AYLA (2)

EL CUERVO

Los elfos entrenaban sus artes guerreras en una zona del palacio llamada la arena. No era más que un patio inmensamente grande distribuido por secciones; en un lateral entrenaban a espada, en otro el arco, y un tercer lugar era destinado para el combate cuerpo a cuerpo.

Fue impresionante verlos en acción, distribuidos por grupos y moviéndose como auténticos luchadores de garras felinas. Sus movimientos eran elegantes, rápidos y mortíferos. Me quedé embobada mirándolos. Mi intención era aprovechar en leer el libro de historia que acababa de adquirir, pero una vez empecé a prestar atención a sus entrenamientos no pude apartar los ojos de ellos.

Raiben era uno de los instructores, por ese motivo me condujo al patio de la arena; donde, al llegar, me ordenó con su actitud fría y distante que esperara en un rincón.

—No te muevas —dijo—. Estate quietecita durante unas horas y nos harás un favor a todos.

Fruncí el ceño y cuando se dio la vuelta le hice una mueca sacándole la lengua.

Llevaba alrededor de una hora sentada en unas escaleras de piedra, observando aquellos que practicaban sin descanso. Eran alrededor de treinta y cada uno estaba emparejado con otro elfo como rival en sus entrenamientos. Raiben se hizo cargo de dos, que aparentaban ser mucho más jóvenes que el resto. Más tarde, escuchándoles, me enteré que aún eran menores de edad y que por ese motivo aún necesitaban ser disciplinados por los adultos.

Cuatro elfos dejaron las espadas de madera con que practicaban en una mesa y me acerqué, cansada de estar todo el rato quietecita como Raiben me había ordenado. Un libro llevaba el registro de las armas simuladas, todas ellas de madera, que se dejaban a aquellos que entrenaban. Apuntando ellos mismos cuando cogían una espada y cuando la dejaban. Curioseé en qué fecha nos encontrábamos: 27 de Margot de 1032. Quedé pensativa con el año. Laranar me explicó que hacía alrededor de mil años de la aparición de los magos oscuros. Quizá comenzaron de cero entonces, para diferenciar una época que llevaba siglos castigada por la magia negra.

Dejé el libro de historia encima de la mesa y acaricié una de las espadas con la punta de los dedos. La madera era suave, aunque resistente viendo los golpes que paraba. Finalmente, cogí una con las dos manos. La encontré liviana, me gustó la sensación. Y viendo que podía sostenerla con una sola mano, la balanceé al aire imitando uno de los pasos que Raiben estaba enseñando a sus alumnos.

—¿Qué estás haciendo? —Al volverme, Raiben se encontraba de pie a mi lado mirándome con dureza—. Deja la espada, no sabes empuñarla.

No la solté.

—Enséñame —le pedí con valentía, ignorando su frialdad conmigo.

Parpadeó dos veces, no se esperó esa petición por mi parte.

—¿Por qué quieres aprender? —Preguntó serio.

—Para poder defenderme de los magos oscuros.

Apretó los dientes y con un rápido movimiento me quitó la espada de las manos sin tiempo a poder impedirlo. Le miré disgustada.

—No eres la elegida, no puedes serlo —dijo de forma fulminante.

—Pues tu rey está convencido que lo soy —repuse con la misma seriedad.

Dejó la espada en la mesa de mala gana, cogió un arco y un carcaj, y se volvió de regresó con los dos elfos a los que enseñaba sin decir palabra.

Le seguí.

—Vamos, —le insistí— enséñame.

—No —respondió. Hizo un gesto con la cabeza a sus alumnos para que retomaran la lucha. Segundos después clavó sus ojos en mí—. Ahora mismo, somos treinta elfos en la arena, ¿crees que podrías con nosotros si intentáramos matarte con nuestras espadas?

—Claro que no —respondí—, no podría con los treinta a la vez.

Sonrió, satisfecho.

—Pues nosotros treinta no podríamos contra uno solo de los magos oscuros, ¿entiendes?

Miré a los elfos, en combates de verdad y con espadas que no fueran de madera serían verdaderas máquinas de matar.

Me desinflé y Raiben se percató.

—Harías bien en regresar a tu mundo —continuó—. Aquí no pintas nada.

—No sé cómo regresar —respondí con sinceridad—. El colgante me trajo a Oyrun sin pedírselo.

—No pareces muy triste por ese hecho —repuso con amargura—. ¿Acaso no tienes una familia que te espere?

Le miré por unos segundos a los ojos. Eran de color marrón, bordeados por una fina línea dorada. Eran bonitos, pero su rencor hacia mí ocultaba su belleza.

—No —contesté—, no tengo a nadie.

Uno de los elfos perdió el equilibrio al parar un golpe de espada y Raiben me cubrió en el acto para que no cayera encima de mí.

—Vuelve a tu sitio —dijo todavía sosteniéndome por los hombros—, puedes hacerte daño.

Suspiré.

—Dejad las espadas, practicaremos con el arco —les indicó a sus alumnos.

Al volverme, vi un cuervo encima del tejado mirándonos fijamente. Un escalofrío corrió mi espalda de forma automática viendo como sus ojos negros me observaban. El vello se me erizó e instintivamente di un paso atrás.

—Raiben —le llamé, sin dejar de prestar atención al cuervo—. El cuervo, tiene alguna cosa, siento algo extraño, es como si me traspasara con su mirada y…

Una flecha le alcanzó de pronto y di un pequeño salto hacia atrás del susto. Al darme la vuelta, vi a Raiben con el arco levantado. Sus ojos danzaron por todo el cielo buscando más cuervos, al acecho; pero yo continué mirando el bulto negro que cayó del tejado, pues un humo negro cubría el cuerpo del animal y apenas dos segundos después de impactar contra el suelo, se volatilizó dejando una mancha negra en el suelo.

Algunos no se dieron cuenta de lo sucedido y continuaron entrenándose, pero los dos elfos jóvenes, Raiben y yo, nos acercamos al lugar.

—¿Qué era? —Preguntó uno de los alumnos de Raiben.

—Los magos oscuros utilizan cuervos para obtener información —respondió Raiben—. Ha sido una suerte que Ayla lo viera antes que pudiera transmitir nada a los magos negros.

Tragué saliva.

—La clase ha terminado —continuó Raiben y posó sus ojos en mí—. Esperemos dentro del palacio, no creo que Laranar tarde en llegar.

Asentí.

En cuanto entramos a palacio, Laranar ya regresaba y fue como un ángel venido del cielo para rescatarme. La compañía de Raiben no me gustaba en absoluto, solo deseaba que nunca más tuviera que protegerme.

Sonreí a mi protector nada más llegar a su altura, pero vi una seriedad en él que hasta la fecha nunca conocí. Fue entonces, cuando me pregunté qué habría hablado con la reina. Pese al incidente en la biblioteca y creer por un momento que me besaría contra todo pronóstico, era consciente que Laranar estaba muy por encima de mis posibilidades. Por lo que era absurdo pensar que su madre pudiera enfadarse con Laranar por estar conmigo. ¿O sí?

Raiben, no perdió tiempo en explicarle el incidente con el cuervo y automáticamente la actitud de Laranar cambió de la seriedad a la preocupación. Quiso saber enseguida si me encontraba bien y le respondí que sí; diciendo que gracias a la rapidez de mi guardaespaldas suplente, estaba viva. Intenté que fuera una manera de enterrar el hacha de guerra con el elfo, pero no coló. Sus ojos volvieron a mirarme por encima del hombro en cuanto se marchó.

—Me gustaría pedirte un favor —le dije a Laranar en cuanto estuvimos solos y este me miró—. ¿Me enseñarías a utilizar la espada, el arco y montar a caballo?

—¿Para qué quieres aprender? —Preguntó.

—Para tener alguna posibilidad de vencer a los magos oscuros.

—Tienes el fragmento —repuso—, es tu mayor arma.

—De todas formas quiero aprender. No sé de qué me va a servir un fragmento insignificante de un colgante roto contra siete tenebrosos magos. Además, será una manera de demostrar a la gente que me esfuerzo en mi labor de elegida.

Miró al techo y luego a mí.

—Francamente, no sé si es buena idea —dijo—. No quiero que te entrometas en las batallas. Es peligroso.

—No voy a ir en busca de batallas, pero si fuese necesario creo que es mejor estar preparada. Se supone que soy la elegida y voy a tener que combatir contra demonios.

—Si, pero… —dudó— para eso estaré yo, para protegerte y seguro que nos acompañará más gente en cuanto celebremos la asamblea.

—Da igual —le contesté—, no siempre vas a poder estar pendiente de mí y será mejor aprender algo de lucha ahora que puedes enseñarme.

Hubo un momento de silencio mientras Laranar analizaba mis palabras. Esperé pacientemente y sonreí interiormente al darme cuenta que Laranar pensaba continuar siendo mi protector una vez celebráramos la asamblea con el resto de razas de Oyrun. Continuaría a mi lado y sentí un agradecimiento infinito. Era el único que conocía, y empezar un viaje en busca de una muerte segura con personas que me eran extrañas no era nada alentador.

—Haremos una cosa, —dijo al cabo del rato, encarando un dedo índice al techo del palacio—, de momento te enseñaré a montar a caballo, luego continuaremos discutiendo sobre el tema de la espada y el arco.

—De acuerdo.

Accedí de inmediato pensado que el resto vendría solo.

A partir de ese día, las cosas cambiaron; Laranar se mantuvo más ocupado de lo habitual en sus labores como príncipe de Launier. Dio la sensación que su madre quería entretenerlo de mil maneras diferentes para mantenerme apartada de él. En una ocasión, cuando creímos que podríamos disfrutar de mi primera clase de equitación, vino un elfo solicitando que mi protector fuera en presencia de la reina para tratar unos asuntos de seguridad. El enfado de Laranar fue palpable y por decimotercera vez Raiben vino a sustituirle a regañadientes.

Mi relación con el elfo prepotente se mantuvo en una cierta tregua en el que él no me miraba por encima del hombro y yo intentaba estorbarle lo menos posible. Poco a poco, empezamos a hablar, al principio con cierta tensión, pero a medida que pasaron los días nuestras conversaciones se alargaron hasta que un día llegamos a disfrutar de la compañía mutua sin darnos cuenta. No éramos amigos, pero por lo menos empezamos a respetarnos.

Diez días después del incidente con el cuervo, Laranar encontró el tiempo necesario para mi primera clase de equitación.

—Tendrás que ser paciente conmigo, —le dije a Laranar cuando ya llegábamos a los establos—. Ya sabes que no soy muy dada para estas cosas.

—Ya cuento con ello —respondió con una sonrisa burlona mientras me miraba con sus penetrantes ojos.

No pude evitar sonrojarme, otra vez.

Entramos en los establos y Laranar me enseñó el caballo que montaría.

—Este es Tierra —me presentó a mi nuevo compañero mientras acariciaba la frente del caballo—, es perfecto para que aprendas a montar, créeme. Tierra es el caballo más tranquilo que tenemos, podríamos estar en medio de un campo de batalla y ni se inmutaría.

Me acerqué al caballo y lo acaricié, era un caballo bastante más pequeño que Bianca pero un poco más grande que un poni. Era de color marrón, parecido al tono de la tierra recién mojada, de ahí su nombre.

—Primero te enseñaré a ensillar, para eso cogeremos a Bianca —dejamos a Tierra y nos encaminamos a la cuadra de la yegua blanca—. ¿Qué tal preciosa? —Le preguntó Laranar a Bianca. Le acarició el lomo y esta en respuesta relinchó levemente como para saludar a Laranar—, ¿te acuerdas de Ayla? Hoy le vamos a enseñar a montar y tienes que ayudarme —hablaba a la yegua como si fuese una persona—. Entra —me pidió.

Acaricié a Bianca en el lomo imitando a Laranar.

—Cuando montas a Bianca lo haces sin silla —comenté.

—Cierto, pero se necesitan años de práctica y una buena sincronización con el caballo para poder montar sin silla. —Un caballo empezó a relinchar y me asomé fuera de la cuadra de Bianca para mirarlo—. Es Brunel, el caballo de mi padre, siempre le gusta llamar la atención.

Le miré sorprendida.

—¿Brunel? —Quise asegurarme de haber entendido bien el nombre. No podía tratarse del mismo caballo que montaba Lessonar cuando conoció a mi abuela—. ¿Cuántos años tiene?

—Ese caballo ya vivía cuando nací —respondió.

Puse los ojos como platos.

—No sabía que lo conocías —añadió.

—Yo no, pero mi abuela sí —respondí—. Cuando conoció a tu padre montaba a Brunel. ¿Como puede vivir tanto un caballo? ¿Bianca también tiene tantos siglos?

—Bianca tiene más o menos los que yo, mi padre me la regaló cuando era apenas una potrilla y desde entonces ha sido mi montura.

—Pero… ¿como? —pregunté sin entender.

—Magia —se limitó a responder mientras ensanchaba su sonrisa más arrebatadora—. Ahora continuemos.

Me enseñó a ensillar, ayudándome a corregir mis errores y dándome consejos. Una vez nuestras monturas estuvieron listas me monté con más agilidad de la que Laranar pudo esperar.

—Esperabas que me cayera nuevamente al suelo —comenté con indiferencia, leyendo su rostro.

Sonrió, le había pillado.

—No te voy a mentir, creí que te volvería a pasar lo mismo que la primera vez, pero veo que aprendes rápido —respondió, subiéndose a Bianca, con mucha más elegancia que yo, todo había que decirlo.

El vaivén del caballo me tensó al principio, pero poco a poco le cogí el tranquillo y pronto pudimos empezar a coger un ritmo más rápido, aunque nunca yendo a más velocidad de lo que sería el trote, nunca al galope. De tanto en tanto Laranar se exhibía acelerando el paso de Bianca para regresar enseguida junto a mí. Sonreía y le daba palmaditas de confianza a su yegua junto con unas amables palabras en elfo que no entendí. No obstante, pude adivinar que eran cosas agradables y llenas de complicidad.

Disfrutamos de la compañía mutua, apartados de miradas indiscretas y de la vigilancia constante de la reina. Hablamos de cosas sin importancia, alejadas de cualquier referencia con los magos oscuros gozando de nuestra pequeña excursión. Salí por primera vez de los muros que delimitaban el palacio, pero en vez de ir hacia el centro de la ciudad, cogimos calles bastante más tranquilas hasta llegar a un camino solitario donde solo el canto de los pájaros se escuchaba de trasfondo. Me extrañó que cogiera aquella vía, apartada de las viviendas y solo regentada por grandes abedules.

Laranar se percató de mi actitud alerta, mirando a ambos lados, cerciorándome que ningún ser nos atacara, pero él sonrió y me aseguró que aún continuábamos dentro de la ciudad. Pocos minutos después, llegamos a un recinto que bien podría haberse catalogado como un segundo jardín, nada envidiable al del palacio de Sorania. Únicamente, se diferenciaba en que toda su extensión era una llanura de césped bien cortado, un seguido de hileras de estatuas y árboles tan grandes como edificios.

Todas las estatuas del palacio de Sorania eran representaciones de la madre naturaleza, —la diosa Natur—, una dama con una corona de flores de azalea y una rama de laurel en la mano. Pero las figuras que se alzaban en aquel lugar eran distintas, parecían las estatuas bien talladas de elfos y elfas reales.

Laranar esperó a ver mi reacción y, aunque era un lugar muy bonito y lleno de luz, un escalofrío me recorrió de cuerpo entero.

—Es un cementerio, ¿verdad?

—Sí —se limitó a responder—. He pensado que sería interesante que lo vieras con tus propios ojos.

De pronto, identifiqué un elfo con una rodilla hincada en el suelo justo a los pies de una bella estatua. Y detuvimos nuestras monturas a unos metros de él.

—Esa es la tumba de la esposa de Raiben —dijo Laranar y el corazón me dio un vuelco al escuchar aquello—. Murió hace cinco siglos cuando estaba embarazada de seis meses.

—¿Embarazada? —Mi voz sonó estrangulada.

Laranar se limitó a asentir.

—La mató Numoní —dijo al cabo del rato y seguidamente señaló otra figura con la mano. Esta era distinta, adornada por un gran círculo de flores. Se distinguía de las demás estatuas por la cantidad de flores que la decoraban, todas puestas de forma laberíntica, como un mosaico. Se encontraba a varios metros de distancia de la tumba de la esposa de Raiben—. Aquella es de Eleanor, mi hermana pequeña.

Abrí mucho los ojos y al volver la vista hacia Laranar lo encontré cubierto por un velo imperturbable que no dejó ver sus emociones. Se mantuvo serio, controlando sus sentimientos.

—¿También la mató Numoní?

—Sí —dijo—, murió cuando apenas era una adolescente.

Suspiró.

—Lo lamento.

Silencio.

—Te he traído aquí para que comprendas lo importante que eres para mi país y para el mundo entero. Si tú nos fallas condenarás a todos los elfos, humanos, magos y otras criaturas mágicas, a una esclavitud eterna o en el mejor de los casos a una muerte sin sufrimiento —dijo.

Silencio.

—Todos creen que eres una decepción —continuó después de un minuto—. Raiben incluido. Pero yo creo que si el colgante te ha escogido debe ser por algo y tengo fe en que puedas conseguirlo. Por ese motivo no me interpondré en tu camino,… —volvió a suspirar como si le resultara difícil hablar—. No haré nada que pueda ponerte en peligro —susurró.

No lo entendí. Laranar siempre estaba a mi lado con la intención de protegerme, qué podía hacer él para ponerme en peligro.

Antes que pudiera preguntarle hizo que Bianca reiniciara la marcha. Le seguí.

Ambos nos acercamos a Raiben que aún se mantenía con la rodilla hincada en el suelo. Al escucharnos llegar alzó la vista, viendo quiénes éramos. Sus ojos denotaban un ligero tono rojizo, marca de haber llorado. Se puso en pie como si llevara un gran peso a su espalda.

Me fijé que unas flores blancas acababan de ser puestas a los pies de la estatua de la elfa.

—Siento interrumpirte —se disculpó Laranar—, estoy intentando enseñarle a Ayla lo importante que es la misión del elegido.

Raiben me miró, pero no hubo rencor en sus ojos solo tristeza.

—Siento mucho lo que le pasó a tu mujer —dije, sin saber qué más añadir.

Laranar se bajó de Bianca y le imité, fijándome en la estatua de la elfa.

—Era muy bella —comenté—, y su rostro marca bondad.

—Era la elfa más hermosa de Oyrun —dijo Raiben mirándola—, y también la más buena y comprensiva. Se llamaba Griselda.

De pronto, el fragmento que tenía guardado en el bolsillo de mi pantalón, envuelto en un pañuelo de seda, empezó a brillar con tanta intensidad que traspasó el tejido de mis ropas. Los tres nos fijamos en él. Lo saqué de inmediato, desenvolviéndolo. Su luz se hizo más intensa en cuanto lo acerqué a la estatua de Griselda.

—¿Qué significa esto? —Pregunté.

—No lo sé —respondió Laranar igual de desconcertado.

—Quizá esté intentándonos decir algo —sugerí.

Raiben acarició la estatua de su mujer con una mano y sonrió.

—Quiere que entre en razón —dijo como si tal cosa y me miró a los ojos—. Le he pedido que me dé una señal para estar seguro que eres la elegida, y no hay mejor prueba que ver como el fragmento brilla ante ti.

Por primera vez los ojos de Raiben me miraron como una persona, sin rencores ni maldad, simplemente como alguien normal. Y, de pronto, hincó una rodilla en el suelo.

—Te pido perdón por mi comportamiento —se disculpó para mi gran sorpresa—. No volveré a tratarte con frialdad e intentaré ayudarte en todo lo que pueda.

Sonreí levemente, aunque un poco incómoda al no estar acostumbrada a que alguien se arrodillara ante mí.

—En ese caso —hice que Raiben se alzara cogiéndole de los hombros—, te juro que de alguna manera mataré a esa frúncida, y al resto de magos oscuros aunque me cueste la vida —miré a Laranar—. Vengaré a Griselda y a Eleanor, lo prometo.

Ambos asintieron.

COMENTARIOS

—¡Vamos Ayla! —Me animó Laranar al pasar a mi lado, galopando con Bianca.

Tierra era mi montura y tan solo íbamos al trote. Aún no me veía con coraje suficiente como para poner mi caballo al galope. En cuanto empezaba a alcanzar demasiada velocidad disminuía el ritmo temiendo no poder controlar el animal o, lo que era peor, caerme al suelo.

—¡No vayas tan rápido! —Le pedí.

Laranar aflojó un poco hasta ponerse a mi altura.

—Ir al trote está bien, pero debes probar ir al galope, es mucho mejor.

Negué con la cabeza, concentrada en dominar al animal.

—Está bien, detén a Tierra. Vamos a probar una cosa.

Obedecí de inmediato.

Laranar se bajó de Bianca, le acarició la frente a su yegua diciéndole unas palabras élficas que no comprendí, para acto seguido subirse a lomos de mi caballo y rodearme con sus fuertes brazos.

—Tú eres la que domina el caballo. Yo, únicamente, montaré contigo para que estés tranquila, no voy a permitir que te caigas al suelo y si pasase algo me tienes aquí para controlar a Tierra —me susurró al oído.

Se me aceleró el pulso de manera desorbitada. Olí su delicioso aroma y noté el calor de sus brazos tocando los míos. Era, en aquellos momentos, cuando más temía enamorarme de alguien tan perfecto que pudiera hacerme daño si no era correspondida.

Intenté concentrarme en mi labor, una misión casi imposible.

Tierra empezó a trotar y me tensé sabiendo que lo siguiente iba a ser la galopada.

—¿Preparada? —Preguntó.

No pude verle la cara por estar a mi espalda, pero estuve convencida que una ancha sonrisa le cubría el rostro.

—No —respondí con miedo.

—Tonterías —Tierra aceleró el ritmo hasta ir al galope. Y Laranar me rodeó la cintura sujetándose a mí—. ¡Ves, lo haces muy bien! ¡Creo que ya estás preparada para ir sola!

—¡No lo creo! —Contesté.

—Yo creo que sí —le escuché reír.

De pronto sus brazos me soltaron.

Al volverme levemente me di cuenta que Bianca galopaba a nuestro lado y Laranar saltó a su grupa como un auténtico acróbata.

—¡Laranar! —Grité asustada por lo peligroso de su acción.

—¡Estoy a tu lado, tranquila! —Dijo sonriendo a lomos de Bianca.

—¡No puedo hacerlo! ¡Me da miedo!

—¡Ayla! ¡Ya estás galopando! ¡Disfruta de la experiencia!

Miré al frente, Tierra no había aflojado en ningún momento, tampoco le di la orden que lo hiciera. Estaba galopando sin ayuda de nadie.

—¡Relájate y disfruta! —Me aconsejó Laranar cuando me adelantó.

Le miré mientras se alejaba, entonces me decidí, espoleé a mi caballo para que fuera más rápido y dar alcance a Laranar. El viento me azotaba la cara, mientras mi larga cabellera flotaba libre tras de mí. Fue magnífico, me sentí libre y excitada.

La sensación de velocidad en mi rostro disipó cualquier rastro de tristeza que pudiese quedar en mi interior. Ya nada importaba, estaba en Oyrun y todo lo vivido los últimos meses en la Tierra quedó en el olvido. Un vacío en mi pecho me abandonó y encontré la alegría olvidada en las pequeñas cosas que te da la vida.

—Bien hecho —le dije a mi caballo dándole unas suaves palmaditas en cuanto aflojé el ritmo de mi montura.

—¿Valía la pena? —Me preguntó Laranar colocándose a mi lado.

Supo la respuesta antes de planteármela y le sonreí por ello.

—Ha sido magnífico —dije—, me ha encantado, gracias.

Nuestros caballos se detuvieron por si solos, pero ninguno dejó de sonreír al otro. Volvió a pasar lo que tantas veces, me perdí en sus deslumbrantes ojos, en su mirada. No pude evitar regodearme en falsas ilusiones. Fue entonces, cuando Laranar se puso serio, apartando sus ojos de mí y agitando levemente la cabeza hacia los lados como negando algo.

—Deberíamos volver —se limitó a decir.

Me hubiese gustado conocer sus sentimientos y emociones en aquellos escasos pero maravillosos segundos, en los que ambos nos quedamos mirándonos como dos tontos enamorados.

Cuando llegamos a los establos, empecé a cepillar a Tierra, tal y como Laranar me aconsejó para formar un vínculo más profundo con el caballo. Estando a su lado, atendiendo las necesidades del animal, lograría que confiara plenamente en mí.

—Ayla —me volví al escuchar a Laranar—, mañana es día de mercado, he pensado que, tal vez, te gustaría ir. No has salido del palacio desde que llegamos a Sorania, y… bueno…, creo que no me lo has pedido por no molestar.

—¡De verdad! —Dejé el cepillo de Tierra a un lado—. Laranar, me encantaría salir y dar una vuelta. Tengo ganas de conocer la ciudad, creí que tal vez no te gustara la idea.

—¿Por qué no? —Preguntó extrañado.

—Pues… porque siempre estás muy ocupado y cuando tienes un momento libre lo pasas conmigo. No quiero agobiarte, con que fastidie a Raiben de vez en cuando ya es suficiente. Además, aprovecho en leer los libros que me dejas sacar de la biblioteca cuando debo quedarme en mi habitación y así me distraigo.

La primera tarde que me quedé en mi habitación sin ser encerrada, Laranar regresó a las dos horas para cerciorarse que cumplía mi palabra de no vagar sola por palacio. Aún recordaba el suspiro de alivio que emitió en cuanto me vio leyendo tan tranquila en el escritorio de la habitación, pero no estuvo ni media hora que se volvió a marchar. A partir de entonces, comprobando que no salía del palacio si me lo pedía, se ausentaba siempre que le era necesario sin tener que llamar a Raiben para que hiciera de guardaespaldas suplente.

—Puedes pedirme siempre que quieras salir del palacio, no me agobias. Sé que no es divertido estar encerrada durante horas en una habitación, te dejaría marchar por el interior de palacio, pero… Verás —suspiró—, mis familiares más próximos también viven en palacio y sería como dejar a una extraña vagar por nuestra casa. No es que me a mí me importe, —añadió enseguida al ver que fruncía el ceño—, para mi no eres una extraña, pero ellos solo te conocen de vista.

—Debería estar alojada en el edificio de invitados —dije comprendiéndolo.

No lo negó pero no por ello hizo que cambiara de habitación.

A la mañana siguiente, Laranar me llevó por el centro de la ciudad visitando la plaza del Sol, el mismo lugar donde a mi llegada vi a aquellos niños jugar a pelota. La única diferencia fue que en ese momento en vez de niños la plaza estaba abarrotada de elfos, al igual que las calles colindantes.

Era día de mercado y puestos de comida, ropa, joyas, artesanía y arte, estaban montados en construcciones de madera de roble con grabaciones decorativas en la propia madera. Me sorprendí de ver tales obras maestras destinadas a ser un puesto en un mercado, pero los elfos no eran iguales al resto de razas, de todo hacían arte y daban luz allá donde hiciera falta.

Quedé fascinada al ver el puesto de un escultor trabajando la piedra blanca. Sus obras parecían cobrar vida de lo reales que eran. Y me quedé a un paso de poder acariciar una de aquellas estatuas cuando vi que el elfo escultor me miraba atentamente, en una mezcla de curiosidad y prudencia. Me sonrojé, y enseguida me aparté del puesto para huir de la mirada de dicho artista. Mi sorpresa vino cuando varios elfos también me miraban directamente y cuchicheaban por lo bajo cosas de mí. Ir vestida como una elfa no escondió el que fuera humana, si más no, destacaba por el intento de aparentar lo que no era. Me sentí avergonzada, jamás podría compararme con las mujeres elfas que irradiaban luz por donde pasaban.

Sutilmente Laranar me llevó por calles menos transitadas donde las miradas disminuyeron de forma considerable y pude suspirar teniendo un poco de espacio. Al volver una esquina nos encontramos a la elfa Danaver comprando plantas medicinales en una de las paradas. Automáticamente me fijé si Rein estaba cerca, era de los pocos que me había tratado con amabilidad y simpatía, pero al parecer el elfo no acompañaba a su madre.

Suspiré, desde que me sacaron los puntos y mis heridas cicatrizaron hasta solo dejar finas líneas sonrosadas que desaparecerían con el tiempo no volví a ver al elfo.

Nos detuvimos a saludarla y esta respondió con amabilidad, fijándose en mí.

—Laranar, ¿por qué no dejas que demos una vuelta solas? —Le propuso.

Laranar se quedó por un momento sin saber qué responder, me miró un breve segundo y luego volvió su atención a la elfa.

—No puedo dejarla sola —se excusó Laranar.

Danaver no aceptó un no por respuesta y después de aconsejarle que me diera un poco de libertad para cambiar de aires, finalmente, tuvo que acceder. Algo que agradecí, un poco de compañía femenina se agradecía. No obstante, antes de separarnos, recalcó que no nos alejáramos demasiado del centro y acto seguido me tendió una pequeña bolsa de cuero llena de dinero. Me sentí incómoda al cogerla y quise devolvérsela, pero no me lo permitió.

Danaver me llevó a una pequeña taberna y al entrar tuve que soportar otra vez el que los elfos se quedaran fijándose constantemente en mí. La elfa, no obstante, me ordenó que mantuviera la cabeza bien alta.

—Eres la elegida —dijo con firmeza—, esperan valor en ti.

Reuní el coraje necesario y caminé hasta mi asiento con toda la dignidad posible.

Nos sentamos en una mesa ubicada en un lateral de la posada, protegidas de las miradas de la gente.

—Te recomiendo el batido de frutas del bosque —me sugirió Danaver, ignorando al resto de elfos.

Segundos después todo aquel que regentaba la taberna se olvidó de nosotras.

Nos tomó nota un elfo la mar de atractivo. Vivir en Launier era vivir en el país de los guapos.

—¿Cómo llevas lo de estar todo el día encerrada en palacio? —Me preguntó Danaver—. He escuchado que no puedes salir a los jardines si no es compañía de Laranar o de algún otro guerrero. Hoy es el primer día que te he visto por la ciudad.

—Me gustaría salir más a menudo —reconocí—. Pero Laranar insiste que salir sin protección es peligroso, y después de lo que ocurrió con el fénix… —suspiré—. Es mejor hacerle caso.

Regresó el camarero y nos sirvió los batidos.

—He oído que estás hospedada al lado de la habitación de Laranar, ¿me equivoco? —continuó Danaver.

—Estoy justo al lado —contesté.

Probé el batido, estaba delicioso.

—Me sorprende que te haya dejado ocupar esa habitación —comentó Danaver bebiendo también un poco.

—¿Por qué?

—Era la habitación de su hermana pequeña, murió poco antes que tu abuela viniera a nuestro mundo.

Suspiré con pesar, comprendiendo entonces algunos aspectos decorativos de mi habitación, como las muñecas o simplemente la sensación de estar invadiendo la intimidad de alguien, solo que ese alguien había fallecido siglos atrás.

—Sé lo de su hermana —dije—. Tuvo que pasarlo realmente mal.

—Se siente responsable de su muerte. —Dio otro sorbo al batido—. Tuvo la misión de dar caza a Numoní en cuanto empezó a aparecer por nuestras tierras, pero siempre se le escapaba. Laranar piensa que si una sola vez, de las muchas que estuvo a punto de alcanzarla, la hubiera matado, su hermana continuaría con vida. Eleanor paseaba por los jardines del palacio y Numoní aprovechó que estaba sola para matarla. Laranar se encontraba cerca e intentó salvarla, pero ambos resultaron heridos, solo Laranar resistió el veneno de la frúncida. A partir de aquel incidente, el rey ordenó la construcción de la muralla que rodea Sorania, pero, para entonces, Numoní, cansada de nuestra sangre regresó a las tierras de los hombres en busca de nuevos manjares. —Me miró directamente a los ojos, seria—. Si te cuento esto es para que entiendas como se siente Laranar y porque a veces puede resultar demasiado sobre protector. No quiere que vuelva a pasar lo mismo, por eso insiste en que no salgas a los jardines del palacio tú sola.

Bajé la vista hasta mi vaso de cristal mientras digería lo que me acababa de contar.

»Tú eres la esperanza para muchos y nada ni nadie puede apartarte de tu misión.

—¿Nada, ni nadie? —Le pregunté sin entender, mirándola de nuevo.

—Claro, eres la elegida, no podrán contigo, estoy segura.

Las palabras no podrán contigo estuvieron revoloteando por mi cabeza de tal forma que llegamos al punto de encuentro dónde habíamos quedado con Laranar —enfrente de un restaurante— y ni si quiera me di cuenta de cómo llegamos hasta allí.

EL DRAGÓN

Unos enormes nubarrones empezaron a cubrir el cielo amenazando con echarse a llover en cualquier momento. Laranar pasó una mano por mi espalda a modo de caricia para que entrara en el restaurante antes que la lluvia hiciera acto de presencia. Nada más poner un pie en dicho restaurante otra oleada de miradas y comentarios se volvió a repetir, pero esta vez me mostré de forma indiferente, caminando con la cabeza bien alta de principio a fin. Empezaba a acostumbrarme a aquella situación.

Laranar tomó asiento a mi lado y Danaver delante de él.

El restaurante Braco —lugar donde nos llevó mi protector a Danaver y a mí—, disponía de unos grandes ventanales que dejaban ver el exterior y por donde entraba la escasa luz de un día que empazaba a ser nublado. El suelo era de mármol y del techo colgaban gigantescas lámparas de candelabros. La mantelería era fina y la cubertería de plata.

Resumiendo, estábamos en un restaurante caro.

El camarero se nos acercó y nos entregó una carta a cada uno, en cuanto la abrí no pude entenderla, estaba escrita en elfo, pero Laranar rápido como era, se ofreció a traducirme algunos platos, recomendándome encarecidamente que probara los espaguetis con salsa de salmón. Le hice caso.

Nos tomaron nota en el mismo momento que la lluvia empezó a golpear los grandes ventanales.

La comida estuvo deliciosa, pero la tarta de chocolate que pedí como postre superó cualquier manjar. Antes de finalizar mi último bocado, Laranar se inclinó de golpe hacia el ventanal y observó atentamente la calle.

Miré a Danaver que también se puso tensa de golpe y los demás elfos que se encontraban en el restaurante se concentraron como si intentasen percibir algo.

—¿Qué ocurre? —Les pregunté.

No lograba identificar el peligro.

—Será mejor que te lleve de vuelta a palacio —contestó, serio, Laranar; levantándose de la silla.

Miró a los elfos que se encontraban a nuestro alrededor.

—No van armados —le hizo ver Danaver—. Y están con sus familias, querrán ponerlas también a salvo.

Continué mirando el exterior desde la ventana sin saber qué demonios sucedía.

Laranar se apresuró a salir del restaurante cogiéndome de un brazo para que no me apartara viendo que más elfos salían corriendo en todas direcciones.

La lluvia continuaba cayendo pero con mucha más fuerza que al principio.

—La lluvia cubrirá nuestro olor —comentó Danaver caminando a nuestro lado.

—¿Podéis explicarme que ocurre? —Les insistí.

Laranar y Danaver me empujaron contra una pared antes de girar una esquina. Los tres no quedamos inmóviles dejando que la lluvia nos empapara. Fue entonces cuando escuché la respiración y el paso de alguna criatura que se encontraba cerca, muy cerca, y que intuí que debía ser inmensamente grande.

Laranar se asomó un poco y luego volvió a apoyarse de espaldas contra la pared.

—Un dragón —susurró.

Reculamos inmediatamente al escuchar cómo se aproximaba a nuestra posición. Laranar sacó su espada dispuesto a defendernos a Danaver y a mí. Mi corazón palpitaba a marchas forzadas, solo escuchaba la respiración del dragón, la lluvia al caer y un tambor dentro de mi pecho.

De pronto, se añadió el sonido de una campana repiqueteando por toda la ciudad. El dragón retrocedió, pues escuchamos como sus enormes pasos se alejaban de nuestra posición.

Laranar avanzó, se asomó en la esquina que acabábamos de abandonar y regresó de inmediato a nuestro lado.

—Debe haber ido en busca de los elfos que han hecho sonar la campana de alerta. Ahora todos están avisados y pronto las calles se llenaran de guerreros para matarle —nos dijo Laranar y luego se dirigió a Danaver—. Llévala a palacio, no estáis lejos y el dragón ha ido en dirección contraria. Yo me quedaré a combatirle junto con los demás.

Vi que se volvía así que rápidamente le cogí de un brazo, asustada.

—Laranar no… —estaba más preocupada por él que por mí, y lo leyó en mis ojos.

Sonrió y alzó una mano acariciando mi mejilla.

—Tranquila, estaré bien —dijo con ternura—. Tú ves a palacio, enseguida volveré.

Solté su brazo.

Se marchó.

—Vamos, Ayla —me apremió Danaver.

Me toqué la mejilla que acababa de acariciar Laranar. Aún notaba su mano en ella como fuego placentero. Danaver me estiró de la manga y entonces reaccioné.

Escuchamos jaleo por las calles además del ruido de la lluvia que caía intensamente mientras corríamos para ponernos a salvo.

—¡Cuidado! —Me alertó Danaver y una explosión se escuchó a tan solo unos metros de nosotras.

Instintivamente nos agachamos y nos cubrimos la cabeza. Al alzar la vista una humareda se veía salir de una de las casas de la ciudad.

—¡Ayuda! ¡Que alguien nos ayude! —Se escuchó.

Ambas nos miramos y sin decirnos nada corrimos en busca de los que pedían auxilio. Al volver una calle, encontramos a una elfa tendida en el suelo, con una quemadura importante en la pierna. Danaver empezó a atenderla.

—Mi hija, por favor —nos señaló una casa que estaba ardiendo a veinte metros de nosotras—. Aún está dentro, es una niña.

Unos pocos elfos estaban presentes pero ninguno hizo el gesto de entrar en la casa para salvar a su hija. Todos miraban las llamas, horrorizados, y algunos vigilaban los cielos esperando que el dragón viniera volando en cualquier momento.

El incendio se extendía rápidamente pese a la lluvia que caía de forma imparable. Se escuchó el llanto de un niño y no lo pensé, me levanté y corrí hacia el interior de la vivienda en llamas.

Entré decidida. Un humo espeso cubría todo el lugar además del fuego. Me costó respirar y me agaché para no inhalarlo, pero aun y así noté una sensación de ahogo creciente.

—¡¿Dónde estás?! —Grité.

Escuché nuevamente el llanto de la niña y seguí como pude. El fuego lamía las paredes y los muebles dificultando mi avance. Debía encontrarla antes que nos quedáramos atrapados.

Llegué a una habitación donde creí escucharla, pero no había rastro de la pequeña.

—¡¿Dónde estás?! —Volví a gritar.

Un gemido ahogado provino de dentro de un armario. Lo abrí y encontré a una niña pequeña de no más de tres años agachada como un ovillo. La cogí en brazos y la cubrí con una manta que había en el mismo armario para protegerla del fuego.

Intenté salir de la vivienda, pero justo cuando alcancé el pasillo que me conducía al exterior el techo se derrumbó, cortándome el paso. Miré desesperada alrededor, estábamos atrapadas, no podíamos salir y las llamas pronto nos alcanzarían. Me abracé fuertemente a la niña que lloraba en mis brazos, asustada.

No sabía qué hacer cuando, de pronto, el fragmento del colgante guardado en un bolsillo de mi vestido empezó a brillar. Lo cogí de inmediato y automáticamente nos cubrió a la niña y a mí, haciendo un escudo protector a nuestro alrededor. Ahuyentó las llamas y el humo que amenazaba con matarnos. De esa forma conseguí abrirme paso entre el fuego hasta poder salir de aquel infierno.

Me dejé caer en el suelo en cuanto llegué al exterior.

—¡Ayla, cuidado! —Esa voz era la de Laranar.

Alcé la vista. El elfo corría hacia mí con la espada en alto.

Un rugido se escuchó a mi espalda y al volverme vi un inmenso dragón de color negro detrás de mí. Cubrí a la niña y como si algo me impulsase a hacerlo encaré el fragmento del colgante contra el dragón.

Cerré los ojos esperando un milagro y fue, en ese instante, cuando percibí una energía, una fuerza, que salió disparada de aquel diminuto cristal produciendo una luz cegadora comparable a cuando explotó con el ataque del fénix.

Segundos después todo se calmó, pero permanecí agachada, abrazando a la niña sin abrir los ojos. Temblando.

Después de unos segundos interminables noté que alguien me zarandeaba suavemente por los hombros. Alcé la vista y me encontré con Laranar. Miré alrededor y vi a decenas de elfos que me miraban alucinados.

La lluvia continuaba cayendo.

—¿Dónde está el dragón? —Pregunté.

—Tú, has acabado con él —me contestó igual de sorprendido que el resto—. Acabaste con el dragón gracias al poder del fragmento, prácticamente lo desintegraste —entonces me señaló con la cabeza una enorme mancha de color negra en los adoquines del suelo.

La niña empezó a toser y busqué a Danaver que ya se dirigía a nosotras.

—Danaver, por favor, encárgate de la niña —le dije tendiéndole a la pequeña.

—¿Tú estás bien? —Me preguntó mientras la cogía.

—Sí —le afirmé demasiado pronto, pues noté como las fuerzas me abandonaban.

Alguien me sostuvo y cerré los ojos, agotada.

Percibí el olor a menta y eucalipto cuando desperté de un profundo sueño. Tardé en enfocar bien y quise levantarme, pero alguien no dejó que llevara a cabo esa acción.

—Descansa Ayla —era Laranar que me miraba preocupado.

—¿Dónde estoy? —Le pregunté notando la cabeza embotada.

—En el hospital —contestó—, te desmayaste y nos diste un buen susto. Danaver ha estado atendiéndote.

Danaver apareció en ese momento con una olla que echaba vaho impregnando la habitación con más aroma mentolado.

—Te ayudará a respirar mejor, inhalaste mucho humo. —Dejó la olla a un lado y me sonrió, entusiasmada—. Fue increíble como acabaste con el dragón, nos dejaste a todos impresionados y les diste una buena lección a los que pensaban que eras débil.

Entonces, lo recordé todo.

—¿Cómo está la niña? ¿Está bien? —Le pregunté, incorporándome levemente.

—Se recuperará, su madre está muy agradecida contigo, le salvaste la vida.

Suspiré sonoramente dejándome caer en la cama.

—Laranar, déjala una hora más aquí para que inspire el vaho de esta olla. Luego, si se siente con fuerzas, puede volver al palacio, pero que haga reposo. Mañana me pasaré para ver qué tal está —le comentó Danaver—. Debo marcharme a atender más pacientes que fueron heridos por el dragón, descansa Ayla.

Asentí con la cabeza y Danaver se marchó.

—Menos mal que la pequeña está bien —le comenté a Laranar, aliviada.

—¿Menos mal? —Contestó muy enfadado—. Ayla, jamás debiste entrar en esa casa, podrías haber muerto. Os dije que fuerais directamente al palacio.

—Había una niña dentro que podría haber muerto —me expliqué.

—¿Y?

—Cómo que ¿y? —Le pregunté indignada.

Me miró por unos segundos a los ojos y le aguanté la mirada.

—Déjalo —negó con la cabeza—, pero no vuelvas a poner tu vida en peligro, te lo pido.

Sonreí y le cogí una mano.

—No puedo prometértelo —respondí—, pero lo intentaré.

Suspiró.

GABRIEL Y AINHOA

La historia de Oyrun era larga y extensa así que me concentré en estudiar el origen de los magos y de dónde provenía el colgante de los cuatro elementos, quién lo hizo.

Decenas de miles de años atrás Oyrun era un lugar sin magos, tan solo los humanos, los elfos y los seres de Zargonia ocupaban el mundo. Launier aún no era conocida como la Launier actual, era mucho más pequeña, tanto, que solo albergaba las dimensiones de un valle conocido como el Valle de Nora. Un lugar infranqueable dónde, en la actualidad, todavía ningún humano había llegado a pisar. Estaba protegido por una inmensa cordillera que guardaba cinco pasos secretos entre las montañas solo conocidos por los propios elfos. Pero, en ese entonces, la inmortalidad propia de su raza se hizo monótona empezando algunos de ellos a querer ver más mundo aunque eso implicara tener contacto con el resto de razas de Oyrun. Poco a poco fueron ampliando su territorio al mismo ritmo que su población aumentaba, y claro está, con una natalidad extremadamente baja les llevó varios milenios hacerse suyo con todo el territorio que hasta la fecha abarcaba.

Paralelamente, el país de Zargonia era un lugar prácticamente igual al conocido en la actualidad. Las mismas criaturas habitaban el bosque encantado y no fue hasta el reinado del rey Gadenbol de los duendecillos que no se edificó la ciudad de Finduco. Llevada a cabo después de una breve visita del rey a la nueva Sorania recién construida en Launier. El rey Gadenbol quedó tan fascinado por la arquitectura de los elfos que cuando regresó a su país ordenó levantar un palacio que igualara en grandeza al de Sorania. Posteriormente, alrededor de dicho palacio empezó a crecer la ciudad de Finduco, conocida como única ciudad existente de Zargonia. El resto del país continuó siendo un bosque encantado donde las criaturas mágicas vivían en relativa paz y tranquilidad.

Los humanos vivían en un territorio llamado Yorsa, que era todo aquel terreno ocupado por humanos, pero, por lo contrario, no significaba que fuera un reino. Antaño, se construyeron y destruyeron muchos reinos de los hombres por lo que el resto de razas se limitaron a nombrar Yorsa a aquella parte del mundo donde habitaban los humanos, sin importar los reinos que ellos mismos hubieran creado. Pues, muy probablemente, pasados dos mil años, sus reinos cambiarían con el paso de las incesantes guerras que entre ellos se declaraban.

El desierto de Sethcar, un gran desierto en la actualidad pero algo insignificante en el pasado, no era habitado por nadie en aquel entonces. Nadie se aventuraba a ir por el simple hecho que no había nada productivo salvo arena y calor. Muchos preferían rodearlo para ir al gran bosque que se escondía detrás de él y así obtener un poco de caza y una vida diferente donde no faltase el alimento estableciéndose lejos de las guerras.

Y de esa forma vivían las razas de cincuenta mil años atrás. Ajenas a que una isla habitada por dragones dorados empezaba a quedarse pequeña para aquellos seres de tamaño considerable. Entre esos dragones, se encontraba una dragona joven llamada Gabriel. Gabriel era hija directa del gran dragón César, rey de dragones, y su curiosidad y ganas de aventuras, la llevó a abandonar la tierra donde nació con el objetivo de encontrar nuevos parajes donde poder establecer a su gente. Poco se esperaba que su primer encuentro con la primera aldea de humanos que visitó fuera a tener una bienvenida a base de flechas y lanzas, y un caos de pánico al verla aparecer. Gabriel, no acostumbrada a esa violencia huyó sin presentar batalla. Días más tarde, intentando encontrar la manera de hacer entender a aquellos seres asustadizos que sus intenciones eran buenas llegaron los soldados del reino Ramo, reino próspero en aquel tiempo. Saquearon la aldea matando a los hombres, violando a las mujeres y llevándose a los niños. Muy pocos sobrevivieron y el olor a sangre llegó a Gabriel que rondaba por los alrededores.

La dragona se enfureció al ver tanta violencia regalada y fue en busca de los soldados causantes de tanta muerte y sufrimiento. Los mató a todos y liberó a los niños que secuestraron para hacer de ellos esclavos. Al principio los pequeños se mostraron reticentes y asustadizos, pero Gabriel les habló con calma hasta hacerse con su confianza. Los llevó de vuelta a su hogar, cargados a su espalda, donde los habitantes que habían sobrevivido los recogieron temerosos del animal. Algunos ya prepararon sus lanzas, pero los niños les convencieron que las intenciones de la dragona eran buenas, explicándoles lo ocurrido. Un anciano le informó a Gabriel que su aspecto asustaba a muchos y que aunque agradecían el haberles devuelto a sus pequeños se marchara. Gabriel entendió en ese momento que nunca lograría hacer amistad con los humanos manteniendo su forma de dragona, por lo que tres días después regresó con la apariencia de una bella humana. Conoció sus costumbres, sus alegrías y sus penas, la abundancia y el hambre, las enfermedades y el instinto de superación de seres que en un primer momento parecían ser muy frágiles. En todos aquellos años se hizo amiga de una muchacha llamada Ainhoa que era con diferencia la que más aceptaba a la extranjera; sin saber nadie que Gabriel era la dragona que salvó a su pueblo años atrás. Pero las enfermedades eran el pan de cada día y la peste llegó en aquella época. Muchos de su villa empezaron a morir e impotente Gabriel quiso ayudarles sin muchas esperanzas, pues ni su magia podía combatir la peste tan solo evitar que ella misma no se infectara. Fue en ese momento, cuando la desesperación por ver que Ainhoa también cayó enferma que tomó la decisión de regalar su magia a aquella aldea. Les hizo beber unas gotas de su propia sangre regalándoles parte de su magia.

La dragona jamás imaginó las consecuencias de sus actos, acababa de instaurar una nueva raza, los magos.

La humana Ainhoa recién convertida en maga, era inmortal a partir de ese momento. Y abandonó su villa en compañía de Gabriel en busca de aventuras. Viajaron por todo Oyrun durante cerca de un siglo hasta que decidieron visitar la isla de los dragones.

La llegada de Gabriel a su hogar fue una novedad y escucharon con gran interés las aventuras y desventuras de la hija del rey, animando a otros a emprender su propio viaje al ver a la humana convertida en maga que trajo consigo.

Durante cerca de un milenio dragones dorados vagaron por todo Oyrun. Muchos tomaron el ejemplo de Gabriel ayudando a otras aldeas humanas, convirtiendo así a más magos. Pero la magia recién descubierta en algunos fue una responsabilidad que no supieron controlar. El corazón oscuro en algunos humanos, transformados en magos, llevó a querer descubrir sus límites sin importar las consecuencias que pudiera tener para el resto. Hubo una guerra, conocida como la Guerra de los Cielos, donde dragones dorados lucharon contra otros dragones que empezaron a aparecer por el mundo. Todos los países se vieron afectados, incluido Launier, donde un mago oscuro capturó a algunos elfos iniciando la raza de los orcos. Otros crearon otra clase de criaturas con otras razas sometidas. En aquel tiempo se fundó el país oscuro de Creuzos, ubicado en el bosque de más allá del desierto de Sethcar, donde el mismo desierto le hizo de barrera para que quien quisiera volver a conquistar el bosque de antaño muriera en el intento. Sethcar nunca más fue un simple y pequeño desierto, las artes oscuras que se utilizaron en aquella época engrandecieron el territorio llenándolo de bestias salvajes. Mucho tiempo después algunos mercenarios y desterrados formaron las actuales tribus de los desiertos, gente de la que era mejor mantenerse alejada.

Algunas criaturas oscuras aún campaban por el mundo, otras ya se habían extinguido, pero aquellos tiempos de oscuridad llenaron Oyrun de seres sacados de la más profunda magia negra. Y, en la última batalla, llevada a cabo en el país de Zargonia, Gabriel murió en un último ataque con Ainhoa cargada a su espalda. Maga y dragona quedaron heridas de gravedad pero únicamente Gabriel murió, no sin antes dejar escapar una lágrima de rabia y pena por haber sido la causante del desastre de Oyrun. Esa lágrima, se la entregó a Ainhoa que se cristalizó convirtiéndose en el colgante de los cuatro elementos. La maga le juró no volver a repetir guerra semejante, reuniendo a todos los magos en un único país.

Ainhoa se instaló en unas tierras abandonadas, en una punta del mundo, y las nombró propiedad de los magos bautizándolas como Mair. Hizo correr la voz entre los suyos y muchos respondieron a su llamada. Hubo más batallas y fue una época turbulenta mientras los magos aún empezaban a descubrir su poder. Ainhoa luchó por su pueblo con el colgante de los cuatro elementos y, gracias a él, logró vencer a todos aquellos magos oscuros que se alzaron en el pasado.

Una vez Mair empezó a semejarse a lo que en la actualidad era, Ainhoa visitó la tumba de Gabriel en Zargonia, lugar donde fue enterrada al morir. Su sorpresa fue cuando descubrió que en el mismo lugar de su muerte un joven árbol, bautizado más adelante con el nombre del árbol de la vida, se alzaba majestuoso. Ainhoa había cumplido su promesa de hacer de su pueblo una raza pacífica y, cansada de vivir, le entregó a aquel árbol toda su magia. Devolviendo el don adquirido a Gabriel. A partir de entonces, el árbol de la vida dio savia que otorgaba la inmortalidad a todo aquel que la tomaba. Nombraron a los elfos legítimos guardianes de la ambrosía —nombre que le dieron a la savia a partir de ese momento— pues ninguna raza la custodiaría mejor y nunca tendría intención de utilizarla al ser ellos mismos inmortales y no tener ningún valor para su pueblo.

Nadie supo que fue del colgante de los cuatro elementos, qué hizo Ainhoa con él, pero se dijo que si algún día el mal volvía a caer sobre Oyrun la magia de Gabriel volvería a aparecer.

Cerré el libro, suspirando, la historia era mucho más larga y compleja, pero como mínimo tenía una ligera idea de por qué Oyrun era como era.

Laranar llegó en ese momento de otra de sus muchas expediciones por el Bosque de la Hoja y al verme con la puerta abierta de mi habitación, sonrió.

—He llegado a una conclusión —le dije mientras se acercaba a mi escritorio—. No soy la primera elegida. La primera fue Ainhoa, ella utilizó antes que nadie el colgante de los cuatro elementos.

—Ella fue la primera maga, tú eres la primera elegida —repuso amablemente—. Ha llegado el primer visitante que va a asistir a la asamblea, es de tu raza, se llama Aarón, es el general de la guardia de Barnabel, del país de Andalen. ¿Quieres conocerlo?

—Claro.

Llegamos a la sala de los tronos donde se encontraba el rey Lessonar hablando con el primer humano que podría conocer de Oyrun.

—Hola, Ayla —me saludó Lessonar y le respondí inclinando levemente la cabeza—, te presento a Aarón, general de la guardia de la ciudad de Barnabel.

Me fijé en aquel hombre que era casi tan alto como Laranar. Aparentaba los cuarenta años; de pose erguida y cabellos castaños que casi le llegaban a los hombros; cejas espesas y ojos grandes de color avellana. Dueño de una barba bien arreglada.

Resultó extraño poder ver después de tanto tiempo una persona que no irradiara belleza al pasar. No es que fuera feo, simplemente normal, y en Launier la normalidad en el aspecto físico no era habitual. Por primera vez no me sentí como la única mancha negra en un pañuelo siempre blanco.

—Es un placer poder conocer a la elegida —cogió mi mano y la besó, era un galán y me dio un poco de vergüenza ese gesto no estando acostumbrada—. He de admitir que me sorprendió la noticia que el salvador de la profecía fuese una mujer y ahora que os veo aun me sorprende más lo bella que sois —dijo mirándome a los ojos.

—Creo que exageráis —dije no tomándome en serio su cumplido.

—Creedme cuando os digo que es cierto —insistió.

No supe qué responder entonces y me sonrojé, un poquito.

Aarón pasó el resto del día con Laranar y conmigo, estuvo explicándome cosas de su pueblo y de cómo habían tenido que combatir durante siglos contra las fuerzas oscuras. También me explicó que era de la guardia personal de la reina de Andalen.

—Debes querer mucho a tu reina —comenté y Aarón se detuvo en el acto—, lo digo porque cuando hablas de ella se te iluminan los ojos.

Aarón sonrió.

—Debo protegerla y procurar que no le pase nada a ella ni a sus hijos.

—Aarón también es el consejero del rey y en el aspecto militar solo el rey está por delante de él —me explicó Laranar.

Lo miré con respeto. Por su aspecto no daba la sensación de ser alguien con tan alto cargo. Sus ropas no eran para nada presuntuosas y el viaje las había desgastado mostrando claramente las noches al raso que había pasado.

Continuamos paseando por los jardines del palacio.

—He venido acompañado con cinco soldados de Barnabel con el propósito de custodiarte hasta mi ciudad para que seamos los hombres, nuestra raza, la que te proteja —me informó Aarón—. Mi rey te ofrece asilo en la tierra que te corresponde, al lado de los tuyos.

Me detuve en el acto y un escalofrío me recorrió el cuerpo al pensar en abandonar Launier, abandonar a…

Miré de soslayo a Laranar que por su expresión no le hizo ninguna gracia la propuesta de Aarón.

—Sabes como es el rey Gódric —dijo Laranar con tono cortante.

Aarón lo miró, serio, sus facciones se volvieron más duras de lo que eran en un principio.

—Lo sé, pero solo cumplo órdenes, debo ofrecérselo si me lo ordena mi rey. De todas formas, la que tiene la última palabra es Ayla —me miró—. No se si prefieres estar con los elfos o con los hombres, pero te aconsejo que sigas con la protección del país de Launier aunque sean de una raza diferente de la nuestra.

Parpadeé dos veces, no esperando un ofrecimiento de asilo en Barnabel para, un segundo después, aconsejarme la misma persona que no lo aceptara.

»Conozco a Laranar desde hace años y tengo confianza suficiente como para saber que nada de lo que aquí se diga saldrá. No debes decir nunca que te he aconsejado seguir con los elfos pues mi rey me ha ordenado que intente persuadirte para que vengas conmigo. —Suspiró—. No puedo decir más, pero es mejor que escojas la protección de los elfos que la protección del rey Gódric.

Asentí con la cabeza.

—Seguiría con los elfos aunque me hubieses aconsejado lo contrario, —dije—. Al único con quien tengo una relación de confianza es con Laranar y no querría separarme de él, a su lado me siento segura —miré a mi protector por un segundo y volví rápidamente mi atención a Aarón—. Pero gracias de todas formas.

Un rato después, Aarón se retiró a su habitación —ubicada en el edificio de invitados— para descansar y asearse después del largo camino para llegar a Launier.

Al tener un poco de tiempo libre, Laranar y yo, aprovechamos en ir a dar una vuelta a caballo. Al llegar a los establos me dirigí a la cuadra de Tierra acostumbrada a montar siempre al mismo caballo, pero Laranar me detuvo.

—Hoy no cabalgaras con Tierra —dijo impidiendo que entrara en la cuadra. Acto seguido me cogió por los hombros y me condujo hasta otra cuadra donde había un magnífico caballo, tan grande como Bianca, del color de la plata—, este es Trueno, a partir de ahora será tu caballo.

—Laranar es magnífico —dije acariciando la frente de tan espléndido jamelgo—, pero… ¿no crees que es demasiado grande para mí?

—Tonterías, eres una buena amazona, debes tener un buen caballo —me contestó—. Es tuyo, te lo regalo.

—¡¿Que?! —Exclamé asombrada—, pero Laranar no merezco un regalo como este, es demasiado.

—Te mereces más de lo que piensas. Además, necesita un dueño que lo cuide y lo saque a pasear. Lleva demasiado tiempo sin un jinete fijo —dijo mientras acariciaba el caballo, luego me miró con una mezcla de nostalgia—. Era de mi hermana, apenas lo disfrutó unos años.

No supe qué responder, aquello era demasiado, y me sentí incómoda.

—¿Tus padres no se enfadarán? ¿Lo saben?

—¿Qué ocurre? ¿No te gusta?

—Es precioso pero… —vacilé—, a veces me pregunto porque dejas que utilice las cosas de tu hermana, desde su habitación hasta sus vestidos y ahora me regalas su caballo. ¿Y si no logro matar a Numoní? Te decepcionaré y…

—¿Crees que te regalo todo esto como pago por matar a la frúncida? —Me cortó—. Te lo regalaría de todos modos.

—¿Por qué?

Se acercó un paso, acortando la distancia entre ambos, pero antes que pudiera alzar su mano para tocar mi rostro, Trueno relinchó sacudiendo la cabeza interponiéndose por unos segundos entre los dos. Laranar volvió a acariciar la frente del caballo.

—Gracias por recordármelo —le dijo en un murmuro.

Suspiré, decepcionada, cuando vi que se volvió sin responder a mi pregunta dirección a la cuadra de Bianca. En ocasiones me desconcertaban los gestos, palabras y miradas que me lanzaba; me alteraba el corazón y hacía más difícil no fijarse en él. Me negué a albergar una mínima posibilidad que le gustara, era inútil fantasear, jamás me escogería teniendo a un reino de elfas mucho más bellas que una simple humana.

LA ASAMBLEA

Los representantes de los diferentes países de Oyrun llegaron poco a poco a Sorania. Por un lado estaba el ya conocido Aarón representando al país de Andalen; tres duendecillos de Zargonia y tres magos de Mair.

Me sentí nerviosa y cohibida cuando el rey Lessonar me presentó a todas las razas de forma oficial al inicio de la asamblea. Nos encontrábamos en la sala del viento aprovechando que era un día soleado donde una gran mesa circular se hallaba en el centro para poder tratar mi aparición de forma cómoda y tranquila.

Mostraron mis ropas, aquellas que desaparecieron el día de mi llegada, mostré el fragmento del colgante cuando el rey, Laranar y un poco de colaboración por mi parte les explicamos el incidente con el fénix y más tarde el del dragón.

Intenté que la voz no me temblara, no sé si lo conseguí.

Con Laranar sentado a mi lado derecho y el rey a mi lado izquierdo me sentía protegida, pero cada vez que miraba de soslayo a uno de los magos de Mair y nuestras miradas se encontraban notaba una sensación extraña, como si me atravesaran con sus ojos intentando ver dentro de mí. En una de las ocasiones en que miré a Lord Zalman —así se llamaba el de más alto cargo de los tres— un escalofrío recorrió mi espalda y este dejó entrever una media sonrisa como si le hubiera hecho gracia mi actitud, susurrándole algo a su compañero pelirrojo sin dejar de mirarme y provocando que otro par de ojos me observara sin ningún tipo de pudor. Lord Rónald, el tercer mago que se mantuvo al margen de sus dos compañeros no tardó en seguir la mirada de Lord Zalman y Lord Tirso hasta encontrarse conmigo. Su actitud en este otro fue fría, pues me fulminó con la mirada.

—Creo que no les caigo bien —le susurré bajito a Laranar para que solo él pudiera escucharme.

Laranar prestó atención a los magos en ese momento, había estado concentrado en los duendecillos de Zargonia que tenían la palabra y al parecer discutían con el rey sobre mi verdadera eficiencia como elegida. Eran unos seres extraños, apenas alcanzaban el metro cuarenta, de orejas grandes y puntiagudas, ojos saltones y una piel rugosa que me recordaba a la corteza de los árboles. Sus vestimentas eran estrambóticas, pantalones cortos que les llegaban hasta más arriba del ombligo y una camisa de manga larga y corta de largo. Sus zapatos eran puntiagudos como sus orejas y llevaban un sombrero de pico que les caía hacia un lado.

—No te preocupes —me contestó Laranar—. Únicamente te están evaluando. Siempre lo hacen, es una manía que tienen.

Pues esa manía me estaba poniendo de los nervios, los ojos negros de Lord Zalman puestos constantemente en mí no ayudaban en nada. Y pensé que si esos magos que estaban de nuestra parte me intimidaban, muy probablemente los magos oscuros serían terribles. Aunque pensándolo de manera diferente, los tres magos del consejo parecían hombres normales y corrientes salvo por las túnicas de magos que vestían de color azul oscuro.

—¿Sabemos dónde pueden estar los otros fragmentos? —Preguntó Lord Rónald, el único que tenía los cabellos castaños y los ojos marrones.

El título de Lord lo adquirían todos los magos en cuanto se graduaban de la escuela de magia en Gronland, capital de Mair, o eso leí en un libro.

—Hemos enviado a varios rastreadores, pero no hemos podido encontrar nada —le contestó Lessonar.

Seguro que el rey agradeció esa interrupción por parte del mago ya que los duendecillos se estaban exaltando.

—Y ahora que los elfos han dejado que el colgante pueda estar tan cerca de los magos oscuros, ¿cómo piensan corregir su error? —Preguntó Humbri el duendecillo que llevaba la voz cantante.

—Los elfos no han tenido la culpa —dije, no pudiendo aguantar más— fui la única responsable del suceso.

Todas las miradas se pusieron en mí y aunque en un primer momento me acobardé decidí que ya iba siendo hora de defenderme por mí misma.

—Y a la pregunta anterior —proseguí, fulminando a Humbri con la mirada—, ni yo misma sé si soy la elegida, es más preferiría no serlo, no he pedido ese cargo en ningún momento. Y soy consciente que no soy la mejor candidata, empezando porque me he cargado el colgante. Pero sí puedo prometer que intentaré hacer mi trabajo lo mejor posible.

El duendecillo apretó los dientes.

—Ahora —dije sin apartar la mirada de Humbri—, si crees que puedes hacerlo mejor… —le acerqué el fragmento plantándoselo delante de él—. Es todo tuyo, suerte a la hora de combatir contra los magos oscuros.

Mi gesto tuvo más contundencia gracias a que Humbri estaba sentado cerca de mí y con solo extender el brazo pude plantárselo en las narices.

El duendecillo dejó su actitud de prepotencia y se convirtió en un ser asustadizo al imaginarse combatiendo a los magos negros. Miré al resto de los presentes.

—Si hay alguien más que cree que pueda hacerlo, ahí tiene el fragmento —me desentendí.

Lord Zalman me miró preocupado, creo que ninguno de la asamblea esperaba esa actitud por mi parte, pero ya estaba hasta las narices que me trataran como si no valiera nada, siempre cuestionándome.

El mago se removió nervioso en su asiento.

—Ayla, creo que mentiría si dijera que no me sorprendió que una simple muchacha humana fuera a ser la elegida, pero escuchando toda la historia desde antes de llegar a Oyrun hasta el día de hoy, creo que es posible que seas realmente la salvadora que estábamos esperando —dijo.

—Si el destino lo quiere no seremos nosotros quiénes te aparten de tu misión —prosiguió Lord Rónald, dejándome de mirar fríamente, creo que les acobardé diciendo que dejaba el cargo.

—Coge el fragmento —añadió Lord Tirso y miró a sus dos compañeros que asintieron para luego mirarme nuevamente a los ojos—. Eres la elegida.

Miré a Humbri y a los otros dos duendecillos.

—Cógelo —dijo Humbri mirando el fragmento—. La diosa me libre de ser el elegido.

Miré al rey Lessonar y al consejo. Salvo el rey y más tarde Laranar, los elfos no estaban muy convencidos de mi eficiencia como guerrera, no les culpaba pero estaba harta de los comentarios malintencionados de algunos. Aunque al ver como los tres elfos del consejo del rey —que nos acompañaban en la asamblea— se tensaron con rostros preocupados pensando que rechazaría el cargo, comprendí que pese a todo eran conscientes que muy probablemente era la elegida.

Finalmente, cogí el fragmento y la fortuna quiso que brillara delante de los presentes nada más sostenerlo entre el dedo índice y pulgar, reafirmándome como elegida. Pero algo más ocurrió, Humbri llevaba una bolsita de cuero colgando del cuello de la cual empezó a salir una leve pero insistente luz parecida al fragmento que ya poseía.

—¿Quieres hacerme la competencia Humbri? —Le pregunté y todos le miraron extrañados, aunque enseguida vieron la luz que le sobresalía de la bolsita de cuero entendiendo mis palabras—. Si quiero matar a esos magos oscuros necesito el colgante al completo.

—Zargonia lo necesita para protegerse —replicó tocando la bolsita—. Nosotros lo encontramos, es nuestro.

—No, es mío —corregí—. Lo heredé de mi abuela y me pertenece.

—Pero Zargonia…

—El fragmento que llevas no está en Zargonia —repuso Laranar—. Por lo que ahora mismo no está protegiendo a tu país y aunque regreses con él su poder es demasiado grande como para que lo podáis controlar.

—¿Tenéis algún fragmento más? —Le preguntó lord Zalman.

—No —respondió, se sacó la bolsita que llevaba colgando por la cabeza, la abrió y dejó caer el fragmento encima de la mesa.

Su luz no era tan pura como el que ya poseía, así que nada más cogerlo empezó a brillar con más fuerza tornándose completamente limpio. Lo guardé en el pañuelo de seda junto con el otro fragmento.

—No pongas esa cara Humbri —le habló la reina—, si el rey Zarg ha querido que lo trajerais a la asamblea era para devolverlo a la elegida.

No le respondió.

—Eso nos aclara la incógnita de cómo buscar los fragmentos —prosiguió Lord Tirso, el mago pelirrojo—. Cuando estemos cerca de otro fragmento los que ya poseamos empezaran a brillar, será una buena pista.

—Cierto —dijo Aarón, que se había mantenido en un segundo plano, escuchando hasta ese momento y comentando poco—. Pero debemos estar unidos para que esto resulte, las razas deben cooperar.

—Estamos de acuerdo —asintió Zalman—. Pero dime, cómo es que no han venido los hombres del Norte. ¿No se les avisó?

—Mandé mensajeros a todos los reinos —dijo Lessonar.

Aarón suspiró.

—Mi rey le garantizó al mensajero que llegó a Barnabel que él mismo mandaría un mensajero a Rócland y, de esa manera, el elfo que nos trajo las nuevas pudo ir antes a avisar a Caldea y Tarmona, las otras ciudades de Andalen.

—Y eso significa que el rey Alexis del reino del Norte no está enterado de la llegada de la elegida —adivinó Lessonar con un deje de enfado—. El rey Gódric debió cumplir su palabra.

—Y me aseguró que lo haría, pero no antes que se celebrara esta asamblea.

Pude ver como a Lessonar no le hizo ninguna gracia y empecé a darme cuenta de hasta qué punto el rey Gódric no era un rey muy querido por el resto de países.

—Ahora ya está hecho —dijo la reina Creao—. Pero en cuanto finalice la asamblea mandaremos otro mensajero a Rócland para que sepan de la llegada de la elegida, y lo que se ha decidido aquí hoy. —Miró a Lessonar—. Manda instrucciones que el elfo que vaya se lo diga en persona al rey Alexis, no nos fiemos nunca más del rey Gódric.

Lessonar asintió.

—Viendo que las razas están unidas deberíamos hablar sobre cuándo y quiénes recuperaran el colgante —habló un elfo del consejo mirando al rey y este asintió.

—Ya que fui yo quien lo rompió debo ir —dije—, es mi responsabilidad.

—Yo soy su protector —habló Laranar—, la acompañaré de principio a fin.

Nadie se opuso y suspiré interiormente al saber que ya era oficial que Laranar me acompañaría, era mi protector.

—Mair os puede ayudar con un mago guerrero, pero primero deberemos evaluar qué candidato es el más adecuado y puede que nos lleve un tiempo encontrar voluntarios para una misión de esta magnitud.

—Por mi parte —habló Aarón—, regresaré a Barnabel cuanto antes y le pediré al rey que disponga de algún soldado que pueda acompañaros.

—Los duendecillos os apoyamos, pero ninguno de nosotros es un guerrero comparable con un elfo, un hombre o un mago, por lo que seréis bienvenidos en Zargonia, pero no os podremos ayudar en la lucha.

Seguidamente, cuando estuvo claro que un mago y un humano se nos unirían a Laranar y a mí en la misión, vino la duda de cuándo empezar. El tiempo apremiaba, ya habíamos perdido unos meses preciosos esperando la llegada de las razas para la asamblea. Dejar pasar más días era darles más oportunidades a los magos oscuros en poder recuperar fragmentos por su parte, corrompiéndolos y obteniendo su poder, haciendo más difícil el que pudiera vencerles.

Lord Zalman no estuvo seguro de cuánto tardaría en lograr reunir a un grupo de magos dispuestos a plantarles cara a los magos oscuros, y Aarón tardaría varias semanas en llegar a Barnabel, informar a su rey y que este decidiera quién se añadiría a nuestro grupo. Finalmente, se decidió que Laranar y yo, podíamos empezar la misión en absoluto secreto, no revelando siquiera cuando empezaríamos a partir. Y si la buena suerte nos acompañaba, para cuando el mago y el soldado elegido nos alcanzaran ya habríamos recuperado algún fragmento. La primera fase de la misión consistiría en recuperar el mayor número de fragmentos sin ser vistos, para luego, una vez completado el colgante, ir a por los magos oscuros. Algo que era soñar de forma demasiado optimista pues todos estaban convencidos que atacarían antes que recuperara mi arma que me caracterizaba como elegida.