirmó.

—Venga, las tres de golpe —dijo Aurora y de un trago nos zampamos una jarra cada una.

En cuanto las dejamos en la mesa, eructamos y luego nos reímos contentas.

Alegra se alzó de su asiento.

—Necesito ir al baño —dijo y me levanté entonces.

—Yo también —dije.

Apoyadas la una en la otra salimos al exterior, hicimos lo que teníamos que hacer y volvimos. Nos sirvieron más cerveza en cuanto nos sentamos.

—¿Un trago? —Nos instó Aurora con una jarra levantada.

—Aurora, estás embarazada, deberías…

Empezó a beber sin escucharme, pero no se la acabó, dejó más de la mitad y me tendió su jarra.

—Bébetela por mí —me pidió—. No quiero tener mala suerte.

—Pero…

—Por favooorrr… —dijo con ojos suplicantes—. Hazlo por mi hijo —dijo acariciándose la barriga—. Debe nacer sano y fuerte. Tú le traerás buena suerte si te la bebes.

Vacilé, pero esta me aproximó más la jarra.

—Está bien —accedí a regañadientes.

¡Cómo me iba a poner!

—¡De un trago! —Me animó.

No me la bebí de un trago, más bien en varias veces, mi estómago estaba a punto de reventar con tanta cerveza. Al acabar, me incliné encima de la mesa con la cabeza escondida entre mis brazos, mareada.

—Ayla, ¿te encuentras bien? —Me preguntó Alegra.

—Todo… me da vueltas —respondí notando como mis palabras trastabillaban.

Alguien me pasó una mano por la espalda y al alzar la vista me encontré con Alan, que me miraba serio.

—¿Ya habéis vuelto? —Logré preguntar—. ¿Y Laranar?

—¿Te encuentras bien? —Quiso saber, preocupado.

Me forcé en sonreír.

—Sí, solo… —me llevé una mano a la frente y suspiré, luego sonreí—. No paran de servirme cerveza.

—Quizá deberías ir a descansar —me aconsejó—. Vamos, te acompañaré.

Miré por toda la sala, buscando a Laranar. Pero la vista se me nubló, el ambiente estaba cargado, y no solo por la gente, sino por la comida que se cocinaba y la cerveza derramada.

—Laranar debe estar a punto de volver, también —logré decir.

Quise levantarme, pero me mareé aun más y fui sostenida por los brazos de Alan.

—Parece que deberé llevarte en brazos —sonrió.

Alcé la vista y miré sus ojos azules como el cielo. Nos quedamos de esa manera por unos segundos, mirándonos, pero apenas podía sostenerme en pie y acabé apoyando mi cabeza en su pecho, luego quise volver a la silla.

—Laranar —dije queriéndome sentar— debo… esperarle.

—No estás bien —insistió sujetándome—. Vas a caerte de la silla si te sientas. Ya le informarán que…

—¡Alan! ¡Suéltala! —Una voz se alzó por encima de la música y de los griteríos de la gente. Y por algún extraño motivo todos callaron. De pronto, otros brazos forcejearon con los de Alan y me vi sostenida por otra persona. Reconocí su olor a hierbas silvestres de inmediato—. No la toques, te lo advierto.

—Laranar —me abracé a su cuello, alegre por ver que había vuelto—. No… te enfades.

—Se encuentra mal, solo quería ayudarla —respondió igual de enfadado el hombre del Norte.

—Te he echado de menos —le dije a Laranar, no consciente de la situación tan tensa que se vivía—. ¿Me has traído… carne?

La gente nos olvidó rápidamente, continuando con la fiesta y las risas.

—Siéntate —me ordenó aproximándome la silla—. Y come algo.

Me encontré con un estupendo asado de jabalí para mi solita y empecé a comer feliz como una perdiz. Ignorando que Alan y Laranar estaban detrás de mí, uno frente al otro, a punto de enzarzarse en una pelea.

—Riquísimo —dije saboreando la carne y me acerqué la jarra de cerveza para beber un poco más.

—Ayla, ¡no! —Me dijo Alegra.

—Ayla —Laranar me quitó la jarra—, ya has bebido suficiente.

—Nooo —respondí enfadada—. Quiero más.

—Alan, vuelve a tu sitio —escuché decir al rey Alexis—. Ahora.

Me volví, frunciendo el ceño. Alan se marchaba acompañado del rey.

—¿Cuántas cervezas ha bebido? —Le preguntaba Laranar a Alegra.

—Una o dos más.

—¡Por Natur! Ayla, ¿cómo te has podido beber tres litros de cerveza tú sola?

Eructé.

—Ya te he… dicho… que soy una mujer… con muchas facetas —le di dos toquecitos seguidos en un hombro con el dedo índice para reforzar mis palabras.

—Se acabó, nos vamos —dijo alzándose—. Por más que comas, ya estás borracha.

Quiso que me levantara, pero me resistí agarrándome a la mesa y empecé a reír como una niña pequeña.

—No puedes obligarmeee —dije sonriente—. ¡Más cerveza!

—Ayla, por favor —me pidió sentándose a mi lado—. Vayamos a nuestra estancia.

—Pero aquí está la fiesta —me quejé haciendo pucheros.

—Vaaamos, —me cogió por los hombros y me alzó, me tambaleé y pasé un brazo por su cuello—. No querrás ser el centro de atención, ¿no?

Nos topamos con Dacio que me miraba con una sonrisa dibujada en su rostro.

—¡Fiesta! —Grité.

—Qué divertida es cuando bebe —dijo Dacio.

—¡Dacio! —Lo regañó Laranar, pero yo le di un beso en la mejilla al mago echándome a sus brazos.

—Te quiero —le dije y empezó a reír—. ¿Bebes conmigo?

—Me temo que no puedo emborracharme Ayla —me respondió, devolviéndome a los brazos de Laranar—. Un mago borracho puede perder el control de sus poderes.

—Genial, quiero verlo —le animé—. Convierte a alguien en un sapo.

—Quizá otro día.

Fruncí el ceño, decepcionada.

—También te quiero a ti, Laranar —le di un beso en la mejilla, luego reí, abrazándole—. Vamos a bailar.

—Primero tomemos el aire —me propuso.

Apoyándome en Laranar e intentando bailar al mismo tiempo por el camino. Nos escabullimos de la gran fiesta que habían preparado en mi honor. Pero Laranar me engañó y en vez de tomar el aire me llevó a nuestra habitación. Me dejé caer en el colchón mullido que hacía de cama en el suelo y Laranar me arropó, pero yo rodeé su cuello con mis brazos para atraerlo más a mí y que no escapara.

—Métete conmigo en la cama —le pedí riendo—. Hagamos cosas que estén prohibidas.

Quise desabrocharle los pantalones, pero me detuvo de inmediato.

—Natur me libre de aprovecharme de ti cuando estés borracha —respondió volviéndome a abrigar. Sonreía, creo que verme borracha fue una sorpresa para él, una faceta que pocas veces mostraba, por no decir nunca—. Descansa, mañana verás las cosas desde otra perspectiva. ¿Es tu primera borrachera?

—La segunda. Una vez me emborraché con Esther.

—¿Tu amiga de la Tierra?

Asentí.

—Tuvo que venir su hermano Alex a rescatarnos… —bostecé, de pronto empecé a tener mucho sueño—. Ahora, déjame dormir —exigí.

—Descansa…

Su voz se perdió en la lejanía, aunque percibí un último beso en la frente.

Una odiosa jaqueca me acompañó a la mañana siguiente. Notaba mi cabeza a punto de explotar y por más que me sujetaba las sienes con las manos, escabulléndome debajo de mi manta de dormir, el dolor no se apaciguaba. La luz del día era un castigo a mi sufrimiento, y los terribles golpes y ruidos de mis compañeros levantándose para un nuevo día un tormento.

Alguien tropezó y, enfadada, me descubrí unos centímetros para fulminarlos con la mirada.

—Quieres dejar de hacer ruido —remarqué cada palabra, dejando traslucir la furia que sentía.

Dacio me miró con miedo.

—Solo he dejado caer la almohada —se defendió.

—¡No hables tan alto! —Le pedí exasperada sujetándome la cabeza.

Volví a cubrirme con la manta. Lo único que quería era dormir, pero al mismo tiempo no podía. La cabeza era un martilleo constante incapaz de dejarme descansar. Unos segundos después la puerta se cerró de un golpe que bien podría haber catalogado de bomba atómica.

Gruñí, o casi lloré.

La habitación quedó en un agradable silencio, mis compañeros me dejaron descansar después de estar interminables minutos yendo de un lugar para otro, pese a mis continuas peticiones que no hicieran ruido. Unos minutos después entró alguien. Escuché sus pasos dirigirse a mí.

Se sentó a mi lado.

—¿Ayla? —Era Laranar—. Ayla, ¿estás despierta?

Gruñí.

»Vamos, cariño —me dio una caricia en la espalda—. Te he traído un brebaje para el dolor de cabeza.

Lentamente, me destapé, hasta dejar la cabeza a la vista. Y le miré como si estuviera a punto de morirme. Pero él sonrió, o casi rio.

»Tienes muy mal aspecto, elegida —se lo tomó a broma—. Creo que la cerveza no es lo tuyo.

Volví a gruñir y cerré los ojos. Pero entonces me acarició la cabeza y me dio un tierno beso en la frente.

»Bebe esto —abrí los ojos y entonces me percaté que tenía una taza en las manos—. Te aliviará.

Incorporarme fue un suplicio, pero logré sentarme, coger la taza y de un trago me bebí una infusión terriblemente amarga. Al acabar hice una mueca sacando la lengua en un acto de mostrar lo malo que estaba. Pero Laranar rio otra vez.

—¿Tú nunca has tenido resaca? —Quise saber, mosqueada.

—Tengo más aguante que tú y no estarías tan mal si hubieras vomitado.

—Vaya, ahora resultara que la culpa es mía —dije molesta.

Ensanchó su sonrisa, pero luego se puso serio.

—El grupo está listo para partir e ir en busca del animal que ronda por estas tierras.

Abrí mucho los ojos.

—No puedo…

—Tranquila —me cortó—. No estás para hacer ninguna misión. Pero iremos a probar suerte, si solo es un animal con un fragmento del colgante, podremos con él. La magia de Dacio será de gran ayuda. Tú duerme y descansa.

—¿Seguro?

—¿Duda de nuestras habilidades guerreras? —Preguntó alzando una ceja como si eso le hiciera gracia—. Le recuerdo que soy el protector de la elegida.

Sonreí.

—Nunca dudaría de tu destreza, es solo que no saber si estarás bien…

Me besó de pronto en los labios y cuando se retiró le miré a los ojos.

»Ten cuidado —le pedí, con una mano entrelazada en su cabello dorado—. No te confíes, ni hagas ninguna locura.

—Me has robado mis propios consejos —repuso divertido.

—De vez en cuando también hay que dártelos a ti.

Me acarició la mejilla, luego me besó una vez más en la frente y se alzó.

—Puede que no volvamos hasta bien entrada la noche —me informó—. Así que no te preocupes.

—De acuerdo. —Se dirigió a la puerta, la abrió y antes que la cerrara, le dije—: Laranar, —se volvió para mirarme—. Te quiero.

Sonrió.

—Yo también te quiero, descansa —salió de la habitación y cerró la puerta.

Por algún extraño motivo me quedé intranquila, como si su imagen saliendo de la habitación fuera a ser la última.

MI CAJA DE MÚSICA

Me dirigí al edificio donde la noche anterior se organizó la gran fiesta. Era ya bien entrado mediodía pero el sol se resistía a salir, dejando un ambiente triste, invernal y gris a la pequeña ciudad. Me detuve a medio camino, tan solo eran diez metros de un puesto a otro, pero me paré a mirar el paisaje, el bosque que se veía en la lejanía era como un manto de árboles vestidos con trajes de nieve. Y pequeñas columnas de humo salían de los tejados de los hogares de los ciudadanos del Norte. Ninguna chimenea estaba apagada en aquella estación del año.

—Laranar —susurré—, ten cuidado.

Fruncí el ceño, preocupada. Una extraña sensación me tenía en vilo.

La puerta que daba a la estancia de los tronos se abrió y apareció Alan, alto que era, sorprendido de encontrarme allí.

—Me alegro de verte —dijo acortando la distancia que nos separaba—. ¿Te encuentras mejor?

—Aún tengo la cabeza espesa, pero gracias al brebaje que me ha dado Laranar antes de partir ya no me duele —respondí, y le miré extrañada—. Creí que habrías partido junto con los demás.

Puso una mueca.

—Mi hermano me lo ha prohibido —dijo con fastidio—. No es conveniente que los dos nos pongamos en peligro. Si perdiéramos la vida a la vez, algunos aprovecharían para quitarle el trono a nuestra familia. Aurora no podría luchar por los derechos del niño y tampoco protegerlo de la espada de los clanes vecinos.

Abrí mucho los ojos, ¿protegerlo de la espada de los clanes vecinos?

»Fue un milagro convencerle para que me dejara participar en la batalla de Barnabel.

—Si te sirve de consuelo yo no he podido ir por la resaca.

Una ráfaga de viento nos alcanzó en ese momento. Y me estremecí de frío.

—Vayamos dentro —sugirió pasando un brazo por mis hombros a modo de abrigo, cubriéndome con su capa—. Estaremos calientes y podrás comer con Aurora y conmigo. Iba a buscarte cuando te he encontrado.

Al entrar, noté de inmediato el calor del fuego. La gran chimenea estaba encendida aunque ningún animal se cocinaba en él. La reina se encontraba sentada en el suelo, comiendo en una de las mesas alargadas y bajas, rodeada de cojines y pieles de animales. Chovi también estaba presente, comiendo con su típica glotonería unos huevos revueltos que eran su plato favorito. La mesa donde cenamos la noche anterior fue retirada y solo los tronos permanecían en su puesto.

Aurora se llevaba un trozo de carne de jabalí a la boca cuando me vio llegar.

Sonrió, dejando el manjar a un lado.

—Me alegro de ver que ya estás mejor —dijo y me hizo un gesto con la mano para que me sentara a su lado—. Come, debes reponer fuerzas.

Miré la mesa en cuanto tomé asiento sobre un nido de pieles. Había carne de jabalí, de buey, cochinillo, ganso, pato y perdiz. También había patatas, revoltijo de huevos y grandes hogazas de pan.

No supe por dónde empezar. Pero finalmente me decanté por arrancarle una pata al cochinillo. No se disponía de cubiertos, únicamente de tus propias manos. Era algo pringoso, pero divertido en cierto sentido, y todo el mundo comía como tú por lo que todos estaban al mismo nivel.

La carne era sabrosa, rehogada en vino, y la grasa resbalaba deliciosamente por los dedos. Alan comía con nosotras, sentado enfrente. A nuestro lado, de forma desordenada y dejando separaciones de varios puestos entre unos y otros se encontraban guerreros, mujeres y niños. Algunos comiendo, otros durmiendo simplemente, y unos pocos haciendo labores de costura, afilando sus temibles espadas o tratando las pieles de los animales que les servían de abrigo.

Encontré curioso observarles. Una cultura tan diferente de la mía, lejana, era como viajar al pasado a la época de los bárbaros o los vikingos.

De pronto, un cuerno se escuchó y todos los presentes se detuvieron en sus labores para prestar atención. Alan dejó el ganso que estaba devorando y miró la puerta de entrada, extrañado. Aurora frunció el ceño dejando el pedazo de pan con que mojaba la grasa del jabalí.

—Que raro que regresen tan pronto —comentó Aurora.

El corazón empezó a latirme más rápido por algún motivo. O el grupo había tenido mucha suerte en encontrar a la bestia y eliminarla fácilmente, o algo había ocurrido.

Me levanté de inmediato, ayudé a Aurora a incorporarse y, junto con Alan y Chovi, nos dirigimos al exterior. Más gente nos imitó y, pronto, alrededor de treinta personas, nos congregamos en las puertas del gran caserón, expectantes.

Empezaba a nevar y los cabellos de los allí presentes iban adornándose de copos de nieve. Escuchamos un griterío angustioso proveniente de las puertas de entrada a la ciudad. Aurora y yo nos miramos. Preocupadas cada una por nuestras respectivas parejas.

Los gritos de alarma se intensificaron, entremezclándose con llantos de mujer.

Toqué el colgante de los cuatro elementos, que colgaba de mi cuello, nerviosa. No brillaba, no emitía luz, pero su contacto me reconfortaba.

Contuve el aliento en cuanto empezaron a llegar los primeros guerreros, y me adelanté, no pudiendo aguantar esa espera. Necesitando ver cuanto antes a Laranar.

Aurora me siguió.

—¡Alexis! —Exclamó aliviada al verle y corrió hacia él, abrazándolo.

Dacio llegó en ese momento junto con dos guerreros del Norte, tocándose el brazo derecho, y manteniendo este encogido en el pecho, con el rostro blanco. En cuanto nuestras miradas se encontraron supe que algo malo le había sucedido a Laranar.

Corrí a él y me detuve al llegar a su posición.

—La bestia de la que hablan es un minotauro —dijo—. Y nos pilló desprevenidos.

—Pero… ¿dónde está Laranar?

Miró hacia atrás y me llevé las manos al rostro, espantada. Mis ojos se llenaron de lágrimas y corrí sin perder tiempo a un grupo de hombres que llevaban a mi protector en una tabla de madera a modo de camilla. Alegra andaba a su lado, mirándolo horrorizada. Y Akila les seguía nervioso queriéndose acercar más a Laranar, pero los hombres del Norte eran como barreras de dos metros de altura.

—¿Laranar? —Le llamé en cuanto alcancé a los guerreros que lo llevaban.

Presentaba una herida abierta en la cabeza y sangre en el costado derecho de las costillas. Estaba inconsciente o muerto. Le toqué el rostro mientras caminábamos dirección a nuestra habitación. Gruñó para mi alivio, seguía con vida.

Aarón llegó en ese instante con las ropas manchadas de sangre.

—No es mía —dijo enseguida—. Son de los hombres heridos y de…

Miró a Laranar. Y yo miré a Alegra para que me diera una explicación.

—Ocurrió todo muy rápido —empezó a hablar con ojos llorosos—. Apareció de repente, justo a mi lado. Atravesó el vientre de mi caballo con sus cuernos y caí al suelo, quedando con una pierna atrapada bajo el cuerpo del caballo. Laranar fue el primero en llegar a mí. Pero aunque atacó con Invierno, el minotauro lo alcanzó en un costado, su montura se encabritó y cayó al suelo golpeándose la cabeza con una roca.

—Luego se escondió —continuó Dacio en el momento que llegábamos a la estancia. Lo dejaron con cuidado en el suelo, en una de las mullidas camas. Y escuché al rey ordenar que viniera el chamán de Rócland cuanto antes—, y nos volteó varias veces escondiéndose entre los árboles. Había algo de niebla, eso dificultó aún más el poder ubicarle. En cuanto volvió a aparecer, arremetió contra tres guerreros. Preparé un imbeltrus, pero antes de poder atacar volvió a desaparecer y quedé con el brazo extendido, a punto de lanzar mi ataque.

—No pasó ni un segundo que apareció de nuevo, al lado de Dacio —dijo Alegra.

—Y me rompió el brazo con el que mantenía mi imbeltrus con su embestida —dijo el mago, furioso. No supe si enfadado con el minotauro o consigo mismo—. Ayla, lo siento. Debimos ser más rápidos.

Miré a Laranar arrodillada junto a él. Luego fruncí el ceño y me limpié las lágrimas de los ojos. No era momento de lloriquear. Laranar necesitaba ser atendido cuanto antes.

—Alegra, pásame mi bolsa de medicinas, hay que atenderle —dije con determinación y miré a mi protector—. No te mueras —le advertí—. Porque, entonces, me dejarás sola.

Frunció el ceño, arrugando la frente y apretando los dientes.

Alcé la vista y vi a Chovi, indeciso en la entrada.

—Chovi, tráeme una palangana de agua —le pedí—. Y hazlo rápido, sin tropezar.

Se irguió y asintió, decidido a hacer por una vez lo que le pedían sin meter la pata.

Alegra, me tendió mi bolsa de medicinas y empecé a rebuscar en el interior.

La herida es parecida a la de Solander, pensé en el anciano de la villa que salvamos de unos trolls, aquella vez no supe reaccionar. Hoy, sí.

Saqué todo lo necesario: hilo, aguja, compresas…

Con una daga rasgué las ropas de Laranar para dejar al descubierto la herida de su costado.

Suspiré aliviada, mucha sangre, pero solo era un corte. Un corte importante, no había que menospreciar su herida, pero los cuernos del minotauro no le atravesaron. Como mucho tendría una o dos costillas rotas. Si ninguna había perforado sus pulmones se recuperaría.

Miré su cabeza, el golpe con la roca me preocupaba mucho más. Podía tener un coágulo en el cerebro, un traumatismo o algo por el estilo. Y, en la edad media, solo Dios decidía si alguien sobrevivía a aquello.

Alegra empezó a presionar en la herida para cortar la hemorragia.

Chovi llegó, cargando un gran recipiente con agua en su interior.

—Bien —se lo cogí, dejándolo a mi lado.

Cogí una de las compresas, la mojé, escurrí y empecé a limpiar la sangre del rostro de Laranar. Tenía el lado izquierdo bañado en sangre. En cuanto su cara estuvo limpia, su aspecto no era tan alarmista. La sangre era muy escandalosa.

—¿Sigue sangrando? —Le pregunté a Alegra que no dejó de presionar la herida de la cabeza.

Miró con cuidado, luego negó con la cabeza.

»Bien —suspiré.

—Ayla —me llamó el rey y le miré—, el chamán llegará en breve. Vive en una cueva cerca de aquí.

—¿Un brujo? —Pregunté.

—Sí, invocará a los Dioses antiguos y hará que Laranar vuelva con nosotros.

No quise ofender al rey diciendo que un brujo era lo último que necesitaba mi protector. Eran gente creyente en milagros sobrenaturales, así que me limité a asentir con la cabeza.

—También he hecho llamar al carnicero —añadió.

Abrí mucho los ojos.

»Para que le cosa sus heridas.

—No será necesario —respondí, sin ninguna intención de dejar que un carnicero atendiera a Laranar—. Yo sé hacerlo, le atenderé con ayuda de Alegra. Gracias.

—Como quieras, pide lo que necesites.

El rey se retiró.

Cogí la aguja y el hilo.

Suspiré una vez más, intentando que mis manos dejaran de temblar.

—¿Has hecho esto antes? —Me preguntó en voz baja Alegra.

—La verdad es que no —confesé—. Pero he visto hacerlo.

—Entonces, mejor que lo haga yo —dijo quitándome el hilo y la aguja—. Lo he hecho un montón de veces —la miré sorprendida—. Soy una Domadora del Fuego —me recordó— las heridas están a la orden del día entre guerreros. —Empezó a coser con manos expertas la herida del costado. Dacio se sentó a nuestro lado, más blanco que al principio—. De mientras, ya que la herida de la cabeza parece haber parado de sangrar, córtale el pelo de alrededor. La zona debe estar limpia y me será más fácil trabajar cuando se la cosa.

Asentí de inmediato, pero luego vacilé en cuanto retiré la compresa de la herida. Sus cabellos estaban empapados de sangre, y la piel rasgada por el golpe. Un segundo después empecé a trabajar, decidida, no era momento de vacilar.

Tardamos una hora en atender a Laranar. Lo cubrimos hasta los hombros con una manta hecha a base de pieles de lobos para que no pasara frío. Su aspecto era el de una persona vulnerable, marchita, parecía haber envejecido cinco años de golpe. Sus cabellos dorados fueron peinados de manera que pudieran cubrir el rasurado que le habíamos hecho en la zona de la herida, pero eso no disimuló lo blanco que se encontraba. Ya no fruncía el ceño, ni apretaba los dientes. Parecía que el cansancio o quizá la muerte le estaba venciendo.

Me incliné a él y le besé en los labios, suplicándole que volviera con nosotros cuanto antes. Pidiéndole que no me abandonara en un mundo que no era el mío.

—Estaré sola si te vas —le dije—. Eres el único que me hace continuar con la misión, por favor, no te mueras. Te quiero.

No hubo respuesta, ni siquiera un ligero movimiento que pudiera indicarme que me escuchaba. Quedó inmóvil como cuando una persona está en coma.

El chamán llegó. Un hombre mayor vestido con una piel de oso y un cayado. Llevaba un collar hecho a base de colmillos de depredadores y garras de animales. Empezó a entonar unos cánticos en un idioma desconocido para mí, al parecer tan antiguo que solo los chamanes del Norte lo hablaban. Bailó alrededor de mi protector y cubrió la estancia con incienso. Luego, se marchó con la promesa que los Dioses habían sido informados de su estado y que debatían su suerte en los patios de Vlaar, lugar equivalente al cielo en la Tierra.

—Solo cabe esperar —dijo Aarón sentándose al lado de Laranar.

En ese momento, entró Alegra con un nuevo recipiente lleno de agua y bloques de nieve en su interior. Se arrodilló al lado de Dacio y empezó a colocarle paños de agua fría en la frente. El brazo roto del mago fue atendido, pero empezó a tener fiebre.

A partir de ese momento, solo nos cabía esperar que tanto Laranar, como Dacio, mejoraran.

—Es culpa mía —dije después de una hora en absoluto silencio.

Todos me miraron, incluso Dacio tendido en una cama cercana se volvió para observarme. Yo, de rodillas junto a Laranar, empecé a llorar pese a que intenté contenerme.

—¿Por qué dices que es culpa tuya? —Me preguntó Aarón.

—Porque debí ir, pero me encontraba mal por una estúpida borrachera.

—¿Crees que hubiera cambiado algo tu presencia?

—Soy la elegida, mi deber era estar presente. Y con el colgante hubiera podido…

—No habría cambiado nada —negó con la cabeza Aarón—. El minotauro era muy rápido, increíblemente rápido. No habrías tenido tiempo de actuar, como no lo tuvimos ninguno de nosotros, ni tan siquiera Dacio.

Suspiré entrecortadamente, y me pasé una mano por los ojos en un vano intento por impedir que más lágrimas aparecieran.

—No te sientas responsable Ayla —me habló Dacio, y le miré—. Laranar nunca querría que te sintieras culpable.

Asentí, sintiéndome igual de culpable. Si por lo menos hubiera hecho caso a mi mal presentimiento, no hubiera dejado marchar al grupo.

—El minotauro —hablé al cabo del rato, más calmada—. No pudisteis matarlo, ¿pero pudisteis herirlo? ¿Hacerle pagar de alguna manera lo que le ha hecho a Laranar?

—No —respondió Alegra—. Se marchó después de matar a cinco hombres del Norte. Sino hubiera sido por Dacio, creo que nos habría matado a todos.

—Solo lancé un pequeño imbeltrus a duras penas —dijo Dacio sin quererle dar mucha importancia a su hazaña—. Podría haberle desintegrado con el brazo en condiciones.

El mago llevaba su brazo derecho inmovilizado por dos gruesas tablas. Era un mecanismo rudimentario, pero era de lo único que se disponía en Oyrun.

—Una vez me comentaste que tu raza tiene a sanadores capaces de curar cualquier herida —recordé—. No podrías intentar curarte a ti mismo, y luego intentar curar a Laranar.

—Imposible —respondió sin ninguna duda—. La sanación es un arte muy complicado. La disciplina menos estudiada por el sacrificio que tiene aprenderla. Yo solo estudié artes guerreras, nada de sanación. Lo lamento.

Me desinflé, ¿qué esperaba? Si hubiera podido, lo habría hecho en el mismo lugar donde fueron atacados.

—¿Y el Paso in Actus? —Insistí—. Podrías traer a un sanador en dos segundos con esa técnica. Ir a Mair y volver de inmediato.

—Ayla —me miró comprensivo—, llevo un milenio intentando dominar esa técnica y solo doce magos en la actualidad la saben hacer. No voy a lograrlo ahora.

Suspiré, resignada. Y humedecí una compresa colocándola en la frente de Laranar, que también empezó a tener fiebre.

La noche nos envolvió, y mis compañeros se prepararon para cenar en la estancia de los tronos. Pero antes de partir Aarón me tocó un hombro y aparté la vista de Laranar para mirar al senescal de Andalen.

—¿Estás segura que no quieres venir? Puedo quedarme velando a Laranar, eres la única que no se ha apartado de él ni un momento. —Negué con la cabeza—. Te traeremos algo para cenar pues.

—No tengo hambre —susurré, volviendo mi atención a Laranar—. Llévate a Akila, debe comer.

El lobo, colocado en los pies de Laranar, no se apartó ni un segundo de su lado desde que lo trajeron los hombres del Norte. Era como si el animal intuyera que algo malo le sucedía. Y Chovi le colocó un cubo de agua para que pudiera beber cuando le apeteciera. Pero el lobo ni se inmutó, no bebiendo ni una sola gota de agua hasta que Laranar despertara.

Aarón intentó que les acompañara al comedor, pero no logró que se moviera. Se mantuvo tumbado, reacio a ponerse en pie.

Se marcharon y quedé sola con mi protector y el lobo.

Volví a cambiarle el paño de la frente. Lo hacía a cada minuto, sin descanso. Sus heridas de momento estaban limpias, pero tenía algo de fiebre, por lo que no dejé mis empeños en hacer que su temperatura volviera a ser normal.

Le acaricié la mejilla y me incliné a él dándole un beso en los labios.

—Te quiero —le susurré—. Por favor, vuelve conmigo.

No obtuve respuesta, continuó durmiendo, inmóvil. Miré sus facciones, continuaba siendo hermoso pese a la palidez de su rostro. El cabello largo le cubría la brecha en la cabeza y el rapado que tuvimos que hacerle en la zona. Sus labios permanecían sellados a mis besos y debajo de la manta su tórax subía y bajaba de forma regular mostrando una respiración normal. Tendría algunas costillas rotas, pero por suerte ninguna le perforó los pulmones. Lo hubiéramos sabido a las pocas horas, pero se encontraba bien, respiraba con normalidad y ninguna mancha negra en su costado o abdomen nos hizo temer que tuviera alguna hemorragia interna.

—Ojalá no hubiera esperado a entregarme a ti —le dije notando como la vista se me nublaba de nuevo a causa de las lágrimas—. Ojalá hubiéramos hecho el amor. Tú no hubieras sido como Gódric. Me habrías tratado con amor, con ternura. ¿Por qué no lo hicimos? Quiero que seas el primero y el último. Quiero pasar mi vida junto a ti.

Le abracé, acurrucándome a su lado.

Aquella situación hizo que me sintiera preparada para dar ese paso, hacer el amor con Laranar. Le amaba y por primera vez desde que intentaron violarme no sentí miedo al pensamiento de poder hacer el amor con mi protector, que me acariciara y me mimara. Que me diera placer y me enseñara. Le quería, y quería unirme a él de todas las formas posibles. Pero ahora lo podía perder.

Rebusqué entre mi equipaje el regalo más valioso para mí. Estaba envuelta en un pañuelo rosa de seda, la desenvolví y volví junto a Laranar.

—Aún recuerdo cuando me la regalaste —le hablé acariciando sus acabados tan perfectos, delicados y sutiles—. Fue el regalo más bonito que me hizo nunca nadie.

Me limpié una lágrima que cayó traicionera por mi mejilla. Y le di cuerda a mi caja de música. Las notas empezaron a sonar, alegres pese a la tristeza que vivía en aquellos momentos. La pareja de porcelana bailaba en su interior, ajena al estado de mi protector.

—Ayla —susurró de pronto Laranar.

—¡Laranar! —Exclamé dejando de inmediato la caja de música a un lado—. Despierta, vamos.

La música continuaba, la parejita de porcelana seguía bailando.

Miraba a Laranar, esperanzada. Pero los segundos pasaron y la música llegó a su fin no despertando a mi protector. La pareja de porcelana quedó inmóvil y yo dejé caer los hombros, decepcionada.

Una mano se aposentó en mi hombro y di un respingo, asustada. Al volverme, me encontré al gran hombre del Norte a mi lado, con una bandeja de comida en una mano.

—Se pondrá bien —dijo Alan arrodillándose junto a mí—. No pierdas la esperanza.

Me limpié las mejillas mojadas de lágrimas.

—No tengo hambre —dije al ver que dejaba la bandeja a mi lado—. Debo cuidar de Laranar.

—Debes comer algo —respondió partiendo un mendrugo de pan y me lo tendió—. Está caliente aún.

—No tengo hambre —insistí.

—Llevas sin comer desde el mediodía, por favor, come un poco.

Miré a Laranar y volví a cambiarle el paño de la frente.

»Él querría que comieras.

Sus ojos azules me miraban con preocupación. Volvió a tenderme el pan. Finalmente lo cogí y empecé a darle pequeños mordiscos. Alan trajo sopa, medio conejo, queso y algo parecido a yogur. Pero no pude terminarme ni el trozo de pan, mi estómago estaba cerrado por completo, incapaz de aceptar nada que no fuera angustia. Akila tampoco quiso probar ni una migaja de lo que le tendí, se limitó a gemir y a mirar a Laranar.

El hombre del Norte desistió con los dos y permaneció a mi lado, observándome. Le miré de refilón varias veces, notando su proximidad hacia mí. Sus ojos eran tan azules y resaltaban tanto con su pelo negro, que se hizo difícil ignorarlos. Pero puse toda mi atención en Laranar.

Sus ojos también son bonitos, pensé, y exóticos. De dos colores, azules y morados.

Dacio y Alegra regresaron pronto. La cara del mago era blanca, y la Domadora del Fuego le ayudó a tenderle.

—Debiste quedarte —le regañó Alegra—. No estás bien.

Dacio se cubrió con la manta que disponía, muerto de frío, sin fuerzas siquiera para contestarle. Su rostro era una mueca de dolor, llevándose el brazo al pecho. Alegra volvió a cubrir su frente con paños humedecidos en agua fría.

Me volví a Laranar y le cambié como otras tantas veces la compresa de su frente. Luego volví a darle cuerda a mi caja de música y la melodía empezó a sonar de nuevo. Estaba convencida que aunque mi protector no despertara sabía que estaba a su lado y escuchaba de alguna manera mis palabras y la bonita canción de mi caja de música. Alan se marchó en cuanto Aarón y Chovi regresaron también.

Amaneció y Laranar continuó dormido.

Mis ojos volvieron a teñirse de lágrimas mientras mis compañeros se levantaban para iniciar el día. No me pude contener y todos me miraron preocupados en cuanto pasé al llanto y me incliné sobre Laranar, abrazándole. Aarón fue el primero en cruzar la estancia, arrodillarse y examinar a mi protector.

—Sigue dormido —dije de inmediato al ver que pensaron lo peor por ponerme así—. Pero no despierta, y Solander despertó antes que amaneciera. ¿Por qué él no lo hace?

—Ayla, ¿quién es Solander? —Me preguntó.

Entre sollozos lo expliqué y el senescal me miró comprensivo.

—Cada persona es distinta, necesitamos nuestro tiempo para recobrarnos. Si Laranar no ha despertado aún, no significa que a la tarde no pueda despertar. No lo compares con el anciano. No esperes que nadie vaya a evolucionar igual que el anterior. ¿De acuerdo?

Asentí, conteniéndome. Me tocó un brazo en un gesto de apoyo.

»Pronto despertará. Ahora, pero quiero que descanses. Duerme un poco, yo me encargaré de él.

—Pero…

—Duerme —dijo más serio—. Lo necesitas.

Suspiré, y finalmente asentí. Estaba agotada.

Ocupé la cama más próxima a Laranar para estar con él aunque durmiera.

Desperté al mediodía y Laranar continuaba inconsciente. El día pasó sin ningún signo que nos diera la esperanza que despertara en breve. Pero al caer la noche, sentada al lado de mi protector, vi cómo movía una mano. Fue algo breve, como un parpadeo. Simplemente la cerró en un puño y la volvió a abrir.

—¡Ha movido la mano! —Exclamé de inmediato.

Alegra me ayudaba en ese momento a examinar la herida del costado de Laranar, vigilando que no se infectara. Miró la mano que le señalé.

—Ha sido un momento, pero la ha movido —dije segura, y me incliné a mi protector—. Laranar, ¿me escuchas? Soy Ayla, abre los ojos.

Le acaricié el rostro para que sintiera mi contacto.

»Vamos, estoy a tu lado. Abre los ojos —permaneció inmóvil. Le di un corto beso en los labios y volví a mirarle. Alegra puso una mano en mi hombro—. No me lo estoy inventando, he visto como ha movido la mano.

—Quizá solo ha sido tu imaginación.

—Lo más probable —dijo Aarón cerca de nosotras, sentado en una cama—. Llevas encerrada todo el día, deberías tomar el aire.

Apreté los dientes, ¿por qué nadie me creía?

Han perdido la esperanza, entendí.

Un escalofrío me recorrió de cuerpo entero al entenderlo. Noté como la sangre me huyó del rostro y miré horrorizada a Laranar. ¿Iba a morir? ¿De verdad iba a morir y no había esperanza?

Los ojos se me llenaron de lágrimas de pura impotencia. Si moría, estaría sola, no tendría a nadie que me apoyara tanto como él. Y sus padres… ¡Dios! ¿Quién les daría la noticia que su hijo había muerto? Ya habían perdido a una hija. Laranar era lo único que les quedaba. No podía morir.

—Yo creo que ha recuperado un poco el color de la cara, ya no está tan blanco —comentó Dacio y volví a la realidad. El mago se había levantado de su cama, después de todo el día en reposo y se había sentado a nuestro lado. Me miró a los ojos—. Se recuperará, y si le has visto mover una mano estoy convencido que es verdad. —Miró a Laranar y, de pronto, le dio una palmada en los pies con el brazo bueno—. ¡Eh! ¡Despierta! Tienes a tu mujer muy preocupada, ¿no te da vergüenza?

—Dacio —le regañó Alegra.

No todos han perdido la esperanza, agradecí interiormente. Aún hay quien cree que se recuperará, pensé.

—Tonterías, ya ha descansado suficiente —se quejó el mago señalando a mi protector con un dedo acusador—. ¿Acaso no quieres vengarte del minotauro? Yo tengo ganas de salir a machacar a ese desgraciado. Que pague por lo que nos ha hecho. Después de todo lo que hemos vivido juntos, me niego a que te quedes ahí estirado toda la vida. ¡Así que espabila!

Miré a Laranar, continuó inmóvil pese a las palabras de Dacio. Pero una idea empezó a surgir en mi cabeza. El minotauro continuaba impune acechando a inocentes por el bosque de Rócland. Andaba suelto, sin castigo, y, alguien, debía clamar venganza.

Fruncí el ceño.

Ese hijo de puta pagará sus crímenes como me llamo Ayla. Lo juro por Natur, la diosa de Laranar, recé interiormente.

El ahogo y la desesperanza dieron paso a la furia y la venganza.

Me incliné a Laranar y le susurré al oído:

—Voy a matar a quien te ha hecho esto —le besé en los labios y me alcé mirando al grupo—. Necesito tomar el aire y despejarme.

Aarón sonrió, aliviado.

—Te irá bien —dijo—. Pero abrígate, hace un frío de mil demonios ahí fuera.

—¿Quieres que te acompañe? —Se prestó Alegra, volviendo a cubrir el torso desnudo de mi protector después de atender la herida del costado.

—No —negué con la cabeza—. Necesito estar sola.

Asintió.

Me dirigí a mi equipaje, donde tenía mi mochila, el arco, el carcaj y mi capa. Sonreí, y miré de refilón al grupo que estaba pendiente de Laranar. Cogí mi capa, me la puse sobre los hombros de rodillas en el suelo, y escondí mi espada, el arco y el carcaj en ella.

—Nos vemos a la hora de cenar —dije saliendo al exterior.

En cuanto quise cerrar la puerta, el morro de Akila me lo impidió.

Fruncí el ceño al ver que salía conmigo, pero para no levantar sospechas le dejé hacer y cerré la puerta seguidamente.

Suspiré y miré a Akila, que quiso olfatear dentro de mi capa. Lo retiré de inmediato.

—Te has dado cuenta, ¿eh? —Dije con fastidio.

Dos días sin separarse de Laranar y decidía en ese momento querer seguirme.

Me dirigí a los establos. Ensillé mi caballo y le ordené a Akila que permaneciera allí sin moverse. No permitiría poner en peligro a otro miembro del grupo. Era la elegida, y aquello solo era asunto mío. Mi trabajo, mi venganza. Mataría al minotauro costase lo que costase.

Llegué a las puertas de la ciudad justo cuando ya las cerraban. Me puse la capucha para cubrir mi rostro. Suspiré, intentando no perder el valor y espoleé mi montura. El caballo galopó, pasando al lado de los guardias como una flecha. Logré mi objetivo apenas por unos segundos. Y la puerta se cerró a mi espalda. No me detuve, no había tiempo. Eran guerreros del Norte, no debía subestimarles. Así que azucé más a mi montura adentrándome en el bosque sin mirar atrás.

El cielo estaba despejado y la luna llena y las estrellas me iluminaban el camino.

—Minotauro, voy a por ti —dije decidida.

ELEMENTO TIERRA

El bosque de Rócland era un laberinto de árboles silenciosos que cobraban formas extrañas en el grueso de la noche. La escasa luz del lugar hacía ver cosas que en realidad no existían, pues las ramas de algunos abetos se asemejaban a altos gigantes con afilados dedos. Pero solo eran eso, árboles, por mucho que la imaginación se empeñara en mostrarte lo contrario.

El aullido de un lobo en la noche hizo que se me erizara el vello. Y el ulular de un búho me sobresaltó. Llevaba una hora larga dando vueltas por aquel bosque y pese a mis recientes habilidades para rastrear presas, no logré encontrar ninguna señal del minotauro. El colgante tampoco brillaba, y eso me dejaba pocas alternativas para continuar con mi búsqueda. Pero antes de rendirme, prefería pasar una noche entera vagabundeando a regresar a Rócland y no cumplir con mi venganza.

Continué la marcha, adentrándome más y más en aquellas tierras. La espesa nieve, que llagaba a cubrir a mi caballo hasta casi las rodillas en según qué puntos, dificultó el camino. El animal, cansado por la dureza del terreno, empezó a resoplar. Me apeé, y continué adelante con determinación, guiando al caballo no sin esfuerzos.

Miré una vez más el colgante, nada. En ese instante, un ruido a mi espalda me alertó. Dejé las bridas de mi montura de inmediato, y preparé mi arco lo más rápido que pude.

—¿Quién va? —Pregunté alto y claro.

Entrecerré los ojos, buscando en la noche. Identifiqué un jinete acercándose a mi posición.

—Alan, de Rócland —respondió, con su peculiar acento germánico.

—¿Alan? —Pregunté, extrañada. Y, al acercarse un poco más, pude ver su cara.

Bajé el arco y guardé mi flecha en el carcaj.

»¿Se puede saber qué haces aquí?

Alan bajó de su montura y detrás de él vino Akila que quiso lamerme en cuanto llegó a mí.

—Eso debería preguntártelo yo —contestó—. Fui a ver cómo estabas y Alegra me informó que habías ido a pasear. Lo que me sorprendió, y te busqué para saber si estabas bien. No te encontraba por ninguna parte. Pero sí encontré a tu lobo por el recinto muy nervioso. En cuanto me vio empezó a voltear alrededor de mí y me guió hasta los establos. Allí me percaté que tu caballo no estaba. —Puso los brazos en jarras en ese momento—. ¿Se puede saber en qué estabas pensando? Salir sola.

Miré a Akila.

—Chivato —le acusé, pero el lobo se limitó a tirar sus orejas hacia atrás e intentar lamerme la cara, contento de verme.

Alan sonrió al ver al animal así.

—Volvamos a Rócland —me pidió—. El resto no tardará en llegar. Los guardias ya habrán informado a mi hermano.

—No, pienso matar al minotauro esta misma noche —dije decidida—. Quieto —le dije firme a Akila para que se tranquilizara.

El lobo se sentó de inmediato, estaba bien adiestrado.

—Con todos mis respetos Ayla, —se aproximó un paso más a mí—, no creo que sea conveniente que vagues tu sola por estos bosques en busca de un minotauro que ha matado y herido a decenas de personas.

—Tendrás que arrastrarme para que vuelva —le espeté, cruzándome de brazos.

—Dime, ¿sabes dónde estás? —Me preguntó. Pero no me amilané, alcé la cabeza sin achicarme. Llevaba desde el principio perdida, todos los árboles me parecían iguales. Era como estar en un laberinto. Aunque no me importaba, lo único que quería era matar al minotauro, luego ya me preocuparía de regresar.

—No, ¿y que? —Le reté.

—¿Tienes alguna pista de donde puede estar la bestia?

—No, pero no me importa, lo encontraré tarde o temprano.

—Lo suponía, te has desviado de su zona de caza —dijo señalando dirección contraria, y fruncí el ceño—. Suele estar más al norte y tú estás dirigiéndote al sur.

Aquella nueva información sí que me desinfló. Todo lo que había recorrido hasta el momento había sido una pérdida de tiempo. Pero lo más frustrante fue ver la sonrisa burlona de Alan.

Apreté los puños, cogí las bridas de mi caballo y monté con decisión.

—Gracias por la información —le agradecí como si tal cosa, y espoleé el caballo para que empezara a trotar dejando a Alan detrás de mí.

Azucé a mi montura antes que el hombre del Norte tuviera tiempo de seguirme. No estaba dispuesta a abandonar la caza contra el minotauro.

Me volví un momento, no me seguía. Ni siquiera Akila. Sonreí. Mi caballo continuó trotando, saltamos un árbol caído y nos dirigimos a una elevación del terreno. Al llegar a la cima, me encontré a Alan de frente, que esperaba pacientemente encima de su jamelgo.

—¿Agradable el paseo? —Me preguntó divertido, alzando una ceja.

Miré hacia atrás, desconcertada. Luego volví a mirarle.

—¿Cómo…?

—Conozco estos bosques —me cortó—. No puedes escapar de mí.

Le giré la cabeza, enfadada.

—No pienso volver —dije—. Y no eres quién para impedir que vaya a cumplir mi misión. Soy la elegida, y lo único que quiero es hacer mi trabajo. No voy a volver a Rócland.

—Lo sé —habló mientras aproximaba su caballo al mío y le miré. Akila le seguía a su lado, mirándome sin comprender por qué huía también de él—, y espero no arrepentirme. Voy a acompañarte si me lo permites. Te ayudaré a derrotar al minotauro.

Alan pasó a mi lado, iniciando la marcha.

»Vamos, —me apremió—, creo que un minotauro nos espera.

Le miré perpleja y tardé unos segundos en reaccionar.

—¿Por qué quieres ayudarme? —Le pregunté colocando mi caballo a su lado.

—Porque no me perdonaría que resultases herida si puedo evitarlo —se limitó a responder. Luego me miró de reojo—. Y creo que necesitas un guía que conozca estos bosques.

—Gracias —le agradecí sinceramente.

Dejé que encabezara la marcha. Akila se adelantó olfateando el terreno y después de una media hora larga empezó a gemir y rascar en la nieve.

Alan se bajó de su caballo para comprobar qué había encontrado el lobo.

—Está cerca —dijo con una rodilla hincada en la nieve—. No creo que tarde en aparecer.

Bajé de mi montura y vi unas huellas claramente marcadas en la nieve. No eran de ninguno de nosotros, sino de alguien mucho más grande. Alguien que incluso superaba la huella que pudiera hacer Alan de Rócland, de más de metro noventa de altura. Y, lo más importante, no eran humanas.

—¿Seguro que no prefieres volver mañana con más guerreros? Es peligroso —intentó convencerme por última vez.

—Si tienes miedo, puedes marcharte, pero yo sigo adelante —contesté, haciéndome la valiente.

—No tengo miedo, solo me preocupo por ti, nada más —contestó como si le hubiera ofendido.

—Sé cuidarme sola —le espeté—. Laranar me enseñó a usar la espada y el arco. Y he sobrevivido a cuatro magos oscuros, dos dragones y luchado contra decenas de orcos.

—Dudo mucho que Laranar te haya enseñado a combatir contra un Minotauro. Es más, dudo que sepas siquiera como es su temperamento y la forma en que lucha.

—Lo dices como si tú sí supieras combatirlo y hasta el momento nadie ha podido contra él. ¿Por qué será? —Le pregunté desafiante al ver que me trataba como si no fuera capaz de conseguirlo—. Habéis esperado a que llegara yo para plantarle cara.

—Y ya ves de qué ha servido —me contestó enfadándose por momentos—. Tu grupo no ha sabido combatirlo, el mago tiene el brazo roto y tu Laranar está más muerto que vivo.

Quedé estupefacta con su respuesta. Luego, la consternación dio paso a la ira, y, sin pensarlo, le di una bofetada a Alan con todas mis fuerzas.

No se lo esperó, y para ser sincera tampoco pensé que pudiera reaccionar de una manera tan violenta. Sacudí la mano en el aire mientras le miraba, me hice daño a mí misma, pero Alan no se movió ni un centímetro, tenía la cara tan dura con una roca.

Me devolvió una mirada fría y acto seguido se acarició la mejilla sin apartar la vista de mí. No supe qué decir, entonces. Me dolió que dijera que Laranar estaba más muerto que vivo, más aun cuando sabía lo importante que era para mí. Pero por muchos buenos motivos que tuviera para pegarle no debí hacerlo. Siempre pensé que de igual manera que es terrible que un hombre pegue a una mujer, no es justificado que una mujer pegue a un hombre.

Me tragué el orgullo y decidí pedirle perdón.

—Perdona Alan, no debí hacerlo —me disculpé.

Siguió mirándome con ojos fríos y lo probé nuevamente.

»Yo no soy así, jamás había pegado alguien y te pido perdón.

Alan suspiró y negó con la cabeza, desapareciendo su mirada fría.

—No, soy yo quien debe pedirte perdón. No debí decirlo, lo siento. Laranar se recuperará. —Se tocó de nuevo la mejilla—. Me lo merecía.

Suspiré aliviada.

»Vayamos a vengar a Laranar y a los hombres del Norte que ha matado.

Asentí con la cabeza, nos subimos a nuestros caballos y continuamos adelante. No avanzamos ni dos metros que los fragmentos empezaron a brillar.

—Está cerca —comenté.

Alan sacó su espada y se preparó.

—Es muy rápido, ten cuidado —me advirtió.

Un ruido a nuestra espalda hizo que ambos nos volviéramos a la vez. Akila empezó a enseñar los dientes y erizar el lomo. Alan se adelantó un metro con la espada alzada. Yo entrecerré los ojos, concentrándome al máximo para buscar la luz de los fragmentos que debía poseer nuestro enemigo, pues según Alegra, a ninguno les dio tiempo de verificar si aquel monstruo era poseedor de uno. Si localizaba al minotauro pensaba desplegar toda la fuerza del colgante hacia él.

El minotauro, quizá atraído por la fuerza del colgante y consciente del poder con el que se enfrentaba, actuó con sigilo. Le escuchamos voltear alrededor de nosotros, corriendo de un árbol a otro sin descanso.

Nuestros caballos empezaron a ponerse nerviosos. Nos bajamos, sabiendo que el primer objetivo del minotauro sería atravesarlos con sus cuernos y así hacer que cayéramos al suelo.

Ambos caballos se fueron al galope, sin necesidad de azuzarles.

De un modo defensivo, sin decirnos nada, Alan y yo, nos pusimos espalda contra espalda, y Akila se colocó también entre nosotros.

Los gruñidos del lobo se intensificaron.

De pronto, vi su sombra, cruzando de un extremo a otro. Fue un instante y ataqué. Desplegué la magia del colgante contra aquella silueta. Un torbellino de aire; rápido y mortífero, llegó como un soplo de destrucción directo al enemigo. Los abetos de alrededor fueron arrancados del suelo y una gran masa de nieve explosionó con la fuerza que lancé el viento.

Pero fallé.

Alan, se volvió a mí, sorprendido. Incrédulo con la demostración de poder que acababa de hacer. Pero no hubo tiempo para decirnos nada. El minotauro salió de las sombras, directo a nosotros, con el cuerpo tendido hacia delante para embestirnos con sus inmensos cuernos de toro de un metro de largo. Fue visto y no visto. Alan me empujó para apartarme de su trayectoria, y con un mandoble de espada —en el justo momento que el hombre del Norte se apartaba de su camino— logró herirle en un brazo.

El enorme animal emitió un sonido mezcla de grito y rugido. Se irguió cuan alto era, mostrando sus más de dos metros de altura.

Sorprendida por un instante, solo pude pararme a mirar aquel monstruo. Tan alto y con una musculatura más que desarrollada. Aunque lo realmente impactante era la cabeza de toro en un cuerpo de hombre. Por mitos y leyendas, sabía a qué animal me enfrentaba, pero verlo de verdad, en primera persona, fue muy diferente. Sus ojos eran del color de la sangre, grandes y brillantes; y de su boca, o mejor dicho de su morro, una espesa baba blanca y asquerosa se ceñía sobre ella. Su respiración era fuerte y sonora, provocando una nube de vaho debido a las bajas temperaturas. No llevaba ningún ropaje, ni ningún arma. Solo una capa espesa de pelo que le cubría desde las pezuñas —que eran sus pies— pasando por las piernas, el torso de hombre, y brazos y manos de humano, hasta su cabeza de toro. Un pelaje de un marrón oscuro, casi negro.

Cabeza de toro y cuerpo de hombre. Y en su pecho un fragmento del colgante incrustado en su pelaje.

El minotauro dejó de rugir y clavó sus ojos en mí. Gruñó, mostrándome unos dientes diseñados para matar y destripar carne. Extendió los brazos y contrajo los músculos, preparándose para su siguiente ataque.

Debí tener miedo, estar aterrorizada, pero en vez de eso, lo único que sentí fue excitación por estar a punto de cumplir mi venganza. El minotauro avanzó y yo con él. Uno contra el otro. Alan me llamó, alarmado, pero continué adelante. Y, justo cuando casi nos alcanzamos, desplegué de nuevo el viento.

Un golpe de aire de grandes proporciones elevó al animal por los aires y lo lanzó directo a un gran pinabete empotrándolo entre sus ramas cargadas de nieve. No me detuve, antes que la gravedad lo bajara al suelo descargué varias ráfagas de aire seguidas.

—¡Esto por todos los hombres que has matado! —Grité, lanzándole a otro árbol y empotrándolo bien entre sus ramas—. ¡Esto es por Dacio! —Volví a lanzarlo de nuevo junto a otro pinabete—. ¡Y este…! —Lo lancé de nuevo y volví a lanzarlo—. ¡Este es por Laranar!

El último árbol al cual empotré se partió en dos. El minotauro lo atravesó y cayó al suelo quedándose inmóvil.

Respiré profundamente, algo cansada, pero me erguí, orgullosa de haberlo eliminado. Me volví a Alan, que me miraba con la espada baja y la boca literalmente abierta. Tenía los cabellos despeinados y manchados de nieve debido al viento.

Sonreí.

—Ya está muerto —dije—. He cumplido con…

La expresión de Alan pasando al pánico me alertó, y me volví de inmediato. Solo tuve un segundo para lanzarme al suelo antes que el minotauro me alcanzara. Akila se tiró sobre él, encaramándose a su espalda.

—¡Akila! —Grité.

Con el lobo encima no podía utilizar mi poder.

Alan actuó de inmediato, elevó su espada y de un golpe vertical le alcanzó de lleno en el pecho, casi logró arrancarle el fragmento. El minotauro con los brazos extendidos por detrás de su cabeza intentando liberarse del lobo, que le mordía con énfasis en la nuca, volvió su atención al rival que tenía enfrente. Pero Alan le cortó la mano con que intentó sujetarle.

El minotauro rugió y gritó, aquel sonido peculiar entre humano y animal se elevó por todo el bosque. Y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, se sacudió. Cogió a Akila por el lomo con la mano que le quedaba, y lo lanzó por los aires. El lobo aterrizó en la nieve. Quedó algo aturdido pero ileso.

Volví a emplear el colgante. Alan se apartó de inmediato al notar que el aire se alzaba bajo sus pies y se colocó a mi lado. Un tornado elevó de nuevo a la criatura, lo elevó y elevó por el cielo, hasta que rompí el vínculo y cayó por la fuerza de la gravedad a más de treinta metros de altura.

El impacto contra el suelo fue brutal.

La sorpresa fue, cuando vimos que volvía a alzarse en apenas unos segundos. Abrí mucho los ojos al ver como el brazo que le quedaba entero estaba doblado de una forma antinatural. Y una de sus piernas invertida del revés.

Di un paso atrás, sin saber qué más hacer. Empezaba a agotarme utilizando el poder del colgante.

—Continuará hasta que su corazón se pare —dijo Alan mirando al minotauro igual de asombrado—. ¿No puedes quemarlo?

—No sé invocar el fuego —dije—. Solo utilizarlo cuando tengo una hoguera o una llama cerca. Y lo mismo con el agua. El viento puedo usarlo a mi antojo porque siempre hay aire.

—¿Y la tierra? —Preguntó—. ¿Qué puedes hacer con ella?

—Supongo que podría provocar terremotos, pero de qué serviría en este… —una idea me vino a la cabeza—. ¿Has dicho hasta que su corazón se pare?

—Sí.

Akila volvió junto a nosotros, mirando esta vez al minotauro con cautela.

Respiré una bocanada de aire para concentrarme. El poder de la tierra no lo había utilizado nunca, pero siempre había una primera vez. Miré a los pies del minotauro, el suelo estaba cubierto de nieve así que invoqué el viento para apartarla. El monstruo creyó que quería volverlo a lanzar por los aires así que se balanceó, rugiendo con su pierna doblada del revés. Una vez hecho, le hice un gesto a Alan con el brazo para que se colocara detrás de mí. La magia de Gabriel corría por mis venas, y las clases de magia de Dacio me enseñaron a utilizarla en mi favor.

Proyecté el poder del colgante hacia el interior de la tierra, hacia el interior del terreno que pisábamos. Cerré los ojos, sin perder la conexión con el flujo de energía que se adentraba bajo las entrañas del bosque.

Escuché al minotauro rugir, pero el vínculo ya estaba hecho.

Abrí los ojos, el minotauro volvía a correr, renqueando, hacia nosotros. Pero entonces, la tierra bajo sus pies se abrió en una enorme brecha de cinco metros de profundidad. Fue un chasquido en medio del bosque, un estruendo. Un pequeño terremoto que hizo que las criaturas nocturnas alzaran el vuelo o corrieran, huyendo en todas direcciones lejos del campo de batalla.

El minotauro cayó dentro de la enorme abertura en la tierra, y rápidamente volví a cerrarla. El suelo se tambaleó con aquella contracción del terreno hasta que solo quedó un montículo alargado, marca de donde la tierra se hubo separado. Cerré la conexión, y me relajé.

Alan se aproximó a mí, mirando asombrado la zona donde antes se encontraba el minotauro.

—¿Habrá muerto? —Preguntó.

—Eso… espero —dije intentando recuperar el aire, casi sin fuerzas—. Lo he aplastado, su corazón a la fuerza habrá dejado de latir. —Respiré profundamente una vez más—. Y si no lo ha hecho pronto lo hará, no creo que haya mucho oxígeno bajo tierra.

Akila olfateó la zona, pero de pronto empezó a gruñir. Y se retiró de inmediato erizando el lomo. Alan y yo, nos tensamos.

Incrédulos al principio, empezamos a escuchar los rugidos de la bestia abriéndose paso entre la tierra. Nos retiramos unos pasos, consternados.

Unos grandes cuernos empezaron a asomar por encima del suelo, luego vino su morro bajo un flujo de babas espesas y unos dientes afilados como dagas. Rugía y gritaba. Alan intentó atacarle antes que lograra liberarse, pero su espada rebotó contra los resistentes cuernos del animal.

El minotauro sacó sus brazos, uno de ellos medio amputado por Alan. Luego, haciendo uso de todas sus fuerzas, acabó de sacar las piernas. Jadeando, el animal nos miró y rugió una vez más. Se alzó, hinchando el pecho, decidido a matarnos de una vez para siempre.

Lo miré aterrada, apenas me quedaban fuerzas.

Alan alzó su espada y, sin esperarlo, el minotauro se desplomó.

Dimos un salto del susto retirándonos del monstruo. Pero yació inmóvil en el suelo.

—¿Crees que está muerto? —Le pregunté a Alan sin acercarnos ninguno de los dos, desconfiados.

—Lo parece —dijo, y con un gesto hizo que me colocara detrás de él.

Nos aproximamos con cuidado al cuerpo. Akila fue el primero en llegar a él, gruñendo. Lo olfateó y luego nos miró, moviendo la cola.

Alan le dio unos toques en la espalda con su espada, pero no hubo respuesta. Nos acercamos más y le miramos el rostro. No respiraba.

—Sí, está muerto —le dio dos toques con la espada en los cuernos, luego sonrió—. Enhorabuena, has cumplido tu venganza.

Hinché el pecho, orgullosa. Laranar y el resto estaban vengados.

—Creí que no moriría nunca —dije tocando uno de los cuernos, observando mi presa—. Es inmenso. No me extraña que nadie pudiera con él.

—Solo la elegida —respondió Alan sonriéndome.

Asentí, contenta. Entonces, recordé el fragmento que tenía el animal en su pecho.

—Ayúdame a darle la vuelta, debo recoger el fragmento —le pedí.

Entre los dos, lo volvimos. Y purifiqué el fragmento que poseyó el minotauro durante tanto tiempo. Seguidamente, lo uní al colgante. Casi estaba completo y el pequeño accidente que tuve con el fénix pronto sería reparado.

—Si no te importa me llevaré la cabeza como trofeo —dijo Alan alzando su espada.

Necesitó cinco golpes para separar la cabeza del tronco.

—¿Qué harás con ella? —Pregunté.

—Bueno… —vaciló—. En realidad, la presa es tuya. No tengo derecho a reclamarla, así que…

—Puedes quedártela, lo vencimos entre los dos.

Sonrió, y aceptó la cabeza.

Empezamos la marcha a pie, nuestros caballos andaban por alguna parte, así que no nos quedó otro remedio que ir andando. Alan, llevaba la cabeza arrastrándola por la nieve cogiéndola de un cuerno. Parecía un niño con un juguete nuevo.

Al poco de iniciar el camino, ruidos de cascos de caballos nos alertaron que más jinetes habían partido en mi busca. Empezamos a llamarles y a los pocos segundos aparecieron entre los árboles varios hombres del Norte, con Alegra y Aarón acompañándolos.

—Hermano —el rey Alexis también estaba presente y fue el primero en llegar a nosotros—. ¿Qué ha ocurrido?

—¡Mira Alexis! —Alan alzó la cabeza del minotauro con un solo brazo. Y debió de emplear toda su fuerza, pues solo la cabeza debía pesar unos cuantos kilos—. ¡Lo hemos vencido!

—¡Ayla! —Me llamó Alegra llegando con el resto. Se apeó de su montura y me abrazó, luego me miró muy enojada—. ¿Se puede saber en qué estabas pensando?

—En vengar a Laranar y Dacio.

—Ayla, debiste esperar —me regañó Aarón bajándose también de su montura.

—Y si tú lo sabías, ¿por qué no informaste? —Le preguntó Alexis a Alan, muy enfadado. Alan bajó el brazo que sostenía la cabeza del minotauro—. Debiste informarme de la partida de la elegida, esperar a que nos organizáramos e ir juntos en su busca.

—El tiempo apremiaba —se defendió, pero Alexis le cogió de su capa. Creí por un momento que se enzarzarían en una pelea de verdad.

—¡Lo único que has querido es exhibirte ante Ayla!

Abrí mucho los ojos.

—No, Alexis —quise intervenir, pero Aarón se interpuso en mi camino advirtiéndome con la mirada que no me metiera. Fruncí el ceño, y miré por encima del hombro del senescal para intentar apaciguar al monarca—. Alan vino para impedir que fuera en busca del minotauro, pero no quise volver.

Alexis le soltó y luego me miró, serio.

—Pues que te hubiera atado —respondió, y volvió a montarse en su caballo—. Regresemos, este no es lugar para discutir.

Miré a Aarón y este hizo que montara con él.

—¿Crees que Alan tendrá problemas? —Le pregunté en un susurro, agarrada a su espalda, mientras trotábamos de vuelta a Rócland.

—Debiste esperar —se limitó a responder.

Hundí mi rostro en su espalda.

—Lo volvería a hacer —dije pese a todo.

—Ayla —se volvió Aarón para mirarme—, te has puesto en peligro.

Rócland apareció como siempre, de golpe. Escondida la ciudad bajo un laberinto de árboles.

—Tenía que matarle —quise hacerle ver, apretando los dientes solo de pensar lo que ese monstruo le había hecho a Laranar—. Estaba libre, mientras Laranar está inconsciente en una cama. No podía consentirlo.

Frunció el ceño, entrando ya en la ciudad. Las puertas se cerraron a nuestra espalda. El senescal volvió su vista al frente, conduciendo el caballo que compartíamos a las cuadras. Escuché a Alan informar de ir en busca de los caballos que huyeron espantados.

—¿Cómo está Laranar? —Le pregunté a Aarón en cuanto toqué el suelo.

—Ayla, han pasado más de dos días y no responde —dijo—. Siento decirlo, pero… prepárate para lo peor.

—No, se recuperará —dije con un hilo de voz.

—Va a morir, acéptalo.

Aquello fue como si alguien atravesara mi pecho con una espada. Y, agobiada, salí de las cuadras corriendo, dirección a la estancia donde nos alojábamos todo el grupo y donde descansaba Laranar. Al llegar, Dacio se incorporó sobre un codo, aliviado de verme, pero rápidamente su expresión pasó a la preocupación al ver mi rostro anegado en lágrimas. Chovi, que atendía a Laranar, le cambiaba el paño de la frente en ese mismo instante. Corrí hacia mi protector y me eché junto a él. Abrazándolo.

—¿Por qué no despiertas? —Le pregunté entre sollozos—. Vuelve conmigo, te lo suplico. Sin ti estoy perdida.

Continué llorando, sin esperanzas.

—¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?! —Grité a la habitación.

—Ayla —aquella era Alegra, que me tocó un hombro—, se recuperará.

—Habéis perdido la esperanza —dije mirándola, Aarón entraba en ese momento en la estancia acompañado de Alan y el rey. Akila se colocó de nuevo a los pies de Laranar—. No me engañes, tú también crees que va a morir.

No respondió y volví a abrazar a Laranar.

—¡Ojalá no hubiera pasado! —Grité—. ¡Ojalá nada de esto hubiera pasado!

De pronto, el colgante empezó a brillar. Su luz comenzó a rodearme y me levanté del suelo sin saber exactamente qué era lo que sucedía. Todo se tornaba blanco a mí alrededor y las voces de mis compañeros se perdían en la distancia mientras gritaban mi nombre.

Empecé a marearme. Noté como si flotara, como si el suelo desapareciera a mis pies y me elevara. Luego caí al vacío. Y miré sin fuerzas la luz infinita, blanca y pura que me envolvía. Finalmente, me dejé llevar, perdiendo el conocimiento.

Abrí los ojos, aturdida. Me toqué la cabeza y miré alrededor. El pánico se ciñó sobre mí en cuanto identifiqué dónde me encontraba.

—No puede ser —dije alzándome con las piernas temblando.

Abrí la puerta del lavabo, salí y miré por la ventana del baño.

Hacía un día soleado y caluroso, un día de verano.

Estaba en mi instituto.

Había regresado a la Tierra.