AYLA (8)

CLASE DE MAGIA

Era de noche, nos encontrábamos refugiados en una pequeña cueva escondida por unos matorrales. No había fuego, y el viento soplaba ululante. La oscuridad nos rodeaba, y un absoluto silencio se ceñía sobre nosotros. Laranar y Aarón habían marchado de expedición hacía más de cinco horas y aún no habían regresado.

La situación era tensa, pues el mismo día de nuestra partida de Helder, encontramos un rastro de destrucción por el bosque de pinos donde circulábamos. Los árboles habían sido arrancados de raíz, los arbustos pisoteados y los animales que pudiera haber por la zona, cazados y devorados, dejando sus huesos esparcidos por todo el terreno.

Un camino de más de cincuenta metros de ancho fue abierto a sablazos en medio del bosque. Todos coincidieron que se trataba de un ejército de orcos y trolls, las únicas criaturas capaces de crear tal destrucción. Por ese motivo, me obligaron a refugiarme en aquella cueva con el mago y la Domadora del Fuego. A la espera que elfo y general recabaran más información.

Aparté una rama de uno de los arbustos que ocultaban la entrada a la cueva, y miré la profunda oscuridad del bosque a la espera que regresaran en cualquier momento. Estaba preocupada. Corrían peligro y podían capturarles o matarles, ¿y entonces, qué haría sin mi protector?

Una mano sostuvo mi muñeca, apartando mi mano del arbusto para que la rama volviera a su posición natural.

—No te preocupes —era Dacio que se puso a mi lado sin escucharle—, volverán tarde o temprano.

—¿Y si no lo hacen? —Pregunté angustiada—. Han pasado horas.

—Volverán —se reafirmó—. Ahora, duerme, debes estar cansada. Hasta hace solo unos días tenías fiebre, no debes agotarte.

Seguía algo constipada, pero la fiebre había desaparecido por completo, por ese motivo decidimos abandonar Helder para continuar con la misión. Lo que no nos esperábamos era encontrarnos con un ejército de orcos marchando en sentido contrario de Helder.

Miré el resto del grupo, todos dormían. Alegra fue la última en caer en un profundo sueño. Sus manos continuaban vendadas, las tenía mucho mejor, pero aún necesitaba cubrirlas para que la piel quemada sanara. Chovi había tomado la costumbre de utilizar a Akila a modo de almohada y ambos hacían una extraña pareja, durmiendo acurrucados el uno al lado del otro. Y Joe, bueno, era un caballo, así que intentamos esconderlo al fondo de la cueva, aunque era tan pequeña que apenas teníamos espacio para movernos.

Me acomodé en un rincón, sentada, abrazándome las piernas sin ningunas ganas de dormir, no podía. Dacio, al verme, se sentó a mi lado. Era el encargado de hacer guardia por aquella noche.

El viento volvió a aullar y sentí un escalofrío pese a estar a cubierto. Dacio me rodeó con un brazo los hombros al percatarse, e inesperadamente noté un calor agradable por todo el cuerpo. Las piedras calentadoras hacían su función, pero aquella aura calentita era mucho mejor.

—Gracias —le agradecí.

—De nada.

Silencio.

Aún no le había comentado a Dacio nada sobre el espejo de Valdemar, el futuro oscuro que me predijo. El miedo a que me confirmara la verdad y los pocos ratos que teníamos juntos para poder hablar sin que nadie nos escuchara, hicieron que pospusiera ese tema de conversación.

Miré a Alegra, a Chovi, incluso a Akila, dormían profundamente. Miré a Dacio que miraba al frente. Volvió su vista a mí al notar que le observaba y me preguntó con los ojos qué quería.

—El espejo de Valdemar —empecé, hablando en susurros, no podía aplazar más ese tema, la incertidumbre me comía por dentro—, ¿todo lo que predice se hace realidad?

Su expresión se tornó más seria de lo normal.

—Sí, siempre —respondió—. ¿Por qué?

Miré al suelo intentando contener las lágrimas, alcé la cabeza hacia el techo de la cueva y respiré profundamente. Luego volví mi vista a Dacio.

—Estoy condenada, Dacio —dije, y una lágrima cayó por mi mejilla—. Me predijo el futuro, no lo pude evitar.

Apartó su brazo de mi hombro y se colocó más encarado a mí. Mirándome atentamente, con una expresión de pánico en sus ojos.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? —Quiso saber—. ¿Qué te predijo?

—No quiero que Laranar se entere —dije ante todo—. No debe preocuparse más por mí.

No respondió, se mantuvo en silencio.

—Dacio, por favor, júrame que no le dirás una palabra de todo esto —le insistí.

—Es tu protector —respondió.

—Pero no cambiará nada, lo acabas de decir, y no tiene por qué agobiarse aún más, lo conoces —le cogí una mano—. Te lo pido como amiga, no se lo digas.

Suspiró, incómodo.

—Está bien —accedió—. No le diré una palabra, te lo juro. Pero debes dejarme ver qué es lo que vistes en el espejo, quiero verlo claramente. Permíteme que lea tu mente. —Quedé parada ante esa petición, podía hurgar en cosas íntimas, pensamientos que no quería mostrar a nadie—. Solo miraré en esa parte —dijo al ver mi expresión—, y no duele, tranquila, si no te resistes acabaré en apenas un minuto.

—Vale —accedí no muy convencida—. Pero solo esa parte.

Asintió.

Dacio alzó sus manos, me sujeto la cabeza y apoyó su frente encima de la mía. Cerró los ojos y, de pronto, me vino con claridad la imagen demacrada y golpeada de mí misma. El morado en la mejilla que alcanzaba hasta la frente, el labio hinchado, los ojos hundidos, el pelo de estropajo… Todo vino con claridad como si estuviera reviviendo aquel momento. Segundos después la imagen desapareció y Dacio me soltó. El mago me miró por unos segundos, serio; seguidamente negó con la cabeza.

—Esta misión fracasará —dijo con rabia y al tiempo angustiado—. No sé cómo, pero en algún momento te capturaran y te torturaran. Y nadie en Oyrun podrá protegerte.

Me lleve una mano a la boca, en un intento por contener un gemido. Ya lo sabía, en el fondo lo sabía, pero alguien tenía que confirmármelo.

—Lo siento —se disculpó Dacio y sin pensarlo le abracé, llorando en su pecho—. Lo siento de veras, me cambiaría por ti si pudiera.

—¿No hay alguna manera de evitar mi futuro? —Le pregunté.

—No, lo lamento —dijo acariciando mis cabellos mientras le abrazaba—. Puedes esconderte en esta cueva toda la vida, que vendrán a por ti. El espejo de Valdemar nunca ha fallado, nunca.

—Estoy muerta —dije.

Silencio.

—No estás muerta —dijo al cabo del rato—. En el futuro aún estás viva, no muerta. Puede que logres sobrevivir a lo que te espera.

Me dormí en sus brazos, exhausta, no quería saber nada más de misiones, espejos o profecías por aquella noche.

El sol se encontraba alto en el cielo y mi protector aún no había regresado. El general también me preocupaba, pero Laranar abarcaba todos mis pensamientos. En mi mente se cocían mil y una maneras sobre qué les podría estar pasado; quizá se encontraban prisioneros o, tal vez, muertos. Puede que hubieran logrado escapar, pero estuvieran escondidos sin poderse mover por miedo a que les descubrieran. O, a lo mejor, estaban heridos y distanciados el uno del otro por alguna oscura circunstancia. A esas alturas todo era posible. Heridos, prisioneros, perdidos,… muertos. Alegra intentó calmarme, explicándome que en muchas ocasiones las expediciones por una razón u otra se alargaban, pero que aquello no significaba que les hubiera pasado algo. Dacio me garantizó que les esperaríamos cuatro días, y si no volvían iríamos en su búsqueda. Accedí, pero cuatro días me parecieron una exageración. Y maldije que Dacio no les acompañara en aquella incursión pues su magia era mucho más efectiva que cualquier espada. Con un imbeltrus podía matar a decenas de orcos y conseguir un tiempo precioso para huir. Pero el mago fue asignado para protegerme en ausencia de Laranar. Mi protector insistió en ello, no queriendo dejarme sin alguien que pudiera proteger mi vida eficazmente.

La noche regresó una vez más a la cueva. Momento en que nos reuníamos todos en su interior en absoluto silencio, sin fuego que pudiera calentarnos y luz a la que poder acogernos. Todos conciliaron el sueño fácilmente, y Dacio se quedó haciendo guardia una vez más. Volvió a sentarse a mi lado, rodeándome con un brazo los hombros para darme calor con su magia.

—Dacio, si regresan…

—Regresaran —me cortó.

—Solo quiero saber qué nos espera —dije—. Ese ejército marcha a atacar alguna ciudad. Iremos en su ayuda, ¿verdad?

—Probablemente.

—¿Tendremos que luchar? —Pregunté con boca pequeña. Había matado a tres magos oscuros, me había enfrentado a trolls, a dragones y muertos congelados, pero cuando se trataba de orcos me acobardaba.

—No, si tú no quieres —respondió mirándome a los ojos—. Aunque, sí alertarles, es lo mínimo. De todas formas, no dejes que mil orcos te asusten.

Silencio.

—¿Has estado en muchas batallas? —Le pregunté a los pocos minutos.

—Solo en una —respondió—, pero fue la más grande que ha conocido esta época.

—¿Cuándo sucedió?

—En los inicios de los magos oscuros. Justo setenta años después que el consejo de Mair encontrara a cinco magos practicando magia negra. Aquella noche empezó todo, sacrificaban a una elfa y les cogieron con las manos en la masa. Huyeron, pero regresaron a Gronland décadas después con decenas de miles de orcos. Solo tenían dos propósitos.

—¿Cuáles?

Suspiró.

—El primero, robar los libros del día y la noche —respondió—. Son unos libros antiguos, escritos por los primeros magos que aparecieron en Oyrun. El libro de la noche contiene todos los hechizos que puede albergar la magia negra, y el libro del día contiene los contra—hechizos para combatir dicha magia. Son muy poderosos, si alguna vez logran obtenerlos estaríamos condenados. Ni el poder del colgante podría combatir la magia del libro de la noche.

Suspiró una vez más, como si aquello le llevara a recordar cosas que quisiera olvidar.

—¿Y su segundo objetivo? —Quise saber al ver que callaba.

Clavó sus ojos en mí.

—Danlos quería que un mago en concreto se le uniera a sus filas. Vino a buscarle pensando que compartía sus ideales. —Se tensó en ese momento, lo noté. El brazo que me rodeaba ya no caía encima de mis hombros de forma relajada, estaba rígido.

—¿Eras tú ese mago? —Me atreví a preguntar y me fulminó con la mirada, confirmándome que sí, era él—. ¿Por qué?

—No quiero hablar del tema —se limitó a responder mirando al frente—. Después de aquella batalla le quedó claro que nunca sería como él. Y entre todo Mair logramos debilitarlos lo suficiente, dejarles sin efectivos para mantenerlos calmados por unos cuantos cientos de años.

—Hasta que aparecí yo —concluí y me miró.

—Sí, hasta que apareciste tú.

Dacio era un misterio y muchas cosas no encajaban en él. Y pese a su reticencia quise insistir.

—Dacio, si perdiste a tus padres cuando tenías diez años a causa de Danlos, tuvo que ser al inicio de descubrirles practicando magia negra. Esperó a que crecieras para reclamarte, ¿por qué? ¿Cómo murieron tus padres? ¿Qué ocurrió para que se cruzaran en su camino?

—No… quiero… hablar… del… tema —volvió a repetirme marcando cada palabra.

Tragué saliva, por un momento me dio miedo. Nunca lo vi tan serio con nadie y menos conmigo. Decidí callarme, acababa de cometer un error. Laranar ya me lo advirtió, e, instintivamente, me abracé más fuerte las rodillas como si aquello fuera a protegerme.

—Mira, Ayla, mi pasado es una mierda —dijo al verme tan abrumada, intentando arreglar las cosas—. Mis padres y mi hermana murieron a manos de Danlos, lo pasé mal, muy mal, y no solo por la muerte de mi familia. Hay algo que no quiero que sepáis aún, pero que inevitablemente podríais conocer mañana mismo si se diera el caso. Solo quiero que tengas claro que estoy de tu lado, llegado el momento ten la confianza que te apoyaré. Soy tu amigo, no tu enemigo, ¿entiendes?

—Sí, pero eso no hace falta que me lo digas —respondí—. Jamás podría verte como un enemigo, y no sé qué motivo podría llevarme a ello.

Desvió su mirada al suelo, como si él no estuviera tan convencido que no cambiara de opinión. Aquello solo hizo que aumentara mi curiosidad.

—¿Puedo preguntarte algunas dudas que tengo sobre el colgante? —Le pedí.

Volvió a mirarme.

—Sí, claro.

Suspiré, viendo que regresaba el Dacio amable que conocía.

—Puedo controlar el fuego, el viento, el agua y la tierra —empecé—. He logrado utilizar todos los elementos salvo la tierra, pero hay un ataque que me sale de improvisto sin ser ningún elemento. Laranar me dijo que, tal vez, tú sabrías qué era.

—¿Cómo es?

—Es… como una bola de energía —intenté explicarme al tiempo que gesticulaba la bola con las manos—, parecida a tu imbeltrus, pero no sale disparada como un proyectil, se concentra en mi mano, se extiende y acabo con aquellos que quieren hacerme daño. Así fue como acabé con el dragón que atacó Sorania. El problema es que no tengo ni idea de cómo lo consigo, cómo he de hacerlo, porque, en verdad, no es ningún elemento. ¿Tiene nombre mi ataque? ¿Sabes qué quiero decirte?

Se paró a pensar un instante.

—Por la descripción, parece otro tipo de imbeltrus —respondió—. Se dice que Ainhoa fue la primera maga en crear un imbeltrus, pero los hechizos y conjuros del pasado pueden ser muy diferentes de los que conocemos ahora. Es posible que viniendo del colgante de los cuatro elementos sea un imbeltrus idéntico al primero que se creó. No olvidemos que llevas la magia de Gabriel en el colgante, todo lo que haces es magia.

—Entonces, mi ataque puede ser más débil que el tuyo. Al ser de los primeros, los de ahora los habréis perfeccionado.

—No tiene por qué —dijo negando con la cabeza—. Puede que sea incluso más poderoso que los de ahora. Piensa que al inicio de aparecer los magos en Oyrun, no había escuela donde enseñarnos. Uno debía aprender por cuenta propia o era instruido por un solo maestro que controlaba cierto número de hechizos, no todos. Y no había nada catalogado para enseñar exactamente igual generación tras generación. En la actualidad, los magos nos enseñan desde los tres años a controlar nuestros poderes, que es la edad en que se nos despierta nuestra magia. La primera década la empleamos básicamente en aprender a controlar a la perfección nuestra energía, luego cumplimos los trece años y dejamos prácticamente de crecer.

—¿Cómo? —Pregunté sin entender.

Sonrió.

—Verás —intentó explicarse—, los magos no somos más que humanos con magia, por lo que nuestro crecimiento es igual al de un humano cualquiera hasta que cumplimos los trece años. Es, a esa edad, en la adolescencia, cuando nuestra magia se adueña por entero de nuestro cuerpo, y ralentiza de forma espectacular nuestro crecimiento. No se nos considera adultos hasta que no alcanzamos las ocho décadas.

—Vaya —dije sorprendida—. Es más o menos como los elfos, pero ellos son lentos en crecer desde un principio.

—Más o menos —dijo—. Ellos tardan un siglo entero en llegar a adultos.

Sonreí, luego apoyé la cabeza en la pared donde estaba recostada.

—¡Ojalá hubiera una escuela para elegidas! —Exclamé desalentada—. Voy muy lenta controlando el poder del colgante. A estas alturas debería haberlo conseguido ya.

—¿Quieres que te de una clase de magia? —Me propuso y le miré sin entender—. Ven —se alzó y me tendió su mano—, vayamos fuera, tendremos más espacio para practicar.

Sin esperármelo, Dacio me llevó a un lugar próximo a nuestro refugio, un pequeño claro. Se colocó delante de mí y alzó un dedo señalando el cielo.

—Bien, puede que funcione o que no funcione —dijo—. Pero por probarlo no perdemos nada. Aunque primero quiero saber qué sentimientos te embargan cuando has logrado controlar un elemento por entero.

—Miedo, desesperación, rabia y furia —dije sin dudar.

—Pues lo único que debes hacer es… —apoyó una mano en mi estómago— concentrar todas esas emociones aquí y dejar que salgan disparadas hacia el exterior. Intenta convocar el elemento aire y quiero algo más que una simple brisa, quiero… algo potente.

Asentí, me llevé una mano al colgante y cerré los ojos. Quise enfurecerme, sentir miedo, que la furia me invadiera,…

—Ayla, apretando los dientes y poniendo cara de estreñida, dudo que lo vayas a conseguir.

Abrí los ojos y le miré avergonzada.

—Mira, cuando yo creo un imbeltrus —alzó su mano derecha y, poco a poco, fue formando una bola de energía—, concentro mi energía en la palma de mi mano, la traslado hacia ese punto, me concentro todo lo que puedo… —mantuvo una bola de energía de la medida de una manzana suspendida en su mano—. Tú debes hacer lo mismo, absorbe el poder del colgante…

—Ya lo intento —dije.

—No lo suficiente —dijo desvaneciendo el imbeltrus—. Piensa en algo que te enfurezca de verdad, que te haya hecho rabiar hasta perder el control. Piensa qué te hizo crear aquel remolino de agua contra el oso de Valdemar.

Le miré fijamente y volví a intentarlo. Cerré los ojos, sostuve el fragmento que colgaba en mi cuello, y visualicé a Akila tendido en el hielo, inmóvil. Luego pensé en la imagen de Dacio estando a punto de ser alcanzado por el oso. Los pelos se me pusieron de punta, un ahogo empezó a formarse en mi garganta. Me sentí tan insignificante por no poder ayudarles, ver que iban a ser eliminados por un enorme oso…

El colgante empezó a reaccionar, su energía comenzó a fluir dentro de mí, percibí su fuerza…

»Muy bien, sigue así, no dejes de pensar en situaciones que te hayan enfurecido…

El dragón, el dragón de Sorania atacando la ciudad; la niña que salvé de las llamas de su casa. La imagen de Raiben arrodillado en la tumba de su mujer. El deseo de vengar a la hermana de Laranar, matar a Numoní. Y la imagen de la frúncida mordiéndome en el cuello…

Desesperación, rabia, ira, furia…

Un viento se alzó a nuestro alrededor, el colgante reaccionaba bajo mi voluntad.

»Ya casi lo has conseguido —me animaba Dacio—. Ahora, piensa en lo que más rabia te dé, la situación más espantosa que hayas vivido, la furia más grande que hayas sentido…

Un accidente, el accidente de mis padres, el coche al despeñarse por un barranco. Perder a toda mi familia, verme sola, y… ¡Saber que fue Danlos quién los mató!

Abrí los ojos. La furia me embargaba, me estremecía, y un remolino de viento salió disparado de dentro de mí. Casi lancé a Dacio por los aires, pero afianzó sus pies en el suelo. Nos encontrábamos justo en el corazón de un remolino de viento. Como un tornado.

—Ahora, hazlo tuyo —dijo con sonrisa victoriosa. Sus ojos brillaban emocionados.

Sonreí. Alcé una mano y dirigí aquel remolino de viento por los aires, circuló por el cielo y lo encaré hacia un pino en concreto. Uno bien grande. Allí descargué mi furia y arranqué el árbol de raíz. Dejándolo suspendido en el aire, mientras decenas de kilos de tierra, se escurrían por las raíces del árbol.

»No rompas el vínculo, —me advirtió—, acostúmbrate a la sensación.

Así lo hice, mantuve el pino en el aire con la fuerza del viento. Era como un pequeño tornado que controlaba a voluntad. Era mío, su dueña, el viento me obedecía.

—Muy bien, lo has conseguido —continuó Dacio después de un minuto—. ¿Notas cómo puedes controlar el viento? ¿Crees que lo puedes repetir si te lo pidiera?

—Creo que sí.

—Entonces, corta el vínculo.

Así lo hice, bajé el brazo con que lo señalaba y el árbol cayó al suelo provocando un fuerte estruendo. La tierra se agitó levemente.

—Ahora repítelo —me exigió.

Me concentré de nuevo, y lo volví a conseguir. Estuvimos como dos horas practicando y progresé más en ese poco tiempo que en todos los meses que llevaba en Oyrun intentando controlar el colgante por mi cuenta.

Después de lograr que tres pinos fueran arrancados del suelo a la vez, Dacio hizo que me detuviera. Estaba que casi no podía respirar del esfuerzo que conllevaba controlar el colgante.

—Por hoy ya basta —dijo y empezó a aplaudir.

Sonreí, orgullosa de haberlo logrado.

—Eres un buen maestro, Dacio —dije pasándome una mano por la frente, estaba sudando—. Muchas gracias.

—De nada, ha sido un placer y un espectáculo verte controlar los elementos.

Ensanché mi sonrisa.

Volvimos a nuestro refugio. Akila nos esperaba despierto y nos saludó al vernos llegar, fue el único que se percató de nuestra ausencia, el resto continuaba durmiendo. En cuanto Dacio cubrió de nuevo la entrada a la cueva con los arbustos se me encogió el corazón. Laranar y Aarón continuaban por alguna parte del bosque, quizá heridos, quizá muertos.

Alguien me acariciaba la mejilla tiernamente mientras luchaba por despertar. Me encontraba cansada después de practicar durante buena parte de la noche con el poder del colgante. Pero la suave caricia persistía, sin detenerse y gemí de cansancio queriendo dormir un poco más. Escuché reír a aquel que me acariciaba, y su risa me despertó en el acto, reconociéndolo. Al abrir los ojos, Laranar se encontraba sentado a mi lado observándome con devoción.

—Buenos días —me saludó.

—¿Laranar? —No me lo creía, ¡había vuelto!—. ¡Laranar!

Me abracé a él como si no fuera posible tenerlo vivo y entero a mi lado. Las lágrimas empezaron a caer por mis mejillas sin poderlas controlar.

—¡Ey! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué lloras? —Quiso saber, respondiendo a mi abrazo—. Ayla.

—Creí que te había pasado algo —respondí entre sollozos y le miré, feliz—. Me alegro que estés bien, estoy muy contenta.

Acarició mi rostro, y sonrió.

—Siento haberte preocupado, pero estoy bien. Nos entretuvimos más de lo que esperábamos.

—No lo vuelvas a hacer —le exigí con una nota de enfado cogiéndole por los brazos—. He pensado mil y una cosas al ver que no regresabas. Si te pasara algo yo… moriría.

Volvió a abrazarme.

—Te quiero —me susurró—. Y me alegra saber cuánto te importo.

—Eres mi vida —le respondí estrechando su abrazo.

Se retiró levemente, me miró a los ojos y me dio un corto beso en los labios.

Alguien carraspeó entonces. Fue Aarón, sentado en el suelo a dos metros de nosotros.

—Yo también estoy bien, por si es de tu interés.

—Claro —respondí limpiándome los ojos de lágrimas—. También estaba preocupada por ti.

Todo el grupo se encontraba despierto y nos acomodamos tan bien como pudimos en la pequeña cueva a la espera que Laranar y Aarón nos explicaran qué habían descubierto.

—Creemos que pueden tratarse de unos ocho mil o diez mil orcos —empezó Aarón—. Tres dragones rojos les acompañan, les vimos sobrevolar varias veces el cielo, recorren de punta a punta el ejército controlando los cielos. También escuchamos a un grupo de orcos hablar sobre Barnabel y por la dirección que están tomando se dirigen a la capital con total seguridad.

—La ciudad aún no habrá avistado a tal ejército —dijo Laranar—. El fuerte que tenemos más cercano de la posición de los orcos es el Sierra, es decir, el de Helder, y marchan en dirección contraria. Añadido que ahora solo hay un único soldado en ese fuerte que no puede hacer las labores de explorador.

—El siguiente a su paso es el Lima —continuó Aarón—. Pero tardarán en avistar a ese ejército. Están a unos cincuenta kilómetros de distancia y el ejército no marcha rápido aunque tampoco se detienen. Su marcha lenta nos dará el tiempo necesario para avisar a ese fuerte. No obstante, hay que movernos ya, si los dragones llegan antes que nosotros acabarán con todos los soldados antes que uno de ellos pueda escapar para avisar a Barnabel.

—¿Entonces, iremos solo a ese fuerte? —Preguntó Alegra.

—Barnabel necesita ser avisada con urgencia y las aldeas que protege el fuerte Lima también —dijo Aarón algo nervioso—. Cuanto antes llegue alguien a la capital para dar la voz de alarma, antes podremos avisar al reino del Norte para que venga en nuestra ayuda. El rey Alexis podría llegar a la ciudad con cinco mil guerreros en menos de dos semanas. Aumentarían las probabilidades de vencer. Nosotros podríamos adelantarnos mientras los soldados del fuerte Lima se encargan de evacuar las aldeas y avisan al resto de fuertes próximos. Ganaríamos tiempo.

—Entonces, vayamos —dije—. Pero ¿cómo llegaremos antes que el ejército? Nos llevan ventaja.

—No se trata de eso Ayla —me dijo Laranar negando con la cabeza—. No estamos seguros de quererte meter en una ciudad que en breve será atacada. Podríamos llegar a tiempo de avisarles, pero luego, al ser la elegida, el pueblo te pedirá que te quedes con ellos para combatirles. Y la derrota siempre está presente en una batalla.

Fruncí el ceño, ¿no era acaso esa mi misión?

—Me arriesgaré —dije decidida—. Si he de luchar, lucharé. Además, hay una cosa que no sabéis —dije orgullosa y todos me miraron con atención, aunque Dacio ya sabía a qué me refería—. Ya sé dominar el colgante, por lo que no hay motivo para no ir en auxilio de Barnabel. Con los elementos en nuestro favor, podremos vencer.

BARNABEL

A lomos de un corcel negro con calcetines blancos, trotaba por un bosque de hayas dirección Barnabel. Todo el grupo disponía de un caballo propio menos Chovi, que cabalgaba con Aarón montando a Joe. Pues, después de decidir que formaríamos parte de la defensa de la capital de Andalen, regresamos a Helder para hacernos con nuestras nuevas monturas. De esa manera, viajábamos más rápido y llegaríamos a tiempo de advertir al rey Gódric del ataque inminente de un ejército de orcos. Rodeamos un trecho para no toparnos con el enemigo, aun y así, nuestro paso fue más veloz que el de los orcos. Por el momento, ya habíamos avisado al fuerte Lima que evacuara la zona y se refugiaran en Barnabel, donde las espadas de doscientos soldados serían bienvenidas, unidas a otras cientos de la capital. Toda villa que nos encontramos fue alertada de la situación y un río de peregrinación se dirigía a la capital. Nuestro grupo se adelantó, dejando a los soldados al cargo de los aldeanos.

Aarón iba a la cabeza del grupo, seguido de Laranar; y Alegra iba a mi lado teniendo a Dacio detrás, cerrando la marcha. Akila intentaba seguir nuestro ritmo, a veces se rezagaba, pero siempre nos volvía a alcanzar, como en ese momento, que lo teníamos rondando a unos metros de nosotros. El terreno por donde circulábamos tenía una ligera pendiente, obligándonos a ralentizar el paso. Pero después de varias jornadas cubiertos por la protección del bosque, los árboles desaparecieron, llegando a un terraplén donde Aarón se detuvo, volvió levemente a su caballo y extendió su brazo señalando el infinito.

—Ayla, esa es mi ciudad —me dijo Aarón, con una nota de orgullo.

A medida que llegaba a su lado abrí mucho los ojos, pues en la lejanía, una ciudad medieval como en los libros de historia o películas épicas, se alzaba a lo lejos. El paisaje era verde con diversos caminos que conducían a Barnabel y campos de cultivo que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Desde la distancia pude distinguir las altas murallas de la ciudad, construida en un gran montículo. Tenía tres niveles diferenciados, con tres murallas que los separaban, cada una más grande que la anterior. Y, en la cima, un castillo se alzaba grande y hermoso.

Descendimos del terraplén y cogimos uno de los caminos que conducían a la ciudad. A medida que nos acercábamos observé sus muros de nueve metros de altura, construidos por gruesas piedras y argamasa hasta alcanzar los cinco metros de anchura. A lo largo de aquel acorazado, diversos torreones se alzaban tres metros por encima de la muralla, distribuidos cada treinta metros. Y cada cien, una enorme puerta protegida por otros dos torreones. Estaban hechas de madera y forradas en acero. Al llegar, dos guardias estaban apostados a lado y lado, y otros tantos circulaban por la muralla. Se encontraba abierta y los ciudadanos entraban y salían a su antojo, algunos iban a pie, otros a caballo y unos cuantos guiaban carros y carretas tirados por bueyes o caballos. Al pasar, los dos soldados se pusieron firmes con la mirada al frente al identificar a Aarón y le saludaron al estilo militar, este les devolvió el mismo saludo, tocándose la sien con los dedos juntos de la mano derecha, bajándola seguidamente.

En cuanto traspasamos la primera muralla distinguí una separación entre el muro y el inicio de las casas, como un paseo de diez metros de anchura utilizado en exclusiva por el ejército para trasladar cargamentos de armas y comida de torreón en torreón. Continuamos recto por una calle principal de gran amplitud, donde siete carros tirados por bueyes podrían colocarse de forma horizontal a la vez. Las casas eran construidas de piedra o de madera; la mayoría viejas, con alguna que otra reparación pendiente y muchas a punto de desplomarse. El olor no era para nada agradable, se olía a orines y estiércol, y las calles estaban sucias, como sus gentes. Niños descalzados corriendo de un lugar para otro, el carnicero ahuyentando las moscas de la carne que tenía expuesta al público, el panadero vendiendo el pan con unas uñas tan negras como el carbón… Fue algo desalentador, todos ellos necesitaban una ducha urgentemente y empecé a comprender porque Laranar me consideró una humana limpia al conocerme.

Continuamos nuestro camino por una suave pendiente hasta llegar a una segunda muralla, cinco metros más alta que la primera. De forma igualmente distribuida, con sus torreones y sus guardias, y las puertas de madera forradas en hierro. También se encontraban abiertas aunque me percaté que nadie del primer nivel cruzaba aquella parte de la ciudad, y después de llegar al otro lado comprendí la razón. Las casas eran más grandes y cuidadas, las calles no tenían adoquines saltados o agujeros en el suelo; los niños iban acompañados de sus padres con trajes de seda, y no había gente gritando por vender sus productos. Aunque no tan extremos como los del primer nivel, también necesitaban un baño. Sus caras y manos estaban limpias, pero no sus cabellos, parecían embadurnados en aceite, y un olor entremezclado a perfume y sudor se olía al pasar a su lado. Nos encontrábamos traspasando la zona de los nobles, ricos comerciantes y gente de alto nivel.

Llegamos a la tercera y última muralla, donde solo una puerta de entrada con un rastrillo como doble defensa permitía el acceso a un pequeño, pero, a la vez, gran recinto. Pues en comparación con la ciudad ocupaba un pequeño espacio, pero no por ello dejaba de ser grande. Antes de llegar al otro lado y que Aarón saludara una vez más a los guardias apostados en la entrada, pude ver que se trataba del perímetro del castillo. En cuanto entramos, unos jardines caracterizados por hierba verde bien cuidada, un estanque, y grandes robles y otros abedules desperdigados por todo el jardín, se presentó ante nosotros. Era bonito, no podía decir que no, pero una vez vistos los jardines de Sorania no me fascinaron tanto como debieron. El castillo se alzaba en el centro de aquel lugar, grande, imponente y espléndido. Albergaba grandes torres —conté siete—, diversos patios y terrazas; y un edificio anexo que parecía albergar una cuarta muralla de tan solo tres metros de altura.

—Aquello es la escuela militar —me informó Aarón al ver que miraba ese apartado—. Es donde preparamos a los futuros caballeros. Se gradúan cuando cumplen dieciséis años.

—¿Y a qué edad entran? —Pregunté.

—Normalmente, a los trece, pero hay familias que mandan a sus hijos con tan solo diez. Y nunca aceptamos a nadie menor de ocho años.

Quedé estupefacta, ¡eran unos niños!

»Yo entré con trece —continuó al ver mi reacción—, no a todos los padres les molesta que sus hijos ronden por sus casas —dijo intentando bromear.

No le respondí, con trece años aún me parecían demasiado jóvenes para verse metidos en asuntos militares y guerras. Aunque solo debía recordar los soldados que me ayudaron en Helder, todos unos críos, más jóvenes incluso que yo.

Llegamos a la entrada del edificio principal, lugar donde residían los reyes y donde se daba audiencia. Todo el grupo se apeó de sus monturas y pronto vinieron un par de mozos a encargarse de nuestros caballos. Le tendí a uno las riendas de Intrépido, así se llamaba mi caballo. Laranar se puso de inmediato a mi lado y antes de entrar al castillo me susurró:

—No te separes de mí. No quiero perderte de vista mientras estemos en Barnabel.

Asentí con la cabeza. Consciente que a mi protector no le gustaba en absoluto nuestra visita a la capital. Si por él hubiera sido me habría hecho volver a Sorania a la espera de saber el resultado de la batalla que se avecinaba. Pero no pudo convencerme de hacer lo contrario, así que por lo menos quería protegerme del rey de Barnabel. Un personaje donde todas las historias lo pintaban como alguien desagradable, mezquino y cruel.

Fuimos conducidos por el propio Aarón a la sala de audiencias donde se encontraba el monarca. De camino, el general se pasó dos veces una mano por el pelo, intentado estar presentable. Incluso se peinó las cejas con los dedos y suspiró antes de llegar a nuestro destino.

Un siervo nos anunció en cuanto pasamos al interior de la sala de audiencias. Me sonrojé al escucharle.

—¡Aarón, general de la guardia de Barnabel! ¡Acompañado de la elegida! ¡Salvadora de Oyrun!

Quise que la tierra me tragara, nadie hasta el momento me había presentado a pleno pulmón al llegar a un lugar. El resto del grupo fue anunciado de la misma manera, pero las personas que se encontraban presentes fijaron sus ojos únicamente en mí. Había soldados, nobles y clérigos. Mantuve la cabeza bien alta, mostrando valor pese a que quería salir corriendo de aquel lugar.

Intenté concentrarme en cualquier cosa, menos en los ojos que me miraban.

La sala de audiencias era un gran salón rectangular, de altas paredes y enormes ventanales a un lado de la estancia, con un techo abovedado. En una esquina se alzaba una enorme chimenea encendida que calentaba toda la sala y en las paredes estaban colgados grandes tapices que representaban diferentes escenas, desde hombres cazando ciervos con ayuda de perros hasta la coronación de un rey. Y, en el fondo de semejante salón, se elevaban por un pequeño podio de no más de tres peldaños de altura, dos tronos, hechos en madera y bañados en oro, con reposabrazos acabados con caras de caballos. Allí sentados, sobre cojines de terciopelo rojo, nos esperaban el rey y la reina de Andalen. Al llegar a su altura todo el grupo se inclinó mostrando respeto.

Aarón hincó una rodilla en el suelo. Iba a imitarle, pero antes de hacer ese gesto Laranar me lo impidió cogiéndome de un brazo. Miré a Alegra y Chovi que también hincaron una rodilla, pero Dacio se mantuvo de pie como mi protector y yo.

El rey, un hombre de unos cincuenta y tantos años, de cabello oscuro salpicado por la nieve de la edad, y fuertes entradas, me miró entrecerrando sus ojos globulosos, marrones, y arrugó su nariz aguileña con desagrado. Le observé con atención, llevaba una barba bien arreglada y era dueño de una pequeña barriga cervecera. No obstante, pese a su edad, se le veía un hombre fuerte y curtido en la batalla. Me impuso, todo hay que decidirlo, pero antes que pudiera observarle por más tiempo, Laranar se cruzó entre la mirada del rey y la mía. Tapándome parcialmente.

Aquello no le gustó al monarca, gruñó incluso.

Desvié mi atención a la reina Irene. Una mujer de treinta y pocos años, de largos cabellos oscuros que le alcanzaban la cintura, rostro en forma de corazón, ojos marrones, nariz fina, y labios grandes y sensuales. En su conjunto una mujer bella de cara dulce y agradable. Sus ojos voltearon por todo el grupo. Me miró un instante y sonrió levemente, luego sus ojos se clavaron en Aarón y empezó a retorcerse los dedos inconscientemente, apoyadas las manos en su regazo.

El general se alzó a una orden del rey, y Alegra y Chovi lo imitaron.

—Bienvenidos —nos dijo el rey con voz grave—. Esperaba que la llegada de la elegida a mi ciudad no fuera tan tardía, ¿ha ocurrido algo?

—Hemos estado ocupados recuperando los fragmentos del colgante y combatiendo magos oscuros, majestad —le contestó Aarón—. Pese a que tenía órdenes de traeros a la elegida cuanto antes, el rumbo de los acontecimientos nos ha obligado a…

—¡Silencio! —Ordenó el rey y el general calló de golpe—. Elegida, ¿puedes mostrarte un poco mejor? Tú… protector, me dificulta la vista.

Miré a Laranar, pero este no se volvió, probablemente estaba matando al rey Gódric con la mirada. Di dos pasos al frente, quedando a la vista del rey. Este me miró atentamente, de arriba abajo, y finalmente asintió, humedeciéndose los labios.

—Eres muy bella —dijo—, ¿de verdad serás capaz de matar a los magos oscuros?

—Ya he matado a tres —respondí con todo el aplomo que fui capaz. Laranar no tardó en colocarse de nuevo a mi lado. Pero aquello fue insignificante con el murmullo que se alzó a continuación en la sala sobre mi victoria contra tres magos oscuros. Aquello me envalentonó—. La primera fue Numoní, el segundo en caer Falco y su dragón, y el último que ha tenido el privilegio de probar mi poder, Valdemar.

El rey me miró con otros ojos entonces, sorprendido, la muerte de los magos oscuros no es que se mantuviera en secreto, pero el cadáver de Numoní se encontraba en una cueva, escondido; Falco fue derrotado en un país extranjero y las noticias iban con retraso; y Valdemar hacía pocas semanas de su muerte. No obstante, estaba convencida que pronto Oyrun entero sabría de mis hazañas.

—Majestad —intentó por segunda vez Aarón—, nuestro camino nos ha traído a Barnabel para alertaros que un ejército de diez mil orcos se dirige a nuestra ciudad.

El rey lo miró con severidad.

—¿Diez mil? —Quiso asegurarse.

—Así es, majestad. De camino a Barnabel ordené al fuerte Lima que evacuara la fortaleza, mandara órdenes a todos los fuertes cercanos a la ciudad de hacer lo mismo y que se dirigieran sin perder tiempo a la capital para presentar batalla al enemigo. En pocos días alrededor de mil soldados llegará a Barnabel acompañados por una riada de gente para pedir protección. Aun y así…

—Aun y así no serán suficientes —concluyó el rey—. La mayoría de mis tropas se encuentran desperdigadas por Andalen, en otros fuertes que no llegarán a tiempo de respaldarnos, y lo mismo pasa con las ciudades de Tarmona y Caldea, hay efectivos, pero están demasiado lejos para venir en nuestra ayuda.

—Queda el reino del Norte —puntualizó Aarón—. Pedidles ayuda.

El rey gruñó, mostrando claramente que le desagradaba la idea y miró al resto del grupo.

—No me has presentado al resto de componentes que acompaña a la elegida —le exigió a Aarón.

El general tardó un momento en reaccionar, pedir ayuda al reino del Norte era prioritario, pero el rey Gódric parecía traerle sin cuidado.

—Sí, majestad —se inclinó levemente Aarón como disculpándose por su desliz. Empezó a presentar a todo el grupo, uno a uno, aunque en mi caso no fue necesario. Al finalizar e intercambiar cuatro palabras de cortesía con Laranar y Dacio, el rey clavó la vista en Alegra.

—Me llegaron noticias que los Domadores del Fuego habían desaparecido. Nobles que fueron a vuestra villa para contratar vuestros servicios la encontraron por entero destruida.

—Así es, majestad —afirmó Alegra—. Solo yo y mi hermano pequeño sobrevivimos a aquella matanza. Aunque soy la única que sigue libre, a mi hermano lo esclavizó el innombrable, el más poderoso. Me uní al grupo de la elegida para poder rescatarle.

—Y espero que lo consigas —le respondió el rey y parecía sincero al decirlo—. Si lo logras, dejaré que tu hermano se aliste en mi ejército y te buscaré algún comerciante rico para que puedas casarte.

Alegra parpadeó dos veces.

—Confiaba en la posibilidad de alzar mi villa de nuevo, majestad —dijo Alegra—. Con ayuda de más gente que se quisiera unir a mi hermano y a mí, llegado el momento.

El rey rio con descaro.

—Eso te será imposible —le dijo—. Abre los ojos, lo mejor que puedes hacer es contraer matrimonio con alguien rico que pueda mantener a tu hermano en cuanto entre en la escuela militar. Eres bella, pero te estás haciendo mayor, no desperdicies el tiempo con sueños que no te llevaran a ninguna parte. ¿Sabes cuánta gente necesitarías para que se uniera a tu causa? ¿Y cuánto tiempo tardarías en enseñarles a luchar como es debido para que tuvieran el nivel de un Domador del Fuego? Deberías casarte de igual manera con alguien con dinero para hacer eso, no creo que fuerais a vivir del aire.

Alegra perdió el color de la cara y yo odié al rey. Dacio lo miró de forma fulminante, pero no dijo nada, se limitó a tocarle un brazo a Alegra como punto de apoyo.

—Majestad, hechas las presentaciones, creo que deberíamos volver al asunto que nos ha traído aquí —continuó Aarón—. Debemos pedir ayuda al reino del Norte, son los únicos que podrían venir en nuestra ayuda a tiempo. No están lejos.

El rey se acarició la barba, pensativo.

—Por qué debería pedir ayuda a una panda de salvajes, desperdigados por las montañas y unidos únicamente por los tiempos que corren. Que mi abuelo les reconociera finalmente el reino que ahora dicen tener, y que un salvaje lleve una corona en la cabeza no significa que deba mendigarles por unos cuantos guerreros.

—Mi rey, la situación es crítica y hay una alianza entre los dos reinos —le insistió Aarón—. Sino les pedimos ayuda ahora; luego será tarde. El ejército de orcos no tardará más de dos semanas en llegar, y aun demos gracias que van lentos.

—Es muy justo.

—El suficiente —insistió el general—. Aunque lleguen cuando la batalla ya esté empezada.

El rey gruñó una vez más y llamó al soldado que se mantenía firme en un lateral del podio.

—Mandad un mensajero a Rócland, decidle al salvaje Alexis que necesitamos a sus guerreros sin demora. Explicadle que un ejército de diez mil orcos se dirige a la capital de Andalen.

El soldado se inclinó y abandonó la estancia.

—Bien, hecho —dijo mirando a Aarón como para que no le molestara más con ese asunto—. Ahora, un sirviente os acompañará a vuestros aposentos —mientras hablaba, un hombre alto y delgado como un palo se presentó ante nosotros—. Dadle la cámara del quinto piso a la elegida —en ese instante me miró—, es la mejor de que disponemos —me explicó—. El resto, que se instalen en las del tercer piso. Aarón, tú te quedas, hemos de hablar de cómo organizarnos. Nos veremos el resto a la hora de cenar. ¡Ah! Y… elegida —me detuve al ver que se dirigía nuevamente a mí, miró a Akila con desagrado—, si no quieres que hagamos una bonita piel con tu lobo será mejor que no lo pierdas de vista y hagas algo para marcar que es tu mascota.

Se volvió y abandonó la sala, seguido de Aarón y la reina, que no pronunció palabra en toda la audiencia.

—Le pondremos un pañuelo en el cuello —me susurró Laranar de inmediato para tranquilizarme—. No le ocurrirá nada.

—Sí —dije aún petrificada por la advertencia del rey.

Acaricié la cabeza de Akila antes de seguir al sirviente.

Durante el trayecto, nadie del grupo comentó nada, pero estaba convencida que todos, sin excepción, deseaban despotricar del monarca. Alegra, había vuelto a recuperar el color de sus mejillas, pero la encontré cabizbaja y hundida. Lo último que necesitaba era que alguien le dijera que se olvidara de sus sueños de reconstruir su villa. Dacio la miraba de tanto en tanto, preocupado también, quizá sería el único del grupo capaz de subirle la moral.

Llegamos al tercer piso, cruzamos una serie de pasillos y mis compañeros obtuvieron una habitación cada uno. La estancia de Laranar y Dacio fueron de las más grandes; la de Alegra más pequeña y sencilla, pero cómoda; y Chovi obtuvo una habitación muy simplona. Quedó claro con cada una de ellas, el grado de estima que tenía el rey respecto a cada uno de mis compañeros. Akila se quedó con Chovi, el duendecillo casi lo arrastró a su aposento para no estar solo.

El sirviente me instó a seguirle para enseñarme mi cámara. Y Laranar, buen protector que era, me acompañó. Volvimos a la escalera principal y subimos dos pisos más. Giramos nuevamente varios pasillos a derecha e izquierda. Me recordaban a un laberinto, solo esperaba no perderme en un lugar tan grande. Finalmente, el sirviente de cara alargada, alto y delgado como un palo, se detuvo ante una puerta de madera. Al pasar dentro, abrí mucho los ojos, era una habitación mucho más grande que la de Laranar. Con una gran cama, un tocador, una chimenea y un escritorio. Incluso tenía una sala de estar para poder tomar el té.

—Deseamos que sea de su agrado —dijo el sirviente y me tendió la llave de la habitación—. No olvide cerrarse por las noches.

La cogí. El sirviente se inclinó y se marchó sin más dilación.

—¿Qué no olvide cerrarme por las noches? —Repetí a Laranar—. ¿Hay ladrones por el castillo o algo así?

—Nunca se sabe, de todas formas es un buen consejo —respondió Laranar—. No me gusta tenerte tan alejada de mí.

Sonreí, con picardía.

—Siempre puedes hacerme compañía por las noches —le propuse inocentemente acercándome un paso a él. Laranar no se esperó mi proposición y se puso rígido, dando un paso atrás. Puse un mohín.

—Tengamos cuidado, Ayla —me pidió—. El grupo lo sabe, pero no tiene por qué saberlo nadie más. ¿Quieres que me obliguen a abandonar el grupo?

Abrí mucho los ojos.

—No, claro que no —respondí enseguida.

—Pues controlémonos y no demos motivos para que sospechen —dijo serio—. Porque si los rumores se extienden y ven que la misión puede peligrar por mi compañía pueden ordenarme abandonar el grupo.

—No, si yo digo que no —respondí seria—. Y, además, ¿quién podría ordenártelo?

—Las razas de Oyrun, todas, y mi padre, el rey de Launier.

—Bien, si llegara a suceder… abandonaría la misión —dije de forma indiferente, encogiéndome de hombros—. Tenlo claro, si tú faltas se acabó todo. Así que ya pueden ir con cuidado las razas de Oyrun, todas, y tu padre, el rey de Launier.

Quedó literalmente con la boca abierta ante mi respuesta. Yo me volví y me dirigí a una puerta de cristal que daba a una pequeña terraza. La abrí y salí fuera. Necesitaba tomar el aire y que el sol me acariciara la cara. Volteé sobre mí misma, sintiéndome libre. Era la elegida, y era la jefa de mi misma, yo decidía quién me acompañaba y quién no. Así que pobre de aquel que intentara apartarme de Laranar.

—¿Sabes? Esta habitación no está nada mal —comenté mientras volteaba—, pero prefiero mil veces la habitación de Sorania —me detuve, sonriéndole y Laranar me devolvió la sonrisa, pero sin atreverse a pasar al exterior. Me hizo un gesto con la mano para que volviera al interior y así lo hice—. ¿Me das un beso? —le pedí, en cuanto estuve frente a él, mirándole a los ojos. Laranar alzó un brazo, tocó una cuerda que colgaba de alguna parte y las cortinas se cerraron de golpe. Medio segundo después sus labios estaban pegados a los míos, nuestras bocas se fundieron en una sola. Hacía días que no nos besábamos con tanta pasión, eran tan escasos aquellos momentos que anhelábamos con locura el sabor de nuestras bocas—. Hazme el amor —le pedí y se detuvo, mirándome a los ojos—. Hazme el amor, por favor. —Le rodeé el cuello con mis brazos sin dejar de mirarle a los ojos—. Hazme el amor.

Sus ojos, su cuerpo, su corazón, quería hacerme el amor en aquel momento, pero siempre se resistía la razón.

—No puedo —dijo casi en una agonía—. Mis actos podrían condenarte, la profecía…

Puse dos dedos en sus labios y le besé de nuevo.

—Hazme el amor —le insistí en un susurro—, te deseo.

—Yo también te deseo, te amo —respondió, pero me retiró de él, apartándose un paso. Y quedé helada, creí que lo conseguiría—. Por ese motivo, porque te quiero con locura, no puedo condenarte a muerte. La profecía, por mucho que te niegues a aceptarla, así lo advierte. Nada ni nadie puede apartarte de tu misión. Podrías morir, ya piensas demasiado en mí, no quiero añadir lujuria también.

—Lujuria —repetí—. Quiero probar qué es la lujuria, por favor.

—No, una vez la pruebes, en cuanto hagas el amor por primera vez… querrás más, y más. No voy a apartarte más de tu misión.

¿Sería tan reticente si supiera que estoy condenada tanto si hago el amor como si no?

Estuve a punto de confesarle el futuro del espejo de Valdemar, pero aquello solo serviría para preocuparle, tener una discusión de por qué no se lo había dicho antes y quedarme a fin de cuentas sin hacer el amor, que era lo que quería en ese momento. Así que me callé. Era mejor no decirle una palabra de mi futuro, no valía la pena que se preocupara innecesariamente si no podía hacer nada para evitarlo.

—Vete —le pedí dolida—. Si no vas a hacerme el amor quiero te vayas.

Laranar me miró por unos segundos a los ojos, luego se volvió, se dirigió a la puerta y se marchó de la habitación.

Me dirigí a la cama, me senté y suspiré. Un reguero de sentimientos se entremezclaban de forma dolorosa, amor por Laranar; odio hacia la profecía; duda de contarle mi futuro; rabia por tener un protector tan protector; pena, desolación, miedo, impotencia y… lujuria.

Me estiré finalmente en la cama y me quedé dormida. Dos horas después desperté, las cortinas de la habitación aún se encontraban corridas así que me alcé y, soñolienta, las abrí. Era de noche, los días se acortaban a medida que se acercaba el invierno. Me pasé una mano por los ojos en un intento por espabilarme, se hacía tarde y quería reunirme con el grupo antes de ir a cenar con el rey. Pero, sobre todo, quería encontrar a Laranar y pedirle disculpas, solo me rechazaba porque me amaba, ¿verdad? Lo hacía por protegerme, pero era tan eficiente en su misión que, a veces, me hacía dudar de si realmente me quería tanto como me garantizaba.

Suspiré, y salí de la habitación decida a buscarle y arreglar las cosas entre nosotros. El problema vino cuando después de alcanzar diversos pasillos me desorienté. Todo se encontraba en penumbra, la única luz del lugar era un seguido de lámparas de aceite apostadas en la fría piedra gris de las paredes. Hacía frío y empecé a temblar, una brisa siniestra me golpeó el rostro haciendo que el fuego de las lámparas de aceite se tambaleara. Me detuve, notando el corazón palpitar dentro de mi pecho y el ritmo de mi respiración se aceleró. Me volví, todo era igual, mismos pasillos sin nada que pudiera guiarme. Cogí el colgante con una mano para tranquilizarme. Aquella zona del castillo estaba por completo aislada; tendría el mejor aposento para invitados, pero la soledad del lugar era terrorífica. Ni gritando lograría que alguien me escuchase. De pronto, los susurros de unas personas próximas a mi posición me alertaron que no estaba por completo sola y, sin pensarlo, empecé a dirigirme a ellos con la esperanza que pudieran guiarme por aquel laberinto. Pero antes de girar el último corredor me detuve en seco, pues intuí que la conversación que mantenían en susurros era por completo privada, muy privada. Y, al asomarme levemente, escondida por las sombras de la noche, descubrí espantada que la reina de Barnabel y Aarón eran las dos personas que se refugiaban en la oscuridad de los pasillos del castillo.

—Cada día he pensado en ti, Irene —le decía Aarón abrazándola levemente, ambos muy próximos el uno al otro—. ¿Te ha pegado?

Asintió, y le abrazó con más fervor.

—¿Por qué no puedes ser tú mi rey? —Preguntó la reina—. A quien amo es a ti y tú no me pegas.

—Deseo su muerte cada día —confesó el general—. Pero el juramento de la guardia me obliga a protegerle.

—Pídele que acompañe otro a la elegida, cuando tú faltas es cuando más violento se pone conmigo. Tú, le tranquilizas.

Aarón acarició el rostro de la reina con ternura, secando las lágrimas que me pareció ver en sus mejillas. Seguidamente, la besó con pasión y yo me volví, paralizada, empotrada contra la pared donde apoyaba mi espalda. Estaban jugando con fuego, si el rey se enteraba…

Suspiré, debía salir de aquel lugar cuanto antes, ya había visto demasiado y me sentía como una traidora al espiar a un compañero del grupo, pero, de pronto, alguien me cogió de un hombro y me plantó su espada a centímetros de mi cara. Emití un gritito de pánico perdiendo el color de la cara.

—¡Ayla! —Me nombró Aarón desconcertado al verme. No me di cuenta que era él hasta que habló.

Retiró su espada de mi rostro, envainándola.

—Aarón —le nombré recuperándome del susto—, lo siento, me perdí.

Apareció en ese momento la reina Irene detrás de él.

—¿Qué… has visto? —Me preguntó dudando. Por su expresión me di cuenta que no sabía hasta qué punto les había escuchado. Pensé en mentir, pero se darían cuenta, mi actitud nerviosa me delataba sin tener que hablar.

—Todo —confesé después de unos segundos de incómodo silencio—, pero no diré nada, lo prometo.

Aarón sacudió la cabeza a los lados, nervioso, y miró a la reina.

—Mi reina, marchaos, no es conveniente que os vean por estos pasillos —le dijo Aarón, volviendo a tratarla según el protocolo.

La reina me miró preocupada, pero al final asintió y se fue a paso ligero dejándonos a Aarón y a mí solos.

—Lo siento, de verdad. Me perdí, pero no pienso decir nada, te lo juro —le insistí.

—Te acompañaré hasta tu habitación —contestó, serio.

Empezamos a caminar por aquel laberinto, no dijo una palabra en todo el camino y yo no dejé de mirarlo de reojo. Estaba alucinada, nunca lo habría imaginado. Sí que era verdad que cada vez que hablaba de su reina se le iluminaba la cara y parecía otra persona, aunque jamás creí que fuera porque estaba enamorado de ella.

Llegamos a la puerta de mi habitación.

—Ayla —Aarón me miró a los ojos, preocupado—, amar a la reina es traición.

—No se lo diré a nadie, te lo prometo —volví a repetir, pero como era normal no le quité la angustia—. Ni siquiera a Laranar. Mis labios están sellados.

—Laranar ya lo sabe —confesó y abrí mucho los ojos—. Lo supo hace años, en una de sus visitas a Barnabel, no tuvimos en cuenta que los elfos no duermen. Nos descubrió en uno de sus paseos nocturnos, pero ha guardado el secreto hasta el día de hoy.

—Yo también lo guardaré Aarón, soy tu amiga. Confía en mí.

Asintió.

—Buscaré a Laranar para que venga a recogerte.

—Gracias.

Entré en la habitación y esperé, nerviosa. En cuanto mi protector llegó, el motivo por el que lo eché hacía unas horas de mi habitación quedó en segundo plano. Estaba demasiado impactada con lo que acababa de descubrir.

—Lo siento, me perdí —dije al verle entrar, alzándome de inmediato.

—Aarón me lo ha contado —respondió en voz baja cerrando la puerta con llave, al parecer se había hecho con una copia—. Sé que guardarás el secreto, tranquila. Yo también me enteré por casualidad. Lo esconden bien, aunque por lo visto, no lo suficiente —sonrió y su sonrisa me tranquilizó.

Volví a sentarme en el borde de la cama y Laranar me imitó.

—Siento haberte echado —me disculpé—. Lo único que quiero es que estés a mi lado.

—¿Y no lo estoy siempre? —Me preguntó apartando un mechón de mi cabello y colocándolo detrás de la oreja—. Te quiero y por eso te protejo.

—Lo sé —por algún motivo sentí ganas de llorar, pero me contuve.

—Es tarde, debemos prepararnos para ir a cenar con el rey —dijo alzándose de la cama y dirigiéndose al armario, lo abrió. Había un seguido de vestidos dispuestos para mí—. Una sirvienta me informó que los prepararon expresamente para ti. Al parecer el rey estaba convencido que aceptarías su protección.

—Entonces es un iluso —respondí—. Nunca abandonaré la protección de tu país, nunca.

En ese momento, alguien picó a la puerta y al abrirla encontramos a una muchacha de mi misma edad que me hizo una leve reverencia.

—Disculpad elegida, me han enviado para ayudaros a vestiros para la cena —dijo y al ver a Laranar detrás de mí quedó cortada.

—Estaba cerciorándome que se encontraba bien. A salvo —dijo Laranar rápidamente.

Claro, estábamos los dos solos con la puerta cerrada bajo llave, pensé. Debemos ir con más cuidado, pueden sospechar y creer que hacemos cosas que ya me gustaría hacer a mí.

Laranar abandonó la habitación, asegurándome que regresaría en unos minutos para acompañarme al salón para no perderme, y quedé en manos de Lucía, la que sería mi doncella personal en Barnabel.

EL REY GÓDRIC

Un sirviente llenó por segunda vez mi copa de vino mientras el rey hablaba a todos los comensales sobre la situación militar de Barnabel. Nos acompañaban varios personajes importantes de la ciudad, uno de ellos era el tesorero, aquel que controlaba las arcas del reino. Un hombre de unos treinta y cinco años, alto, delgado y sin un ápice de pelo en su cabeza redonda que brillaba como una bola de billar. Seguidamente el defensor del pueblo, que no era más que una figura pública encargada de mantener las clases sociales bien delimitadas en la ciudad, es decir, los pobres con los pobres y los ricos con los ricos, nada que ver con lo acostumbrado en la Tierra. Su aspecto era más bien menudo, delgado y poca cosa; además, por algún motivo, no supe si por sus pequeños ojos, por sus dientes amontonados o por la cara comprimida que tenía, me recordaba a un ratón. Y por último, el obispo regente de Barnabel, un alto cargo eclesiástico de la iglesia que adoraba al Dios único en Andalen. Su cara era redonda, casi tanto como su cuerpo, pues la buena vida le había dado un aspecto rechoncho. Era como un porcino que no decía no a todo lo que le ofrecían los esclavos que nos servían la comida.

Sí, había esclavos en la ciudad de Barnabel y también dentro del castillo. Me sentía incómoda cuando bajaban de inmediato la mirada o venían corriendo cuando les pedías algo. Lo peor fue ver cómo les trataban el resto de la gente, eran muy silenciosos y sus dueños les hacían tanto caso como si se trataran de jarrones decorativos.

La reina también nos acompañó, sentada en el lado derecho del rey, no decía una palabra, se limitaba a escuchar y observar. Y cuando el rey la miraba agachaba la cabeza de inmediato dejando de comer. Aarón, se sentaba justo enfrente de la reina, dejando al rey Gódric a la cabecera de la mesa. Su actitud era respetuosa con el rey e indiferente con la reina. Un papel que debía mantener si quería seguir teniendo la cabeza pegada sobre los hombros.

Los únicos que faltaban a la mesa fueron Chovi y Akila. El lobo estaría mejor refugiado en la habitación del duende, y Chovi estaba encantado de la vida de tener que quedarse con él como excusa para no ir a la cena.

—Me temo que deberemos incluir a todo aquel que pueda empuñar una espada en la batalla. Y eso incluirá a los jóvenes de a partir de trece años —dijo Aarón, que se sentaba a mi lado derecho.

Casi derramé el vino al escucharle decir aquello. ¿Niños de trece años?

»Con todo, dispondremos de menos de dos mil espadas para un ejército de diez mil.

—Nuestros muros son altos y resistentes —dijo el rey—, eso nos beneficiará y podremos acabar con unos cuantos miles antes que logren atravesar el primer nivel. Luego, que Dios nos asista y recemos que los hombres del Norte vengan rápido en nuestra ayuda. Las mujeres y niños se refugiarán en los sótanos del castillo. Si la batalla se tuerce pueden huir por los túneles subterráneos y llegar a las altas montañas.

—¿Las mujeres no lucharan? —Pregunté.

El rey me fulminó con la mirada.

—Mujeres y niños, deben estar a salvo —me contestó Aarón—. No saben empuñar una espada.

—¿Quieres decir que un niño de trece años sabe manejar mejor una espada que una mujer de treinta?

Silencio.

Miré a todos los presentes. La mesa donde comíamos era larga, apta para más de veinte comensales, pero en su mayoría los asientos estaban vacíos.

—Estamos en guerra, yo soy mujer y lucharé. ¿Por qué otras no pueden?

—Elegida, es distinto —me respondió el obispo—. Las mujeres no pueden luchar.

—Tenemos dos brazos y dos piernas, ¿no? —Insistí.

Aquello no le hizo ninguna gracia al clérigo que frunció el ceño.

—Yo estoy con Ayla —habló Alegra para apoyarme. Se encontraba sentada al lado de Dacio y del tesorero—. En mi pueblo no se hacen distinciones en cuanto al sexo. Hombres y mujeres pueden luchar codo con codo, y las probabilidades de salir victoriosos aumentarían considerablemente. ¿Cuántas espadas más serían?

—Si descontáramos a las embarazadas, enfermas o madres de niños de pecho, unas cuatrocientas —respondió Aarón, incómodo—. Eso sin contar a las nobles.

—Cuatrocientas espadas serían bienvenidas —me apoyó Laranar, sentado a mi otro lado—. Cuantas más mejor.

—Podríamos proteger a los niños, entonces —dije—. Con trece años es imposible…

—No —rugió el rey—. Cuanto antes se hagan hombres, antes nos serán útiles para batallas venideras.

—Eso si sobreviven a esta —repuse desafiante.

El rey apretó los puños y su rostro se congestionó de pura rabia.

—Lucharán, es mi última palabra. Si alguna lavandera también quiere empuñar una espada adelante, pero no tomarán el puesto de un muchacho —seguidamente fulminó a Alegra con la mirada—. Y tú, no vuelvas a poner a tu villa de ejemplo en mi presencia. Todos están muertos, así que cualquier consejo sobre lo que hacían o dejaban de hacer los Domadores del Fuego es infructuoso. No voy a aceptar las comparativas de una única superviviente, una mujer, de un pueblo que ya ha muerto por su incompetencia.

Alegra calló, pero su mirada se tornó fría y dura.

Los esclavos regresaron con los segundos platos en ese instante, y dejaron sobre la larga mesa unas bandejas de cochinillo asado y otros cuencos repletos de guisantes al vapor, zanahorias y judías.

Continué mirando a Alegra que clavó la vista en su plato, demacrada. El rey tenía autoridad suficiente como para mandar cortar su cuello si esta le contestaba, y la Domadora del Fuego era consciente de ello. No tuvo más remedio que tragarse su orgullo y morderse la lengua.

—Impregnaremos el terreno en aceite para quemar a los orcos antes que lleguen a la ciudad, —continuó hablando el rey. Cogió una pata del cochinillo que tenía delante, la retorció con las manos, arrancándola del resto del cerdo, y se la llevó al plato—, y haremos pequeñas señales en el suelo para saber la distancia que se encuentran. De esa manera las catapultas serán más efectivas. —Sin cubiertos, con las propias manos, se sirvió un poco de guisantes y otro tanto de zanahorias, y empezó a comer.

Aquella noche aprendí que los modales en Barnabel dejaban mucho que desear. No se disponía de cubiertos, tan solo de un puñal para cortar la comida y de tus propias manos. No obstante, Laranar me sirvió la comida de una bandeja de cochinillo que aún no había sido tocada por nadie, utilizando el puñal para cortar el animal y no retorciéndolo ni arrancándolo como acababa de hacer el rey. Seguidamente puso un cuenco de guisantes a nuestro lado, de manera que nadie más pudiera tocar ese recipiente, tan solo él y yo.

—Gracias —le agradecí después que me sirviera.

Dacio, sentado al lado de Alegra, hizo lo mismo. Se encontraban en el lado opuesto de la mesa y vi claramente como el mago se inclinó a la Domadora —aún afectada por las palabras del rey— y le susurró unas palabras al oído. Alegra le miró, y asintió a algo que no pude escuchar.

Empecé a comer, la grasa del animal era crujiente y la carne melosa. Probé los guisantes echándome unos cuantos al plato.

—¿Te gusta la comida? —Me preguntó el rey, dejando de lado la conversación que entablaba con el tesorero.

Tragué el guisante que me acababa de llevar a la boca y respondí, incómoda:

—Sí, majestad.

—Pese a tu arrogancia al hablar, eres una mujer hermosa… —comentó sin ton ni son—. No me extraña que los elfos hayan querido protegerte impidiendo que los de tu misma raza te acojan, como sería lo más normal —dijo entonces dirigiéndose a Laranar.

—Ayla escogió estar bajo la protección de mi país —respondió de inmediato mi protector—. En ningún momento la hemos obligado a permanecer en Launier a la fuerza, es libre de ir donde quiera.

—¿Y por qué motivo no quieres estar bajo la protección de tu raza?

Me incomodé. ¿Acaso nunca se daría por vencido?

—Launier fue el primer país que conocí —respondí—. Y me trataron muy bien, no he tenido queja.

—Pero debes estar con los humanos, no con los elfos —insistió.

—Debo proteger a todas las razas de Oyrun, sin excepción. ¿No es lo mismo?

El defensor del pueblo empezó a reír para sorpresa de todos.

—Majestad, está claro que es una mujer tozuda —dijo cuando se tranquilizó—. Solo necesita abrirle los ojos para saber dónde está su sitio, como a todas las mujeres.

Fruncí el ceño y noté como Laranar se tensó a mi lado.

»A fin de cuentas rompiste el fragmento, ¿verdad? —Me acusó señalándome de forma indiferente con el puñal que cortaba la carne—. Eso ocurre cuando dejas a una mujer decidir. Como su raza, deberíamos obligarla a…

—Nadie la obligará a hacer nada que no quiera —habló Laranar saliendo de él su parte más protectora, amenazante y salvaje de su interior—. Por encima del reino de Launier y de mi propio cadáver.

—Y del mío —se añadió Dacio—. Somos sus guardaespaldas, no se atreva a tocar un pelo a la elegida.

El rey entrecerró los ojos evaluándolos a ambos.

—Creo que Merric se ha expresado mal —dijo finalmente el rey—. No querría enfurecer a un mago invitado a mi mesa… —miró a Laranar después—. Ni a un príncipe de un país vecino. De todas formas, hay un aspecto que me inquieta —el rey se inclinó levemente hacia delante—. La doncella que atiende a la elegida me ha informado que encontró a su protector en la alcoba de la elegida. Los dos solos, cerrados bajo llave. Es una actitud impropia de vuestro cargo.

Miré con miedo a Laranar, pero vi que él miraba al rey sin ningún temor. Es más, parecía desafiante con el monarca.

—La protección de la elegida es prioritario, y solo me aseguraba que se encontrara en perfectas condiciones.

—¿Y era necesario encerraros bajo llave? —Insistió el rey.

—Tengo mis motivos —respondió sin dar más explicaciones mi protector.

Gódric entrecerró los ojos, no satisfecho con la respuesta de Laranar, pero, por suerte, dejó el tema. La cena continuó su curso y cuando el rey se alzó para abandonar el salón todos nos levantamos de nuestros asientos como marcaba el protocolo. Pero antes que el monarca abandonara la sala rodeó la mesa dirigiéndose a mí.

—Es un placer teneros en mi ciudad —dijo y cogió mi mano, besándola. Sentí un escalofrío ante ese acto, sus ojos oscuros me miraron lascivamente—. Espero que descanses bien esta noche.

—Gracias, que también descanse bien, majestad —le retiré la mano.

—Lo haré.

Abandonó la sala. Dos minutos después todo el grupo, menos Aarón, nos dirigimos a nuestras habitaciones.

—Tenemos que tener cuidado con el rey —habló Dacio a Laranar—. Tú y yo estamos a salvo, pero el resto… —miró a Alegra, que caminaba por delante del grupo con aire ausente—. Su objetivo es hundirla, ¿o qué? —Nos preguntó a ambos en un susurro—. Que tenga cuidado porque sino…

Apretó los puños y me dio la sensación que sus ojos se tornaban rojos, pero en ese momento llegamos a sus habitaciones y Alegra se volvió. Dacio cambió rápidamente de actitud y su mirada se tornó suave y cálida. Dudé de si solo fueron imaginaciones mías el tono cambiante de sus ojos.

—Estoy cansada, voy a acostarme —nos dijo Alegra.

Dacio le sonrió y se aproximó a ella tocándole un brazo con cariño.

—Descansa, y no hagas caso de las palabras del rey —le aconsejó.

Alegra asintió, y se encerró en su alcoba.

Dacio se volvió a nosotros.

—Laranar, ¿te encargas tú de acompañar a Ayla a su habitación? —Le preguntó.

—Sí, no quiero que se pierda —me miró, sonriendo, y le di un leve codazo para que no se burlara de mí.

Al llegar a mi habitación la doncella me esperaba y me sentí como una niña pequeña al tener que depender de alguien para quitarme el vestido de terciopelo verde que llevaba, todo acordonado por cintas doradas. Era un puzle complicado el deshacerse de tal obra de arte.

—Estaré rondando por el castillo —me dijo Laranar antes de retirarse ya saliendo de la habitación—. Si tienes algún problema, búscame. Y si te pasa algo grave grita, te escucharé.

Sonreí, mirándole a los ojos.

—¿Aunque estés en la otra punta del castillo? —Le reté juguetona.

Sonrió.

—Olvida mi oído, elegida —respondió con fingida formalidad—. Capaz de escuchar hasta los ratones que se esconden detrás de las paredes.

—Entonces, me quedo más tranquila —me puse de puntillas y le di un beso en la mejilla—. Y te daría otro en los labios si no tuviéramos compañía —le susurré de forma que solo él pudo escucharme.

—Buenas noches —se puso formal y cerré la puerta de mi habitación no sin antes guiñarle un ojo.

Lucía ya esperaba junto al armario con un camisón de seda rosa en los brazos.

Un ruido me despertó, no supe exactamente qué, quizá un golpe, quizá el ruido de una puerta al golpear contra el marco, pero me sobresaltó y me incorporé desorientada en la cama, apoyada en un codo. La habitación estaba en penumbra, solo la débil luz del fuego de la chimenea iluminaba el lugar. Las cortinas estaban corridas y todo parecía tranquilo. Miré hacia la puerta, e intenté enfocar, no estando segura de lo que veían mis ojos. Parecía abierta por un palmo y estaba segura de haberla cerrado con llave. Me senté de inmediato, miré la mochila de viaje donde había guardado el colgante antes de acostarme —ubicada encima del escritorio— y me dispuse a ir a por él. Pero antes que mis pies tocaran el suelo una sombra se movió y se abalanzó sobre mí. Grité. Me sujetó del cuello empotrándome contra la almohada y acercó su rostro al mío. Yo sujeté con ambas manos el brazo que me apresaba en un intento por liberarme.

—Elegida, —abrí mucho los ojos, aquella voz era la del rey—, ¿no quieres la protección de mi reino? Pues entonces, no veo ningún motivo por el que no deba satisfacer mis ardientes deseos contigo.

Empecé a revolverme en cuanto escuché sus palabras y quise golpearle en el rostro, pero el rey Gódric, aún sujetándome por el cuello, presionándolo, alzó su mano libre y me abofeteó la cara, una vez, dos veces, y luego me soltó. Quedé sin fuerzas, mareada y casi inconsciente. Noté sangre en mi boca y un zumbido agudo en la cabeza. Gódric se puso a horcajadas sobre mí, llevó sus manos a mi camisón y lo desgarró pese a que hice un débil gesto por detenerle. Volvió a abofetearme una vez más y empecé a llorar. Fue entonces, cuando saqué fuerzas de donde pude para gritar a pleno pulmón el nombre de la única persona capaz de venir en mi ayuda.

—¡Laranar!

Otra bofetada.

»Socorro —el auxilio quedó en un débil intento por escuchar mi propia voz.

—Cállate si no quieres que te arranque la cabeza —me amenazó.

Terminó de desgarrar mi camisón por entero dejándome por completo desnuda. Se abalanzó a mi cuello, besándome y sus manos empezaron a acariciar mis pechos. Sollocé, temblando ante aquella sensación repugnante. Lentamente sus besos bajaron por mi cuello pese a mis intentos por detenerle. Cogió mis muñecas entonces, colocándolas por encima de mi cabeza.

—Eres preciosa.

—¡Laranar! ¡Socorro! —Volví a gritar presa del pánico, recuperando el volumen de mi voz a lo más alto. Pero el rey, para que callara, me dio un cabezazo en toda la frente. Noté un líquido caliente circular por mi cara. Ya no me quedaron fuerzas, me quedé inerte mientras la sangre bajaba por mi rostro. Me soltó de las manos y estuvo jugando con mis pechos, lamiéndolos, tocándolos y… Me mordió un pezón. Sus dientes se clavaron en mi carne y apretaron, y apretaron…

Grité, grité, grité…

Me soltó.

—¿El elfo ya te ha disfrutado? —Me preguntó.

Quiso besarme en la boca y le mordí en la mejilla con todas mis fuerzas.

»¡Zorra!

Antes de recibir otra bofetada el rey fue lanzado hacia atrás por una segunda sombra que apareció detrás de él. Pude incorporarme a duras penas, coger la sábana de mi cama y cubrirme como buenamente pude, con gestos descoordinados y lentos. Las lágrimas inundaban mis ojos, lloraba desesperada y en medio de aquel llanto alguien golpeaba al rey sin control. Estuve unos segundos sin poder reaccionar, paralizada. Finalmente, identifiqué a mi salvador.

—Laranar —sollocé, casi sin poder pronunciar su nombre— Laranar.

No se detuvo, continuó golpeando al rey. Si continuaba de esa manera acabaría matándolo y nos encontraríamos en un grave problema. Me levanté, envuelta en la sábana, dolorida y mareada, caí de rodillas una vez, pero me volví a alzar, me aproximé a mi protector y le cogí de un brazo. Él me miró a los ojos.

—Para, por favor —le pedí llorando—, ya es suficiente, déjale marchar.

Laranar miró al rey, dudando de si continuar o no.

»Déjalo, que se marche. —Le insistí—. Quiero que se vaya.

Mi protector se deshizo de mi agarre, alzó al rey que se había quedado hecho un ovillo en el suelo, y lo empotró contra la pared.

—Os recuerdo que como vayáis contra Ayla o contra mí, un ejército de orcos os parecerá insignificante comparado con el ejército de elfos que puedo mandar atacar esta ciudad —le advirtió Laranar, con la voz más amenazante que jamás pude escuchar en él.

—En… tendido —balbució el rey.

Laranar lo soltó y el rey cayó al suelo. Empezó a arrastrarse a cuatro patas para llegar hasta la puerta. Pero Laranar no tuvo paciencia suficiente como para verlo marchar de una forma tan lenta, volvió a cogerlo, esta vez del pescuezo, y de una patada en el culo lo echó fuera de la habitación y cerró la puerta.

Me dejé caer de rodillas en el suelo, exhausta, mareada y ensangrentada.

—Laranar —sus brazos me rodearon en apenas un segundo y le abracé desesperada—. Cerré la puerta con llave, estoy segura.

—Cálmate —me acarició el pelo en un gesto para tranquilizarme—. Ya ha pasado.

Hundí mi rostro en su pecho y lo abracé con fuerza.

—Ha estado a punto… —gemí—. Me abofeteó… quedé sin fuerzas y… no he podido defenderme.

Me dio un beso en el pelo.

—Ya estoy aquí Ayla, nadie va a tocarte —me habló con voz tranquilizadora—. No voy a dejarte sola.

—Era muy fuerte —continué—, estaba durmiendo y…

No pude acabar la frase, me faltaba el aire y Laranar me retiró para verme el rostro. Sus ojos me miraron preocupados y pasó un dedo por mi mejilla izquierda, apenas una caricia, pero noté un agudo dolor y cerré los ojos en un acto reflejo. Dejó de hacerlo de inmediato. Pasó sus brazos por debajo de mi cuerpo y, sin esperármelo, me vi suspendida, cogida por él, y llevada a la cama. No dejó de abrazarme, y yo continué llorando desconsolada. Quizá estuve diez minutos o quizá una hora, pero solo cuando me tranquilicé lo suficiente me retiró levemente para volverme a examinar.

Entre lágrimas le expliqué cómo pasó.

—Ayla, lo siento —se disculpó como si él fuera el culpable—. No debí dejarte.

—No tienes la culpa, si yo hubiese sido más fuerte o hubiera llevado el colgante…

—Tú tampoco eres culpable —me cortó y me levantó el mentón con delicadeza, no dejaba de mirar horrorizado mis heridas—. Tengo que curarte.

Se alzó de la cama, retiró las cortinas para tener un poco más de luz y cogió mi bolsa de medicinas, dejada al lado de mi bolsa de viaje encima del escritorio. Dejó la bolsa a mi lado y fue a por la palangana que tenía para lavarme y la jarra llena de agua.

—¿Tendremos problemas con el rey? —Le pregunté aún temblando, dejando que limpiara mi rostro de sangre—. ¿Debemos huir?

—No —dijo seguro, gemí en cuanto pasó la gasa por mi frente, justo en el punto donde recibí el cabezazo—. Creo que es suficiente inteligente como para no atacar al heredero del reino de Launier. Me hago cruces que te haya atacado a ti, siendo la elegida. Te va a salir un buen chichón.

—Me duele.

Una última lágrima cayó por mi mejilla, pero Laranar la limpió con ternura. Suspiró en cuanto estuve medianamente decente y me aplicó un desinfectante por la herida de la cabeza y por los arañazos de la cara. Cuando terminó le abracé, respondiendo él a mi abrazo.

—Te quedarás conmigo, ¿verdad? —Le pregunté.

—Claro, no tienes ni que preguntarlo —respondió—. Nunca más volveré a dejarte sola, te lo juro.

Estaba de pie delante de mí, me abrazaba mientras continuaba sentada en la cama. Era extraño, pero pese a la experiencia vivida, lo único que quería eran mimos de mi protector y saber por boca de él que todo marcharía bien.

—Deberías vestirte —dijo en un susurro.

Le solté, alzándome de la cama. Me mareé un instante y Laranar me sostuvo de inmediato por un brazo.

—Estoy bien —dije en cuanto recuperé el equilibrio—, un ligero mareo.

Me soltó, atento a que no cayera. Pero después de demostrarle que podía valerme por mí misma se dirigió a la puerta de la terraza, mirando el exterior. Pude ver que la ira por lo ocurrido aún estaba presente en sus ojos. Su mirada, era puro fuego.

—Vístete tranquila, no pienso volverme —me aseguró.

Laranar había dejado la palangana con que atendió mis heridas en una pequeña mesa destinada a asearse. La cogí, vacié y llené de nuevo con agua limpia. Empecé a lavarme la cara, el cuello y el escote, luego los brazos y por todos los sitios que aquel hombre me tocó. El pecho que mordió estaba marcado visiblemente por sus dientes, tornándose morado por momentos. Me fijé en la imagen del espejo bruñido de que disponía. Mi cara estaba por completo apaleada, mis ojos se estaban volviendo morados, mis mejillas empezaban a inflamarse y tenía el labio herido por tres lugares. Pero no era la imagen de mi futuro oscuro, en el espejo de Valdemar aún estaba peor.

Lloré una vez más, llevándome una mano al rostro y, sin pensarlo, dejé caer al suelo la sábana que me cubría, empecé a mojarme entera, a frotar mi piel fuertemente para quitarme las sucias manos del rey que aún sentía en mi piel. Hice que la piel se tornara roja y luego lo suficiente herida como para salir sangre de los arañazos que me infligía. De pronto, unas manos me detuvieron cogiéndome de las muñecas. Eran unas manos fuertes y grandes que me sujetaron con dulzura.

—No lo hagas, te estás haciendo daño —me pidió Laranar colocado a mi espalda.

—Estoy sucia —dije llorando.

—No, —me abrazó desde su posición, sin soltarme de las muñecas—, estás limpia.

Apoyé mi cabeza en él, rendida y me dio un beso en el pelo.

—Ven —me tapó con la sábana, me condujo de nuevo a la cama e hizo que me sentara. Luego me trajo otro camisón de seda. El anterior estaba por completo desgarrado—. ¿Quieres que te ayude a vestir?

Negué con la cabeza y cogí el camisón.

En menos de dos minutos volvía a estar metida en la cama, con Laranar a mi lado. Me abracé a él, recostando mi cabeza en su pecho. Volví a llorar y después de no sé cuánto rato, me quedé dormida en sus brazos.

Desperté llorando. La imagen del rey Gódric encima de mí se hizo presente en sueños y antes de poder desesperar unos brazos fuertes y protectores me rodearon. Sentí su calor, su protección, y el miedo desapareció lentamente mientras Laranar me susurraba al oído que todo marchaba bien, que estaba a mi lado, que no dejaría que nadie más me hiciera daño. Di gracias a Dios por tenerle y le abracé. La mañana había llegado, los rayos del sol entraban a través de la puerta de cristal de la terraza. Pronto, debería enfrentarme a las terribles consecuencias de aquella noche. Enfrentarme al grupo, al rey y a todo aquel que me mirara a la cara. Era imposible disimular la cara hinchada y las heridas que presentaba. Y temí que el rey quisiera vengarse.

—¿Cómo te encuentras? —Me preguntó Laranar en un susurro, abrazado aún a mí. Le miré a los ojos—. ¿Te duele?

—Un poco —respondí y me besó en el chichón de la cabeza.

—¿Te sientes con fuerzas para empezar el día?

Agaché la cabeza y fue entonces cuando me percaté que tenía la camisa manchada de sangre. Era mía, y toqué con los dedos la zona manchada.

»Estaré a tu lado en todo momento —cogió la mano que acariciaba su camisa y volví a alzar la vista—. No debes temer nada —besó los dedos de mi mano, uno a uno—, ¿de acuerdo?

—Sí.

Hubiera sonreído, pero las heridas del labio dolían demasiado para llevar a cabo esa acción. Al humedecerlos noté el sabor de la sangre.

—En cuanto te vistas, te vendrás a mi habitación —dijo, cogiéndome de la mano para alzarme. Laranar intentaba sonreír, mostrar optimismo, todo para levantarme la moral. Me guió hacia el tocador y allí preparó la palangana llenándola con el agua que restaba en la jarra—. Refréscate, te irá bien.

Le obedecí y el agua me espabiló de forma agradable pese a que las heridas me dolieron. Cogió una toalla y me secó él mismo el rostro, con cuidado de no hacerme daño. Luego hizo que me sentara en un taburete acolchado por un cojín de terciopelo azul, delante del espejo bruñido. Seguidamente cogió mi cepillo para el pelo y empezó a peinarme. Nunca lo había hecho, me encantó. Me sentí querida, lo necesitaba y él lo sabía.

—En mi habitación estarás cerca del grupo —dijo mientras cogía mechón tras mechón, pasando el cepillo de forma cuidadosa—. No debí dejar que te aislaran de nosotros, no debí dejarte sola.

Le miré, a través del espejo.

—No es culpa tuya —le dije—. Me hubiera atacado de todas maneras en cualquier otro momento. Puede… que… quiera volver…

—Si lo hace te aseguro que lo mataré —dijo con furia contenida, no dejándome decirlo en voz alta. Se detuvo en la labor de peinarme, pero no me volví, ambos nos miramos a través del espejo—. Me detuve anoche porque me sujetaste del brazo, sino, a estas alturas, el rey estaría muerto.

—Y tendríamos un grave problema, es el rey.

—Y yo el príncipe de Launier —dijo con arrogancia, volviéndome a peinar—. Andalen no sabe que es tener un enemigo como Launier.

Suspiré y dejé que terminara de cepillarme el pelo. Me sentí en calma notando como las manos de Laranar cuidaban de mí.

En cuanto abrí el armario para escoger la ropa del día, me topé con los veinte vestidos que dispusieron para mí. Todos ellos encargados por el rey. Sentí un escalofrío al tocar uno de ellos y, en ese momento, alguien picó a la puerta y di un salto en el acto. El corazón me dio un vuelco y automáticamente empecé a temblar, mirando la puerta como si fuera la entrada a la cueva de un dragón. Laranar se acercó de inmediato, cogiendo su espada y abrió la puerta.

Era la doncella.

Respiré una bocanada de aire al verla, dándome cuenta que había dejado de respirar por unos segundos.

—He venido a ayudar…

—No te necesito —dije acercándome de inmediato, no se me escapaba que aquella chica sería la espía del rey para saber todo de mí. Y la detesté desde aquella mañana. La muchacha puso los ojos como platos al verme—. Vete, sé vestirme sola.

—Pero… el rey me encargó…

—¿No la has escuchado? —Le cortó Laranar—. Vete.

La doncella vaciló un instante, pero luego se inclinó, se volvió y se marchó. Laranar cerró la puerta de mala gana. Luego me miró y suspiró.

—Gracias por salvarme —dije en ese momento, cuando vi que los segundos se alargaban sin decir palabra.

—No me las des, debí llegar antes —repuso enfadado consigo mismo—. Me encontraba en el primer piso, alejado de las escaleras, cuando creí escucharte, y corrí lo más rápido que pude. No me imaginaba que te podría estar ocurriendo para que gritaras de aquella manera. Lo peor fue notar que tu voz se apagaba a medida que llegaba. Y cuando abrí la puerta y te encontré con el rey encima de ti, golpeándote… —apretó los puños, lo estaba recordando y yo también, la imagen del rey volvió igual de nítida a mi memoria como si lo tuviera enfrente, y lo notó. Se relajó de inmediato y se aproximó a mí, cogiéndome de los hombros—. Ya ha pasado.

Asentí, y me dio un beso en la frente.

Regresé al armario y escogí mis ropas de viaje. Iría más cómoda, y no quería volver a ponerme esos vestidos, nunca. Los odié y ya no los encontré hermosos.

Dacio me observó, horrorizado, y, lentamente, su mirada se trasformó en ira. Sus ojos se volvieron rojos ¡No habían sido imaginaciones mías! Eran tan rojos como la sangre. Apretó los puños, miró a Laranar y dijo:

—¿Dónde está el rey?

Laranar se acercó a él, alertado por la reacción del mago al verme. Nos encontrábamos en la habitación de Laranar, y el grupo estaba por completo reunido a falta de Aarón.

Sentada en la cama y con Alegra rodeándome los hombros por un brazo, miré sorprendida la actitud del mago. Akila —estirado en el suelo, a mis pies— se alzó, percibiendo el ambiente tenso que se respiraba en el ambiente. Chovi se apartó del lado de Dacio dos pasos sutilmente.

—Cálmate —le pidió mi protector poniendo una mano en el hombro del mago—. Ya le he dado una paliza por ello y amenazado con traer el ejército de Launier si vuelve a poner un dedo encima de Ayla.

Dacio me miró, sus ojos continuaban rojos.

—Solo tienes que pedírmelo, una palabra y desaparecerá sin dejar rastro —me aseguró.

Tragué saliva, le deseaba lo peor al rey, la verdad. Pero era consciente que aquel no era el camino.

—Estoy bien —respondí, aunque mi voz sonó apagada—. Solo quiero olvidar lo ocurrido.

Dacio me miró por unos segundos más a los ojos y, finalmente, desistió, cruzándose de brazos. Noté como Alegra tembló entonces, y, al mirarla, vi que observaba a Dacio horrorizada.

—¿Qué te ocurre? —Le pregunté en un susurro.

—Sus ojos rojos —respondió sin dejar de mirar a Dacio, tanto, que al final el mago se percató—, son iguales a los de Danlos.

Dacio la escuchó y rápidamente se frotó los ojos con ambas manos.

—A veces me pasa —dijo Dacio mientras intentaba que se le tornaran normales—. Cuando un mago se enfurece sus ojos se vuelven rojos.

Sacudió un momento la cabeza y sus ojos volvieron al marrón chocolate de siempre. Alegra se relajó entonces.

—Tranquila —le dije.

—Debería ser yo quien te tranquilizara a ti —repuso con una sonrisa nerviosa—. Si necesitas algo…

—Solo olvidar.

Akila me lamió una mano en ese momento y le acaricié la cabeza. También estaba preocupado por mí.

—Ayla, puedo ir a pedir hielo a las cocinas para las heridas —se ofreció Chovi—. Chovi puede cuidarte.

—Te lo agradeceré —respondí—. Y si puedes pedir que me traigan el desayuno a la habitación, mejor que mejor. No quiero volver a ver al rey, nunca.

Sentí un escalofrío entonces, una nueva imagen apareció rápidamente en mi mente, el momento en que me desgarraba el camisón, e, instintivamente me llevé ambas manos a los pechos aunque estuviera vestida en aquel momento. Empecé a llorar.

—Ayla —Laranar se agachó a mi altura—, ¿quieres abandonar la ciudad? Aún estamos a tiempo.

No supe qué responder. No quería estar encerrada y con miedo constantemente en un lugar donde el rey podía venir a por mí y acabar lo que empezó. Por otro lado, la ciudad me necesitaba para vencer al ejército de orcos.

En ese momento, alguien picó a la puerta y Chovi le abrió. Se trataba de Aarón, que miró extrañado que todo el grupo se encontrara reunido en la habitación de Laranar, pero al posar sus ojos en mí su expresión cambió. Pasó dentro de inmediato y acortó la distancia que nos separaba. Chovi aprovechó para ir a las cocinas.

—¿Qué te han hecho pequeña? —Me preguntó horrorizado—. Parece que… ¡Oh! ¡Dios! —Apretó los dientes, como si comprendiera lo sucedido—. Ha sido el rey, ¿verdad?

—¿Sabías que haría algo así? —Le preguntó Dacio, cogiéndole de un hombro para encararlo a él. Sus ojos volvieron a tener un destello rojo.

—No —respondió rápidamente el general y los ojos del mago volvieron a su tono normal—. El rey está postrado en cama, no podrá levantarse hasta el día de la batalla y eso con suerte. Alguien le ha dado una paliza e intuyo… —miró en ese momento a Laranar— quién ha podido ser.

—¿No lo ha confesado? —Preguntó Alegra.

—No —Aarón negó con la cabeza—. Solo ha dicho que fue emboscado por tres hombres encapuchados y que no recuerda absolutamente nada.

—No quiero verle —dije.

—No lo verás, tranquila —me aseguró el general—. No puede levantarse.

Suspiré aliviada, pero no me sentí mejor. El miedo se aposentó en mí de forma constante y las imágenes del rey atacándome me venían claramente en el momento más inesperado. Sentada en la cama, me llevé las piernas al pecho y las abracé, muerta de miedo, las últimas lágrimas recorrieron mis mejillas aunque mis compañeros intentaron apoyarme como buenamente supieron.

CUANDO EL CIELO ESTÉ NUBLADO…

El invierno estaba próximo, no había flores ni hojas en los árboles. Las temperaturas empezaban a ser gélidas y algunos comentaban que olía a nieve. Los estanques amanecían helados por una fina capa de hielo que se deshacía por el día, pero que volvía más gruesa a cada noche que pasaba. Muchas especies de aves ya habían emigrado a climas más cálidos, quedando las palomas y algún que otro gorrión perdidos por la ciudad.

Durante dos días, no tuve valor suficiente para salir de la habitación de Laranar, pero no fue precisamente por el frío. Había sobrevivido a la tormenta de Valdemar, me reía en la cara de aquel invierno que se acercaba. No, no salía por el miedo a poder encontrarme al rey Gódric, aunque Aarón me garantizara que estaba postrado en cama. El tercer día, me moví inquieta por la habitación, agobiada de tener que permanecer en un espacio tan pequeño; a lo que Laranar aprovechó para convencerme de salir en su compañía y dar una vuelta por los jardines del castillo.

Finalmente, accedí.

Mi protector me llevó por zonas poco transitadas, donde los caballeros, soldados, nobles y damas no pudieran ver la cara que me dejó el rey. Aún la tenía bastante hinchada y un ojo se encontraba por completo negro, el otro ligeramente morado, y los labios… ¡Ay! ¡Los labios! Las heridas que tenía no me dejaban hablar demasiado y cada vez que me pasaba la lengua para humedecerlos notaba un regusto metálico, a sangre. Pero Laranar me garantizaba que pronto mejoraría.

Llegamos a un estanque, donde un puente de madera de poco más de diez metros de largo lo atravesaba. Me detuve justo en medio para poder observar las aguas verdosas y los peces naranjas que en ellas nadaban.

—¿Ayla, seguro que quieres luchar? —Me preguntó Laranar. No era la primera vez que me hacía esa pregunta y nunca sabía qué contestarle. Era la elegida, era lo que se esperaba de mí, ¿no?—. El ejército marcha lento, muy lento, tardará varios días en llegar y aún podemos escapar.

—No lo sé —respondí sin dejar de mirar los peces, no me atrevía a mirar a mi protector a la cara—. Lo único que sé es que no quiero ver al rey, y en la batalla…

Suspiré, y hubo un momento de silencio entre los dos.

Akila nos acompañaba, no le permitíamos que campara solo por el castillo por miedo a que alguien quisiera darle caza. Le pusimos un pañuelo rojo en el cuello que no parecía aceptar demasiado bien, y en ocasiones se lo sacaba dando tumbos con la cabeza.

Me abracé a mí misma, apoyada en la barandilla. Habían pasado tres días, pero aún sentía las manos del rey acariciando mi piel. Y mi pecho continuaba marcado por los dientes de Gódric.

—Me gustaría sacarte de aquí —volvió a hablar Laranar y, esta vez, le miré a los ojos—. Por favor, pídeme salir de la ciudad, Ayla. No estás bien, no puedes luchar, y en la batalla pueden pasar mil y una cosas, no puedo garantizarte que no vayas a ver al rey.

Los ojos empezaron a inundarse de lágrimas, cada dos por tres me ponía a llorar sin remedio, e intenté limpiarme los ojos rápidamente.

—Soy una llorica —dije con rabia—. No debo llorar.

Laranar se aproximó más a mí y me acarició el rostro con delicadeza, sabía que cualquier contacto me dolía.

—Pídeme salir de la ciudad, elegida.

Me sorprendió que empezara a hablarme con el título de elegida, nunca lo había hecho.

»No estás bien y uno debe estar concentrado cuando lucha en una batalla. Tú, ahora, no lo estás…

—Pero…

Mi voz se quebró, y fue sustituida por el canto de una anciana que se encontraba a varios metros de nosotros, descansando en una silla en la entrada del servicio del castillo.

—Si continúas por más tiempo así, lo único que lograrás es que te maten —continuó hablando Laranar ignorando el canto de la mujer—. El grupo también piensa lo mismo, lo mejor es marcharse, ponerte a salvo hasta que te recuperes de esta horrible experiencia.

—La gente necesita a la elegida —repuse con un hilo de voz.

—La gente necesita a la elegida, es verdad, pero ahora lo único que veo es una muchacha asustada, temerosa y nada concentrada en su trabajo; además, de estar herida y rota por dentro. Vayámonos, estamos a tiempo. Aarón sería el único que se quedaría para dirigir a los soldados.

Vacilé, no estaba bien abandonar a toda una ciudad cuando más necesitaban mi poder.

A la voz de la anciana se le unieron dos voces más, dos sirvientas que salieron en ese momento del castillo e hicieron un coro. Fue, entonces, cuando presté atención a la letra de la canción…

Cuando el cielo esté nublado

la elegida vendrá a salvarnos,

un colgante traerá

y con su fuerza vencerá.

El guerrero y el soldado

luchan a nuestro lado.

Mi marido ha marchado

para resistir a nuestro mal.

Mis hijos crecen y crecen

y también partirán,

en esta guerra que dura siglos

ellos también caerán.

Las nubes se tornan oscuras

como oscuros son estos tiempos,

y la profecía se cumple

con la aparición de los elementos.

Vuelve ya mi guerrero,

vuelve ya mi corazón,

que el bien ha llegado

de un mundo lejano.

Una chica joven y bella

ha venido a salvarnos

con un colgante traído

vendrá a rescatarnos.

Los siete innombrables quieren vencerla,

pero con un grupo reunido no podrán con ella.

Los elementos utilizará

y la magia de Gabriel renacerá.

La fuerza del viento,

la furia del fuego,

la vida en la tierra,

y el agua constante.

Temblad innombrables,

vuestra hora está cerca.

Mi marido regresará

y mis hijos crecerán.

Cuando el cielo esté nublado

la elegida vendrá a salvarnos

un colgante traerá

y con su fuerza vencerá.

Las tres suspiraron a la vez cuando acabaron y luego sonrieron.

Me adelanté dos pasos, observando sus caras, una anciana, una mujer y una joven; tres generaciones que mantenían la esperanza de vencer por mi sola presencia. ¿Cómo iba a abandonarles? Entonces, lo comprendí. Era mi destino, todo lo que ocurría o pasaba era por algún motivo y, me gustara o no, era la elegida, debía ser fuerte y recuperarme de cualquier situación, por muy desagradable que fuera.

Todos confiaban en mí.

No podía fallarles.

Me volví hacia Laranar, que escuchó a mi lado la canción de las sirvientas.

—Voy a luchar —dije decidida, renaciendo en mí la fuerza y el valor—. Debo hacerlo, por Barnabel y por Oyrun entero.

Me miró a los ojos, serio.

—Entonces, deberás entrenar con la espada el doble —respondió—. Quiero que estés preparada llegado el momento. Faltan alrededor de nueve días para que llegue el momento.

—Seré capaz, lo conseguiré, y el colgante… —lo toqué, colgaba de mi cuello, a partir del incidente no me lo sacaba ni para dormir, aunque resultara incómodo—, me ayudará a vencer el ejército de orcos. Ya casi domino su poder. Soy fuerte, puedo con esto.

Sonrió, y me cogió de los hombros.

—Esta es mi Ayla.