ALEGRA (4)

REENCUENTRO

Salí de mi habitación, cerré la puerta con llave y me dirigí al primer pasillo dirección a las escaleras. De camino estuve mirándome las manos aún irritadas por la quemadura que recibí de Valdemar. Ya no necesitaba vendarlas, pero debía aplicarme una pomada tres veces al día para que la piel no quedara marcada con una espantosa cicatriz, aun y así, dudaba que no me quedara alguna mancha o sombra que me acompañara el resto de mi vida. Tampoco le daba importancia, las cicatrices estaban a la orden del día en una guerrera.

Al doblar una esquina, me encontré a Ayla y Laranar hablando con la reina Irene justo en el rellano de las escaleras, acompañados por dos niños de unos cuatro y seis años. Akila se encontraba con ellos; al parecer estaban presentando a aquellos niños al lobo, que lo miraban con una mezcla de curiosidad y miedo. El más pequeño se agarraba a las faldas de la reina, mientras que el mayor hacía acopio de valor y extendía una mano para que el lobo se la olfateara. Ayla se encontraba con una rodilla hincada en el suelo y un brazo rodeando el cuello del lobo.

Akila lamió la mano del niño y este rió.

Me aproximé a ellos, vacilante, me miraron un segundo y enseguida me incliné ante la reina. Me gustara o no, mi villa perteneció al reino de Andalen, por lo tanto, debía respeto y sumisión a la realeza de mi país. Todos continuaron atentos a los dos pequeños, que identifiqué como los príncipes, hijos del rey Gódric y la reina Irene.

—Es la primera vez que toco un lobo —dijo el niño, acariciando ya la cabeza de Akila—. Es muy bonito.

—Y muy bueno, príncipe Aster —le contestó Ayla—. No os hará ningún daño si le tratáis con respeto y primero le dejáis que os huela. —Miró al segundo niño—. Príncipe Tristán, ¿no queréis tocarlo?

Aster era el mayor y por tanto el heredero a la corona del trono de Andalen; su hermano Tristán, se colocaba en segunda posición en la línea sucesoria. Ninguno de ellos se parecía físicamente a su padre, para empezar sus ojos eran grandes y expresivos, y no estaban tan juntos como los del rey, aunque sí que eran marrones, pero tampoco del mismo tono que los del rey Gódric, pues eran más claros. Sus cabellos eran oscuros como los de la reina, que era la única característica significativa que parecían haber adquirido de su madre.

El más pequeño se escondió detrás de la reina, vergonzoso.

—Ya os cogerá confianza —le contestó la reina—. Tristán siempre ha sido muy tímido.

—Pero yo no —dijo enseguida el mayor señalándose a sí mismo.

—Ya lo veo príncipe Aster —le sonrió Ayla, levantándose, y miró a la reina—. Tiene unos hijos encantadores.

—Gracias, son la alegría del castillo —respondió.

Me miró entonces.

—Majestad —me incliné nuevamente.

—Alegra —me nombró, reconociendo esta vez mi presencia, pero enseguida desvió su atención de mí y miró a Laranar—. Te agradezco el que mis hijos hayan podido conocer al lobo, me insistieron en poder tocarle desde el primer día cuando supieron que había un lobo en el castillo, pero no estaba segura que fuera seguro.

—No haría daño a unos niños —le respondió Laranar—. Más ahora que los ha conocido, es un buen lobo.

Le acarició la cabeza a Akila.

La reina se retiró con sus hijos y miré a Ayla. La inflamación del labio había desparecido quedando únicamente tres heridas que cicatrizaban correctamente, y sus mejillas ya no estaban hinchadas. No obstante, entre sus ojos morados y rasguños, aún le quedaban unos cuantos días para que volviera a ser ella misma. Por suerte, su estado de ánimo mejoró de forma sorprendente dos días atrás, por algún motivo cambió y ya no se pasaba encerrada el día entero en su habitación, llorando.

—¿Vais a practicar con la espada? —Les pregunté al ver a Laranar con las espadas de madera en una mano.

—Sí —me respondió Laranar—. ¿Tú vas a enseñar a las mujeres el arco?

—Lo intentaré —respondí.

El rey autorizó que aquella mujer que quisiera participar en la batalla se le pudiera enseñar a practicar con el arco, dándole una pequeña clase con diez flechas, más un adiestramiento básico del arte de la espada. No era mucho, pero menos daba una piedra. Aunque solo cuarenta y tres mujeres se prestaron voluntarias para combatir. Muchos maridos habían prohibido asistir a sus esposas a la batalla. La costumbre de quererlas confinar en las labores del hogar estaba demasiada arraigada para intentar cambiarlos de la noche a la mañana. Y daba gracias de haber nacido en la villa de los Domadores del Fuego.

Llegué a la escuela militar, un lugar donde solo los hombres tenían permitido el acceso. No obstante, en aquella ocasión, nos iban a dejar utilizar el recinto para enseñar a mis nuevas alumnas. Fui asignada como maestra ya que ningún soldado de Barnabel se creía de categoría tan inferior como para enseñar a las mujeres. Estaba convencida que Aarón me hubiera ayudado, incluso deduje que la idea de impartir una pequeña clase en la escuela fue gracias a él, pero sus obligaciones le tenían demasiado ocupado como para ayudarme en ello.

Dacio me esperaba en la entrada de la escuela, apoyado en la muralla que la rodeaba. El rastrillo estaba abierto y dos chavales vestidos con el uniforme del ejército hacían guardia. Me aproximé al mago.

—He pensado en ayudarte —dijo incorporándose al llegar a su altura.

—Vaya, —no me lo esperaba—. Gracias.

Sonrió y nos dirigimos al interior.

Un pasillo de adoquines conducía al edificio principal —la escuela—, aunque en ambos laterales el suelo era de tierra marcado por las pisadas de botas y huellas de caballos. En un lateral, a unos cincuenta metros, se ubicaban las cuadras, y el olor a estiércol llegaba de forma débil unido al relincho de algún que otro caballo nervioso. En ese espacio no vimos a ningún soldado, pero a la que entramos en el edificio principal —una construcción caracterizada por tener una forma rectangular de un solo piso y echa en piedra— diversos caballeros, soldados y cadetes circulaban yendo de un lugar a otro. Algunos repararon en mi presencia, preguntándose qué demonios hacía una mujer en la escuela, pero rápidamente su expresión cambiaba como si recordaran que durante unos días era autorizado el que las mujeres entrenaran junto con ellos.

—¿Alguna vez has estado aquí? —Me preguntó Dacio, ambos dudando sobre qué dirección tomar.

—Nunca —respondí—. Solo en cinco ocasiones me vi obligada a llegar a Barnabel escoltando a nobles, pero nunca he podido entrar aquí, lo tenía prohibido.

—Seguro que te daba rabia —adivinó y le miré sin saber a dónde quería llegar a parar—. Véngate espiando cada rincón, —propuso—, aún queda una hora para que vengan las voluntarias, tenemos tiempo.

Miré a ambos lados, no parecía que nadie nos fuera a poner objeciones, todos estaban avisados. De pronto, Dacio me cogió de una mano y tiró de mí conduciéndome por aquel lugar.

—Para ser una Domadora del Fuego a veces eres insegura —dijo.

—No es eso —me defendí—. ¿Sabes cuál es el castigo de entrar en un lugar sin autorización? —Negó con la cabeza—. Latigazos, mazmorras y depende del humor del rey, muerte. Y con lo bien que le caigo capaz es de ordenar que me corten la cabeza.

—Por encima de mi cadáver —dijo muy seguro de sí mismo—. No pasará nada, me hago responsable.

Suspiré y me apretó más la mano. Tomé conciencia entonces que caminábamos cogidos y me ruboricé sin quererlo. Dacio abrió una puerta y entramos en un aula con varios pupitres y una pizarra que tenía dibujado a tiza técnicas militares.

—Aquí deben de enseñar técnicas militares —dijo pensando lo mismo que yo. Me soltó de la mano, cogió una tiza y dibujó un feo monigote con una horrible mueca pintada en su rostro, luego se volvió a mí y sonrió—. Esta eres tú.

Apreté los dientes y empezó a reír.

»Ves, clavadita.

No le respondí, le quité la tiza de las manos y dibujé un grotesco monigote con pelo de pincho y colmillos sobresalidos, al lado del suyo.

—Este eres tú —le señalé de mala gana, pero en vez de enfadarse rió aun más. Puse una mueca, quería enfadarlo también, pero, luego, mirando a ambos monigotes también me puse a reír sin pretenderlo.

Salimos del aula, había seis más como aquella y tres salas que intuimos que eran para hacer reuniones. Todas estaban vacías y cuando salimos al exterior, en lo que sería la parte trasera de la escuela, encontramos a los soldados instructores y cadetes entrenando en un gran patio de arena. Entrenaban con el arco y la espada, y practicaban el combate cuerpo a cuerpo. Identifiqué enseguida el olor característico de los hombres luchando y sudando sin descanso, y por un momento me acordé de mi villa. Había crecido entre guerreros, los combates y entrenamientos estaban a la orden del día, y ver nuevamente aquello me trasladó a recuerdos dolorosos que quería olvidar y al tiempo gravar en mi memoria.

—Están todos entrenando para la batalla, por eso no hay nadie haciendo teoría —dijo Dacio, mirándoles a mi lado—. ¿Dónde crees que podremos entrenar nosotros?

Había un segundo edificio al final del patio, de las mismas proporciones que el primero.

—Ese edificio parece que esconda algo más, vayamos a verlo primero —le propuse.

Atravesamos el patio de arena, pocos fueron los que se percataron de nuestra llegada, estaban demasiado concentrados entrenando y si lo hicieron no nos dijeron nada. El segundo edificio se trataba de una fachada que escondía un segundo patio de arena, mucho más pequeño que el primero. Seguramente utilizado para hacer competiciones o retos entre compañeros. Tenía forma cuadrada y estaba rodeado por un porche cubierto, donde varios bancos ubicados en su interior permitían ver el combate que se pudiera librar cómodamente. Dacio se cruzó de brazos, observándolo.

—Este lugar sería perfecto, y no hay nadie —dijo—. ¿Qué te parece?

—Es ideal, pero ¿dónde sacamos dianas? Hay que prepararlo todo antes que lleguen.

Un grupo de futuros soldados caminaban por el lugar y Dacio les detuvo.

—Deben llegar por esa puerta —un muchacho que no debía contar con más de catorce años nos señaló una puerta que teníamos a nuestra derecha—. Llegaran a otro recinto y verán cinco edificios más. El segundo de la izquierda es el almacén donde podrán conseguir todo el material necesario.

Le dimos las gracias y continuaron su camino.

La escuela era inmensa, los cinco edificios que nos faltaba por inspeccionar resultaron ser el comedor principal; un edificio de entrenamiento para estar ha cubierto cuando llovía; otro para las habitaciones de los estudiantes y uno más para la de los soldados graduados encargados de entrenar a los jóvenes; y el quinto el almacén.

Dacio preparó las dianas mientras yo dejé un arco y un carcaj, lleno de flechas, a diez metros de distancia de cada una de las dianas. Pudimos preparar diez. Tendríamos que organizarnos en cuatro turnos.

—No te lo he preguntado —le hablé mientras dejaba el último carcaj en el suelo—. ¿Eres bueno con el arco?

—Pronto lo sabremos —respondió terminando de colocar la última diana—. ¿Quieres competir?

—¿Estás seguro? —Alcé una ceja—. Soy buena.

—Me arriesgaré —contestó colocándose en la zona de tiro.

—De acuerdo, si gano me darás tu postre durante una semana —dije y sonrió, cogiendo ya un arco—. Y no vale utilizar magia.

—Está bien, pero si soy yo el que gano accederás a la cena que siempre te estoy invitando y nunca aceptas.

Contuve el aliento un instante, no me imaginaba que me obligaría a eso, pero después de dos segundos asentí y le tendí la mano. La estrechó encantado, muy seguro de sí mismo. Me puso nerviosa, la verdad.

—El mejor resultado de cinco tiros —dictaminó y se hizo a un lado—. Las damas primero.

Me recogí el pelo en una trenza para que no me estorbara a la cara.

Preparé una flecha, tensé el arco.

Apunté… Inspirar, espirar… Disparé.

La flecha fue directa al centro de la diana con un silbido seco y un impacto certero. Bajé el arco, sonriendo satisfecha por mi tiro. Dacio no comentó nada, se puso en posición y disparó. Su flecha atravesó la mía de cuajo y quedé con la boca abierta. Él me miró, ufano. Negué con la cabeza recobrando el temple, y me dirigí a la segunda diana. Repetí mi puntería y él volvió a atravesar mi flecha partiéndola en dos.

—¿Esto es empate o voy ganando? —Me preguntó cuando estaba a punto de disparar mi tercera flecha en la tercera diana. Bajé el arco y lo miré.

—No estarás utilizando magia, ¿verdad?

Alzó sus manos mostrando que no escondía nada.

—Siempre juego limpio —dijo con aire inocente.

Gruñí y volví a tensar el arco.

—Supongo que voy ganando —dijo en el mismo momento en que disparé.

La flecha dio en el punto rojo, dando en el blanco, pero no exactamente en el centro, se desvió medio centímetro y miré a Dacio enfadada por hablarme cuando estaba a punto de disparar. Pero actuó con indiferencia, cogió una flecha y disparó. Siendo un tiro perfecto.

—Te estoy cogiendo ventaja, Domadora del Fuego —dijo feliz.

Puse una mueca y fui directa a la cuarta diana.

Tensé el arco y…

—¡Achiii!

Disparé, dando un respingo por el falso estornudo que acababa de hacer Dacio. Le miré de forma fulminante. La flecha dio en la diana pero no en el centro.

—Eres un tramposo —le acusé.

—Solo he estornudado —dijo pasándose una mano por la nariz con aire indiferente—. No tengo la culpa que hayas fallado. Me toca, creo que esta noche te vienes a cenar conmigo.

Gruñí.

En el momento en que disparó también fingí un estornudo, como venganza, pero dio justo en el blanco.

—Te llevaré a un buen restaurante —dijo cuando preparaba mi quinta y última flecha—. Ya verás, te trataré como a una reina.

Fruncí el ceño.

Disparé y di justo en el centro. Mi única posibilidad de ganar era que Dacio fallara por mucho. Sonrió en cuanto cogió la quinta flecha.

—La flecha de la victoria —dijo triunfante, se preparó para disparar, más concentrado que en las cuatro anteriores y, entonces, se me ocurrió una idea. Me coloqué detrás de él—. ¿Qué haces?

—Quiero ver tu tiro perfecto desde otro ángulo —respondí como si tal cosa.

Suspiró y volvió a fijarse en el objetivo. Fue, entonces, cuando acerqué mis labios a su oreja izquierda y le bufé suavemente.

Disparó, y la flecha fue enviada lejos no dando en el blanco. Ni siquiera en toda la base de la diana.

—Me como tu postre durante una semana —dije triunfante.

Dacio se volvió a mí, serio.

—¿Nunca vas a querer cenar conmigo? —Me preguntó muy enojado.

—Creí que ya había quedado claro —dije seria—. No quiero una aventura dentro del grupo y es lo único que tú buscas, me lo dijiste y…

En ese momento, un soldado llegó, interrumpiéndonos. Las mujeres voluntarias para la batalla habían llegado. Me aparté de Dacio para ir a atenderlas, se las veía cohibidas y asustadas de pensar dónde se estaban metiendo, y, para mí, fueron una salvación. Dacio me ponía nerviosa como nadie lo hacía, y un nudo se aposentaba en mi estómago cuando estaba a solas con él. Por lo contrario también me hacía sentir viva y lograba que mis mejillas alcanzaran el rojo pasión en más de un momento. Pero era consciente que para él solo era un juego, un reto para llevarme a la cama y luego si te he visto no me acuerdo. No quería nada serio, me lo dijo. Y siempre se le desviaban los ojos cuando estaba con jovencitas. Por otro lado, tampoco estaba para esas historias, suficiente tenía con rescatar a mi hermano y pensar qué sería de nosotros más tarde. Apenas me quedaban unas monedas en el bolsillo y Edmund necesitaría ayuda económica si le aceptaban en la escuela militar de Barnabel en un futuro. Mi villa estaba destruida, querer alzarla de nuevo era una locura, y debía ser realista para que mi hermano tuviera al menos una oportunidad en el mundo de hombres en que vivíamos.

Resignada, empecé a dar clase a las cuarenta y tres mujeres que se presentaron. Dacio se mostró serio entonces, aunque, como siempre, estuvo rodeado de las más jóvenes y guapas de las voluntarias. Hubo un momento, que al mirarle aprovechó a conciencia en darle un beso a una en el cuello, consciente que le estaba mirando. ¿Quería darme celos? Negué con la cabeza, se comportaba como un niño ávido de llamar siempre la atención. La joven afortunada le abrazó y este respondió a su abrazo.

Podrías ser tú, me transmitió de pronto a través de la mente.

Nunca, respondí.

Creo que la voy a invitar a cenar, dijo como si tal cosa.

Estoy segura que con la cara de puta que tiene puede enseñarte algo nuevo esta noche, le contesté, mirándole con una gran sonrisa.

Cerró la conexión mental.

La clase de arco continuó y Dacio estuvo muy cariñoso con la chica con cara de puta. Era rubia, de ojos marrones y grandes labios carnosos. Sus pechos eran como dos melones que intentaba menear para llamar la atención del mago. Me pregunté realmente, si no sería una puta de verdad. Dos horas más tarde, finalizamos la clase y empezamos a recoger mientras las voluntarias se retiraban del patio de arena.

—¿Alegra?

Me volví al escuchar que alguien me llamaba y dejé caer el arco al suelo. Contuve el aliento, no pudiendo creer lo que veían mis ojos.

—¡Eres tú! —Dijo igual de sorprendido—. ¡Estás viva!

Solo fui capaz de poner los ojos como platos, él se acercó y me abrazó.

»Alegra, creí que habías muerto como los demás.

Me apartó un instante y me miró. Estaba trastornada al verle, no pudiendo reaccionar.

—Respira —me pidió, preocupado, zarandeándome por los hombros.

Respiré una bocanada de aire y me abalancé a sus brazos.

—¡Durdon! —Grité su nombre y mis ojos se inundaron de lágrimas—. ¡Estás vivo! ¡Estás vivo! Creí que también fue a por ti, anduvieras por donde anduvieras.

—No —me estrechó más contra él—. ¿Pero cómo conseguiste escapar? ¿Hay alguien más que sobreviviera?

—Mi hermano —respondí—, pero está secuestrado por el innombrable.

—Seguro que con la elegida podremos recuperarle.

Podremos, pensé.

Sonreí y le volví a abrazar. Durdon fue un gran compañero como Domador del Fuego, se marchó de la villa semanas antes del ataque. Quería ver mundo por su cuenta y eso le salvó la vida. Pero al mirarle bien, me di cuenta que llevaba el uniforme del ejército de Andalen, ¿qué hacía allí?

—¿Capitán? —Identifiqué su rango militar—. ¿Pero, cómo…?

—Escuché el rumor del ataque a nuestra villa, no me lo podía creer, así que regresé y lo encontré todo destruido —se le quebró la voz, en nuestra villa dejó a sus padres, dos hermanos y una hermana, todos murieron—. Estuve tres días merodeando por los alrededores buscando supervivientes, recabando información. Pero poco averigüé, y lo único que se me ocurrió fue venir a Barnabel, alistarme en el ejército e intentar matar a cuantos más orcos pudiera para vengar de alguna manera nuestro pueblo. Creí que estaba solo. Quizá tú puedas explicarme mejor qué fue lo que pasó.

—Claro —asentí enseguida y le volví a abrazar.

Alguien carraspeó la garganta a nuestro lado y al volvernos vi que era Dacio.

—¿Un amigo? —Me preguntó mirando a Durdon de arriba abajo.

—Sí —dije limpiándome los ojos de lágrimas—. Un compañero, un Domador del Fuego.

—Creí que todos habían muerto —respondió sorprendido.

—Ya ves que no —le respondió Durdon mismo, tendiéndole la mano—. Durdon, Domador del Fuego y capitán del ejército de Barnabel.

Dacio se la estrechó.

—Yo soy Dacio, mago de Mair que acompaña al grupo de la elegida.

—Un placer —volvió su atención a mí—. Mi turno empieza dentro de cinco minutos, ¿te apetece cenar conmigo esta noche? Así nos ponemos al día y me explicas que pasó.

—Sí, por supuesto —respondí enseguida.

—Bien —se inclinó y me dio un beso en la mejilla—. Hasta la noche pues.

Se marchó.

—Te he pedido como treinta veces que cenaras conmigo —me acusó Dacio en cuanto estuvimos solos—. ¿Y a él le dices que sí a la primera?

—Es diferente —contesté, recogiendo un carcaj vacío del suelo.

—Es una cita —repuso—. A la que has dicho que sí enseguida.

—No es una cita —rebatí enojada y le miré duramente—. Dacio, compréndelo, acaba de aparecer una persona que creí muerta, alguien que es de mi pasado, que fue un compañero, un amigo y un… —me mordí la lengua entonces, pero Dacio abrió mucho los ojos.

—Un amante —entendió—. Alegra, no.

—No eres nadie para decirme lo que puedo o no puedo hacer, ¿queda claro?

Tiré el carcaj a sus pies, enfadada. Me volví y abandoné el patio de arena dejando a su cargo las labores de recoger lo que utilizamos para enseñar a las mujeres. Al salir, vi a la chica con cara de puta que esperaba a alguien. Esperaba a Dacio, por supuesto. Y cualquier remordimiento que pudiera tener hacia él se desvaneció. El mago no pasaría solo aquella noche, estaba convencida.

PROPUESTA DE MATRIMONIO

Durdon se llevó las manos a la cabeza y se dejó caer en la mesa apoyando los codos en ella con gesto derrotado. Ahora, ya sabía toda la verdad sobre el ataque, como murieron nuestros compañeros y familiares. La matanza que fue.

—Nunca debí marcharme —se culpó apartando el plato de cordero estofado que era su cena de mala gana—. Lo hubiera sabido y me habría quedado a luchar…

—Y hubieras muerto —le corté—. Lo mejor que pudiste hacer era abandonar la villa.

—Pero ahora todos están muertos, no nos queda nada.

Le cogí de una mano y alzó sus ojos hasta los míos. La taberna donde nos encontrábamos no era tranquila, pero tampoco había los típicos borrachos que formaban una pelea en menos de dos segundos. A nuestro alrededor se servían jarras de cerveza y vino especiado a soldados, comerciantes adinerados, y a algún noble o caballero. No vi a ningún obrero de clase baja. De no ser porque Durdon me invitaba jamás podría haber pisado un lugar como aquel teniendo el poco dinero que me quedaba.

—Nos tenemos a nosotros, somos los últimos de nuestra villa y debemos ser fuertes.

Se pasó una mano por los ojos, le brillaban por la angustia, pero era un hombre demasiado orgulloso para que alguien le viera llorar, y suspiró.

—¿Qué vas a hacer cuando recuperes a tu hermano? —Me preguntó recobrando la compostura.

Miré mi plato, codorniz asada con patatas, estaba deliciosa, pero el tema de conversación que me trajo allí enturbió su sabor. No obstante, hice buena cuanta de ella. No desaprovecharía un plato como aquel después de todo lo vivido. Mañana podía estar sin nada.

—Sobrevivir, supongo —respondí no muy convencida—. Ya no tengo el respaldo de nuestra villa así que me será difícil encontrar trabajo de guardaespaldas, ya sabes como son la mayoría.

—Unos completos inútiles —dijo y sonreí—. ¿Y Edmund? En cuanto sea libre…

Suspiré.

—El rey le ofrecerá una plaza en la escuela militar de Barnabel.

—Mantenerle costará dinero.

—También me ofreció un comerciante rico para casarme y así mantenerle —respondí de mala gana—. No sé qué hacer.

—¿De verdad te estás planteando casarte con un desconocido por mantener a tu hermano? —Preguntó como si aquello no fuera posible abriendo mucho los ojos—. ¡Pero si eres antimatrimonio!

—Edmund ha dado su vida por mí, yo debo dar mi vida por él. Pero primero hay que recuperarle. Luego… ya veré lo que hago.

Hablar sobre ese tema me ponía de los nervios. Casarme con alguien solo por su dinero, convertirme en una esposa obediente y dar hijos. No era nada tentador, me criaron para decidir por mí misma, defenderme. No quería ser una amargada y una infeliz, pero Edmund…

—Alegra —Durdon me acarició el brazo donde nos teníamos sujetos de la mano para que le prestara atención—, las cosas no son como esperábamos que fuera. Mi viaje no fue como lo imaginé, siempre creí que podría volver a mi villa, pero he tenido que hacerme capitán del ejército de nuestro país. Y tú no podrás trabajar de guerrera en cuanto esta guerra acabe, las cosas cambian, pero siempre me has gustado, te lo dije antes de marcharme de la villa. Tengo un buen sueldo —abrí mucho los ojos, intuyendo donde quería ir a parar—, puedo mantener a Edmund en cuanto esté con nosotros, puedo hacerte feliz. Cásate conmigo.

Contuve el aliento y mi primera reacción fue retirar mi mano de la suya, pero no me lo permitió.

»Sé lo reacia que eres en cuanto a este tema, te conozco. Pero si te has planteado seriamente casarte con alguien que ni siquiera conoces por darle un futuro a tu hermano, ¿por qué no te puedes casar conmigo? Nos conocemos desde niños, hemos sido algo más que compañeros y los dos hemos disfrutado de nuestra compañía.

—Pero… —no sabía qué decir, pero él sonrió.

—Piénsalo, no tienes que darme una respuesta ahora.

Mi primer pensamiento fue Dacio, y temblé ante la idea de comprometerme tan temprano a alguien. El matrimonio me asustaba, no quería casarme, no quería tener que pasar la vida obedeciendo y, por extraño que pareciera, con el único que me veía casada en un futuro por voluntad propia era con el mago. Sabía que con Dacio sería diferente, pese a su promiscuidad era de los pocos hombres que escuchaba a las mujeres, las valoraba y tenía en cuenta su opinión. Pero, pese a todo, con él tampoco podía hacerme ilusiones porque tarde o temprano me daría el salto con otra mujer. Añadido a que era inmortal, se cansaría de mí en pocos años al envejecer si no lo hacía tres días después de nuestra boda.

¡Por todos los santos! Pero… ¿en qué demonios estaba pensando? ¿Casarme con Dacio? Pero si él no me veía de esa manera tampoco. Tan solo me quería para disfrutarme una sola noche. Y, aunque no fuera así, el matrimonio nunca entraría en mis planes.

Alcé mis ojos hacia Durdon, era un buen hombre. Alto, fuerte, de cabellos oscuros y ojos marrones. Su barba de tres días le confería un aire interesante. ¿Podría ser feliz con él? Siempre me trató con respeto y a su lado tendría una posición segura. Quizá no me confinaría en una casa pariendo hijos todo el tiempo. Pero ahora era soldado de Andalen, aunque me respetara esperaría cierto grado de obediencia por mi parte ya que estaría manteniendo a mi hermano y era de esperar que quisiera tener hijos como todos los hombres nada más consumar el matrimonio. Podía preguntarle qué esperaba de mí, pero si mis sospechas eran ciertas me conocía lo suficiente como para saber que rechazaría su oferta de inmediato y, a fin de cuentas, si no era con él, debería ser con otro hombre elegido por el rey —si accedía finalmente a aquella vida de servidumbre, claro— y antes que un desconocido prefería a Durdon. Quizá… con el tiempo llegara a enamorarme de él.

—No llores —me pidió Durdon con tono culpable. Alzó su mano y limpió las lágrimas de mis mejillas con un gesto delicado—. El matrimonio no es tan malo y no tienes que contestarme ahora, de verdad. ¿Te apetece postre?

Negué con la cabeza, el estómago se me había cerrado por completo.

Se alzó de su asiento.

—Vayamos a dar una vuelta, entonces —propuso dejando unas monedas en la mesa—. Tomemos el aire.

Salimos de la posada y paseamos por las calles de Barnabel. Durdon me cogió de una mano y le miré estupefacta. Sonrió y continuamos caminando. No fue como con Dacio, él me subía la temperatura de forma involuntaria. Durdon no provocaba nada en mí. Nos sentamos en unos bancos y aproveché para soltarle de la mano. Él se percató de mi incomodidad así que me dejó espacio. Nos mantuvimos en silencio mirando las estrellas que cubrían el cielo.

—Nadie diría que dentro de unos días vayamos a luchar contra un ejército de orcos —comentó en un suspiro—. La noche está demasiado en calma como para que eso pueda ser verdad.

—Sí, es la calma antes de la tormenta —respondí—. Como en la misión que tuvimos con el conde de Tarmona, ¿recuerdas? Presentimos que nos observaban, que nos vigilaban y aguardaban. Todo se encontraba en absoluto silencio y ni los pájaros se escuchaban. Hasta que se decidieron a atacar.

—¿Cómo iba a olvidarlo? —Dijo sonriendo—. Nos vimos emboscados por aquellos bandidos, primero un pequeño grupo y luego por otro más grande. Aún recuerdo cuando te alzaste sobre el carromato del conde, con la cabeza del jefe de los bandidos en la mano y la levantaste mostrándosela al resto, gritando: ¡Si alguien más quiere probar mi espada que venga! ¡Le rebanaré la cabeza igual que a vuestro jefe! —Empezó a reír y yo con él, destensando los nervios—. Todos huyeron, —volvió a reír con más ganas—. ¿Qué edad tenías entonces?

—Quince —respondí.

—Siempre fuiste un felino peligroso —respondió—. Incluso algunos compañeros te tenían miedo.

—¿Tú me tenías miedo?

—No —ensanchó su sonrisa—, a mí no me engañabas. Recuerdo como te temblaba la mano que sostenía la cabeza del jefe de los bandidos y como la soltaste en el acto en cuanto empezaron a marcharse. Todo fue una fachada, pero una fachada que dio su resultado. Nos superaban en seis a uno.

Sonreí, me conocía muy bien. Habíamos hecho incontables misiones juntos.

Regresamos al castillo, pero antes de despedirnos le miré a los ojos. Siempre fue un hombre que me atrajo en el terreno físico.

—¿Quieres venir a mi habitación? —Le pregunté sin vacilar. No estaba segura de decir sí al matrimonio, pero aquello no significaba que no pudiera pasar un rato agradable con él. Después de todo llevaba meses sin estar con un hombre. Y el último, si la memoria no me fallaba, fue él, justo antes que abandonara la villa para recorrer mundo. Poco nos imaginábamos que meses después nos encontraríamos en aquella situación.

—Claro —sonrió, satisfecho—, pero deberé marcharme antes del amanecer, tengo que estar en mi puesto a la salida del sol.

Asentí.

Antes de llegar a mi habitación tuve un encuentro inesperado. Dacio, apareció por uno de aquellos laberínticos pasillos dirección a su alcoba, y el estómago se me contrajo nada más verlo. Caminaba delante de nosotros, nos escuchó y se volvió. Sus ojos se abrieron con sorpresa no creyéndose con quien iba acompañada. Me sorprendí de verle solo, no le acompañaba la chica con cara de puta.

—No esperaba verte —dijo deteniéndose y llegamos a su altura—. Creí que ya estarías acostada, es tarde.

—Fuimos a pasear —le respondió Durdon al ver que me quedé sin palabras, aún me estaba recuperando de la sorpresa de verle—. Y ahora acompañaba a Alegra a su habitación, quería enseñarme cómo son sus aposentos.

Sonrojé y Dacio me miró, serio.

—¿Y tu cita? —Quise saber, para desviar el tema.

—¿Qué cita?

Parpadeé dos veces.

—Bueno, se hace tarde —dijo Durdon—. Debo llevar a esta belleza a la cama.

Dacio lo fulminó con la mirada y Durdon me cogió de una mano percibiendo la actitud enojada del mago. El Domador del Fuego siempre fue muy competitivo en cuanto a desafiar a otros hombres por el derecho de una chica y no le gustaba perder. Para él era un triunfo llevarme a la cama cuando otro hombre —y en este caso un mago de Mair— también estaba claramente interesado por mí.

»¿Vamos Alegra?

—Sí —asentí y miré a Dacio—. Buenas noches.

—Buenas noches —respondió con un floreciente mal humor mirando a Durdon con odio.

Pasamos al lado de Dacio, sus ojos no dejaron de mirarme fijamente hasta que le adelanté.

No te entiendo, qué tiene ese que no tenga yo, me habló a través de la mente.

—¿Estás bien? —Me preguntó Durdon al notar que le apreté la mano en un acto reflejo.

—Sí, estoy bien.

Estabilidad, respondí, y no es asunto tuyo.

¿Estabilidad? Creí que no te iban las flores, ni los corazones, rebatió.

Dacio, para, le pedí, no tienes derecho a enfadarte cuando tú has ido con decenas de chicas desde que te conozco. Y a fin de cuentas, ninguna mujer te interesa realmente.

Haz lo que quieras, respondió enfurecido, no me importa.

Bien.

Dejé de escucharle y llegamos a mi habitación.

Cerré la puerta con llave y me volví a Durdon que observaba la habitación con curiosidad. Era simple pero acogedora, una cama, un escritorio y un tocador, junto con una alfombra a los pies de la cama y una ventana con cortinas de color azul cielo. Era bonita, me gustaba aunque fuera más pequeña que la de Laranar y Dacio. Además, la estufa que se encontraba en una esquina calentaba toda la estancia pudiendo ir sin ropa de abrigo y las sábanas de mi cama eran de seda, suaves, y de color salmón.

Durdon miró por la ventana.

—Tienes una bonita vista —dijo mirando los jardines del palacio—. Me gusta, es más acogedora que el cuartel, créeme.

—¿No tienes una vivienda fuera de la academia?

—Aún no —respondió—. Llegué hace poco a Barnabel, apenas un mes. Mi condición de Domador del Fuego me dio el rango de capitán y un buen sueldo. Pero hasta ahora no le veía el sentido a querer comprar una casa, prefiero ahorrar aunque… —me miró a los ojos—. Ahora sí que tengo un motivo por el que buscaría una pequeña casita para empezar.

Bajé la mirada, pero él me sostuvo por el mentón con dos dedos e hizo que le mirara a los ojos. Se inclinó y me besó en los labios. A partir de ahí, la conversación finalizó. Ya nada importaba, por una noche dejaría atrás el pasado, mis sentimientos enfrentados con Dacio, y me dejaría llevar por la pasión del momento. Desfogarme, sentirme viva, lo necesitaba. Abrí la boca para dar paso a la lengua de Durdon, saborearlo, sentirlo mío. Sus manos me desabrocharon los botones de la camisa con nerviosismo, él también me necesitaba, pude notar su piel arder al tocar la mía. Le quité la capa, desabrochando sus broches de oro, dejando que cayera al suelo. Él logró abrir mi camisa y con un rápido movimiento me deshice de ella. Entonces, me empotró contra la pared, abrazándome, sujetándome la cabeza al tiempo que deslizaba sus dedos por mi larga melena morena. Sus besos empezaron a bajar por mi cuello, pero se retiró un momento para sacarse el jubón y aproveché en desatarme el cinturón de mis pantalones.

—Quieta —me detuvo, con ojos lascivos y me quitó él mismo el cinturón. Acto seguido me desabrochó los botones del pantalón y empecé a sentir un hormigueo en las ingles. Un hormigueo que anhelaba y quería que se hiciera más fuerte. Sin dejar de mirarme a los ojos introdujo una mano por dentro del pantalón, por dentro de la ropa interior, y tocó mi sexo.

Gemí, impulsando las caderas hacia él y apoyándome con la espalda arqueada en la pared. Volvió a besarme en la boca sin retirar su mano de la zona comprometida y sus dedos empezaron a moverse de forma placentera.

—Estás muy húmeda —dijo en un susurro—. Me encanta lo dispuestas que te pones enseguida.

Sonreí e introdujo dos dedos en mi interior. Los pantalones poco a poco fueron cayendo al suelo por efecto del movimiento que seguía su mano. Me besó de nuevo en el cuello y yo le abracé, agarrando su pelo corto, castaño, gimiendo. Estaba a punto de explotar. ¡Dioses! Llevaba tanto tiempo sin hacerlo que creí que no lo soportaría, que estallaría en cualquier momento. Mi cuerpo ya no era mío, mis caderas se empujaban a él y sentí aquella llama de lujuria entre mis piernas.

De pronto, retiró su mano.

—Te quiero en la cama —dijo.

Se retiró un paso, ambos con la respiración acelerada. Se sacó la camisa, se desabrochó el cinturón. Un bulto ya asomaba debajo de la tela. Yo acabé de descalzarme, quitarme los pantalones y la ropa interior. Luego dejé mis pechos al aire, libres —cubiertos hasta el momento por una tela que hacía las veces de sostén— y Durdon se pasó la lengua por los labios. Ya completamente desnudos, tal y como nuestras madres nos trajeron al mundo, nos metimos en la cama y Durdon me brindó con caricias, besos, promesas y ardor. Sus labios besaron mis pezones, duros y sensibles al tiempo. Sus manos acariciaron cada parte de mi cuerpo. Su boca y su lengua bajaron hasta lugares prohibidos, probando mi esencia. Luego subió lentamente besando mi ombligo, llegando a mis pechos y succionando primero uno y luego el otro. Yo toqué su tórax, su piel ardiente, y cuando no pude más abrí las piernas sin ningún tipo de reparo para dejarle entrar, le necesitaba, quería tenerle dentro, quería estallar, que mi cuerpo se descontrolara.

Se apoyó en un codo, me besó una vez más en los labios y se introdujo dentro de mí en un movimiento calculado. Gemí, y sonreí. Me mordí el labio inferior, saboreando ese momento. Se retiró levemente y volvió a embestir.

—Sigue —le pedí en una súplica—. Más rápido.

Empezó a aumentar el ritmo, su respiración era acelerada igual que la mía.

—Alegra —gimió—. ¡Dioses!

—¡Durdon!

Nuestros cuerpos se dejaron llevar, mi espalda se arqueó, la pasión me inundó. El estallido por fin se produjo, me llenó con su esencia. Mis músculos se contrajeron deliciosamente y gemí más fuerte. Era tan fantástico, tan pasional. Aquello era lo que me gustaba de Durdon, siempre complaciente. Quizá no le amara, pero podría amarlo en el futuro.

Nos relajamos, y nuestros cuerpos sintieron la relajación exquisita que también gustaba después de llegar a la cima. Aún con él dentro, me miró a los ojos, me besó y dijo:

—Podrías ser una mujer maravillosa, mi mujer.

—Quizá —respondí, pero la imagen de Dacio me vino como un mazazo a la cabeza.

Durdon se retiró, tendiéndose a un lado y suspiró mirando el techo con una sonrisa gozosa en la cara. Le miré por unos segundos y luego también dirigí la vista al techo.

¿Por qué demonios pensaba tanto en Dacio? No le amaba, no podía amarle. A él no, a un ligón que no puede estar con una única chica, no. Además, era Alegra, jamás me enamoraría de nadie como para dar mi vida por él. Si estaba pensando la propuesta de Durdon era por puro interés, él era consciente. Durdon me conocía, jamás me casaría con nadie por voluntad propia, nadie podría robarme el corazón de aquella manera. Estaba hecha de hierro.

Sus embestidas fueron cada vez más intensas, los rayos del sol ya entraban por la ventana, pero aún nos encontrábamos bailando debajo de las sábanas. Con un movimiento hice que se tendiera sobre la cama colocándome encima de él. Sonrió y se mordió el labio. Respondí dándole un beso y mordiendo seguidamente ese labio travieso. Luego me retiré, echando la cabeza hacia atrás y notando su verga dura en mi interior. Mis caderas se movían controlando el ritmo y la penetración. Gemíamos, ambos disfrutábamos de aquel momento. Durdon me acariciaba las piernas para subir progresivamente por ellas, alcanzar mis caderas, mi cintura y llegar a mis pechos. Durdon gimió, tensándose y yo embestí dos veces más, rápida y profunda para llegar junto a él. Noté mis músculos tensarse, apoyé mis manos en ese instante en su tórax musculado y me dejé llevar notando su esencia llegar a lo más profundo por cuarta vez aquella noche. Era un hombre insaciable. Me pregunté si siempre sería así si me casaba con él. Tan pasional.

Le miré a los ojos y ambos sonreíamos. Me cogió de las manos, entrelazándolas con las suyas y dijo:

—Has conseguido que vaya a llegar tarde —me acusó con una media sonrisa.

—Has sido tú quien me ha provocado —rebatí alzando una ceja.

—Debo irme —dijo en tono de disculpa.

Me incliné a él, le besé en los labios y me tendí a un lado liberándome de su miembro. Empezó a vestirse con la satisfacción escrita en su cara; yo me vestí con una bata de seda rosado que disponía por cortesía de la reina Irene.

—Podemos comer juntos —propuso.

—Me parece bien.

—¿Te paso a recoger por el castillo? —Preguntó.

—Estaré entrenando a las mujeres voluntarias —dije negando con la cabeza—. Hoy practicaremos a espada, un poco de defensa les irá bien.

—¿Ese mago te acompañará? —Preguntó como si tal cosa.

—No lo sé, puede.

Frunció el ceño, pero no dijo una palabra. Se limitó a besarme antes de salir de la puerta y se marchó. Me quedé en el marco de la puerta, apoyando la espalda, mirando el pasillo por el que se fue y pensando qué haría de ahora en adelante.

No quise desayunar en compañía del grupo, la mera idea de encontrarme con el mago me quitaba el apetito. Por algún motivo me sentía como si estuviera haciendo algo mal, pero me negaba a aceptar que hubiera caído en las redes seductoras del mago como para decir no a Durdon en cuanto a su propuesta de matrimonio. Era la mejor opción, un futuro seguro, una estabilidad que le podría dar a mi hermano si algún día lograba rescatarle. Aunque, si lo tenía tan claro, ¿por qué dudaba?

Quedé de piedra en cuanto llegué al patio de arena donde entrenaba a las voluntarias. Dacio estaba presente disponiendo espadas de madera a lo largo del patio. En cuanto me vio continuó con su labor sin decir palabra. Pese a notar un resentimiento hacia mí, tenía un brillo en los ojos de determinación. Trazaba un círculo con una de las espadas en la arena. Le miré sin saber bien, bien qué quería hacer con aquello. Una vez completó el círculo me miró.

—¡Eh! ¡Domadora del Fuego! —Me nombró con rabia—. ¡Un combate!

Me tiró la espada de madera con la que acababa de dibujar el círculo. La cogí al vuelo. Dacio se colocó en el centro con otra espada de madera en la mano.

—No quiero combatir —dije entrando en el círculo.

—Esa no es la Alegra que conozco —dijo con enfado—. ¿Tanto te ha cambiado ese mierdecilla?

—Se llama Durdon —respondí empezándome a enfadar.

—Un mierdecilla —intentó provocarme, pero me limité a fruncir el ceño—. Ahora, en guardia, quiero la revancha.

Alcé una ceja.

—No quiero apostar —respondí.

—¿Tienes miedo?

—No —.

—Si ganas, te podrás comer mi postre durante un mes —dijo—. Pero si yo gano…

Se puso en guardia y arremetió con un golpe vertical por el lado derecho. Detuve su ataque en el acto, quedando ambos en un tira y afloja con nuestras espadas encaradas.

—¿Si ganas qué? —Quise saber—. ¿Una cena? No estás cansado de este juego.

—Para conquistarte, nunca —respondió con una media sonrisa. Y me retiré de inmediato, poniéndome en guardia.

—Todo es un juego para ti —dije—. Déjame. Lo que menos necesito es alguien que no se tome las cosas en serio.

—Puedo cambiar —dijo para mi sorpresa y volvió a arremeter tres estocadas consecutivas, balanceó la espada de forma oblicua dirección a mis costillas, le detuve; continuó intentando alcanzarme en la pierna izquierda, le detuve también; y seguidamente, sin darme un respiro intentó alcanzarme en el brazo derecho. Me retiré por muy poco, dando un paso hacia el lado contrario y rechazando el ataque devolviéndole una estocada que también detuvo.

—Cambiar —dije sin creerme una palabra y empecé a atacarle con rabia, dándole estocadas que detuvo para mi impotencia con tremenda facilidad, pero no desistí—. Por favor, no me hagas reír. Ahora me dirás que quieres sentar la cabeza. Lo siento, pero no te creo. Porque después de mil años haciendo lo que te da la gana, de ir con cientos, o quizá miles de jovencitas. De ver con mis propios ojos como intentas conquistar a cada mujer que encuentras en el camino, vas y me dices que puedes cambiar. ¡Ja! ¿Acaso crees que soy estúpida?

Frunció el ceño, dejó de recular y comenzó a contraatacar. No tuve más remedio que retroceder, sus embistes eran fuertes, secos y decididos. Daba la sensación que tenía más fuerza que un orco, ¿cómo era posible? Empecé a cansarme.

—Te digo la verdad —insistió—. Sé que a veces me he comportado como un idiota. Al principio sí que te quería para una noche, pero ahora ya no.

—Ya. —No me iba a dejar convencer, no después de tanto tiempo viajando con él. No podía ser que de la noche a la mañana cambiara milagrosamente. Lo único que quería era endulzarme los oídos con promesas vanas para llevarme a la cama y darse un tanto—. ¿Y desde cuando has cambiado?

Se detuvo en su ataque, lo cual agradecí. Aproveché para recuperar el aire, pero no bajé la guardia.

—¿Cambiado? Puede que desde el ataque de Valdemar —dijo y no le entendí—. Nunca antes, una chica me demostró que estaba dispuesta a dar su vida por mí —noté que el color de mis mejillas iba a subir, pero negué con la cabeza.

—No digas tonterías, cualquiera hubiera hecho lo mismo si…

—No —me cortó molesto porque le interrumpiera—. No todo el mundo hubiera recibido un rayo de un mago oscuro para salvar a un compañero. Pero tú lo hiciste, no es que necesite que alguien arriesgue su vida para que empiece a plantearme un futuro, pero… —sonrió y me atacó otra vez de forma vertical. Detuve su ataque empleando toda mi fuerza. Era tremendamente fuerte, por su expresión relajada intuí que no se estaba empleando a fondo y aquello me enfureció pues yo debía emplear todas mis fuerzas en contener el ataque. Estábamos uno frente a otro con la única barrera de nuestras espadas intentando someter al otro—. Me hiciste sentir lo que en un milenio nadie me trasmitió.

—¿A qué te refieres? —Pregunté sin entender.

—Que, aunque tú también seas reacia a admitirlo por tu orgullo, yo te importo más de lo que estás dispuesta a admitir.

—Siempre tan siniestro, Dacio —dije sin hacerle caso y de un salto hacia atrás me liberé de su ataque. Alcé la espada, respirando a marchas forzadas por el sobreesfuerzo, pero no ataqué, necesitaba recuperar el aire—. Un milenio sin sentir que le importas a alguien. Otra vez un pasado que guardas muy bien. Si de verdad te importo dime qué te ocurrió.

Derrumbé la barrera de seguridad que se hubo construido en cuanto le pedí que me delatara su oscuro pasado. Me dio la sensación que tembló incluso y bajó la guardia. Pude haberle atacado, pero no me vi capaz al ver en sus ojos el pánico. ¿Podía ser que me estuviera intentando decir la verdad? Que quería cambiar. Quizá la vida que había llevado hasta el momento era una máscara con la que únicamente quisiera protegerse.

—No puedo —respondió al final—. En el momento que te lo diga me odiarás, me tendrás miedo y huirás de mí.

Abrí mucho los ojos.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Porque todo el mundo lo hace cuando me conoce realmente —respondió con rabia—. Quiero que me conozcas mejor antes de delatarte mi verdadero pasado. Aun y así, llegado el momento, me abandonarás, estoy seguro. Quizá por eso también he sido reacio a iniciar una relación con alguien, no quiero que me hagan daño. Ya he sufrido bastante. Pero… no sé, una parte de mí quiere arriesgarse. Eres la primera que me ha hecho sentir así.

¿Aquello era una confesión de amor?

Una punzada en el pecho hizo que quisiera llorar por algún motivo. Pero me contuve, no podía sucumbir al mago, solo era un juego, tenía que serlo. En cualquier momento diría que había sido una tonta por creerlo. Y a fin de cuentas yo no le amaba, ¿verdad? ¿Por qué demonios era el único que alteraba los latidos de mi corazón o hacía que mis mejillas alcanzaran el rojo pasión? ¿Era esto amor? ¿El amor que las mujeres de mi villa encontraban y les hacía abandonar las misiones para dedicarse a la familia? Giulac nunca me hizo sentir así y creí que le amaba. Me dolió que se fuera con Cristina.

—Durdon me ha pedido matrimonio —confesé y abrió mucho los ojos, horrorizado—. Aún no le he contestado —dije rápidamente—. Pero no sé qué hacer, él me dará estabilidad y si recupero a mi hermano podrá entrar en la escuela militar, mantenerle, que consiga un buen trabajo después de todo. Mi villa ya no existe, en cuanto acabe la misión no tendré nada. Apenas me quedan unas monedas en el bolsillo. Es un buen hombre que me querrá y me será fiel. Y, ahora, tú me pides que te elija a ti, que siempre te has comportado con despreocupación yendo de flor en flor. Y, además, eres inmortal, en unos años seré demasiado mayor para alguien como tú y, entonces, lo más probable es que me abandones. ¿Entiendes mi dilema? ¿Qué quiero decir?

—Lo de ser inmortal no te preocupes, puedo vincularte a mi magia y vivirás milenios a mi lado. —Abrí mucho los ojos, esa respuesta no me la esperaba, ¿inmortal yo? Debía pensarlo detenidamente—. De todas formas, continuaría a tu lado aunque tuvieras ochenta años y fueras una anciana. Cambiaré —prometió llevándose una mano al pecho—. Dame una oportunidad. Y en cuanto a tu hermano… quizá después de todo no quiera hacerse soldado, que esté harto de batallas. Yo tengo una granja.

—¿Hacerle granjero? —Casi reí, pero no era el momento, así que me puse seria. Ser granjero no era un trabajo muy bien remunerado. Había familias que morían de hambre si las cosechas se estropeaban por una cosa o por otra. Aunque mirando a Dacio parecía bien acomodado, quizá en Mair era diferente con sus conjuros y hechizos—. Tengo que pensarlo bien, lo siento.

—No puedes elegirle a él —dijo testarudo—. No le amas, serás una infeliz. Además, aquí en Andalen las mujeres tenéis un rango muy bajo. Solo servís para obedecer y dar hijos a vuestros maridos. En Mair no es así, elígeme, tendrás una vida mejor. Yo no te obligaré a hacer nada que no quieras.

Tragué saliva.

»Vamos —se acercó un paso, con la espada bajada—. Creí que ese era el motivo por el que aún no te habías casado con nadie. Porque detestas tener que obedecer y eso me gusta. No puedes plantearte casarte con alguien así.

—Si le digo que no ahora, en un futuro ya no podré pedirle que se case conmigo. Lo conozco muy bien, es un buen hombre, pero es orgulloso. El rechazo no es una opción, así que debo pensarlo.

—Alegra…

—No, —dije firme— me pides que abandone la única opción que tengo hasta el momento de garantizarme un buen futuro aunque sea dentro del matrimonio. No quiero morirme de hambre, ni vivir en la calle, descalza, pasando frío, y arrastrar a mi hermano a la pobreza absoluta. Nuestro único oficio es la espada, y yo ya no tengo trabajo porque soy mujer, da rabia pero es un hecho. Si solo fuera yo, me arriesgaría, pero mi hermano depende de mí. Aunque quiera no puedo, lo siento.

—¿Me estás diciendo que aceptarás casarte con Durdon? —Preguntó incrédulo.

—Por mi hermano —respondí, rendida.

Abrió mucho los ojos, enfurecido con mi respuesta. De pronto noté una fuerza, algo tiró de mi espada, lanzándola a varios metros de mí, y Dacio me empujó con rabia por los hombros.

—Has perdido —dijo—. Estás fuera del círculo.

Miré el suelo, el cabrón me había hecho salir. Volví a mirarle.

—Desarmarme con magia es hacer trampa —respondí enfadada.

—Quiero mi recompensa.

—Una cena, que pesado eres.

—No, una cena no —dijo—. Quiero que tu corazón se rinda a mí.

Me sujetó por los hombros, se inclinó y me besó en los labios. Al principio fui reacia, intentando que me soltara, pero me agarró con fuerza. Luego me rendí y abrí la boca encontrándome con su lengua. Deslicé mis manos por su cabello alborotado de tres colores, castaño, cobrizo y reflejos dorados. Fue entonces, cuando me di cuenta de que le amaba, cuando noté que mi pecho se encendía de dicha y anhelo, le quería más de lo que en un primer momento pensaba. Ya no podía negarme a él, ya no podía continuar negando lo evidente. ¿Pero podía arriesgarme a alguien que siempre ligaba con jovencitas? ¿Qué derecho tenía a peligrar el futuro de mi hermano? Edmund dio su vida por mí, no podía pensar en mí misma. Retiré a Dacio después de unos maravillosos segundos y me miró estupefacto, mi reacción le confundió.

—No puedo —dije con la voz temblando—. Lo siento, mi hermano…

—Te amo —me confesó y abrí mucho los ojos—. Dile que no, que no quieres casarte con él. Te juro que hablo en serio cuando te digo que se acabaron las jovencitas. Deja que te lo demuestre. Y si es por tu hermano no te preocupes, no os faltara de nada a ninguno de los dos, de verdad.

Vacilé.

—Le pagaré la escuela yo —se ofreció—. Edmund podrá ir a la escuela militar si quiere.

Sonreí mirándole con dulzura.

—Dacio, es muy cara —quise hacerle ver—. Solo los nobles se lo pueden permitir y algún hijo de caballero. Durdon podría porque ya forma parte del ejército y le harían pagar algo simbólico y aun y así será caro.

—De verdad que podría —insistió.

—No confío en ti, lo siento.

Quedó estupefacto e iba a marcharme, las chicas voluntarias ya habían llegado, pero me cogió de un brazo, deteniéndome.

—Te demostraré que a partir de este momento solo tendré ojos para ti —dijo—. No voy a mirar a otra mujer que no seas tú, haré cualquier cosa porque confíes en mí. Pero te pido una cosa, no le contestes todavía. Dame la oportunidad de demostrar que lo que te digo es verdad.

No desvió sus ojos de los míos en ningún momento y quise decirle que sí, que le esperaría, pero una chica nos interrumpió. La chica con cara de puta.

—Dacio, buenos días, estamos preparadas para dar la clase de espada —dijo con una sonrisa.

—Sí, claro —respondió Dacio—. Id cogiendo una espada cada una. Enseguida estoy por vosotras…

Una batalla interna se cernía dentro de mí, ¿debía darle una oportunidad? ¿Debía aceptar a Durdon? Estaba hecha un lío. Lo mejor era pensarlo detenidamente, no en caliente, incluso pedir consejo a alguien. ¿Pero a quién? Ayla era la única amiga que tenía, quizá ella pudiera ser más objetiva.

—Dacio, —me miró de inmediato, dándole la espalda a la chica— tengo que pensarlo, te dejo con esta clase.

Sin darle tiempo a responder me volví y salí corriendo del patio de arena como si una manada de lobos quisiera venir a por mí.

OPORTUNIDAD

Apoyadas en la pared de la primera muralla de acceso a la ciudad, expliqué mi situación a Ayla, que escuchó atentamente mis palabras. Después de confesarme, de explicarle todo lo ocurrido con Dacio y Durdon, esperé una opinión por su parte. Ayla suspiró y miró a los aldeanos que trabajaban fuera de la muralla con picos y palas, haciendo una fosa a marchas forzadas para rodear toda la ciudad. El objetivo era hacer un agujero lo suficiente profundo y ancho para detener el ataque de posibles torres de asedio que pudiera traer el ejército de orcos. Carros cargados de barriles de aceite esperaban a ser descargados para rociar la extensa fosa y, de esa manera, construir una barrera de fuego como doble defensa para detener a los que iban a pie. Era obvio que aquello solo resultaría por un tiempo determinado, tarde o temprano llegarían a la muralla. No obstante, cuanto más resistiéramos más opciones teníamos que el reino del Norte pudiera llegar a tiempo en nuestra ayuda.

—Yo no tendría ninguna duda de arriesgarme con Dacio —dijo Ayla sin vacilar un instante y, sin saber por qué, aquello me alegró—. Mira, tú no te has dado cuenta o no te has querido dar cuenta, pero Dacio en las últimas semanas ha cambiado desde el combate contra Valdemar. Puede que incluso antes. Y creo sinceramente lo que te ha dicho esta mañana. No le veo capaz de decir que te ama para solo llevarte a la cama.

—¿Tú crees?

—Alegra, puede tener a cientos de chicas —me hizo ver—. ¿Por qué molestarse tanto por una si no es porque siente algo por ella?

—Puede que una vida estable no sea lo suyo, ¿y si luego me abandona?

—En todas las relaciones corres ese riesgo —me contestó—. Pero debes hacerlo, sino te quedarás sin nadie toda la vida o sumida en un matrimonio de conveniencia siendo una infeliz.

—Durdon es un buen hombre que podría dar un futuro a mi hermano.

Puso los ojos en blanco.

—Yo no tengo hermanos —dijo—, pero tampoco puedes sacrificar tu vida por él.

—¡Él dio su vida por la mía!

—No, Danlos vio que tenía un don para trabajar el metal, de no ser así lo habría matado. Y tú continuarías con vida porque lo que quería era que me mataras utilizando el engaño y la venganza. A parte, —dejó de apoyarse en la pared—, qué pasará si al final Edmund no quiere ser soldado. ¿Eh?

Parpadeé dos veces, pensativa. Era cierto, no me paré a pensar que el único motivo por el que Danlos dejó vivo a mi hermano era por su don. La bruja nos lo advirtió, y en cuanto a que Edmund entrara en un futuro en el ejército tampoco era seguro. Si me casaba con Durdon y luego mi hermano rechazaba la escuela militar… ¿de qué habría servido todo? Por otra parte, pese a las palabras de Ayla, no acababa de confiar en absoluto en Dacio. Eran tantas las veces que había intentado cortejarme para luego dejarme por otra mujer en cuanto llegábamos a una aldea, que la desconfianza era un punto importante.

»La decisión es tuya, —se volvió a apoyar en la pared—, pero si lo único que te echa atrás es la fidelidad de Dacio hacia ti, ponle a prueba el tiempo que creas necesario hasta que no tengas ninguna duda que te ama de verdad. En cuanto a Durdon… —suspiró—, aún no tienes que contestarle, y si te presiona con una respuesta deberás arriesgarte con Dacio o decirle que sí a Durdon. Sabiendo las consecuencias de la decisión que tomes, claro.

Quería estar con Dacio, darle una oportunidad, pero era tan complicado.

Ayla se incorporó de nuevo, algo le llamó la atención, y al mirar en su dirección vi a Chovi disculpándose ante un teniente por haber tirado un barril de aceite que quiso ayudar a descargar de uno de los carros que lo transportaban. Sin pensarlo, la elegida fue en ayuda del duende y de inmediato la seguí. El teniente estaba enfurecido y parecía dispuesto a acabar con Chovi si nadie lo detenía, le acababa de propinar dos puñetazos, uno en la cabeza y otro en la nariz, dejando medio inconsciente a nuestro amigo tirado en el suelo. Acto seguido desenvainó su espada.

—¡Alto! —Gritó Ayla en cuanto llegó junto a ellos—. Baje esa espada si no quiere meterse en problemas.

El teniente, un hombre de unos treinta años, apenas unos centímetros más alto que nosotras dos pero cuadrado como un armario, nos miró con ojos coléricos, molesto por habernos interpuesto. Llevaba la cabeza rapada debido a su temprana calvicie y era dueño de una nariz ancha y aplastada.

—Apártate chiquilla si no quieres recibir también —le advirtió el teniente alzando la espada para arremeter también contra Ayla. Inmediatamente desenvainé a Colmillo de Lince, y Ayla hizo lo mismo con Amistad.

—Esta chica es la elegida —le advertí colocándome justo en medio de ambos.

Se detuvo entonces.

—El duende ha tirado un barril de aceite —lo señaló con la espada. El barril estaba abierto y el aceite derramado, pero aquello no era excusa para dar muerte al duende como pretendía.

—Como si quiere tirar diez —le espetó la elegida dando un paso adelante colocándose a mi lado—. Es mi compañero y como le toque un pelo…

Fue apenas un perceptible movimiento, pero lo capté enseguida, detuve el ataque que quiso propinarle a Ayla con la empuñadura de su espada. La elegida se retiró en el acto dos pasos, sorprendida, aún era novata en cuanto a enfrentamientos de ese estilo y la pilló por sorpresa, pero a mí no. Hice un círculo con Colmillo de Lince guiando la espada del teniente al mismo tiempo, de esa manera le desarmé con una rotación rápida e inesperada. El valiente hombretón dio un paso atrás en cuanto puse mi espada a centímetros de su cara.

—Me las pagaréis —dijo.

—¡¿Qué ocurre aquí?! —Una voz a nuestra espalda se impuso y al volvernos vimos a Aarón acompañado de Laranar. Akila también vino, colocándose a mi lado, gruñendo y erizando el lomo a aquel hombre—. ¡¿Teniente?!

El hombre se cuadró y Laranar salvó de inmediato la distancia con Ayla retirándola de su trayectoria. Yo también me hice a un lado y guardé a Colmillo de Lince, convencida que con el general al mando de la ciudad, no ocurriría nada. Acaricié el lomo de Akila en un gesto para que se tranquilizara. Dejó de enseñar los dientes, pero continuó al acecho.

—El duende ha tirado un barril e iba a darle un castigo cuando esta muchacha se interpuso.

—No es verdad, quiso cortarle la cabeza a Chovi después de golpearle —dijo de inmediato Ayla agachándose al duende que estaba por completo mareado tirado en el suelo. Un hilillo de sangre le salía por la nariz—. Solo he querido detenerle.

—¿Cuál es su nombre? —Le preguntó Aarón.

—Comandante Bulbaiz de Chals, mi general.

—Bien, teniente Chals, esta muchacha es la elegida —le informaron por segunda vez al teniente—. Tiene inmunidad y también el grupo que la acompaña, y eso incluye a este duende. ¿Ha quedado claro?

—Sí, mi general.

—Que no vuelva a ocurrir, retírese.

El teniente se marchó mirando atentamente a Ayla, fue como si quisiera memorizar su rostro y aspecto para un futuro. Quedé consternada que Aarón lo hubiera dejado marchar sin un castigo ejemplar.

—Intuyo que el apellido Chals es importante —dijo Laranar mirando a Aarón.

—Una casa muy importante.

Entonces, lo entendí, otro hijo de noble que tenía el respaldo de su familia para salvarle el culo en cuanto a sus fechorías. Por ese motivo fue tan valiente a la hora de enfrentarse a la elegida, incluso querer atacarla, conocedor que hiciera lo que hiciera pocas consecuencias tendría.

—Ayla, —Laranar se volvió a ella algo enfadado—, debes tener cuidado con estos soldados.

—Iba a rebanarle la cabeza a Chovi —intentó explicarle ayudando al duende a incorporarse que se tambaleaba de un lado a otro—. Y no estaba sola, Alegra me acompañaba.

—Y Aarón y yo estábamos a tan solo unos metros supervisando los trabajos de la fosa, podrías habernos avisado.

—Bueno, habéis venido, ¿no?

Laranar suspiró, pero no era eso lo que quería decir.

—Chovi, regresa al castillo, que te miren la nariz y no vuelvas a querer ayudarnos —le ordenó Aarón, quizá más duro de lo que se merecía el duende. A fin de cuentas solo había sido un barril.

—Sí —aceptó Chovi, derrotado, tocándose la cabeza, aún mareado.

—Te acompañaré —le dijo Ayla al verle tan inestable.

—Tengo otra deuda pendiente contigo, elegida —dijo Chovi, y Laranar se llevó una mano a la frente como si aquello no fuera posible.

—Os acompañaré a los dos —dijo Laranar—. No quisiera que de aquí al castillo le debas tres deudas de vida. Con dos es suficiente.

Les acompañé también y en cuanto llegamos al castillo vi a las mujeres voluntarias saliendo en ese momento de la escuela militar.

—Ahora vengo —les dije a Laranar y Ayla, deteniéndome.

Continuaron su camino, no sin antes guiñarme el ojo la elegida.

Me senté en un banco, colocado de forma idónea para poder observar qué sucedía alrededor y miré al grupo de voluntarias que salían acompañadas de Dacio. Me hizo gracia ver una absoluta indiferencia del mago hacia las mujeres, era una faceta nueva que jamás vi en él. La chica con cara de puta le dijo alguna cosa al oído, pero este dio un paso atrás y luego negó con la cabeza explicándole algo. Sonreí interiormente, aquel gesto hizo que me decidiera a darle una oportunidad aunque tampoco pensaba cerrar la puerta con Durdon. Mi futuro dependía de la decisión final que tomara, no debía precipitarme.

Dacio se alejó de todas ellas y caminó cabizbajo, pensativo.

—¡Dacio! —Le llamé, alzó la cabeza de inmediato y me miró sorprendido.

Corrió enseguida a mí.

—Alegra —me llamó aliviado de verme—, creí que estabas enfadada conmigo.

—¿Por decirme que me amas? —Pregunté alzando una ceja.

—No, sí, bueno… no lo sé. Lo que te he dicho esta mañana iba en serio.

Le miré a los ojos, me encantaba el tono chocolate que tenían.

—Quiero creerte —dije y la esperanza renació en él—. Pero una parte de mí no confía en ti, lo lamento.

—Pero…

Alcé una mano para que me dejara continuar, calló de inmediato.

—No voy a contestarle aún a Durdon —dije—. Pero tampoco voy a decirle que no. Por lo menos hasta que vea que esto no es un juego para ti.

—¿Quieres decir que me darás una oportunidad? —Preguntó esperanzado.

—Una oportunidad que te tendrás que ganar, no confío en ti, repito.

—Haré que confíes, te lo juro.

Casi sonreí, pero no lo hice, no podía actuar como si ya sucumbiera a él.

—¿Comes conmigo? —Preguntó ilusionado.

Quedé cortada, había quedado con Durdon, no podía dejarle plantado.

—Lo siento ya he quedado —respondí intentando no darle importancia.

Abrió mucho los ojos.

—¿Vas a continuar saliendo con él?

—Hasta que me decida.

—Pero… —quedó sin palabras, luego frunció el ceño—. Yo no voy a salir con nadie, sería justo que tú tampoco. No soporto la idea que estés con ese hombre por las noches.

—No lo estaré, te lo prometo —dije rápidamente—. Pero no puedo dejar de verle, lo sabes.

—Ya, hasta que confíes en mí y le digas que no, ¿no?

—Más o menos —respondí, no queriéndome comprometer demasiado con Dacio—. Bueno, debo irme, nos vemos a la noche.

Asintió, pero antes que pudiera marcharme me cogió por los hombros y me dio un beso en la mejilla. Hizo que me ruborizada, no había sido en los labios, pero estuvo cargado de cariño y amor. Luego me soltó, dejándome paralizada y notando un creciente tambor en mi pecho. Sonrió, y por fin reaccioné. Empecé a caminar y salí disparada dirección a la escuela militar, donde quedé con Durdon. Llegó unos minutos después, entrando en el patio de arena, serio, pero en cuanto me vio una sonrisa cruzó su cara. Fuimos a comer, como de costumbre me trató con galantería, incluso me hizo reír contando anécdotas divertidas del ejército. Al final de todo, hizo la pregunta que más temía:

—Supongo que aún es pronto para que te hayas decidido —dijo nervioso—. ¿Has pensado mi propuesta?

—Sí, pero aún no estoy segura —dije nerviosa, las manos, por algún motivo me empezaron a sudar, pero Durdon sonrió.

—No te preocupes, soy paciente. Lo único que quiero es hacerte feliz.

¡Oh! Durdon.

¿Por qué tenía que ser tan bueno? Le conocía desde que éramos unos niños, pero jamás me imaginé que fuera así de considerado. Eso hacía más difícil mi decisión. Me sentí como una traidora hacia él. Era como si Durdon fuera el segundo plato a escoger si Dacio fallaba, ¿tenía derecho a tratarle así?

—Durdon estoy hecha un lío —dije—. Por ese motivo, antes de darte una respuesta no pasaremos ninguna noche más juntos.

Parpadeó dos veces, sorprendido. Sentí tal nudo en el estómago que estuve a punto de echar la comida que acababa de comer. Durdon bebió un pequeño sorbo a su jarra de cerveza.

—Vale —aceptó—. Creo que te entiendo, quieres estar segura y lo respeto —me miró a los ojos—. Pero quiero preguntarte una cosa a la que le he estado dando vueltas a la cabeza.

—¿Qué?

—Ese mago, Dacio, algo siente por ti, ¿tú sientes algo por él?

Justo en el blanco, encima era inteligente y observador. Cualquier chica sería feliz a su lado, ¿por qué tenía que enamorarme del mago ligón?

—Es un ligón —respondí con indiferencia—. Va de flor en flor, no podría escogerle a él. No quiero ser una esposa engañada.

En realidad, lo que acababa de decir era verdad, no le estaba mintiendo. Si Dacio no cumplía su palabra de dejar ese mundo de acostarse con una diferente cada noche escogería a Durdon sin dudar. Incluso me propondría amarlo. Aunque, para que engañarnos, quería que Dacio cambiara, y tenía la esperanza que sí lo hiciera. Por otro lado me asustaba, lo que sentía por él era muy fuerte. Y eso que me pudiera dar la inmortalidad era algo en lo que pensar detenidamente.

—Ya —no le acabé de convencer, pero acabó de beber la cerveza que le quedaba de un trago—. Bueno, vámonos.

Salimos de la taberna y Durdon respiró hondo, estirando los brazos para destensar los músculos. Me di cuenta que no era la única nerviosa en todo ese asunto.

—¿Sabes dónde hay una herboristería? —Le pregunté.

Me miró y enseguida asintió, comprendiendo por qué quería ir a comprar plantas medicinales. Me condujo por unos callejones de uno de los barrios más antiguos de la ciudad, y también de los más pobres. El olor a orines perfumaba el lugar, la suciedad inundaba las calles y las personas caminaban envueltas en harapos intentando sobrevivir a un día más, mientras los niños corrían descalzos, delgados y mugrientos pidiendo un poco de comida.

En una de aquellas vías, se encontraba un portal pequeño con un letrero colgando en la entrada e inclinado hacia un lado; tenía una flor de azalea dibujada como único reclamo. Haber puesto Herboristería en letras hubiese sido tan improductivo como intentar hacer cantar a un perro, pocos sabían leer, así que los dibujos se encontraban a la orden del día. Al entrar, un agradable olor a hierbas silvestres nos despejó la nariz. El lugar estaba abarrotado de ramilletes de flores que colgaban de un techo desconchado para secarlas, y jarrones aposentados en estanterías con la inscripción de la planta medicinal que contenía, junto con otros recipientes más pequeños —botellas o botellines— que eran tónicos para combatir los constipados, la tos o la fiebre. Una campanilla colgada en la puerta advirtió de nuestra llegada al entrar en la tienda.

—Ya voy —se escuchó la voz de una mujer llegar de la trastienda y al salir nos sonrió—. ¿En qué puedo ayudaros?

—Quiero comprar semillas de marana —le pedí a la herbolaria.

—¡Ah! ¿No preferirías raíz limik? No es tan tóxica.

La mujer tendría unos cuarenta años y llevaba un pañuelo alrededor de la cabeza no dejando ver su pelo, pero sus ojos eran vivos, negros y expresivos. Por su sugerencia, supe enseguida que era buena conocedora de su oficio, pero necesitaba algo efectivo.

—Es menos efectiva para evitar los embarazos —repuse.

—Como quieras —se volvió hacia uno de los jarrones que tenía a su espalda—. ¿Cuántas?

—Un puñado —respondí.

En cuanto me hiciera una infusión con ellas —comúnmente conocida como una infusión para la luna de sangre— podría estar tranquila de no concebir ningún niño. Durdon las pagó antes que pudiera sacar mi dinero pese a que le dije que no era necesario. No me permitió pagar ni la mitad de su valor, dijo que la responsabilidad era suya y que yo ya tenía suficiente con tener que tomarme una infusión más que amarga. No tuve más remedio que acceder.