AYLA (1)
VIAJE A UN NUEVO MUNDO
Habían pasado siete años desde aquella trágica noche en que perdí a mis padres cuando nuestro vehículo se precipitó barranco abajo. Tenía recuerdos confusos e intermitentes de aquel suceso, probablemente mi mente se encargó que olvidara aquella experiencia que casi me costó la vida.
Pero ahora, el miedo había vuelto a mí, quizá el temor a perder otro ser querido fue el causante de recordar el accidente de coche que años atrás me dejó huérfana.
Caminaba lo más rápido que me permitían mis piernas e intentaba concentrarme a cada paso que daba, coordinando mis movimientos para no caerme al suelo. El olor a hospital no ayudaba a que cumpliese mi labor de seguir adelante. Pues la angustia, los mareos y el malestar general me provocaban una sensación extraña; como si las paredes se estrecharan en torno a mí, enfadadas de haber aparecido demasiado tarde, de saber que algo no marchaba bien aquella mañana y haber salido ignorando el mal presentimiento que me embargó al cerrar la puerta de casa. Hubo un momento que creí desfallecer pero alguien me cogió al vuelo, sujetándome fuertemente del brazo. Alcé la vista y me encontré con los ojos de mi tío Luis. Su mirada era impenetrable, no podía imaginar lo que pensaba en aquellos momentos. ¿Estaría apenado, triste o… simplemente le era indiferente lo que le pudiera pasar?
Conseguí llegar a una gran puerta y la observé, no tenía nada de especial, se abría en los dos sentidos y se cerraba automáticamente balanceándose con rapidez hasta que poco a poco se detenía, esperando a que otra persona la volviera a abrir y su balanceo empezara de nuevo.
Mi corazón comenzó a acelerarse de forma descontrolada hasta creer que iba a entrar en taquicardia. Coloqué una mano en mi pecho intentando calmarme, pero los latidos se hacían cada vez más y más fuertes, escuchándolos dentro de mi cabeza como un tambor constante. Fue entonces, cuando me di cuenta que había dejado de respirar. Tardé unos segundos en reaccionar y, por fin, cogí una bocanada de aire aliviando la sensación de ahogo y apaciguando —un poco— mi corazón.
La puerta se volvió a abrir y apareció un hombre vestido de verde. Miró a mi tío y luego a mí. Nos explicó algo, palabras técnicas de medicina que me sonaban a chino y lo único que pude entender fueron las medias frases: «… ha tenido un ataque al corazón», «es mayor…», «despídase…»
Salvé la distancia que me separaba aún de la puerta y antes de abrirla inspiré profundamente, intentando recuperar el control.
Entré en una sala donde solo había una camilla ocupada por la persona que más quería en el mundo…, mi abuela. Estaba rodeada de tubos que le daban un aspecto, si cabía, más enfermizo. Una máquina controlaba el latir de su corazón que era irregular y lento.
Me aproximé más a ella y le sostuve la mano.
—¿Abuela? —Susurré con miedo.
Abrió los ojos y sonrió nada más verme.
Me alegré que no hubiese perdido su sonrisa dulce y cariñosa.
—Ayla, corazón, no llores —me pidió, su voz salió áspera y débil.
Se aclaró la garganta mientras yo me limpiaba los ojos con una mano. Grandes lagrimones habían empezado a aparecer bajando por mis mejillas de forma silenciosa.
—Abuela… yo… no sé, no sé qué hacer para que te pongas bien —soné como un gato al que estrangulan y casi no puede hablar.
Una leve sonrisa curvó sus labios y me miró con aquellos ojos vivos, tan verdes como los míos, enmarcados por la edad.
—Mi niña… que se ha vuelto toda una mujer —suspiró, un aire de pena le cubría la cara y mostraba una tristeza infinita—. Debo explicarte una historia muy importante que te concierne y que debes saber antes que muera.
—¿Una historia?
—Sí, pero debes saber que la historia es real, deberás creerme, es muy importante. Por favor, no pienses que son tonterías de una vieja chiflada —me pidió con una nota de desesperación—. ¿Me creerás?
Sus ojos reflejaban angustia y su rostro nerviosismo.
Me senté en el borde de la cama.
—Sí, te creeré —respondí.
Suspiró.
—Era el 16 de marzo de 1938, y estábamos en plena guerra civil —empezó—. Aún recuerdo los bombardeos por toda la ciudad, resonando en mi cabeza, el miedo en los rostros de la gente. No había lugar seguro en Barcelona, tan solo la esperanza y la fe que el refugio donde te hubieras escondido no fuera alcanzado por una bomba.
»Yo era apenas una adolescente, viviendo una época turbulenta de España. Y en aquel ataque, que comenzó sin saber por qué, me pilló en medio de la calle, sola, cuando las sirenas empezaron a sonar demasiado tarde. La gente corría desesperada, saliendo de los edificios para ir a los refugios, protegerse en los andenes del metro y esperar a que familiares y amigos llegaran también.
»Yo nunca logré alcanzar uno de esos refugios, el destino quiso protegerme…
»Las sirenas empezaron a sonar, el mensaje que debíamos ponernos a salvo comenzó a escucharse por toda la ciudad, pero las bombas empezaron a caer antes incluso de poder ubicarme para alcanzar el refugio más cercano.
Corrí y corrí, es lo único que recuerdo.
A mí alrededor más gente me seguía, mujeres con sus hijos pequeños y ancianos intentando seguir a los jóvenes. Ningún hombre podía ayudarnos pues la gran mayoría se encontraba en el frente.
Hubo un momento, entre todo aquel tumulto, que caí al suelo al verme empujada por un muchacho. Segundos después, antes de poder alzarme, viéndome pisoteada por la gente, una bomba alcanzó a los que iban por delante de mí. Me vi afectada por la honda expansiva, caí de espaldas cubriéndome el rostro y todo quedó en silencio.
Fue entonces, cuando lo vi.
Justo a mi lado, un objeto más valioso que el oro o la plata rozaba mi mano. Me incorporé levemente, la gente había desaparecido y solo los muertos me acompañaban.
Lo cogí, sin saber, en ese momento, el valor de dicho objeto.
Era una especie de prisma, de medio palmo de largura, de forma rectangular y acabado en pico. Un cordón de color marrón estaba atado en un extremo, haciéndolo ideal para poder llevarlo colgado en el cuello.
Resultará extraño que en medio de un bombardeo me concentrase en un colgante que aparentemente no presentaba ningún valor pues el material era parecido al cuarzo.
Así que mi vida pendía de un hilo, con centenares de bombas cayendo sobre mí, y yo fijándome en ese pequeño colgante. Lo único que puedo decir en mi defensa, es que ese pequeño objeto me hipnotizó; como si una fuerza invisible me empujara a cogerlo y atar los dos extremos de la cuerda alrededor de mi cuello. Fue, en ese preciso instante, cuando un viento empezó a alzarse a mí alrededor. Alborotando mis cabellos y provocando que me sintiera súbitamente mareada.
Los oídos me pitaron y perdí el conocimiento.
Gruñí antes de despertar y lentamente abrí los ojos para encontrarme tendida en un suelo mullido por flores y hierba. Tuve claro que aquello no era el suelo de Barcelona, más bien parecía el paraíso. Quizá había muerto en el ataque y estaba en el cielo.
Me incorporé lentamente, mirando boquiabierta la espléndida pradera donde me encontraba.
—Extraña aparición —sonó una voz a mi espalda.
Fue un sonido melódico, musical y varonil.
Me di la vuelta y encontré a un hombre montando un magnífico caballo de color blanco. No supe qué responder y ante mi indecisión se bajó de su montura. Di un paso atrás, no porque tuviera miedo o me pareciera hostil. Al contrario, era la persona más bella que jamás había visto; simplemente lo hice, sin saber por qué.
Alzó sus manos mostrándome que no escondía nada.
—No quiero hacerte daño —dijo.
—Dónde… ¿Dónde estoy? —Conseguí preguntar mirando alrededor.
Sonrió levemente.
—Primero, dejad que me presente —se tendió hacia delante haciéndome una reverencia—, mi nombre es Lessonar, rey de Launier, país de los elfos. Lugar ubicado al sur de Oyrun, mundo donde os encontráis. —Me quedé sin palabras, no sabía si me estaba tomando el pelo, pero el hombre se irguió y avanzó un paso—. ¿Cuál es su nombre?
—Beatriz, pero me llaman Bea —le respondí vacilante—. ¿Cómo he llegado aquí? De pronto, empezaron a bom… —me corté pues vi como me estaba haciendo un repaso de arriba abajo sin prestarme atención.
Alzó sus ojos hasta encontrar los míos, eran preciosos y de un color extraño. Parecían azules, pero al mismo tiempo tenían un tono morado que le conferían una mirada muy viva y luminosa.
—Así que no sabes cómo has llegado hasta aquí —dijo, y empezó a andar, lentamente, rodeándome para verme desde todas las perspectivas—. Llevas una ropa muy extraña —comentó sin dejar de caminar a mí alrededor. Quise seguirle, pero a la que di la primera vuelta me harté y me crucé de brazos.
—Tú tampoco llevas ropa muy normal que se diga —dije de forma indiferente.
Iba vestido en una mezcla de Robin Hood de los bosques con Peter Pan. Además de llevar una increíble espada colgada del cinturón de su pantalón.
Se detuvo y se acercó otro paso, titubeé de si alejarme un poco, no me asustaba pero sí que intimidaba.
Me intimidaba su altura, su rostro perfecto y su mirada penetrante. Me miraba serio, tal vez le ofendí, me acababa de decir que era un rey y yo le había hablado como si fuera alguien insignificante, hablándole de tú.
—¿De dónde eres? —preguntó sin mostrar enfado por mi actitud.
—De… Barcelona —respondí.
Miró alrededor y fijó su vista en un tronco caído que estaba a unos pasos de nosotros.
—Sentémonos —propuso, señalando el tronco con un movimiento de cabeza. Le seguí y nos sentamos a cierta distancia el uno del otro—. Bea, seguro que tienes muchas preguntas que hacerme.
Lo miré atentamente, no podía apartar la vista de aquel ser tan hermoso. Tenía el cabello largo hasta los hombros, dorado y liso. Lo llevaba semi-recogido, apartando de su rostro perfecto aquellos hilos de oro.
Sus labios se curvaron en el momento que le contemplaba, mostrando una sonrisa encantadora y unos dientes tan blancos como la nieve. Fue entonces, cuando me di cuenta que me había quedado embobada mirándole, y él se percató. Me armé de valor y le pregunté lo primero que se me pasó por la cabeza:
—Si eres el rey… ¿Por qué no llevas corona? —De todas las preguntas que le pude hacer fui a escoger la más estúpida, y mientras se la hacía, me sonrojé al darme cuenta de lo absurda que había sido. En respuesta, él empezó a reír y yo, muerta de vergüenza, ladeé la cabeza hacia los lados para que mi pelo me tapara el rostro, mirando al suelo fijamente sin atreverme a levantar la vista.
Paró de reírse, pero yo continué con la mirada fija en el suelo, sin atreverme a mirarle a la cara. En ese momento su mano retiró mi cabello de mi rostro y lo colocó detrás de mi oreja. Noté como el corazón empezó a latirme apresuradamente al notar el contacto de sus dedos en mi piel por el espontáneo e inesperado gesto. Tímidamente le volví a mirar y él me sonrió tocándose la cabeza al tiempo que decía:
—No acostumbro a llevar corona si no es en los actos oficiales, o tengo que recibir o tratar con gente importante. De haber sabido que te conocería hoy, me la hubiese puesto sin dudar.
—Ha sido una pregunta estúpida, lo siento. —Me disculpé—. Además, no soy alguien importante —añadí.
—Creo, jovencita, que eres la persona más importante de Oyrun.
Le miré sin comprender.
—No he podido evitar fijarme en el colgante que llevas —lo señaló con la mano pero sin llegarlo a tocar—. Nadie lo ha visto jamás, pero creo que podría tratarse del colgante de los cuatro elementos.
—¿El colgante de los cuatro elementos? —Pregunté, y él asintió.
—Oyrun lleva siglos esperando a que la profecía que se dictó hace quinientos años se cumpla. En ella se explica que un salvador, venido de un mundo muy diferente del nuestro, traerá el equilibrio entre las fuerzas del bien y el mal. Llevará consigo un colgante con el que podrá controlar los cuatro elementos: agua, tierra, viento y fuego. Y tú, eres esa persona. —Dijo muy convencido—. Acabas de venir de otro mundo. Barcelona, has dicho. Levas el colgante de los cuatro elementos y tus ropas, la forma cómo te comportas y actúas, no son propios de las chicas de estas tierras.
Me quedé sin palabras, y él dejó que analizase lo que me acababa de explicar.
—No puede ser, no puedo estar en otro mundo —dije levantándome—. Y tú no puedes ser elfo, los elfos solo existen en los cuentos.
Lessonar se levantó y me intimidó nuevamente, era bastante alto, debía medir más de metro ochenta.
—Soy elfo —dijo y me señaló con la mano sus orejas, entonces me di cuenta que las tenía acabadas en punta, tenía unas orejas picudas—. No es que quiera o sea vanidoso, pero a los de mi raza se nos atribuye una gran belleza y la característica fundamental son nuestras orejas picudas.
—Yo solo lo he encontrado por casualidad —le contesté llevándome una mano al colgante—. Cualquiera podría haberlo hecho.
—Cuando cogiste el colgante brilló, ¿verdad? —Me preguntó, serio.
—No, no ha brillado en ningún momento.
Se quedó pensativo y frunció el ceño, extrañado.
—¿Tampoco cuando viajaste a este mundo?
—No, solo se levantó un fuerte viento, eso es todo.
Lessonar se frotó el mentón con la mano, pensativo, y luego me miró.
—No lo sé, tal vez me he equivocado. El colgante te ha traído a este mundo pero no ha brillado. Se dice que el colgante de los cuatro elementos brillará cuando haya escogido a aquel que vaya a salvar a nuestro mundo.
Suspiré, aliviada que no fuera la elegida, pero el rostro de Lessonar cambió. La decepción cubrió su semblante y me miró de reojo. Sus ojos mostraban tristeza y un profundo dolor.
—¿Te encuentras bien? —Le pregunté, preocupada, y él me miró.
—Sí —sacudió la cabeza como intentando evitar pensar en lo que pudiese estar pensando—, es solo que hubieses sido la esperanza para muchos, no sabes cómo de importante podrías haber sido si hubieses resultado ser la elegida. El mal cada día va cogiendo más fuerza y la esperanza se debilita entre las razas de nuestro mundo. Mi propio reino hace poco tuvo una gran pérdida, de la que mi familia se está recuperando aún.
—¿Qué tipo de pérdida? —Me aventuré a preguntar.
—Perdí a mi… —cerró los ojos por unos segundos y luego los volvió a abrir—. No importa.
—Mi país también está en guerra —comenté—. Perdí a mi padre hace un año, sé lo que se siente. Mi madre y yo hacemos todo lo posible para salir adelante, pero apenas podemos comprar algo de comer… —sacudí la cabeza—. Lo siento, no quiero aburrirte con mis problemas.
—No —dijo enseguida—, siempre es duro pasar una guerra y es reconfortante poder hablar con alguien que comprenda, un poco, por lo que se está pasando.
—Siento no ser esa elegida que necesita tu mundo —añadí—. Aunque para serte sincera me alegro de no serlo, no soy precisamente una guerrera.
En ese momento relinchó el caballo de Lessonar, que se había quedado pastando a nuestro lado. Me acerqué al animal y le acaricié la frente.
—Es un caballo muy bonito —comenté.
Dejó entrever una pequeña sonrisa y se acercó también, acariciándole el lomo.
—Se llama Brunel, ¿sabes montar? —Me preguntó y negué enseguida con la cabeza.
Hubo un momento de silencio entre los dos, y miré a Lessonar de soslayo. Luego, dirigí mi atención al colgante que colgaba aún de mi cuello.
—Entonces si el colgante hubiese brillado…
—El colgante debe brillar cuando escoja al elegido —me interrumpió, mirándome directamente a los ojos y dejando a Brunel—. Deberá ser alguien fuerte, valiente y capaz de enfrentarse a las fuerzas del mal. —Su mirada provocó que se me enturbiara la mente, era extremadamente guapo—. Bea, por si acaso, no llevaría a la vista ese colgante, puede ser peligroso, y…
Un viento volvió a alzarse a mí alrededor de forma inesperada. Lessonar intentó sujetarme, pero perdí el conocimiento cayendo al suelo.
Me desperté, aturdida, tendida en el asfalto. Volvía a estar en Barcelona, pero la gente caminaba tranquilamente por las calles, las bombas ya no caían. En cuanto llegué a casa mi madre lloró al verme y fue entonces cuando me enteré que había pasado una semana desde el ataque. Comprendí que lo vivido en Oyrun no resultó ser un sueño, sino algo real…
Mi Abuela empezó a toser de forma descontrolada, su rostro empezó a ponerse rojo a causa del esfuerzo y se irguió hacia delante intentando sentarse en la cama.
—¡Ayuda! —Grité enseguida, pero mi abuela hizo un gesto con la mano indicándome que pronto pararía.
Llegó un enfermero.
—Debería marcharse —me aconsejó—, no es conveniente que se altere. Debe reposar.
—¡No! —Le gritó mi abuela, mirándole fijamente—. No he acabado, ¡debo explicarle la parte más importante!
Se recostó más calmada en la cama, y suspiró. El enfermero me miró, alucinado todavía por el carácter tan fuerte de mi abuela, dio la sensación que por un momento había recuperado todas sus fuerzas.
—Está bien —dijo el enfermero—, pero no debe esforzarse. Si tiene otro ataque de tos la visita habrá acabado.
Asentí con la cabeza y el enfermero se marchó a alguna parte.
—Bien, continuemos —dijo—. Unos cuantos…
—Abuela, de verdad, —la interrumpí—, te he dicho que te creería pero esta historia parece sacada de un libro de fantasía, no puedes pretender que me la crea.
Me lanzó una mirada fulminante, de aquellas que conocía tan bien. No estaba de broma, lo que decía lo creía de verdad y me pregunté si sería por el efecto de los fármacos y desvariaba sin saberlo.
—Me has dicho que me creerías, y lo que te digo es tan cierto como que dentro de poco voy a morir.
—No digas eso —le dije enfadada y sonrió. Me volví a sentar en el borde de la cama, resignada a saber como acabaría su historia. Por lo menos, era distraída y había conseguido que olvidase que estaba en un hospital.
—Unos cuantos años después…
«… me casé con tu abuelo, que, aunque no era tan guapo como el rey Lessonar tenía buena planta. Confieso que durante algún tiempo no pude parar de pensar en el elfo; en mis recuerdos lo veía como un ángel insoportablemente guapo, encantador y galán. Y en más de una ocasión rogué al colgante que me llevara a su mundo, pero no hubo respuesta alguna hasta que, muchos años después, tú, mi única nieta, viniste un día a mi casa cuando tus padres aún vivían. Debías tener cuatro o cinco años, e ibas a pasar aquel fin de semana conmigo, mientras tus padres se iban de viaje a uno de esos hoteles perdidos por la montaña. Eras muy traviesa de niña y te encantaba explorar todos los rincones de mi casa, eso te llevó a encontrar la caja que guardaba en el fondo del armario de mi habitación, abajo de todo.
En aquella caja era donde escondía el colgante y tú la abriste.
—¡Abuela! ¡Abuela! —Gritaste, corriendo hacia mí con un objeto que brillaba en tus manos—. Mira lo que he encontrado, ¡un tesoro!
Me enseñaste el colgante entre tus pequeñas manos, brillaba con fuerza. Su luz era potente, clara y nítida.
—Es muy bonito y brilla mucho —dijiste sonriente.
En el momento que cogí el colgante la luz se apagó y cuando lo volviste a coger se volvió a iluminar. Eso te produjo una risa feliz y alegre, e hiciste que lo cogiera más de una vez para ver como brillaba y dejaba de brillar.
Me preocupé, me di cuenta que tú eras la auténtica elegida, aquella que había nombrado el rey Lessonar.
Siendo la elegida deberás enfrentarte al mal, no sé a que tipo de mal porque no pude estar mucho tiempo en Oyrun para que me lo explicara claramente, pero por su expresión y la importancia que le daba no será fácil, y deberás ser fuerte. El colgante…»
Otro ataque de tos, esta vez acompañado por el pitido de alarma de la máquina que controlaba el ritmo de su corazón, hizo que el enfermero volviera a entrar de inmediato.
—Debe salir de aquí —me ordenó, al tiempo que entraban dos enfermeras más.
—Ayla —me llamó mi abuela—, el colgante… el colgante… está en el armario, en el mismo lugar.
En ese momento entró un doctor. La máquina no dejaba de pitar ocasionando un estado de estrés y nerviosismo que hacía que médicos y enfermeras trabajaran con más rapidez.
—Ayla —me llamaba mi abuela—, debes coger el colgante, eres…
—Que alguien se lleve a la chica de aquí —ordenó el doctor.
Estaba aferrada a los pies de la cama, llorando desesperada, viendo como mi abuela moría sin poder hacer absolutamente nada por salvarla.
Alguien me sujetó por los hombros, pero me resistí a marcharme de allí. No podía abandonarla y luché contra el enfermero fervientemente al ver que me arrastraba con un fuerte abrazo, y me sacaba de la sala de cuidados intensivos.
—¡Eres la elegida! —Escuché gritar a mi abuela. Quise volver a su lado, pero otro enfermero ayudó al que me sujetaba y juntos me llevaron a la sala de espera.
Me dejé caer de rodillas en el suelo, sin fuerzas, mareada y temblando de pies a cabeza.
—No, no, por favor, no —dije en voz baja sin dejar de llorar.
Alguien vino a mí y me ayudó a alzar, guiándome a un banco donde poder sentarme.
—Ahora vivirás con nosotros —dijo una voz. Alcé la vista y vi el rostro de mi tío, imperturbable, sin ninguna lágrima en los ojos.
Era su madre la que se estaba muriendo y parecía no afectarle. Durante años había establecido el mínimo contacto con nosotras, nulo por así decirlo, y las pocas veces que le había visto, su mujer, es decir, mi tía Mónica, criticaba a mi abuela diciendo que me tenía muy consentida.
Me retiré de él deslizándome de forma sutil al asiento de al lado, bajé la cabeza y me cubrí el rostro con las manos, en un vano intento por ocultar mis lágrimas.
—Ya estás tardando. Date prisa. —Me apremió Mónica. Su enfado se podía respirar en el ambiente y las ganas de irse del piso de mi abuela eran evidentes—. ¿Ahora te pones a llorar? —Preguntó. Pasé una mano por mis ojos y comprobé que estaban anegados en lágrimas, no me di cuenta—. Acaba de recoger tus cosas y larguémonos de una vez.
Apreté con fuerza mis puños conteniendo mi rabia hacia ella, se dio cuenta de mi mirada desafiante y me devolvió una envenenada. Para ella, yo, no era más que un parásito al que aplastar mientras tuviese que vivir en su casa. Once meses, ese era el tiempo de condena que se había fijado hasta que cumpliera los dieciocho años. Podría volver al piso de mi abuela y vivir durante un tiempo con el dinero ahorrado que había heredado y así seguir estudiando.
—¿Estás o no? —Preguntó exasperada.
—Solo me queda una cosa por recoger —le contesté sin ganas. Cerré el cajón que estaba vaciando de un golpe y me alcé, mirándola directamente a los ojos—. ¿Me dejas pasar o nos quedamos todo el día mirándonos fijamente? —Se hizo a un lado con lentitud y dejó la puerta libre para que pasara.
Era más alta que ella y eso ayudaba a la hora de imponer un poco de respeto.
—Maleducada —escuché que susurraba en voz baja.
—Bruja —le contesté en un tono lo suficientemente alto para que me oyera.
Encontré a mi tío en la habitación de mi abuela agarrando el marco de una foto donde aparecíamos mi abuela y yo, abrazadas. Al verme me lo tendió.
—No te lo olvides —se limitó a decir, luego se marchó.
Quedé un poco confundida, por un momento me pareció ver una nota de dolor en su rostro, pero rápidamente pasó a la máscara imperturbable donde no mostraba ningún tipo de estado emocional, era como si todo le diese igual y ni la alegría ni la pena cambiaran sus facciones. Suspiré y dirigí mi atención al gran armario que había en la habitación. Era antiguo, grande y robusto, el típico armario que uno puede encontrar en los pisos de los abuelos y que tiene más años que uno mismo. Abrí las dos grandes puertas; diversos vestidos, pantalones, faldas y blusas estaban distribuidos de forma ordenada colgados en perchas o dispuestos en pequeños estantes. El olor a mi abuela aún estaba presente y sonreí al ver la pastilla de jabón que siempre ponía en cada armario para dejar un aroma agradable en la ropa. Me arrodillé y rebusqué entre las cajas de zapatos que tenía guardadas abajo del todo. Ninguna de ellas contenía un colgante mágico ni nada por el estilo.
Iba a levantarme del suelo cuando vi una sábana que cubría algo de tamaño pequeño. La retiré y me encontré con una caja de madera.
Respiré hondo y la abrí. Un precioso colgante, exactamente igual al que me describió mi abuela, se escondía en aquella caja de madera. Lo cogí sin vacilar y, de pronto, empezó a brillar en la palma de mi mano.
Me asusté sin saber por qué, y lo dejé nuevamente donde estaba, cerrando la caja.
No puede ser, me dije a mí misma, No puedo ser la elegida. Soy patosa, torpe e insignificante. Una simple estudiante de primero de bachillerato.
Intenté calmarme, primero me había desilusionado por no encontrarlo y ahora que lo tenía enfrente me daba miedo. No era una persona fuerte, ni valiente, y mucho menos audaz como se suponía que debía ser la elegida.
Me froté las sienes intentando organizar mis pensamientos. Volví a abrir la caja y cogí nuevamente el colgante. Lo contemplé durante unos segundos, ensimismada.
—¿Estás? —Apareció mi tía de repente y sin tiempo a saber qué hacer me llevé el colgante al bolsillo de mi chaqueta.
—Sí, estoy —le contesté, todavía aturdida.
Antes de salir de la habitación miré el colgante una vez más sin sacarlo del bolsillo, dejó de brillar y suspiré.
—¿Qué te han dicho tus tíos? ¿Te dejaran venir este verano? —Me preguntó Esther, mi mejor amiga.
—No lo creo. —Contesté con rabia—. Mi tía dice que he estado consentida durante demasiado tiempo y que debo ponerme a trabajar este verano.
—Llevas dos meses con ellos y no te han dejado salir ni un fin de semana. Debe de ser horrible —comentó para sí misma.
—No sabes hasta qué punto —dije resignada—. Pero sabes, aún no he desistido de convencer a mi tía para que me deje pasar este verano en el apartamento de tu familia. Serían tres meses que me quitaría de encima y la condena sería más llevadera.
—Condena —dijo como si le hiciera gracia ese término. La miré de refilón, era mi mejor amiga pero a veces era algo extrovertida e impulsiva. Sus ojos marrones resaltaban con su melena oscura, casi negra—. Mi madre se ha ofrecido a hablar con tus tíos, puede que logre convencerlos. Es psiquiatra y llevas desde pequeña viniendo con nosotros al apartamento de Blanes, dice que te iría bien no cambiar ese hecho. Con un poco de suerte les convence.
Asentí con la cabeza y llegamos al instituto. Eran los exámenes finales y entramos sin demora en nuestra aula con los resúmenes preparados para poder dar un último repaso. Dos meses de cautiverio en casa de mis tíos me habían dado la oportunidad de estudiar muchas más horas de las que normalmente hubiese aplicado.
Sentada en mi pupitre acabé de repasar por segunda vez los resúmenes de Biología; me los sabía al dedillo y estaba aburrida. Miré el reloj que había colgado en una pared y resoplé al ver que aún quedaban diez minutos de espera para que empezaran los exámenes.
—Esther —la llamé, pero no me escuchó. Estaba sentada delante de mí concentrada en estudiar—. ¡Esther! —Me alcé y le di unos golpecitos en la espalda para que me prestara atención.
Se volvió por fin.
—¿Qué?
—¿Cómo está David?
Sonrió, David era su novio.
—Perfectamente, ayer me ayudó a estudiar un poco. Preguntó por ti. Tiene ganas de verte, dice que echa de menos a su vecina favorita.
El profesor entró en el aula en ese instante, cargando un pesado sobre con los exámenes dentro.
—Buena suerte —le deseé.
Nos repartieron el examen y empecé a responder las preguntas con tranquilidad, segura de mí misma. Esther se levantó antes que acabara la hora establecida y entregó el examen al profesor. Al pasar junto a mi mesa me guiñó un ojo, eso significaba que le había ido bien.
Recogió su mochila y abandonó el aula.
Solo me quedaba la última pregunta cuando, de repente, una luz sobresalió de uno de los bolsillos de mi mochila. Justo donde tenía guardado el colgante de los cuatro elementos.
Empecé a ponerme nerviosa y miré a izquierda y derecha comprobando si algún compañero se había percatado de la situación, pero, por suerte, todos estaban concentrados en hacer el examen.
Me puse en pie de un salto, como si algo me hubiera obligado a ello.
El profesor levantó la vista del libro que estaba leyendo y me observó, esperando que le entregara el examen. Me froté las sienes sin moverme de mi sitio, sentía un zumbido en la cabeza, seguido de una sensación extraña, como si una fuerza invisible me alertara que debía salir cuanto antes de aquel lugar.
—¿Te encuentras bien? —Me preguntó el profesor.
Asentí una vez, pero no era verdad.
Al fin mis piernas empezaron a moverse y llegué junto al profesor dejando el examen encima de su mesa. Luego salí a toda prisa con la mochila cargada a un hombro. Al cerrar la puerta del aula y volverme, me encontré a Esther de frente.
—¿Qué tal te ha ido? —Me preguntó.
—Bie… bien —balbuceé y la rodeé para seguir adelante.
—¿A dónde vas? Creí que repasaríamos juntas el examen de catalán —me recordó. Me giré y la miré.
—Voy… al lavabo —me inventé. Miré el reloj que llevaba en mi muñeca—. Diez minutos y estoy de vuelta.
—Vale.
La luz del fragmento se hacía cada vez más fuerte.
Intenté acelerar el paso, pero los pasillos del instituto estaban abarrotados de estudiantes que debía esquivar para seguir adelante. Cuando casi estuve al borde de un ataque de nervios logré alcanzar los baños y me metí dentro de uno de los lavabos, colándome de una fila de cinco chicas que estaban esperando.
Se enfadaron sonoramente.
—¡Eh! ¡Lista! Sal de ahí dentro y ponte a la cola —ordenó una, dando un golpe en la puerta.
—Es… una emergencia —dije al tiempo que sacaba el colgante del bolsillo de mi mochila. Brillaba cada vez más. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué quería decirme el colgante? Desde fuera continuaban las quejas por mi morro al colarme, pero las ignoré por completo.
El colgante brillaba y empezó a transmitirme una especie de energía por todo el cuerpo. Aquel objeto tenía vida, pues notaba los latidos de un corazón —que no era el mío— salir del colgante. Sin saber qué hacer, actué sin pensar. Até el cordón que sujetaba el colgante alrededor de mi cuello, poniéndome por primera vez el colgante de los cuatro elementos.
Un viento se levantó a mí alrededor en el mismo momento que acabé de atar el nudo. Me protegí la cara con los brazos en un intento de entrever qué ocurría. Todo era blanco, de una forma cegadora.
Las paredes empezaron a dar vueltas a mí alrededor y las quejas de las compañeras se hicieron lejanas. Finalmente, caí al suelo y perdí el conocimiento.
EL ELFO
Percibí un aroma dulce y agradable antes de despertar. Cuando lo hice, me vi envuelta por una inmensa pradera, donde flores de todos los colores estaban repartidas por una vasta extensión de terreno. Sentada en el suelo, no daba crédito a lo que vieron mis ojos, ¿dónde estaba? ¿En Oyrun? Me pellizqué un brazo para saber si estaba soñando.
Dolió.
Me levanté, consciente que aquello no era la Tierra, y me sacudí el trasero con una mano para quitarme los trozos de hierba y flores que se me habían pegado en los pantalones. Luego cogí mi mochila, me la cargué a la espalda, y busqué alguna persona que se pudiese encontrar por los alrededores. No vi a nadie.
—¡Hola! —Grité, solo por si acaso. A simple vista estaba sola, pero quizá podía haber alguien cerca que me escuchara y viniese en mi ayuda. Esperé apenas un minuto y vi que aquello no llevaba a ninguna parte, así que empecé a caminar dirección a una cordillera de árboles que había a unos quinientos metros de mi posición y que rodeaban la pradera en toda su extensión. Con un poco de suerte encontraría algún camino o sendero que me llevara a algún poblado o ciudad.
A medida que avanzaba, los árboles, que al principio me resultaron normales, parecían crecer a cada paso que daba como auténticos gigantes. Al llegar a ellos me detuve, contemplándolos, estaba justo en el límite que separaba un gran bosque de una bonita pradera. Miré hacia atrás una vez, suspiré, y avancé con decisión. Minutos después, me di cuenta que adentrarse en un bosque sin saber qué dirección tomar no era muy buena idea. El suelo del bosque era bastante oscuro y los rayos del sol luchaban contra las ramas de los árboles para poder dar un poco de luz. Aquellos gigantes se retorcían sobre sí mismos dando formas extrañas que recordaban a viejos obesos, mujeres esbeltas o simplemente mostraban una encrucijada entre sus ramas que era difícil pasar por alto. Acaricié el tronco de un árbol y este produjo una especie de sonido gutural.
Me retiré enseguida, y observé el resto de árboles que me rodeaban; parecía que hablaran entre ellos, incluso que se movieran de forma casi imperceptible anunciando mi llegada. Me asusté, he de admitirlo. Y noté como el corazón se disparaba dentro de mi pecho latiendo con más fuerza.
Suspiré profundamente, primero una vez, luego otra y finalmente otra.
Me calmé.
Mientras caminaba perdida, pues ya no sabía regresar a la pradera, empecé a preocuparme más seriamente del estado en que me encontraba. Los árboles, parecían no desistir en chivar cada uno de mis movimientos. Incluso cuando me veía obligada a descender por alguna variante del terreno y apoyarme en las enormes raíces que sobresalían del suelo o, simplemente, sujetarme a alguna de sus ramas que caían hasta la base del bosque, un nuevo ruido retumbaba haciendo que cada vez me pusiese más nerviosa. El suelo, lleno de hojarasca mojada a causa de la humedad, hacía difícil caminar sin resbalar; en consecuencia, y con antecedentes de torpeza por mi parte, acabé varias veces cayendo de culo al suelo, arañándome las palmas de las manos al intentar parar los golpes.
Horas más tarde de haber entrado en aquel bosque, la escasa luz del lugar desapareció por completo al llegar la noche.
No veía, no podía dar dos pasos que tropezaba con alguna raíz o piedra. Empecé asustarme, a sufrir un ataque de pánico que intenté controlar por todos los medios.
Me caí por quinta vez al tropezar con una piedra, haciéndome más arañazos en manos, brazos y, ahora, también piernas. Di un golpe con el puño en el suelo, enfadada por ser tan patosa y, entonces, escuché las voces de alguien a lo lejos. Me alcé nuevamente y entrecerré los ojos para intentar enfocar entre toda aquella oscuridad. Caminé a trompicones siguiendo el curso de aquellas conversaciones y vi, por fin, una luz que rompía la noche. Era una hoguera, y las voces se hicieron cada vez más claras, pero resultaron ser un tanto desagradables, roncas y ásperas. Daba la sensación que estaban discutiendo.
Me aproximé de la manera más silenciosa que pude y me escondí entre la maleza del bosque para escuchar de qué hablaban aquellas personas. Retiré un poco las ramas para poder observar y vi a cinco hombres alrededor de una hoguera que se estaban peleando por algún motivo.
—¡Tú! —Gritó uno de ellos cogiendo a otro del cuello—. ¿Quién te crees que eres para comer lo que hemos cazado?
El otro hombre hizo que le soltara alzando los brazos.
—Tú no has cazado estas ratas de campo así que ¡cierra el pico! —Le contestó.
En cuanto dijo lo de las ratas de campo me fijé en lo que llevaba en la mano. Era una especie de rata despellejada que blandía delante de la cara del primero. Resultó repugnante.
Ninguno de los dos se tranquilizó, así que empezó una pelea a puñetazo limpio hasta que un tercero, que se encontraba sentado de espaldas a mí, los separó agarrándolos del pescuezo.
—¡Parad los dos! —Les ordenó, chillándoles, mientras los mantenía sujetos—. No olvidéis a lo que hemos venido.
Los soltó bruscamente, y les dio la espalda para volver a su sitio. Fue, entonces, cuando pude ver su cara con el reflejo de la luz del fuego. ¡Era espantoso!, tenía el pelo de estropajo, largo hasta los hombros. Y los ojos eran pequeños, pero lo peor de todo fue que no parecía humano, ya que en vez de nariz tenía morro de cerdo y colmillos de jabalí. Era increíblemente alto, de casi dos metros, y de cuerpo fornido. El torso lo llevaba al descubierto, con varias cicatrices que le atravesaban de punta a punta todo el tórax. Vestía unos pantalones cortos y raídos, y un cinturón donde le colgaba un hacha oxidada y dos cuchillos alargados. Iba descalzo. Se asemejaba más a un animal con el cuerpo de un hombre.
Estaba tan asombrada de ver aquellos seres que contuve la respiración más tiempo del debidamente necesario, empecé a marearme y un sudor frío cayó por mi frente. Al fin, logré respirar una bocanada de aire y la sensación de desmayo se calmó, un poco.
Continuaban peleándose y yo debía huir, pero mis músculos estaban paralizados a causa del miedo y no respondían al instinto de salir corriendo sin más demora. A cuatro patas estrujé la tierra del bosque, que estaba húmeda y fría. Cerré los ojos, inspirando profundamente, tranquilizándome. Empecé a retroceder lentamente, intentando hacer el mínimo ruido, pero, entonces, pisé una rama que crujió al partirse. Me detuve, asustada, esperando que alguno de aquellos monstruos se levantara para acecharme, pero resultó que estaban más concentrados en la pelea que en los sonidos del bosque.
Suspiré aliviada.
Volví a retroceder y entonces…
—¡La tengo! —Uno de ellos, que no había visto y que se había colocado a mi espalda, me cogió del pelo y me alzó con tanta fuerza que creí que me arrancaría la cabeza.
Grité asustada.
—¡Suéltame! —Me defendí, dándole puñetazos en el pecho con una mano mientras que con la otra trataba que me soltara del cabello.
—Por fin tendremos algo bueno que cenar esta noche.
—¡Genial, Ral! —El que le felicitaba era uno de los que se había peleado por las ratas de campo.
—Tráela aquí —ordenó el que los había separado.
—Sí, jefe —seguía cogiéndome por los pelos y me arrastró hacia el jefe tirándome a sus pies.
Les miré, temblando de pies a cabeza, mientras estaba de rodillas en el suelo a punto de echarme a llorar. Todos ellos tenían el mismo aspecto robusto y poco agraciado, pero tan solo el jefe tenía una cara con morro de cerdo, los demás parecían deformes, con orejas extremadamente grandes y puntiagudas, narices pequeñas o por lo contrario grandes. No seguían un patrón definido, pero eran de la misma especie.
—Levántate, —me ordenó el jefe mientras los otros no dejaban de reírse y mirarme—. ¡Que te levantes te digo! —Me cogió de un brazo y me puso en pie de un salto.
Intenté que me soltara pero hizo aun más fuerza, presionando considerablemente su mano contra mi brazo. Gemí de dolor y eso le produjo satisfacción, pude verlo en su sonrisa maliciosa y en sus ojos rojos con sed de sangre.
Me sujetó del mentón con la mano que le quedaba libre y me estuvo mirando durante un largo minuto. Su aliento impactaba contra mi rostro. Fue realmente repugnante, olía a huevos podridos y sus dientes eran negros con restos de carne en sus encías.
—Camaradas, tenemos dos opciones: una, vendemos a esta humana y sacamos un buen pellizco para todos; o dos, hacernos un festín esta noche con su carne, como hace tiempo que no tenemos.
—Yo voto por comérnosla ahora mismo —dijo enseguida uno.
—¡Comida! —Gritó Ral.
—¡A cenar! —Dijo un tercero.
—Su aroma es demasiado irresistible —dijo el cuarto.
—Decidido —sentenció el jefe.
Me soltó del brazo y la barbilla, y eché a correr, no iba a esperar a que me comieran, pero dos de ellos me cortaron el paso y retrocedí asustada. Me habían rodeado y se aproximaban a mí lentamente jugando con su presa. Evalué la situación y la única alternativa que vi era lanzarme de forma kamikace por el hueco que dejaban entre monstruo y monstruo. Me abalancé sobre dos de ellos pero no llegué muy lejos. El jefe me cogió y propinándome un manotazo en toda la cara me tiró al suelo.
Escuché sus risas mientras estuve tendida, aturdida y mareada. Notando aun el golpe en mi mejilla y el latir de mi corazón zumbando en mi cabeza.
¿Por qué no podía ser como en la historia de mi abuela? ¿Dónde estaba ese caballero andante, de cabellos dorados?
Muerto, pensé, han pasado más de setenta años. Debe haber muerto como mi abuela.
El jefe sacó el hacha que llevaba colgando de su cinturón y la alzó para rebanarme la cabeza. Cerré los ojos y me cubrí la cabeza con ambas manos esperando que la muerte me llegara, deseando que fuera rápida e indolora.
Nada de eso ocurrió, al contrario, aún con los ojos cerrados, escuché un silbido seco cortando el aire y a mi ejecutor gemir de dolor. Miré con miedo al monstruo; una flecha le atravesaba el corazón a la vez que escupía sangre por la boca. Le miré asustada, temblando, sin saber qué ocurría.
Volvió a gemir y cayó al suelo, muerto.
Los otros cuatro, sacaron sus hachas y cuchillos preparados para luchar contra alguien que aún no se había dado a conocer.
Miré alrededor buscando a mi salvador, y apareció de la nada, pasando justo a mi lado.
Era un joven de cabellos dorados y largos hasta el hombro, que se movía con una gracia y destreza parecida a un felino que va a por su presa. Iba armado con un arco, y disparó una flecha contra uno de los monstruos dándole en el cuello y matándolo en el acto. Luego desenvainó una espada, de hoja fina y alargada, y arremetió contra el que se llamaba Ral. Le propinó un profundo corte en el tórax matándole en apenas dos segundos.
Sin tiempo que perder dio una vuelta sobre sí mismo para arremeter contra el siguiente que alzaba el hacha contra él; el chico la detuvo con su espada y acto seguido la clavó en el estómago del monstruo.
Ya solo quedaba uno por matar, pero, entonces, apareció en escena un segundo chico de cabellos castaños que atacó al último monstruo blandiendo una espada. Lo eliminó en un abrir y cerrar de ojos, tan rápido que de haber pestañeado me lo hubiera perdido.
Aún de rodillas, mirando embobada aquellos dos hombres, no acababa de creer lo sucedido. Todo ocurrió tan deprisa, y esos chicos se movieron con una gracia y soltura que parecía cosa de niños acabar con aquellos engendros.
El chico de cabellos dorados me lanzó una mirada fulminante. Fue entonces, cuando comprendí que me había dejado para el final.
Empezó a caminar y en cuatro zancadas se plantó enfrente de mí.
Le miré temerosa, me daba miedo hasta de respirar. No obstante, no aparté en ningún momento mis ojos de los suyos. Era algo imposible de hacer con aquel color tan llamativo, tan único, tan hermoso. Su mirada recordaba a dos joyas de un color líquido donde se mezclaba el azul oscuro con un reflejo morado.
Sus ojos danzaron durante unos breves segundos observándome atentamente; se fijó en mis manos y en la mochila que había junto a mí; luego nuestras miradas se encontraron y ya no pudo apartar sus ojos de los míos. Noté como contuvo el aliento, y su cara pasó de la seriedad absoluta al desconcierto manifiesto. Me di cuenta en ese momento que sus orejas eran picudas, no era una persona corriente, ¡era un elfo! Y me pregunté si aquel podría ser el elfo llamado Lessonar que encontró mi abuela muchos años atrás.
—Habla —me ordenó. Su tono era duro, pero su voz fue musical y bella como un dulce repiqueteo de campanillas—. ¿Por qué ha entrado una simple humana como tú en el territorio de los elfos? ¿Eres una espía?
Intenté controlar mis temblores, por lo menos no iba a matarme en el acto; dejaría que me explicara. Aunque había alzado su espada de forma amenazante.
—Aparecí en este mundo de repente, en una pradera. El colgante que llevo me trajo hasta aquí —se lo mostré sacándolo del interior de mi camisa—. Mi abuela me explicó que era el colgante de los cuatro elementos. Ella también vino a este mundo hace muchos años y se encontró con un elfo llamado Lessonar. Lo único que pudo explicarle era que el colgante brillaría cuando la elegida lo cogiera. Yo…, yo lo cogí, y brilló. Y ahora estoy aquí y no sé que hacer, ni a donde ir —su brazo continuaba en alto con la punta de la espada apuntándome, preparado para matarme.
Le miré, esperando que la bajara, pero no se movió.
—No me hagas daño, por favor —rogué.
No hubo respuesta, continuó con la misma pose hostil y amenazante.
El corazón empezó nuevamente a acelerarse. Se movió levemente y el instinto hizo que empezara a correr para salvar la vida. No llegué lejos, tropecé con una piedra —muy típico en mí— al tiempo que el elfo se abalanzaba sobre mí.
—Por favor, por favor, no me mates —supliqué desesperada, creyendo que me mataría, ahora sí, en el acto.
Me dio la vuelta, estaba muy asustada y su rostro se hizo borroso a causa de las lágrimas que empezaban a inundar mis ojos. Me agarró por las muñecas, ya no tenía la espada así que supuse que la habría tirado al suelo para atraparme.
—Quieta —me ordenó—. No te voy a matar.
—De momento —dijo el otro elfo que se había colocado a nuestro lado. El que me retenía le echó una mirada, molesto, y volvió a clavar sus ojos en mí.
—Deja que me marche —le pedí.
—¿Adónde irías? —Me preguntó.
—No lo sé,… a alguna parte —respondí nerviosa.
—Deja que te ayude, a Creuzos, el país oscuro —dijo el elfo moreno con tono déspota.
—¿El país oscuro?
—Raiben, calla —le ordenó el que me sujetaba—. ¿Cómo se llama tu abuela?
—Se llamaba Bea —incluso en esa situación no pude evitar que se me subieran los colores al tener su rostro tan cerca del mío. Era verdaderamente atractivo y su proximidad me puso más nerviosa que el hecho de poder estar en peligro.
—Te voy a soltar y tú te portarás bien y no huirás. ¿Entendido?
Asentí con la cabeza y me soltó de las muñecas retirándose de mí lentamente. Me senté sin saber qué hacer y miré a los dos elfos alternativamente. El moreno me miraba con dureza y el rubio con cierta curiosidad y asombro.
Dejé escapar el aire de mis pulmones de forma pausada, intentando calmarme. Me limpié las lágrimas con una mano intentando no parecer una llorica, pero de nada sirvió, pues nuevas lágrimas sustituyeron a las primeras.
—El colgante, —lo señaló con la cabeza, y lo sujeté con una mano sin apartar la mirada del rubiales— dices que brilló…
—No puede ser la elegida —le cortó el moreno. Me miraba con incredulidad, no se creía lo que les había explicado—, es un elegido el que vendrá a nuestro mundo, un guerrero fuerte, valiente y audaz, y esta chica no ha podido con cinco miserables orcos. Es una simple humana sin ninguna habilidad. Miente, seguro que es una espía, deberíamos…
—Raiben, —le cortó su compañero y le lanzó una mirada de advertencia; parecía que era el capitán y mandaba sobre el tal Raiben. Se levantó del suelo y le puso una mano en el hombro como si comprendiera su actitud hacia mí—, todo lo que dice encaja y la profecía no dice que tenga que ser un varón.
—¿La creerás, así, sin más? —Le preguntó indignado retirándose levemente para que le soltara del hombro.
—La llevaré ante el rey y él decidirá si es cierto lo que dice —le contestó de forma determinante. Me miró pensativo—. ¿Cómo te llamas? —Me preguntó al fin.
—Ayla.
—Mi nombre es Laranar —se presentó—, te llevaré ante el rey Lessonar para que decida si eres una espía o no —se volvió hacia Raiben—. Tú ves con los demás y encargaos del resto de orcos que pueda haber por la zona.
Raiben asintió y me dedicó una última mirada fulminante antes de marcharse.
Continué sentada en el suelo mientras Laranar me miraba pensativo. Agaché la vista, avergonzada, sin saber qué hacer.
—Puedes levantarte —me ofreció su mano y le miré vacilante—. Vamos —insistió. Acepté su ayuda y con una fuerza asombrosa me levantó del suelo. Una vez en pie creí que me soltaría, pero se limitó a acariciar y observar la palma de mi mano—. Te llevaré a unas cuevas que hay cerca de aquí, pasaremos la noche y curaré las heridas de tus manos —alzó la vista y nos miramos a los ojos durante unos segundos. Volvió mi mano y la besó como hacían los caballeros en las películas sin apartar sus ojos de los míos.
Sus labios al rozar mi piel fue como una llamarada de fuego que hizo estremecer cada parte de mi cuerpo. Fue la mejor experiencia de mi vida que había tenido hasta el momento. Me soltó y empezó a caminar hacia la hoguera de los orcos, apagó el fuego y recogió mi mochila.
—Yo la llevaré —dijo llevándosela a un hombro, luego cogió su espada del suelo y la envainó—, sígueme.
Empecé a caminar detrás de él, pero pronto me rezagué. No veía absolutamente nada, el bosque se encontraba sin un ápice de luz y, ¡para colmo!, tropecé con mis propios pies estando a punto de caer al suelo. Laranar se detuvo, su agilidad por el terreno era asombrosa, incluso parecía tener algo de visión nocturna. Se aproximó a mí después de verme trastabillar varias veces y me ofreció su mano.
—No me imagino a una espía tan patosa como tú encargada de hacer algo contra el reino de Launier —dijo cuando iba a aceptar su ayuda.
Quise retirar la mano, intimidada, pero no me dejó escapar y me obligó a avanzar procurando que no tropezara con las irregularidades del suelo del bosque.
—Aunque tampoco imagino que tú seas la elegida, eres muy débil.
—Bueno, puede que sea un poco patosa pero tampoco soy una blandengue —dije un poco molesta—. Aunque tampoco creo que sea la más adecuada para combatir el mal de este mundo, y… bueno, ni siquiera sé a qué tipo de mal tengo que luchar. Mi abuela no me lo contó.
Le miré, esperando que explicara a qué tipo de misión debía enfrentarse el elegido o elegida, pero calló y continuó adelante sin soltarme de la mano.
Continuamos caminando por aquella oscuridad mientras Laranar me guiaba pacientemente, sosteniéndome del brazo para evitar que cayera. A su lado me sentí una inválida que tropezaba cada cinco metros y era sostenida por un elfo.
Resoplé, cansada, al coger una pendiente bastante pronunciada que nos llevó a una zona rocosa.
—Hemos llegado —me comunicó Laranar. Fruncí el ceño al ver que nos detuvimos en algo parecido a la pared de una montaña. Señaló con el dedo índice el cielo y alcé la vista entrecerrando los ojos para intentar ver qué me señalaba, pero no conseguí distinguir nada—. Vamos. —Empezó a escalar la pared con una agilidad envidiable. Cuando llevaba tres metros me miró esperando que le siguiera—. Solo son cinco o seis metros y la pared es fácil de escalar —me animó.
Suspiré, y empecé a subir de forma lenta e insegura. Me agarré con todas mis fuerzas hasta casi dejarme las uñas en la roca y cuando llevaba unos cinco metros la mano de Laranar me sujetó y me ayudó a subir el último tramo.
—Aquí estaremos a salvo.
La oscuridad de la noche era aterradora y el lugar donde nos encontrábamos parecía sacado de una película de terror; era una cueva oscura y fría.
Laranar se alzó y se dirigió al interior hasta perderse en la negra cueva. De repente, dos chispazos iluminaron momentáneamente el lugar seguidos de las llamas de una hoguera. Y, por fin, se hizo la luz.
—El fuego es pequeño pero te mantendrá caliente. Hacer uno más grande podría ser peligroso pues alertaría a los enemigos.
Asentí, un poco nerviosa por la situación, y me aproximé a la hoguera.
Laranar se sentó a mi lado, al principio creí que era para calentarse junto a mí, pero me cogió una mano provocando que el corazón me diera un vuelco por la sorpresa.
—Voy a curar los arañazos de tus manos —se limitó a explicar, y me dio la sensación que escondió una sonrisa, como si se divirtiera.
Mientras me limpiaba las manos, con el agua que llevaba en una cantimplora y un pañuelo blanco de algodón, no pude apartar la vista de él. Era clavado a la descripción que me dio mi abuela sobre el rey Lessonar: un elfo de cabellos dorados y rostro perfecto con unos ojos azules de un ligero tono morado, orejas picudas y todo, en su conjunto, una belleza jamás vista en un rostro joven y hermoso.
Acabó de curarme, y alzó la vista hasta que nuestras miradas se encontraron. Mi reacción fue una subida de colores de inmediato. Alzó una mano y acarició mi mejilla sin apartar sus ojos de los míos.
Empecé a entrar en taquicardia.
—Parece que no llegué a tiempo —dijo con voz seductora mientras acariciaba mi piel—, se te está hinchando la mejilla. Te golpearon ¿Verdad?
—Sí —afirmé, e hice una mueca por el dolor que cada vez se hacía más intenso y en el que había intentado no pensar.
Apartó la mano.
Un instante después, Laranar volvió a acariciar mi mejilla, pero esta vez para aplicarme algún tipo de pomada notando un alivio inmediato.
—Hace frío —comenté mientras me aplicaba la pomada—. ¿En qué mes estáis?
—En Margot —contestó.
—¿Margot? Nunca lo había escuchado —dije—. En mi mundo es junio y estamos casi en verano, pero aquí parece invierno.
—Primavera, pero aún hace bastante frío —acabó de aplicarme la pomada y se limpió la mano con el pañuelo que había limpiado mis rasguños—. Nuestro calendario tiene trece lunas.
—En la Tierra, doce —le expliqué—, enero, febrero, marzo…
Puso dos dedos en mis labios para hacerme callar.
—Habla más bajo —me pidió—, podrían escucharnos seres que es mejor no despertar.
Me desinflé, esperaba tener algo de conversación solo por el gusto de escuchar su voz.
—Puedes hablar —dijo al ver que callaba—, pero habla más bajo.
—No, hmm…, da igual —me encogí de hombros sin darle importancia y miré el fuego de la hoguera.
De repente, su mano apartó un mechón de mi cara y lo puso detrás de mi oreja.
—¿Por qué veo en tus ojos la tristeza? —preguntó cuando estaba a punto de entrar en estado de shock. ¡Ese chico hacía cosas que no esperaba a cada momento!—. Estás a salvo conmigo, no permitiré que te pase nada, pero aun y así te veo triste. ¿No eras feliz en tu mundo?
Me pasé una mano por la frente sin apartar su mirada, pensando una respuesta. ¿Debía decirle la verdad o mejor aparentar que estaba bien?
—Hace pocos meses murió mi abuela —respondí al final.
Esperó a que continuara hablando y aunque su presencia me alteraba las hormonas también me daba confianza, como si pudiera explicarle todo sin ningún reparo, así que hablé sin tapujos.
—Yo vivía con mi abuela, pero ella murió hace dos meses y ahora tengo que vivir con mis tíos. Apenas los conozco y me tratan como a una prisionera, no me dejan salir y es como si mi presencia fuese algo molesta para ellos —le murmuré.
Temí llorar al recordar mi patética vida, pero no lo hice.
—¿Y tus padres? —Me preguntó.
—Murieron cuando tenía diez años.
—Así que te sientes sola —concluyó.
Empezó a preguntarme más cosas sobre la relación que había mantenido con mi abuela y qué cosas habían hecho mis tíos para que les despreciara tanto. Se las expliqué una a una mientras él asentía con la cabeza cada cierto tiempo, atento a todo lo que le contaba.
—Ayla, —era la primera vez que pronunciaba mi nombre y me encantó—, ahora estás en Launier, país de los elfos. Eres libre, no te voy a encerrar en ningún lugar así que, por favor, sonríe un poco por mí, eres demasiado bella para tener esa mirada tan triste —hizo una pausa y suspiró—. ¿Lo harás?
Me miró atentamente, esperando que le correspondiera y poco a poco, avergonzada por la situación y el poder de sus ojos, mis labios dibujaron una sonrisa en mi rostro.
—Ves —dijo—, eres más guapa cuando sonríes que cuando estás triste.
Sonreí con timidez volviendo la vista al fuego.
Noté como se aproximó más a mí y me puse más nerviosa.
La hoguera apenas daba luz, pero para mí era como tener un foco de estadio iluminándome para gusto del elfo.
Al cabo de un minuto no aguanté más, notaba hasta su aliento golpear mi cabello.
—¿Se puede saber qué haces? —Soné enfadada y se retiró levemente, como si se hubiese dado cuenta en ese momento que se había acercado más de la cuenta.
Le sorprendí, pude leerlo en sus ojos y me miró asombrado.
—Eres una humana muy extraña —me soltó.
—¿Por qué?
—Hueles bien —fruncí el ceño. ¿Acaso se estaba quedando conmigo?—. La mayoría de humanos no suelen bañarse más que una o dos veces al mes. A no ser que haya dado la casualidad que te tocaba bañarte.
—Pues no. —Le respondí sin acabármelo de creer—. Me baño cada dos días y procuro que mi olor corporal no desagrade a nadie —le espeté.
¿Se puede saber por qué hablamos de un tema así?, me pregunté.
Miró el fuego con aire pensativo y hubiese dado todo el dinero del mundo por saber qué pensaba.
—También vistes como un hombre —añadió.
—¿Eh? —Exclamé un poco molesta.
—No quiero ofenderte —se disculpó—. Solo me sorprende.
Resoplé, aquello no marchaba bien. ¿Qué más preguntas incómodas me haría?
—¿Puedo preguntar que eran esos monstruos? —Me adelanté.
Puso cara de extrañeza.
—Orcos —me contestó, como si fueran los animales más normales del mundo.
—Nunca había visto a uno.
—Antaño fueron elfos —dijo—, pero un mago que practicaba magia negra consiguió capturar a algunos de los nuestros. Los encerró, torturó e hizo que tomasen pócimas elaboradas de las artes más oscuras hasta transformarlos en seres completamente diferentes de los que llamaron orcos. Son seres el doble de fuertes que un elfo normal. Malvados, perversos y carroñeros. Incluso en ocasiones practican el canibalismo, pero son poco diestros en el arte de la lucha y muy cortos de mente. No son buenos trabajando en equipo y continuamente se pelean entre ellos.
—¿Y suele haber muchos orcos por aquí?
—Normalmente no. Estos eran un pequeño grupo de reconocimiento de un grupo más grande que atacó una de nuestras aldeas. Íbamos tras ellos y entonces nos encontramos con esos cinco y contigo.
—Me alegra que aparecieras —dije sinceramente— estaba aterrada, pensaba que iba a morir. Gracias.
—Suerte que Natur estuvo a tu lado —me respondió.
—¿Natur? —Pregunté—. ¿Es un tipo de dios o algo así?
—Tampoco sabes quién es Natur —asintió varias veces con la cabeza a modo de comprensión, pero mostrando fascinación por mi persona—. Natur es la diosa de la Naturaleza. Los elfos amamos la madre naturaleza por encima de todo. Nunca cortamos árboles si no es imprescindible y procuramos aprovechar la madera de los árboles caídos que encontramos. Toda vida que ella abarca es respetada por mi pueblo.
Paró un momento y volvió a mirarme atentamente.
—¿Tú no adoras a ningún dios? —Preguntó extrañado—. Aquí los humanos acostumbran a adorar a un único Dios, a los nueve dioses o a los dioses antiguos. Depende de vuestra religión.
—Hmm… —Vacilé—. Adorar, adorar, va a ser que no. Creo en un único Dios, pero tampoco soy muy practicante de mi religión.
Volvió a quedarse pensativo y se hizo el silencio.
Suspiré.
De pronto, mis tripas empezaron a rugir rompiendo el silencio de la noche. Laranar rio por lo bajo mientras sacaba —de la pequeña mochila que llevaba cruzada sobre sus hombros— un par de manzanas de aspecto delicioso.
—Toma —me las ofreció—, son muy sabrosas y te calmaran el hambre —las cogí—. Mañana por la tarde llegaremos a Sorania y podrás comer todo lo que quieras.
—¿Tú no comes? —Le pregunté, y negó con la cabeza— podemos compartirlas —le propuse.
—Cómetelas, no te preocupes por mí, apuesto que llevas horas sin comer —ensanchó su sonrisa.
Le pegué un mordisco a una de las manzanas saboreando su gusto dulce e intenso. Estaba muerta de hambre, llevaba desde el desayuno sin comer y aquellas manzanas me supieron a gloria.
—Deberías descansar —dijo cuando acabé—, mañana te espera un camino muy largo hasta mi ciudad. Y te llevaré ante el rey Lessonar y la reina Creao para que decidan si tu historia es verdad.
—Ya veo que aún dudas de mi palabra —dije mirándole a los ojos—. No soy una espía.
—No está en mi mano decidirlo. —Me contestó intentando parecer amable—. Solo el rey…
—Si tu rey te dijera que el cielo es de color rosa, ¿le creerías? —Le pregunté con ironía.
Me miró atentamente y no pudo dejar escapar una leve risita.
—Dudo que seas una espía —confesó—, pero también dudo que seas la elegida.
—Ya, no soy precisamente una guerrera —admití.
Se levantó del suelo y se dirigió a la entrada de la cueva colocándose en guardia. Me recordó a un felino mirando la negra noche.
Suspiró.
—Por su bien es mejor que no sea la elegida —escuché que le decía a la oscuridad—. Duerme tranquila —dijo con un tono de voz más elevado pero sin apartar la vista del bosque—, yo haré guardia.
Suspiré dejando caer mi cuerpo en el duro y frío suelo. Observé a Laranar mientras poco a poco su imagen desapareció quedándome dormida.
La luz de la mañana entró en la cueva, despertándome. Arrugué la nariz mientras abría los ojos pesadamente. Al incorporarme me desperecé notando mis huesos resentidos por el duro suelo en el que tuve que dormir.
Hice memoria de donde me encontraba y al reconocer la pequeña cueva comprendí que lo del día anterior fue real.
Me levanté, tambaleándome, y una chaqueta cayó al suelo. Laranar me había abrigado mientras dormía, pero él había desaparecido.
Al frotarme los ojos noté un dolor agudo en mi mejilla izquierda, en el mismo lugar donde fui abofeteada por el orco. Gruñí, no parecía que se me hubiese inflamado la cara pero el dolor persistía por dentro.
Me asomé a la entrada y con la luz de un nuevo día comprobé que había una distancia de unos cinco metros hasta llegar al suelo.
Resoplé.
No era una persona que tuviese vértigo, pero saber que debía bajar aquella altura con lo patosa que era no era nada alentador.
—¡Laranar! —Le llamé, pero no apareció.
Me puse la mochila a la espalda y empecé a bajar aquel risco con sumo cuidado de apoyar bien los pies para no caerme.
—Ayla —escuché la voz de Laranar antes de llegar al suelo y al intentar volverme para verle, resbalé y aterricé en sus brazos emitiendo un gritito ahogado por el susto—. Suerte que estaba cerca. —Sus labios se curvaron en una sonrisa.
El corazón despegó de mi pecho al notar sus fuertes brazos sosteniéndome sin ningún esfuerzo.
—Gracias. —Le agradecí, tendiéndole la chaqueta en cuanto me dejó de pie con sumo cuidado—. Te he llamado.
—Lo sé —dijo adentrándose en el bosque—, te he escuchado, pero pensé que esperarías a que llegara antes de bajar.
Me colocó la chaqueta sobre los hombros, lo cual agradecí, hacía un poco de frío y acabé pasando los brazos por las mangas quedándome con una chaqueta cuatro tallas más grandes de lo que necesitaba.
La tela emitía un olor dulce y fresco que me encantó, era el olor de Laranar.
—Iba a buscarte —le expliqué—. ¿Dónde estabas?
Me señaló algo con la cabeza pero solo vi árboles. De pronto, escuché los relinchos de un caballo y apareció un bonito corcel de un blanco inmaculado dirigiéndose a nosotros.
—¡Que caballo más bonito! —Exclamé fascinada.
Laranar sonrió y acortó la distancia que nos separaba del bello animal. Al encontrarse, el jamelgo pareció reconocerle e hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo mientras Laranar colocaba sus manos en la frente del caballo. Empezó a hablarle en un idioma que no conocía y me los quedé mirando embobada de ver una comunicación tan profunda entre una persona y un animal.
—Acércate —me pidió al ver que me había quedado por detrás de ellos. Me coloqué a su lado. Era un animal tan grande y espectacular que me daba miedo hacer algún gesto que pudiera asustarle y echase a correr—. Te presento a Bianca, es una yegua, no un caballo —me aclaró, mirándome por el rabillo del ojo como si mi error fuera algo inconcebible—. ¿Sabes montar?
Negué con la cabeza.
—No sé por qué, pero suponía que no sabrías hacerlo —me espetó.
—¿Tú has conducido alguna vez un coche? —Le pregunté retándolo.
—¿El qué?
—No sé por qué, pero suponía que no sabrías qué era —contesté con el mismo desdén.
Nos miramos fijamente y empezó a reír.
—Tienes valor, Ayla —dijo como si le gustase mi actitud—. No todo el mundo tiene el atrevimiento de hablarme de esa manera.
—Hablas como si fueras de la realeza —puse los brazos en jarras—. Deberías ser más humilde.
Se mordió el labio como si estuviese tentado a replicar, pero calló y con un ágil movimiento se subió a lomos de la yegua. Fue impresionante con que facilidad se montó en Bianca sin bridas, ni arneses.
Extendió su mano, ofreciéndome su ayuda para montar.
La agarré con decisión y me di impulso, pero el impulso se quedó en un intento y caí de culo al suelo. Laranar empezó a reír a pleno pulmón, y le miré avergonzada y enfadada.
—No te enfades, —no dejaba de reírse—, es que ha sido muy gracioso.
—Algunas no hemos tenido la suerte de aprender a montar a caballo —le contesté de mala gana mientras me levantaba del suelo. Empecé a limpiarme la parte trasera de mis pantalones de ramitas y tierra, y cuando alcé la vista le vi contenerse, apretando los labios para no echarse nuevamente a reír. Le lancé una mirada fulminante, mostrando que no me hacía ninguna gracia.
—La próxima vez coge más impulso.
Volví a sujetar su mano con tanta fuerza que se escuchó hasta una palmada al estrechar ambas manos. Me impulsé con todas mis fuerzas y logré subirme a Bianca.
—¿Satisfecho? —Pregunté con indiferencia.
—Mucho, pero ahora… ¡Agárrate!
El movimiento de la yegua fue tan inesperado y rápido que me agarré fuertemente a la cintura de Laranar y apoyé mi cabeza contra su espalda. Cerré los ojos muerta de miedo, desde el suelo Bianca no parecía tan alta y ahora que marchábamos al trote tenía miedo de caerme. Gemí de miedo, intentando controlar la sensación de ahogo que sentía. Laranar percibió mi tensión o tal vez la fuerza con la que me agarré a él. Sujetó el nudo que habían hecho mis manos y aflojó el ritmo de Bianca hasta que fue al paso.
—Vaya, veo que se te han bajado los humos —comentó como si disfrutara de mi situación.
—Eres cruel —dije con un hilo de voz y se hizo evidente el pánico que sentía—. Yo jamás te hubiese hecho algo así.
Se quedó callado durante unos instantes y me soltó las manos.
—Vale, perdona —recapacitó—. No era mi intención asustarte tanto.
Suspiré y hundí mi cabeza en su espalda. No podía verme puesto que estaba detrás de él, pero aun y así sentí la necesidad de esconderme.
»Es la primera vez que montas, ¿verdad? —Preguntó.
—Sí.
—Escucha, Bianca jamás permitirá que te caigas al suelo y estás sujeta a mí. No hay peligro —intentó convencerme—. Relájate y no cierres los ojos. Disfruta de la excursión.
Excursión, que manera más apropiada de describir las cosas, pensé.
Percibí como la yegua empezaba suavemente a trotar, aumentando la velocidad poco a poco hasta coger un ritmo constante.
—Verderan —dijo Laranar a Bianca dándole unas palmaditas en el cuello y esta resopló.
—¿Qué le has dicho? —Pregunté, intuyendo que era algo referente a mi persona.
Se volvió un poco para mirarme, luego volvió la vista al frente.
—Que tenemos a una pasajera asustadiza —respondió y me dio la sensación que sonrió al decirlo.
Apoyé, resignada, otra vez mi cabeza a su espalda y miré como pasábamos los árboles que se difuminaban a nuestro alrededor. Laranar desprendía un aroma fresco, como a hierba recién cortada, y el calor que desprendía su cuerpo era agradable y placentero. Poco a poco aflojé la presión que ejercía sobre su cintura y me relajé un poco.
—¿Qué idioma le hablas a la yegua, Laranar? —pregunté, alzando la voz para que pudiera escucharme mientras cabalgábamos.
—Elfo —respondió—. Toda mi gente habla el elfo, pero la mayoría entendemos y hablamos sin ningún problema el idioma Lantin, el tuyo, que es el más común de Oyrun.
—El Lantin —pensé en voz alta—. ¿Cuántos idiomas hay en este mundo?
—Muchos. ¿Por qué?
—Por nada —respondí con desánimo. Nunca había sido muy dada en aprender idiomas, no digamos si debía aprender lenguas que no había escuchado en la vida. Por suerte, el español, o Lantin, como lo llamaban ellos en Oyrun, era el más común.
—¿Te estás acostumbrando ya? —Preguntó, al ver que ya no le estrujaba.
—Un poco —respondí no muy convencida. Procuraba no agarrarme con tanta fuerza a su cintura simplemente porque también me daba un poco de corte abrazarle de esa manera. Mi corazón había puesto la quinta y no había manera de bajarme el pulso.
—Bien, entonces iremos un poco más rápidos, no te asustes.
Volví a estrujarle, no pude evitarlo.
Trotamos durante un buen rato por los caminos del bosque, saltando de tanto en tanto algún tronco caído o irregularidad del terreno que obligaba a la yegua a dar algún pequeño brinco mientras a mí me daba un susto de muerte. De pronto, la oscuridad del bosque dio paso a la luz al llegar a una gran explanada cubierta por una espesa capa de hierba verde. Entrecerré los ojos al verme deslumbrada. Era un día de sol y tardé unos segundos en acostumbrarse a tanta luz.
—¡Agárrate! —me pidió Laranar y empezamos a galopar para mi gran espanto. Ya no había árboles, piedras o cualquier obstáculo que pudiese ralentizar la marcha de Bianca y eso repercutía en una sesión de miedo incesante al creer que me iba a escurrir hasta el suelo—. ¡Este lugar se le conoce como el prado del Mar Verde! ¡Fíjate en el movimiento de la hierba, parecen olas acariciadas por la suave brisa!
Suave brisa no era precisamente lo que teníamos a esas velocidades, pero hice un esfuerzo por observar el paisaje. Sí que era cierto que el movimiento al unísono de la hierba hacia un mismo lugar —el vaivén que provocaba el viento— daba la sensación de estar en medio de un oleaje constante y bello. Logró distraerme levemente del pensamiento de caer de la yegua; luego, volvió la oscuridad y el ritmo de Bianca aminoró al entrar en otro bosque.
—Este bosque se le conoce como el Bosque de la Hoja —me informó—. Es el mismo de antes, únicamente rodea el prado del Mar Verde.
Continuamos cabalgando todo el día. El sol llegó a lo más alto y luego empezó a bajar. Al no estar acostumbrada a cabalgar notaba mi pobre trasero y las piernas engarrotadas y doloridas, estaba segura que más adelante tendría tales agujetas que no podría ni moverme.
De pronto, Laranar paró a Bianca.
—Creo que deberíamos hacer un descanso.
—Sí, sí —dije realmente aliviada de poder bajar de la yegua.
Laranar pasó una pierna por encima de la cabeza de Bianca y de un salto estuvo en el suelo. Me tendió los brazos para ayudarme a bajar y me agarré a ellos al tiempo que me dejé caer. Trastabillé antes que me soltara, las piernas me flaquearon después de horas de cabalgata y tardé unos segundos en poderme sostener por mí misma. Mientras recuperaba el equilibrio Laranar me agarró, abrazándome en un momento dado, que provocó una oleada de fuego en mi rostro avergonzado.
—¿Mejor? —Preguntó sin soltarme las manos.
—Sí, gracias —respondí soltándole sin mirarle a la cara. No tenía valor para hacerlo.
Empecé a caminar, algo nerviosa por haber estado tan cerca de él. Me intimidaba y su olor era tan embriagador que turbaba mi mente y no me dejaba pensar con claridad.
—Ayla —me llamó.
—¿Sí? —Pregunté de espaldas a él.
—No es por ahí —noté como su brazo me rodeó la cintura y me dio la vuelta—, caminas en dirección contraria. —Me señaló con la cabeza el camino correcto, al tiempo que mi corazón se detuvo por la cercanía entre nuestros cuerpos.
Se percató que estaba echa un manojo de nervios y me soltó la cintura. Cerré los ojos unos instantes arrepintiéndome por mi actitud, una persona más lista habría aprovechado ese momento y lo hubiera alargado todo lo posible.
—Hay un arroyo a pocos metros de aquí, Bianca tiene que beber agua.
Empecé a caminar por detrás de Laranar notando un alivio inmediato en mis pantorrillas.
—Mañana tendré agujetas —dije en voz baja para mí misma.
Laranar se volvió como si me hubiese escuchado y sonrió como si le hiciera gracia mi actitud. Llegamos a un pequeño arroyo de aguas cristalinas y me dejé caer de rodillas en el suelo. Bianca empezó a beber litros y litros de agua. Me la quedé mirando asombrada.
—Parece que nunca hayas visto beber a un caballo —dijo como si eso fuera imposible.
—He visto caballos, pero en ninguna ocasión les he visto beber —le expliqué.
Se agachó a mi altura y me miró fascinado.
—No es fácil sorprenderme y tú me has sorprendido en menos de un día varias veces. Eres interesante.
Agaché la vista al ver sus ojos tan fijos en los míos. No lo podía evitar y me ruborizaba sin pensar. Le escuché chapotear el agua y al mirarle vi que se lavaba la cara y el cuello como si se refrescara pese a hacer un frío de muerte. Toqué con las puntas de los dedos el agua del arroyo notando las bajas temperaturas, estaba helada pero me armé de valor y me lavé también el rostro y el cuello para sentirme más limpia. Al volver la vista hacia él me di cuenta que me observaba atentamente y caí en la cuenta que me estaba secando en la manga de su chaqueta.
—¡Ay! Perdona —dije retirando enseguida el brazo de mi cara—. No, no era mi intención…
—Tranquila, en algún sitio te tendrás que secar —se levantó y empezó a acariciar a Bianca—. Eres la humana más limpia que conozco —comentó—. ¿Tienes hambre?
—Un poco.
—Si seguimos a este ritmo llegaremos antes que anochezca y podrás comer todo lo que quieras.
Asentí con la cabeza y me miró pensativo.
—Ayla, ¿cuántos años tienes? —Preguntó de repente.
—Diecisiete, ¿por qué?
Negó con la cabeza y empezó a caminar con Bianca a su lado, me apresuré a seguirle.
—Diecisiete añitos —comentó en voz baja—. Eres muy joven, casi una niña.
—Habló el viejo —exclamé casi riendo—. ¿Qué tienes? Veintitrés o veinticuatro años.
—Dos mil trescientos años, más o menos —respondió.
Me quedé literalmente con la boca abierta y detuve el paso.
—Me conservo joven, ¿verdad? —Dijo en tono bromista tocándose la cara.
—¿Cómo es posible?
—Los elfos somos inmortales —me explicó—. Podemos cambiar con el paso del tiempo, pero nunca encontrarás a un elfo físicamente viejo. Todos presentamos un aspecto medianamente joven.
—Pues sí que soy una niña a tu lado —respondí y empezó a reír abiertamente; luego me miró con una mirada llena de ternura y amor—. Esto…
Se dio cuenta entonces que se había quedado observándome más tiempo del debidamente apropiado y movió la cabeza como para ordenar sus pensamientos al tiempo que se ponía serio. Sonreí, aquello me gustó; por un momento creí que también le había cautivado aunque deseché esa idea de la cabeza al darme cuenta que él estaba muy por encima de mis posibilidades. Era mucho más guapo, bello y además inmortal. No se fijaría en una humana como yo.
La nueva información de la inmortalidad en los elfos me hizo pensar en la probabilidad que el rey Lessonar fuera igual de joven que cuando mi abuela lo encontró y no un viejo lleno de arrugas como lo fue mi abuela antes de morir.
De repente, mientras pensaba, algo me golpeó en la cara y me cubrí el rostro con las manos. Emití un gemido de dolor al notar el golpe justo en la mejilla donde el orco me abofeteó. Al abrir los ojos me quedé desconcertada al ver que había sido Laranar quien me había lanzado una piedrecita de pequeñas dimensiones a la cara. No la había proyectado con fuerza, pero me hizo bastante daño al apuntar a la mejilla dolorida.
—¿Por qué has hecho eso? —Pregunté indignada.
—No puedes ser la elegida —dijo también enfadado—, no eres capaz de esquivar una simple piedra que te es lanzada.
La cara me dolía y estaba a punto de echarme a llorar aunque intentaba contener las lágrimas. Laranar se aproximó a mí con la intención de atenderme, pero antes que pudiera tocarme me agaché, cogí la piedra que me había lanzado y se la devolví con toda mi rabia. La detuvo con una sola mano, serio, ni siquiera estuve cerca de alcanzarle.
—No vuelvas a hacerlo —me pidió.
—¿Y tú? —Le repliqué—. ¿Tú si puedes lanzarme piedras?
—Quería comprobar tus reflejos pero dejas mucho que desear. Si fueras la elegida deberías haber parado el golpe como yo lo he hecho. Eres débil, ni siquiera pudiste con cinco miserables orcos.
Fruncí el ceño, cada vez más mosqueada.
—No soy débil, pero esos cinco monstruos…
—Orcos —me rectificó.
—Esos orcos eran muy fuertes y nunca me he peleado con nadie.
—Mira no creo que seas la elegida —me confesó—. No puedes serlo. ¡Es más! No debes serlo, ni pretenderlo. Por tu propio bien cuando lleguemos a Sorania rechaza el cargo de elegida.
—¿Qué pasará si lo soy?
Me miró con ira, negando con la cabeza, pero a la vez preocupado.
—Te matarán —me respondió.
—¿Tu pueblo? —Exclamé horrorizada dando un paso atrás.
—No, no —dijo negando con la cabeza. No me enteraba de nada—. Otros. Mi pueblo dará su vida si hace falta para protegerte. Pero no debes serlo, intenta no ser la elegida.
—No creo que eso dependa de mí.
—Eres muy débil, no creo que puedas con ellos —insistió montando a Bianca. Me ofreció su ayuda para subir y de un brinco pude montarme nuevamente a lomos de la yegua, pero esta vez a la primera—. Por tu bien es mejor que no lo seas.
—Me estás asustando.
—Es que deberías estar asustada.
Y sin tiempo a poder preguntar nada más, ordenó a Bianca que avanzase cogiendo velocidad en un tiempo récord. Me agarré otra vez a Laranar con toda la fuerza que fui capaz y trotamos por el bosque. Laranar guió a Bianca con más energía y furia que antes, sorteando los obstáculos de forma más bestia como si estuviera descargando toda su rabia mientras cabalgaba.
La velocidad de Bianca fue constante durante unos minutos hasta que Laranar le permitió aflojar el ritmo e ir a intervalos regulares, unas veces más rápidos otras más lentos. Después de unas tres horas salimos del Bosque de la Hoja y cogimos un camino de tierra con suficiente anchura para que el sol pudiese pasar perfectamente y llegar a nosotros sin necesidad de esquivar las ramas de los árboles. Era ya por la tarde y el suave vaivén de la yegua al caminar me relajó hasta tal punto que me quedé dormida de forma involuntaria mientras me sujetaba a Laranar.
Voces a mí alrededor me despertaron y al abrir los ojos me encontré al chico de cabellos castaños que acompañaba a Laranar la noche anterior, cabalgando a nuestro lado. Me miró serio al tiempo que hablaba con Laranar y mostraba desagrado hacia mi persona. No le caía bien, lo tenía comprobado.
—Los atrapamos al norte, eran un total de cuarenta orcos. No hubo ninguna baja, pero no encontramos a ninguno de los que capturaron, fue tarde para ellos.
—Me lamenta oír eso —le respondió Laranar.
—Mi señor, —me giré al escuchar una tercera persona y me encontré con dos elfos más, que nos seguían a Laranar y a mí, montados cada uno en sus respectivos caballos—, el resto de los nuestros se han adelantado a Sorania para informar a los reyes del resultado de la batalla.
—Perfecto. Tú y Gerolmar, adelantaos también, e informar que llevo a una chica humana a Sorania que fue rescatada de los orcos, tiene el colgante de los cuatro elementos y dice venir de otro mundo.
Los dos elfos se miraron entre sí y luego a mí.
—Una simple chica humana —murmuró uno de ellos mirándome sin ningún tipo de disimulo. Automáticamente escondí el rostro en la espalda de Laranar. No me gustaba ser el centro de atención, y ver que me miraban fijamente con curiosidad y a la vez con cara de chasco por suponer que podría ser la elegida, acabaron consiguiendo que me pusiera nerviosa.
—Lucionar —le nombró Laranar—, ¿me habéis entendido? —Le preguntó con tono autoritario.
—Entendido —los dos elfos espolearon sus caballos y se marcharon al galope.
El otro elfo de cabellos castaños me miró de refilón otra vez y negó con la cabeza, pensativo y malhumorado.
Solté la cintura de Laranar sujetándole levemente la camisa por la espalda. Se volvió para verme y cuando comprobó que estaba despierta sonrió mostrándome una dentadura blanca y perfecta.
Volvía a estar de buen humor.
—Buenos días —me saludó—, ¿has dormido bien?
—Lo siento, no he podido evitar quedarme dormida —le contesté frotándome los ojos.
Volvió la vista al frente.
—Supongo que te acuerdas de Raiben —me recordó su nombre.
—Hola —le saludé pese a intuir que mi presencia le molestaba.
—Hola —el saludo escupió algo de desprecio. Era muy serio y al volver la vista al frente me miró por encima del hombro, con suficiencia.
—Estamos a punto de llegar a Sorania, mi ciudad —me informó Laranar.
La curiosidad hizo que me inclinara levemente para ver lo que teníamos enfrente. Una gran muralla hecha de piedra, con una enorme puerta, se alzaba majestuosa delante de nosotros. Dos elfos custodiaban la entrada y al vernos se irguieron firmes justo al pasar a su lado. A partir de ese momento, un camino bien asfaltado, por adoquines colocados de forma perfecta y exacta, era la vía para llegar a nuestro destino. Poco a poco descendimos hasta una especie de hondonada, donde, desde nuestra posición, podíamos ver la ciudad en toda su extensión y un palacio enorme al fondo de esta.
—La muralla solo protege la parte delantera de la ciudad —me explicó Laranar—. El palacio toca justo en el linde del Bosque de la Hoja por lo que verás que siempre está muy vigilado; es raro que los orcos u otros seres malignos logren rodearla. Los eliminamos antes que lo consigan.
—¿Por qué no habéis hecho una muralla que cubra toda la ciudad? —Le pregunté.
—Porque eso implicaría tener que cortar muchos árboles, y solo lo hacemos cuando es extremadamente necesario. Sorania nunca había sido rodeada por ninguna muralla hasta hace pocos siglos, cuando la cosa se complicó y no hubo otra opción. De momento, la muralla, que está inacabada, hace su propósito. Tenemos la ciudad bien vigilada, es un lugar seguro.
El camino se hizo más amplio a medida que descendíamos. Pasamos por delante de casas de tamaño considerable; no parecía haber ninguna que fuese pequeña o de aspecto humilde. Todas eran majestuosas y con cierto encanto. A medida que avanzábamos los árboles desaparecían quedando unos pocos desperdigados, dejando una ciudad iluminada y limpia. Atravesamos una gran plaza donde jugaban unos niños a pelota; se apartaron de inmediato al ver que llegábamos y me miraron con una curiosidad que rebasó los límites de la normalidad.
Laranar empezó a reír y miró a Raiben que también intentaba esconder una sonrisa cómplice.
—¿Qué ocurre? —Les pregunté.
—Esos son los niños que hay actualmente en Sorania y para ellos, eres la primera humana que han visto en sus cortas vidas.
—¿Hay menos de diez niños en Sorania? —Pregunté sorprendida—. Son muy pocos.
—Somos inmortales —me recordó—, si tuviésemos hijos tan a menudo como los humanos no cabríamos en el mundo.
Cogimos una calle que hacía pendiente, y Laranar y Raiben espolearon sus monturas para coger más velocidad. Durante el camino nos cruzamos con más elfos, todos me miraron, identificándome como humana, pero sin hacer el menor caso de mi presencia.
Mirara por donde mirara no me dejaba de sorprender la belleza de aquel lugar, la arquitectura de las casas era como obras de arte que reflejaban magnificencia y paz. Sus arcos eran simétricos, los marcos de las ventanas dibujaban las delicadas ramas de un árbol joven, y las puertas eran majestuosas talladas con la madera del bosque; ovaladas o puntiagudas. Ninguna presentaba una forma rectangular y aburrida.
Estatuas adornaban las calles como figuras ancestrales o mágicas. Todo era hermoso, limpio, despejado y lleno de luz, con un toque mágico que a ningún humano dejaría indiferente.
—Bienvenida al palacio de Sorania —la voz de Laranar sonó con orgullo, y al inclinarme nuevamente para ver que teníamos delante quedé literalmente con la boca abierta.
Traspasábamos en ese momento una muralla de pocas dimensiones que parecía construida a efectos de frontera entre lo que sería la plebe a la realeza, y acto seguido el jardín más impresionante, hermoso y bello del mundo, se extendía ante nosotros con la estampa de un palacio blanco justo en medio de toda esa magnificencia.
Decenas de árboles, centenares de plantas y miles de flores estaban distribuidas de forma ordenada creando figuras y formas que te recordaban a un cuento de hadas o al mismísimo jardín del Edén. También había fuentes, estatuas, pequeños estanques y puentecitos que atravesaban esos estanques.
Me encantó, simple y llanamente me encantó.
Fuimos más rápido de lo que me hubiese gustado, pero el paseo por los jardines hasta la entrada al palacio nos llevó varios minutos que no desaproveché en poder mirar cada detalle del lugar.
Laranar detuvo a Bianca, justo al llegar a unas escaleras que llevaban a la entrada del palacio. Raiben hizo lo mismo y ambos se apearon de sus monturas.
—Vamos, —extendió los brazos hacia mí y con su ayuda me bajé de Bianca agradeciendo enormemente haber llegado por fin al final de nuestro viaje.
—Nos vemos —se despidió Raiben, cogiendo las riendas de Bianca, pero antes de darnos la espalda me miró por unos segundos, serio, con el enfado reflejado en sus ojos. Luego, continuó su camino.
—¿Se puede saber qué le echo a Raiben? —Le pregunté a Laranar, ya mosqueada.
—No le hagas caso —se limitó a contestar. Cogió levemente mi brazo y lo soltó al segundo como un gesto para que le siguiera—. Antes de presentarte ante el rey y la reina recuerda que debes inclinarte, hincando una rodilla en el suelo, y no debes levantarte hasta que te den permiso. Yo te avisaré.
Asentí una vez, y cuando una enorme puerta de cuatro metros de altura, ovalada y acabada en pico se abrió, un nudo en el estómago, fruto de los nervios y la inseguridad, se plantó de forma inmediata acelerando el pulso de mi corazón.
¿SOY O NO SOY LA ELEGIDA?
El interior del palacio era un lugar bello, lleno de luz y color.
Grandes ventanales se alzaban a un lado dejando entrar la luz clara y luminosa de los últimos rayos del atardecer. Las paredes eran blancas, adornadas con tapices que dibujaban escenas simples pero hermosas: caballos, palacios, jardines, hadas de los bosques…
El techo tenía unos diez o quince metros de altura, no era recto, mantenía una forma curva como el oleaje del mar al llegar a la orilla. En él había representado la escena de la vida en el campo, con un gran paisaje de elfos, elfas, infantes y caballos. Sus colores vivos, la luminosidad y la realidad con la que estaban dibujados parecía que iban a cobrar vida en cualquier momento.
El suelo era de mármol y podías verte reflejado en él como en un espejo.
—Una simple humana —dijo alguien con tono de desprecio, sacándome de mi ensimismamiento.
Intenté localizar el que había hablado, pero una decena de personas ocupaba aquel lugar y todas las miradas estaban puestas en mí.
Me ruboricé, muerta de vergüenza.
—No puede ser la elegida —escuché decir a otro justo cuando pasé a su lado.
Miré a Laranar que mantenía la vista al frente y su expresión era de enfado. Me miró levemente y continuó con paso firme, caminando con la cabeza bien alta.
Le imité, no iba a achicarme, ni a dejarme despreciar.
La belleza de aquel lugar no me dejó ver las dos figuras que nos esperaban en el fondo de la gran sala. Sentados, en unos tronos que parecían estar hechos de oro blanco, nos aguardaban expectantes.
Irradiaban luz y belleza, elegancia y autoridad.
—Inclínate —me susurró Laranar, al llegar junto a ellos.
Hinqué la rodilla en el suelo al mismo tiempo que Laranar, y agaché la cabeza. Me sentí fuera de lugar.
—Padre, madre, esta chica es Ayla, dice venir del mismo mundo que Beatriz, la chica que hace quinientos años apareció en nuestro mundo. —Un vuelco me dio el corazón cuando escuché a Laranar llamarles padre y madre, ¡eso significaba que Laranar era un príncipe! Había estado con un apuesto elfo todo el día, pero no sabía que además también fuese de la realeza. Fue en ese momento cuando entendí porque se había comportado con tanta autoridad ante Raiben, Gerolmar y Lucionar.
Y yo, hablándole durante todo el camino como si fuera alguien de una condición cualquiera.
Por el rabillo del ojo vi que Laranar se levantó del suelo, pero yo esperé sin saber qué hacer. Lentamente alcé la vista hasta que mis ojos se encontraron con la reina. Tenía un rostro muy bello, no supe distinguir su edad, pues no parecía ni joven ni vieja. Aunque su mirada profunda, del color de la miel, reflejaba que había vivido cientos de años y se podía leer la sabiduría en sus ojos. Su cabello era dorado, ondulado, y caía en forma de cascada hasta la mitad de su espalda. Su vestido, elegante, digno de una reina, era de color granate cosido por hilos de oro. Llevaba una bonita corona, del color de la plata, hecha a base de filamentos que se entremezclaban entre ellos hasta formar una sutil forma que recordaba a un jardín de flores.
Solo pude apartar la vista cuando ella desvió sus ojos de los míos para mirar a Laranar. Su rostro perfecto y su belleza, era una fuerza cautivadora difícil dejar de contemplar.
—Gerolmar nos ha comunicado vuestra llegada y la importancia de la chica que traes contigo —la voz del rey, aunque era bella y musical, dejaba entrever una gran fuerza en sus palabras. Me fijé en su rostro, aquel que me había descrito mi abuela y del que no había exagerado en absoluto al decir que era una criatura extremadamente bella. Era joven y al mismo tiempo no lo era, pues como con la reina, sus ojos, brillantes y vivos, del mismo color que los de Laranar, mostraban en la profundidad de la mirada la experiencia de cientos de años y la sabiduría obtenida con el paso del tiempo—. Levántate, Ayla —me ordenó el rey y, lentamente, con las piernas temblando, me puse en pie—. ¿Es cierto que tienes el colgante de los cuatro elementos? —Me preguntó.
—Sí —respondí, al tiempo que lo sacaba con manos temblorosas del interior de mi camisa.
—Es el mismo que llevaba Beatriz —le comentó a la reina, que lo estaba mirando en ese momento. Me pregunté si lo apreciaban de verdad, pues aunque no estaba lejos, tampoco estaba cerca—. ¿Te ha brillado en algún momento?
Asentí con la cabeza y luego dije:
—Mi abuela me contó que cuando tenía cuatro o cinco años lo encontré escondido en una caja que ella guardaba y brilló en mi mano desde el primer momento que lo cogí. —Se alzó un murmullo entre los presentes—. Sinceramente, no me acuerdo de ese hecho, pues era muy pequeña, pero justo antes que ella muriera me explicó como llegó a este mundo y le conoció a usted… ma… majestad —tartamudeé al no saber como dirigirme ante el rey, pero él sonrió—. Cuando lo recuperé de entre sus cosas el colgante brilló nada más tocarlo, y dos meses después de su muerte me ha llevado hasta este mundo.
El murmullo continuó por las bocas de todos los elfos hasta que el rey alzó una mano acallando a los presentes.
—Han pasado más de quinientos años desde que apareció Beatriz en nuestro mundo y tú dices ser su nieta, ¿con cuántos años murió? —Preguntó.
—Con noventa y cuatro.
—Siento tu perdida, pero considerando que era humana vivió toda la vida que tenía que vivir.
Asentí con la cabeza.
—Quinientos años en nuestro mundo y alrededor de ochenta en el tuyo —se tocaba la barbilla al tiempo que pensaba en la diferencia de tiempo entre los dos mundos. Suspiró—. Si es cierto que el colgante de los cuatro elementos ha brillado cuando lo has cogido, eso significa que eres la elegida que salvará a nuestro mundo.
El murmullo volvió a alzarse pero con un volumen mucho mayor y me puse más nerviosa.
—Padre, no quiero llevar la contraria, pero es imposible que ella sea la elegida, mírala —me señalo Laranar, y todos guardaron silencio para escuchar a su príncipe—, no es ninguna guerrera. Raiben y yo, tuvimos que salvarla de cinco orcos porque estaban a punto de matarla, y si no puede con cinco orcos no podrá contra un mago oscuro. Menos con los siete cuando se unan para derrotarla.
Los presentes asintieron con la cabeza, estando de acuerdo con las palabras de Laranar.
—En la profecía pone bien claro que el colgante será el que elija al salvador de nuestro mundo y ya lo ha escogido, para bien o para mal —habló por primera vez la reina. Tenía una voz clara, bonita y sensual—. Si Ayla es la elegida por el colgante y por la profecía, debemos aceptarlo y ayudarla en su misión.
—No es la elegida —dijo Laranar enfadado y me miró de reojo.
—Hijo —le nombró el rey—, solo es una humana, pero puede que tenga algún poder oculto.
—Lo dudo —murmuró.
Les miré a los tres, uno a uno y, finalmente, dije:
—No creo que sea la más adecuada para que me nombren la elegida. ¿No podrían nombrar a otro más cualificado? Tal vez el colgante se equivocó y…
—Imposible, el colgante ya te ha escogido —me cortó el rey, y como para dar más fuerza a sus palabras se levantó del trono y bajó los dos peldaños que lo elevaban por encima del resto hasta ponerse a mi lado—, eres la elegida.
El tenerlo tan cerca me intimidó y aparté la vista de sus ojos, mirando al suelo y dejando que mis cabellos me cubrieran el rostro para hacer una pantalla protectora contra su mirada penetrante, pero una mano me apartó un mechón y lo colocó detrás de mi oreja.
—Eres igual que tu abuela —comentó sonriendo—. No solo te pareces a ella si no que acabas de hacer el mismo gesto. ¿Dime, tienes alguna pregunta? —Se le escapó una media risita. Entonces recordé la primera pregunta de mi abuela de por qué no llevaba corona; aunque esta vez sí que llevaba una. Parecida a la de la reina, pero hecha de oro, más gruesa y robusta, si bien igual de bella.
Le miré pensativa y le contesté:
—Sí, y aunque opino que la corona que lleva es muy bella, prefiero preguntar en qué consistirá mi misión.
El rey sonrió y algunos nos miraron sin saber por qué había hecho ese comentario referente a su corona. Sin conocer a Lessonar, ya teníamos un chiste privado que solo conocíamos nosotros dos.
—Mi rey —le llamó uno de los elfos que se encontraban en el salón. Lessonar se giró y con un gesto de cabeza le autorizó a hablar—. Es precipitado dar por hecho que esta muchacha sea la elegida. Bien dice que el colgante brilló cuando lo cogió, pero ninguno de nosotros lo ha visto, ¿y si miente? ¿Y si es un truco del enemigo?
Lessonar suspiró, me miró a mí y luego al elfo que había hablado.
—¿Insinúas que podría ser una espía?
—Una chica humana no puede ser el elegido —le contestó.
—Si esos son tus únicos argumentos por los que desconfiar no son suficientes como para desvalorar los que sí afirman que es la elegida. Yo conocí a su abuela, se parece a Beatriz, tiene sus mismos ojos y lleva una ropa igual de extraña —me di un repaso a mí misma. Llevaba una camisa de algodón de manga corta y de color morada junto con unos tejanos, y el calzado eran las típicas bambas negras que podrían pasar por zapatos—. No hay duda que viene de otro mundo, del mismo que el de Beatriz, y lleva el colgante de los cuatro elementos. No hemos visto como brilla, sí, pero no por eso debemos desconfiar de su palabra.
—Hay unos motivos incuestionables para decir que ella no es la elegida —intervino de pronto Laranar—. No es fuerte, la he visto paralizada por el miedo y no es nada ágil cuando se trata de ir por el bosque. Se cayó varias veces tropezando con el terreno irregular del Bosque de la Hoja, las marcas de arañazos en sus manos lo demuestran, y… —me miró entonces, como si estuviese enfadado conmigo— no sabe montar a caballo, ni luchar. No sirve, es débil y necesita de alguien que la proteja.
—Entonces habrá que buscar a ese alguien. Tú, por ejemplo —le contestó la reina que continuaba sentada en el trono.
—¿Yo? —exclamó Laranar con cierto tono de indignación.
—Tú serás su protector —se reafirmó la reina—, alguien deberá estar a su lado mientras se les comunica a todas las razas de Oyrun que la elegida ha aparecido en Launier.
Laranar gruñó.
—Convocaremos una asamblea con la representación de cada raza de Oyrun. Hasta entonces, tú serás el encargado de que Ayla esté a salvo de cualquier peligro —le ordenó Lessonar. Tocó un brazo a su hijo y Laranar lo miró serio, la idea no le gustaba en absoluto—. Sorania es segura, no tendrás demasiada faena para protegerla.
Suspiró.
—No quiero molestar —dije preocupada.
Lessonar y Laranar me miraron a la vez. El rey con una leve sonrisa en sus labios y el hijo enfadado por el encargo que le habían obligado a aceptar.
—No molestas —dijo Lessonar— tu sola presencia es la esperanza para todos —hizo una breve pausa—. Ahora te explicaremos en que consistirá tu misión, pero antes, hay demasiada gente aquí, ¿no te parece? —Me preguntó, y no supe qué contestarle—. Despejad la sala de los tronos, debemos hablar tranquilamente —ordenó el rey, y acto seguido se fueron poco a poco todos los allí presentes, menos Laranar, los reyes y yo.
El rey volvió a su trono y se sentó, luego miró a la reina como esperando a que ella empezara a hablar.
—La misión de la elegida es acabar con el mal en este mundo. Para ello, deberás derrotar a siete magos oscuros que harán primero lo imposible y luego lo impensable para poder matarte. —Creo que la sangre me huyó del rostro tornándome blanca al escuchar sus palabras, pero la reina continuó hablando sin hacer ninguna pausa—. El colgante de los cuatro elementos te dará el poder necesario para poder combatirlos y los magos oscuros intentarán arrebatártelo, no solo para eliminarte si no para conseguir dominar su poder.
—Debes tener claro, —continuó el rey—, que tú eres la única dueña del colgante y la única que puede dominar por completo su poder.
Asentí con la cabeza, no muy convencida de ser quién ellos pretendían que fuera: una salvadora del mundo.
»Piensa que de caer el colgante en manos de un mago oscuro, será el fin para todos, pues la maldad lo corromperá y la energía negativa que desprenderá será una poderosa arma contra nosotros. —Continuó Lessonar—. No debes dejar que nadie toque el colgante, ni siquiera un momento, podría ser peligroso para ti y para la persona que lo intente.
—Y… ¿cómo se supone que me ayudará el colgante? —Pregunté.
—Es el colgante de los cuatro elementos, te dará la fuerza del agua, el viento, el fuego y la tierra. A medida que avance la misión, irás descubriendo su poder —me contestó la reina.
Suspiré.
—Mejor sería que se quedara a un lado, a salvo. —Insistió Laranar cruzándose de brazos—. No podrá matarlos, morirá.
El rey le miró de forma fulminante.
—Laranar, será mejor que intentes que se sienta cómoda y animarla en que puede conseguirlo. El camino será duro, más aun si a su lado tiene gente que no confía en ella. —Su voz sonó dura como el acero, sostuvo la mirada de su hijo hasta que este agachó la cabeza y suspiró vencido.
Me sentí incómoda ante aquella situación y cuando Lessonar volvió otra vez la vista a mí, mostró una sonrisa conciliadora para darme confianza.
Un nudo de angustia y miedo se aposentó en mi estómago. Quería huir, salir corriendo de aquella sala e ir a algún lugar donde no me consideraran alguien importante con una misión suicida que cumplir. Pero mis pies no se movieron, se quedaron clavados como si fueran de plomo.
—Debes estar cansada, Laranar te acompañara a tus aposentos y más tarde cenaremos juntos —dijo la reina al tiempo que hacía un sutil gesto de cabeza a su hijo.
—Madre, padre —Laranar inclinó levemente la cabeza y le imité—. Sígueme —me susurró mientras rozaba levemente mi brazo, me daba un empujoncito y me desclavaba del suelo.
Salimos del salón.
Mientras caminaba al lado de Laranar mi mente no dejaba de darle vueltas al asunto. Yo, la elegida, ¡qué locura! Jamás fui digna de tanta atención y esperaban demasiado de mí. ¿Estaría a la altura? ¿Cómo de poderosos serían esos magos oscuros? Un simple orco —por llamarlo de alguna manera—podía matarme en un segundo sin ningún esfuerzo, y se suponía que yo sola tendría que matar a siete magos. ¿Sería capaz? No solo en lo referente a enfrentarme a ellos, sino al valor de matar a alguien.
Alcé la vista, y me di cuenta que me había quedado muy por detrás de Laranar que me esperaba unos metros más adelante. Aceleré el paso y me coloqué a su lado.
—Ya estoy aquí —dije al alcanzarle. Laranar me miró, sin moverse. Sus ojos eran fríos. Estaba molesto conmigo y yo no tenía la culpa de lo que había sucedido, salvo de existir—. ¿Qué?
—Te dije que rechazaras el cargo —me espetó.
—Lo he intentado —me defendí—, pero tú pa… el rey —corregí— no me ha dejado.
—Olvídalo —su tono era de disgusto y continuó caminando, le seguí—. A partir de ahora seré tu guardaespaldas, tu protector —me miró de soslayo y luego clavó la vista al frente sin quitarse la cara de enfadado.
Ya era prácticamente de noche, los últimos rayos del atardecer se despedían de nosotros para volver al día siguiente. Salimos al exterior donde pude contemplar aquellos magníficos jardines. Cruzamos un pequeño puente, hecho en piedra, de arquitectura parecida a la romana. Estatuas, fuentes y lagos decoraban el lugar. Al llegar a un segundo edificio, Laranar me abrió la puerta para que pasara primero; le di las gracias, pero él se limitó a murmurar algo por lo bajo que no entendí. Estaba indignado conmigo, no solo por ser una decepción como elegida, sino por tener que protegerme y hacer de canguro.
Al entrar en aquel segundo edificio me quedé literalmente con la boca abierta, el lugar era espectacular, como una pequeña mansión, una vivienda a todo lujo bien iluminada por una enorme chimenea y por candelabros que colgaban de las paredes y lámparas que pendían del techo. Había una sala grande, tipo recepción, y una escalera muy ancha justo en medio, que daba a un piso superior. Unos grandes ventanales, situados justo detrás de la escalera, daban a una terraza exterior.
Subimos las escaleras. Torcimos a la izquierda, y andamos por un pasillo bastante ancho; donde, por la parte derecha había diversas puertas, y en el lado izquierdo solo un pequeño muro de poco más de un metro de altura que permitía seguir viendo los jardines a través de unos arcos que llegaban al techo.
Laranar se paró justo delante de una de las puertas.
—Esta será tu habitación —dijo mientras la abría.
Entré la primera y quedé sin palabras. Era la habitación más bonita que jamás había visto, espaciosa y bien iluminada. Debía tener por lo menos cien metros cuadrados, con una gran cama, un sofá, un vestidor y una mesa de cristal junto con un gran ventanal que daba a una terraza.
Salí al exterior, y no pude hacer más que mirar y sorprenderme. Las vistas eran espléndidas, se podían ver los jardines del palacio y las montañas a lo lejos.
Laranar no salió a la terraza, me esperó de pie justo al lado de la entrada.
—Es preciosa Laranar —dije mientras volví al interior.
—Me alegro —dijo serio— al no decir nada creí que no te gustaba.
—¿Qué no me gustaba? Es la habitación más bonita que he visto nunca, es magnífica.
—Bien, en ese caso te dejo sola. Tienes ropa limpia en el vestidor. Mi habitación es justo la de al lado, si tienes algún problema no dudes en llamarme. ¿Entendido?
—Sí, gracias.
Se marchó.
Curioseé mi nueva habitación.
En un rincón estaba colocado un escritorio y encima de este había unos estantes con muñecas de porcelana y algunos libros escritos en elfo. Las paredes estaban adornadas por varios cuadros de colores muy vivos y reales, con imágenes como un bosque, los jardines y el galopar de un caballo. Una chimenea se alzaba en una de las paredes, estaba encendida y daba calor a toda la estancia. El vestidor era tan grande como dos veces la habitación de mi casa y miré abrumada la cantidad de vestidos y zapatos de que disponía, junto con un sillón y tres espejos de cuerpo entero. Por último, un baño inmenso, donde una bañera estilo romana se ubicaba en el centro y una cabeza de león rugía agua templada llenándola constantemente. No había luz eléctrica por lo que no me sorprendió la cantidad de candelabros que había distribuidos por toda la estancia.
Era una habitación digna de una princesa.
Decidí bañarme en mi pequeña piscina privada. Me quite la ropa que llevaba desde el día anterior, y me metí dentro. El agua estaba divina y parecía que le habían añadido alguna esencia ya que olía a Lavanda, Limón y Romero.
Me relajé por completo.
Cuando terminé, encontré un tónico que olía a jazmín y me masajeé todo el cuerpo dejando mi piel suave, limpia, y con un olor dulce y agradable. Me puse una bata de seda de color salmón y me dirigí al vestidor. La elección no fue sencilla, pero al final me decanté por un vestido de color azul oscuro, muy bonito para la noche, sencillo pero elegante. Me calcé unas sandalias a juego y empecé a arreglarme el pelo cuando alguien picó a la puerta.
—¡Ya voy! —grité, y de cuatro zancadas llegué a la puerta.
La abrí.
Era Laranar, sus ojos me miraron de arriba abajo con expresión de asombro y me quedé cortada. Desvié la vista en el acto antes que el poder de su mirada hiciera que empezara a hiperventilar.
—¿Estás lista para ir a cenar? —Preguntó.
—Sí, sí —intenté que la mente se me aclarase un poco para poder responder con coherencia— dame un minuto, y estoy.
Antes de darme la vuelta le miré de refilón y pude comprobar otra vez lo increíblemente guapo que era, más aun teniendo en cuenta el bonito traje de color verde oscuro que lucía. Su melena rubia la había dejado por completo suelta y caía sobre sus hombros de forma atractiva.
Terminé de cepillarme la melena, y una vez estuve lista salí del vestidor, un poco nerviosa por saber como me vería aquel apuesto elfo.
Laranar estaba en el centro de la habitación, observándola, como si anotase mentalmente cualquier cambio que hubiese hecho. Al escucharme se volvió y contuvo el aliento.
—Ya estoy lista —informé victoriosa al haberle fascinado, pude verlo en sus ojos.
Se aproximó.
—Estás espléndida —me ofreció su brazo como todo un caballero.
Lo acepté tímidamente no estando acostumbrada a esa galantería.
Durante el camino hasta el lugar de la cena no nos dijimos una palabra, pero me deleité con el contacto de su brazo y el aroma dulce que desprendía. Aquello era más que suficiente para elevarme del suelo y sentir mariposas en mi estómago.
No me atreví a mirarle, así que no supe si él me miró en algún momento.
Un elfo nos abrió la puerta del salón donde el rey Lessonar y la reina Creao nos esperaban de pie, tomando una copa de vino al lado de una enorme chimenea. Al vernos, se dirigieron a una mesa alargada donde podían comer alrededor de veinte personas. La cubertería era de plata, la vajilla echa de porcelana y las copas de un fino y delicado cristal que daba miedo tocar y romper.
La cena fue exquisita, tuvimos una velada agradable y respondí con paciencia a una batería de preguntas referentes a mi mundo. El rey Lessonar me escuchó atentamente sorprendiéndose de la tecnología de mi mundo, lo avanzábamos que estábamos y, sobre todo, asombrado de que existiera un mundo sin orcos, ni magos. Laranar, por lo contrario, poco habló, aunque en ningún momento apartó sus ojos de los míos lo que provocó que me ruborizase en más de una ocasión.
EL FÉNIX
Un nuevo día se alzaba en el horizonte. Los primeros rayos de sol llegaban débiles iluminando mi habitación, pero no fueron ellos los que me despertaron. Llevaba una hora dando vueltas en la cama, pensativa. Varias cuestiones me hervían en la cabeza y no me dejaban conciliar el sueño. Por un lado saber que unos magos querrían matarme me asustaba, por el otro, no saber qué estaría pasando en la Tierra con mi desaparición me preocupaba. Estaba convencida que mis tíos, pese a todo, habrían llamado a la policía, y que Esther y David moverían cielo y tierra para intentar encontrarme.
Llevaba dos días en Oyrun y seguro que pasaría muchos más.
Probablemente semanas o meses, pensé.
Fue entonces, cuando intenté plantearme mi situación de otra manera. Estaba hospedada en un gran palacio y aunque reticentes a que una mujer pudiera ser la elegida me trataban bien. Por otro lado, cuanto más tiempo pasara en Oyrun menos tiempo tendría que vivir con mis tíos. No tenía sentido preocuparse sobre lo que ocurría en la Tierra, y en lo referente a los magos tenía un guardaespaldas muy guapo para protegerme. Pensaba disfrutar de la experiencia y, optimista, me levanté de la cama dispuesta a empezar un nuevo día.
Las agujetas que temí tener al día siguiente después de montar un día entero a caballo hicieron acto de presencia, y hasta que no anduve un poco por la habitación no pude quitarme la sensación de dolor.
La noche anterior, al volver de la cena con los reyes, mis ropas habían desaparecido y tenía que preguntar qué habían hecho con ellas. Por suerte, mi vestuario era amplio en cuanto a vestidos y no tardé en encontrar uno perfecto para pasar el día. Una vez arreglada salí de la habitación y piqué en la puerta de Laranar.
Esperé. No contestó nadie.
Quizá continuaba durmiendo.
Me encogí de hombros y viendo que aún era temprano me dispuse a dar una vuelta por los jardines antes de ir a desayunar.
Mientras caminaba no dejaba de maravillarme. Un cielo despejado y el sol alzándose dejaban un día fresco y limpio, aromatizado por las primeras flores de la primavera.
—¡Ayla! —La voz de un ángel pronunció mi nombre y al volverme vi a Laranar con rostro serio, preocupado, dirigiéndose a mí con paso acelerado.
—Buenos días, ¿qué ocurre? —Pregunté al verle de esa manera.
—Que sea la última vez —me cogió del brazo derecho en cuanto llegó a mi altura— que sales sola a los jardines. Es peligroso, te dije que el palacio daba directamente con el Bosque de la Hoja.
—Pero…
—Nada de peros —me cortó—. Ahora soy tu protector y no puedo perderte de vista, no lo vuelvas a hacer —por un momento, sus ojos amables se tornaron duros como el acero y le miré con miedo, notando su mano agarrada fuertemente a mi brazo.
Al darse cuenta, me soltó enseguida, arrepentido.
»Perdona, no quería hacerte daño.
Me toqué el brazo, aún notaba el apretón.
Apreté los dientes, le di la espalda y me dirigí al interior del palacio muy enfadada.
—Ayla…
—Sé cuidarme sola —le corté sin detener el paso. No iba a permitir que me tratase primero como si fuese una necia para el minuto siguiente intentar arreglarlo como si nada—. No creí que pudiera pasar nada, no me he alejado del palacio lo más mínimo y había elfos caminando por los jardines. Parece un lugar seguro.
—Pues no es seguro, no serías la primera que pasea tranquilamente por estos jardines y muere atacada por una criatura salvaje —me espetó.
Fruncí el ceño y me detuve.
—¡No lo sabía! —Alcé la voz, exasperada—, si no me explicas estas cosas yo no soy adivina —volví a tocarme el brazo y este se fijó—. Y que sea la última vez que me sujetas de esa forma, me has hecho daño.
—Lo siento.
No le respondí. Continué caminando dirección al gran comedor con Laranar pisándome los talones. Al llegar, el rey Lessonar y la reina Creao ya se encontraban allí. Les hice una reverencia y me senté en el mismo lugar que la noche anterior, al lado de la reina.
Una gran cantidad de alimentos estaban distribuidos por todo lo largo de la mesa, desde fruta y bollería, hasta patés y quesos.
No aparté la vista del plato por miedo a encontrarme con los ojos de Laranar que los noté clavados en mí como estacas de acero. Creí que era libre para ir donde quisiera, pero me había equivocado por completo. Un palacio, aquella era mi jaula, mucho más grande que el piso de mis tíos, pero una jaula a fin de cuentas.
«Ahora soy tu protector» las palabras de Laranar resonaron en mi cabeza y pensé que quizá era eso lo que le molestaba. Tener que protegerme y estar tan pendiente de mí.
—Ayla, te veo tensa esta mañana —comentó la reina Creao rompiendo el hilo de mis pensamientos.
Alcé la vista del plato, mirándola, esperaba una respuesta.
—Estoy bien —contesté intentando sonreír, pero no lo conseguí.
—Apenas has probado bocado —se fijó Laranar al tiempo que me ofrecía una manzana—. Come, está buena.
Vacilé, pero al final decidí aceptarla. Extendí el brazo para alcanzarla y toqué sus dedos en una caricia suave que ninguno de los dos esperó tener. Sus ojos me miraron atentamente, por un momento el contacto entre nuestros manos fue algo mágico. El calor de cada uno, el tacto de la piel contra la piel. Fue como tocar un ángel.
Ambos dejamos de respirar, absortos en las miradas del otro, y mi enfado se desvaneció.
La reina carraspeó y volvimos a la realidad.
Soltó la manzana y me la llevé al plato. Sus ojos, no obstante, no dejaron de aposentarse en mí.
Si por lo menos no se sentara enfrente, pensé.
—Laranar —le llamó la reina, y en ese momento prestó atención a su madre liberándome de sus bonitos ojos.
La reina miró con dureza a su hijo y con un gesto casi imperceptible le avisó que no siguiera con aquel juego peligroso.
—Majestad —me dirigí a la reina y esta me miró—, creo… que no es necesario que impongan a Laranar que sea mi protector, no quiero molestar.
La reina miró a su hijo.
—La elegida necesita un protector, pero quizá sí que deberíamos asignar a otro elfo —miró al rey—. ¿Raiben? —Propuso.
Se me heló la sangre al escuchar ese nombre.
—No —respondió Laranar enseguida—. Yo soy su protector, tú me asignaste ese cargo, madre. No puedes relevarme sin una causa justificada.
—¿Crees que mi causa no es justificada? —le preguntó duramente—. Lessonar, deberíamos…
—Padre, por favor —le pidió Laranar cortando a su madre—. No habrá nadie mejor para protegerla.
Lessonar suspiró y me miró.
—¿Por qué no quieres un protector? —Me preguntó.
—Porque… pensé… que Laranar no quería ser mi protector —confesé mirando a Laranar de soslayo—. No quiero molestar a alguien obligando a hacer algo que no quiere.
—No me importa —dijo Laranar—, quiero ser tu protector.
—Ayla, no molestas —dijo el rey—. Tu presencia es la esperanza para nuestro mundo y creo… —miró a la reina— que Laranar es el más indicado para esta misión.
—Está bien —aceptó Creao a regañadientes—. Pero más tarde hablaré contigo, hijo.
No entendí qué ocurría, solo me había pasado una manzana y la reina había actuado como si me hubiese propuesto matrimonio. Además, era imposible que se enfadara con su hijo por una cosa así. Él era un príncipe apuesto, guapo y encantador, jamás se fijaría en una humana normalita y sin ninguna cualidad.
Comí la manzana a pequeños mordiscos. Lessonar y Creao abandonaron el comedor justo cuando dejé el corazón en el plato. Laranar se quedó sentado en su asiento, sin moverse, miraba atentamente su plato mientras con un cuchillo jugaba con la mermelada que le había sobrado a modo de distracción.
Alzó la vista, mirándome a los ojos.
—Siento lo de antes —se disculpó—. No era mi intención asustarte, ni que pienses que eres un estorbo.
—Acepto tus disculpas. —Apoyé los codos en la mesa, entrelacé mis manos y apoyé mi rostro en ellas—. Podrías enseñarme el resto del palacio —propuse.
Asintió.
Laranar se mostró todo un experto explicando y mostrando cada parte y rincón del palacio. «El palacio está dividido en tres edificios: El principal, donde se reciben todas las visitas de extranjeros o elfos provenientes de otras partes de Launier; que consta de una sala de recepciones conocida como la Sala de los Tronos, cinco salas para eventos de estado, cuatro para celebraciones, dos para fiestas y un salón comedor capaz de albergar a dos mil comensales. El segundo edificio es donde vive la familia real. Consta de ciento veinte dormitorios, doscientas habitaciones y doce comedores, de los cuales uno es solo para los reyes y herederos directos al trono. Y, por último, el tercer edificio donde residen los criados y donde se hospeda a los invitados».
Cada sector era un lujoso edificio de extraordinaria y celebrada belleza, construido principalmente con mármol blanco, piedra arenisca roja, hormigón y piedra. Decorado con jaspe, cristal, jade y piedras preciosas como brillantes, diamantes, turquesas y zafiros. Su arquitectura me recordaba a la romana, y algunos muros eran decorados con pinturas, y según que pavimentos con mosaicos.
—No entiendo una cosa —dije mientras salíamos del salón del Viento. Uno de los salones del edificio principal llamado así porque tres de sus paredes no se elevaban más de un metro, continuados por grandes arcos que llegaban hasta el techo. En consecuencia, se tenía contacto directo con el exterior y la suave brisa o viento, hacían acto de presencia cuando el día se levantaba revoltoso, de ahí su nombre—. Si hay un edificio para invitados ¿Por qué estoy con la familia real? Solo soy una simple humana.
Sonrió.
—Porque tú eres una invitada muy especial —respondió ensanchando su sonrisa—. No todos los días tenemos el privilegio de tener a alguien de un mundo diferente y de esa manera te tengo cerca para poder protegerte.
Salimos del edificio principal y paseamos por los jardines del palacio.
—No hace falta que estés protegiéndome todo el rato —dije mirando alrededor.
Vi un edificio diferente del resto. Estaba situado justo en el linde entre los jardines del palacio y el Bosque de la Hoja.
—¿Qué hay allí? —Pregunté señalándolo con la cabeza.
—La biblioteca —respondió—, guarda alrededor de medio millón de libros y pergaminos.
Aceleré el paso automáticamente, con la intención de ver medio millón de libros, pero Laranar me cogió de una mano, deteniéndome. Le miré sin comprender.
—Ayla —me nombró muy serio—, debes entender que eres muy importante, no eres una simple humana y mi trabajo es estar a tu lado las veinticuatro horas del día —posó sus manos sobre mis hombros lo que provocó que me pusiera nerviosa, el corazón se acelerara y contuviera el aliento mientras sus impactantes ojos miraban directamente los míos—. No quiero que pienses que soy un loco por quererte tener tan controlada. Créeme cuando te digo que es necesario que no me separe de ti ni un momento. La noticia que llevas el colgante de los cuatro elementos pronto se sabrá en todo el mundo y querrán venir a por ti. Si sales corriendo inesperadamente de mi lado pueden aprovechar para atacarte. —Suspiró y colocó una mano en mi rostro, sujetándome con dulzura. Empecé a notar flojedad en las piernas y a sentir que todo me daba vueltas—. Prométeme que no intentarás alejarte de mi lado —su voz fue claramente seductora, intentaba ganar utilizando su encanto contra mí y funcionaba, asentí con la cabeza.
—No me… separaré —dije como una tonta enamorada dando un suspiro.
Laranar retiró la mano de mi mejilla y se giró.
Dos elfos estaban detrás de él, esperando. Laranar era tan alto que ni siquiera los vi hasta que se volvió. Los dos me miraron atentamente, no me sorprendió, seguro que todos sentían curiosidad sobre la que se suponía que era la elegida aún no confirmada.
—Laranar —le nombró uno de ellos, me sorprendió que le llamaran por su nombre en vez de alteza o príncipe—, tenemos que hablar.
—¿De qué se trata?
Con sutileza, me retiré un poco sentándome en un banco cercano. Laranar me echó un vistazo para ver por donde andaba, estaba a apenas diez metros de él, pareció conforme.
Para distraerme empecé a hacer dibujos en el suelo con una ramita que encontré. Miré a Laranar que hablaba dando órdenes y discutía algún tema que parecía ser importante. Se volvió un momento, comprobando que no me hubiese movido del banco y continuó dando instrucciones.
Era muy guapo, algo obsesionado con mi protección, pero al fin y al cabo solo quería mantenerme a salvo.
Sentada, me volví hacia la biblioteca, era un edificio realmente impresionante, con grandes columnas en la entrada, echo prácticamente en piedra.
«Medio millón de libros» había mencionado Laranar. Me encantaba leer, sumergirme en las historias de los cuentos y las novelas, aprender, saber y llenarme de conocimiento. Y aquel lugar podía darme muchas respuestas de cómo funcionaba ese nuevo mundo. Estaba a unos trescientos metros de distancia, podría entretenerme mientras Laranar hablaba con aquellos elfos.
Detuvieron la conversación en cuanto me puse al lado de Laranar y este me miró, esperando a que hablara.
—He pensado en ir a la biblioteca —la señalé con el brazo—, mientras tú terminas de hablar.
Miró el edificio.
—No —respondió—. Está demasiado lejos.
¿Lejos?
—Espera en el banco —me pidió— enseguida acabo.
Resignada y algo mosqueada, volví a sentarme en el banco.
Aquella conversación parecía no tener fin. Volví la vista hacia la biblioteca, fruncí el ceño, me levanté y me encaminé hacia aquel impresionante edificio. Era un lugar cerrado que me protegería de cualquier monstruo que pudiera atacarme. Laranar se pasaba con mi protección, no ocurriría nada por alejarme tan solo un poquito.
El camino para llegar hasta la biblioteca era un caminito asfaltado con adoquines perfectamente colocados y, alrededor, un césped bien cortado de un color verde intenso.
Una nube pasó por encima de mi cabeza a una velocidad asombrosa, pero cuando levanté la vista al cielo, cubriéndome los ojos con una mano a modo de visera, el cielo estaba despejado. Resultó extraño, pero continué adelante no sin sentir un escalofrío que recorrió mi espalda. Antes de llegar, la voz de Laranar sonó dura, afilada y enfadada.
—¡Ayla! —Gritó para que me detuviera—. Te he dicho que no.
Al volverme le miré enfadada.
La sombra en el cielo volvió a aparecer y al alzar la vista un ave gigantesca, de color negro azabache, volaba en círculos por nuestras cabezas. Acto seguido, Laranar empezó a correr hacia mí y los dos elfos que le acompañaban prepararon sus arcos para atacar al animal. Un cuerno sonó a lo lejos.
El ave se encendió de cuerpo entero, como una antorcha, y bajó en picado hasta mí. Volteó una vez alrededor mío, en un círculo cerrado, dejándome atrapada en una muralla de fuego.
¡Oh! No, pensé al verme rodeada por las llamas. Tonta. Tonta. Tonta.
El ave aterrizó dentro del círculo de fuego haciendo que su cuerpo dejara de arder.
Era una bestia de cuerpo fino y cuello alargado, —no más alta de metro y medio—, con unos ojos rojos del color de la sangre y unas patas largas y delgadas.
Escuché voces fuera del círculo, ajetreo por encontrar la manera de llegar hasta mí. Quise llamarles, pero el humo era tan espeso que solo pude empezar a toser. El ave aprovechó mi debilidad, abrió su largo pico y emitió un chillido agudo al tiempo que se abalanzó sobre mí. Conseguí esquivarle una vez, pero trastabillé con mis propios pies cayendo de espaldas al suelo. El ave empezó a picotearme. Noté como me hería en el cuello y los brazos al intentar cubrirme, desgarrándome la piel como una cuchilla afilada, provocándome cortes y heridas importantes. De repente, una flecha impactó en su ala izquierda y se retiró de inmediato.
—Ayla, vamos, —alguien me cogió por los hombros con tanta fuerza que me alzó de un salto.
Era Laranar, me miró un instante a los ojos para luego cubrirme con su capa. Traspasamos las llamas de un salto que básicamente impulsó él, y caímos rodando por el suelo alejándonos del fuego. Laranar deshizo su abrazo, lanzando su capa a varios metros de nosotros ya que las llamas empezaron a devorarla.
Alrededor, varios elfos se habían reunido con arcos y flechas, y empezaban a disparar hacia el interior del círculo donde aún se encontraba el animal.
—¡Vamos! —Laranar volvió a alzarme del suelo y de una forma un poco bruta me entregó a dos elfos—. Llevadla al palacio, ¡rápido! —Les ordenó.
Uno de ellos me cogió de un brazo con la intención de arrastrarme hacia el interior, pero solo tenía ojos para Laranar que se volvía junto con los demás para hacer frente a aquella criatura.
—Vamos, niña —me llamó de mala gana el que me sujetaba—. Ya le has escuchado.
Lo miré un breve segundo, pero luego continué mirando a todos los elfos que lanzaban sus flechas. En ese momento, el rey Lessonar llegó con un séquito de diez guerreros, armados hasta los dientes. Al verme se dirigió enseguida a mí después de mandar a sus guerreros a combatir contra el ave.
—¿Estás herida? —Preguntó alzando mi barbilla.
Notaba el cuello lleno de cortes y arañazos, y cuando me pasé una mano me manché de sangre. Mis brazos también presentaban cortes profundos, pero extrañamente no me dolían. No había tiempo para sentir dolor.
—No es nada —dije quitándole importancia. Fue en ese instante, cuando me percaté que la cuerda que sostenía el colgante de los cuatro elementos ya no la tenía. Aquella bestia me lo había robado—. El colgante, ¡no lo tengo!
Lessonar abrió mucho los ojos.
—Llevadla dentro —ordenó también el rey, volviéndose a la caza del animal.
—Vamos, humana —tiró de mí el elfo, fuertemente.
—Suéltame —le pedí—. Me haces daño. —Apretó más su mano contra mi brazo y gemí de dolor—. Iré dentro, lo juro, pero suéltame, me duele.
—¡Adentro! —Ordenó, empujándome.
—Cálmate —le pidió el otro elfo que lo acompañaba e hizo que me soltara—. Vayamos dentro elegida.
Asentí, pero justo entonces un chillido se alzó en el aire. El ave levantó el vuelo apenas unos metros consiguiendo salir del círculo de fuego. Tenía varias flechas clavadas por todo el cuerpo y agitaba las alas para deshacerse de ellas mientras el colgante de los cuatro elementos lo llevaba sujeto en el pico.
Decenas de flechas volaron directos al animal e impactaron de forma contundente por todo su cuerpo. El ave emitió un grito ensordecedor y tuve que taparme las orejas con la esperanza de hacer aquella sensación más amena. Los elfos también se cubrieron, era estridente y doloroso, incluso tuve una ligera sensación de mareo.
Paró de chillar.
Todo su cuerpo se volvió a encender como una antorcha, quemando las flechas que le herían. Alzó el vuelo y otra flecha le impactó en el pecho. Cayó nuevamente y su grito fue más débil, aunque igual de estridente. Volvió a su estado habitual, sin llamas que le rodeasen. Laranar era el último que le disparó y como si el ave lo supiera se abalanzó sobre él, hundió sus garras en su clavícula derecha hasta que un reguero de sangre empapó su ropa.
Laranar contuvo un grito de dolor y de él solo salió la orden de disparar.
Varias flechas volaron a la vez.
Contuve el aliento rezando que no dieran a mi protector, pero el ave las desintegró con una llamarada de fuego antes que llegaran a alcanzarle.
Todos tuvimos que cubrirnos tirándonos al suelo.
Para cuando alcé la vista, el ave ya levantaba el vuelo llevándose consigo a Laranar. Me levanté rápidamente y me dirigí al primer elfo que no se había incorporado, le quité el arco y cogí una flecha de su carcaj.
Sin saber muy bien qué hacer, tensé la cuerda, fijé mi objetivo en la espalda de la bestia y disparé. La flecha salió despedida como un rayo e impacto contra el cuello de la criatura. Laranar fue liberado en ese momento, cayendo desde una altura de unos cuatro metros.
Volví a robar otra flecha.
—¿Se puede saber qué haces? —Preguntó enfadado el elfo al que le cogía todas las flechas.
Quiso quitarme mi arma, pero con un gesto bruto lo empujé y me aparté de él corriendo hacia el ave. Tensé la cuerda y volví a disparar, el objetivo era herirle, pero la punta de la flecha impactó contra el colgante de los cuatro elementos. De pronto, el colgante se iluminó tornándose del blanco inmaculado, transparente, a un color oscuro, negro amoratado. Y, entonces, explotó, como un cohete artificial que se ilumina y se extiende en una estela por todo el cielo de la mañana. La bestia no tuvo tiempo de soltarlo que se desintegró con el poder de la explosión.
Tuve que apartar la vista, cubriéndome los ojos con los brazos para protegerme de la intensidad de la luz.
Alguien me cogió, me cubrió la cabeza en su pecho y hundió su rostro en mi pelo.
—No mires la luz, te quemarás los ojos —reconocí la voz del rey.
Cuando todo volvió a la normalidad dejó de abrazarme, se retiró un paso de mí y me miró atentamente.
—¿Te encuentras bien? —Me preguntó.
Asentí, pero mis ojos solo buscaron a Laranar que continuaba tendido en el suelo. Salvé la distancia que nos separaba en apenas unos segundos. Ya se incorporaba cuando llegué, pero continuó sentado en el suelo, rotando su hombro dolorido.
—Laranar, ¿estás bien? —Pregunté colocándome de rodillas a su lado—. Tienes sangre en el hombro.
Sus ojos se alzaron hasta los míos y percibí una mirada fría, enfadada, con un rastro de dolor en la profundidad de sus ojos.
—Te dije que no te apartaras de mi lado —su tono era duro, seco y distante—. Te pedí que esperaras a que terminara de hablar. ¿Por qué no has obedecido?
Me quedé sin palabras.
—Por tu culpa el colgante se ha perdido —se alzó otra voz entre los presentes e identifiqué a Raiben—. Se ha dividido en decenas de trozos, ahora los magos oscuros obtendrán su poder y todo por tu culpa.
Miré al resto de elfos, todas las miradas estaban puestas en mí, pero sus rostros reflejaban enfado e incluso odio. Me entraron ganas de llorar, pero respiré hondo intentando contener las lágrimas.
—No era mi intención, lo siento —me disculpé.
—Sentirlo no es suficiente —dijo otro—. Es una impostora, no puedes ser la elegida.
Acto seguido un murmullo de conformidad se elevó alrededor «Una humana no puede ser la elegida»; «Si fuese el elegido no habría dejado que un fénix le encerrase en un círculo de fuego»; «Deberían castigarla».
Miré a Laranar, asustada, pero sus ojos solo mostraban enfado.
—Dime, ¿sabes qué era la bestia que nos atacó? —Me preguntó uno de los elfos.
—Un pájaro —respondí con boca pequeña.
—Veis —dijo al resto—, un elegido sabría perfectamente que se trataba de un Fénix maldito por artes oscuras. No es más que una cría, una simple humana que no se entera de nada, ni siquiera de los seres que la atacan. —Su tono fue de burla, y apreté los puños hasta que los nudillos se me tornaron blancos.
—Falsa elegida, ¿sabes siquiera que es un Cónrad? —Me preguntó otro con el mismo tono de mofa.
Miré a Laranar buscando su ayuda.
—¿Y una Frúncida? —Continuó.
Empecé a llorar y me tapé el rostro con las manos, muerta de vergüenza. A mí alrededor, varios empezaron a reír y deseé que la tierra me tragara.
—¡Silencio! —Ordenó el rey—. Despejad la zona y encargaos del fénix antes que renazca de sus cenizas —se agachó a mi altura—. Debes ir al hospital —miró a su hijo— y tú también.
El rey me ayudó a incorporarme.
El elfo que se había reído de mí le tendió la mano a Laranar para ayudarle a levantar, pero este la rechazó con un golpe seco, despreciándolo. Se levantó él mismo, sin ayuda de nadie y miró con malos ojos a aquel elfo que puso cara de no entender nada.
—Jamás creí que alguien de mi pueblo se burlara de esa manera con una persona que proviene de un mundo tan diferente del nuestro. Donde no hay elfos, ni magos, y que es por completo comprensible que desconozca los seres malignos que habitan en Oyrun.
Laranar me defendió y le miré sorprendida que me diera su apoyo con el enfado que llevaba encima.
—Pero, alteza…
—No hay excusas que valgan —lanzó una mirada fulminante a todos aquellos que se habían reído, en especial a los dos elfos que debían haberme llevado al interior del palacio—. Vosotros, ¿por qué no obedecisteis mis órdenes de llevarla dentro?
El que me sujetó del brazo hasta casi creer que me lo partiría me miró con rostro enfadado.
—Ella no quiso entrar —se excusó—. La tuve que coger para llevarla al interior pero escapó.
Laranar me miró, aún más enfadado. Vi la decepción en sus ojos.
—¿Por qué? —Me preguntó.
—Iba a entrar pero… —recordé el momento en que aquel elfo me cogió del brazo y lo toqué instintivamente—. No… él me… —vacilé, quise entrar pero aquel elfo me agarró tan fuerte que con todo lo que estaba sucediendo me asustó aún más—. Lo siento —volví a disculparme—, no volverá a suceder.
—Majestad —uno de los elfos que se estaba encargando de las cenizas del fénix se dirigió al rey—. Mire, hay un fragmento del colgante, pero está contaminado.
—Que nadie lo toque —dijo—. Ayla, recoge el fragmento —me ordenó.
Contuve la respiración, al igual que todos los presentes.
Finalmente, suspiré.
Más de veinte pares de ojos me observaron mientras me dirigí al lugar del fragmento contaminado. Al llegar, lo observé, era muy pequeño, apenas un centímetro o menos de largo y mucho menos de ancho. Se podía distinguir entre la hierba porque un aura oscura lo rodeaba.
Lo cogí sin más dilación, quería acabar con aquel espectáculo cuanto antes y, entonces, el fragmento empezó a brillar; volviendo al blanco inmaculado, puro y transparente del principio.
—Ha logrado purificarlo —exclamó uno de los presentes, asombrado.
—Sí —respondió el rey, mirándome. Luego se dirigió a todos los presentes, incluido su hijo—. Solo el elegido es capaz de mantener puro el colgante de los cuatro elementos y ella lo ha hecho sin ningún esfuerzo. Viene de un mundo diferente llamado la Tierra, y aunque el incidente que acabamos de tener es desafortunado, no quiere decir que ella no sea la elegida.
Las palabras del rey sonaron con fuerza y nadie se atrevió a contradecirle; pero no por eso sus miradas fueron menos frías cuando clavaban sus ojos en mí.
Me miré los brazos, tenía varios cortes, unos profundos otros podían pasar por simples arañazos. La escena era un tanto macabra, estaba cubierta de sangre y poco a poco el dolor —que en un principio no había hecho acto de presencia—empezó a caer sobre mí. Miré a Laranar que continuaba mirándome con enfado y, sin saber qué hacer, eché a correr hacia el interior del palacio. Les escuché llamarme, pero les ignoré. ¿Para qué iba a quedarme? ¿Para que continuaran mirándome como si fuera la peor persona del mundo?
Casi tropecé con una elfa cuando abrí la puerta que daba al edificio de la familia real, la esquivé en el último momento y corrí sin hacer caso a su grito de verme toda llena de sangre. Subí las escaleras, recorrí el pasillo y por fin llegué a mi habitación. Me escondí en el lugar menos amplio de que disponía con la esperanza que no me encontraran durante un buen rato, el vestidor.
Me senté con la espalda pegada a la pared, justo en un rincón.
Lloré, con la respiración entrecortada, mientras un mar de lágrimas caía por mis mejillas. Intenté limpiarme los ojos infinidad de veces, pero las lágrimas aparecían y aparecían.
Fui una estúpida, Laranar me advirtió que no me apartase de él, que era peligroso, pero yo tenía que alejarme como una imbécil. Creí que era demasiado sobreprotector, pero la equivocada era yo, no estaba en la Tierra, estaba en Oyrun. Un mundo peligroso.
Al cabo de unos minutos, el rey entró en el vestuario y lo miré avergonzada.
Intenté controlar el llanto, pero no pude.
—Ayla —se plantó delante de mí y al contemplarle me pareció un gigante—. Ya ha pasado, no te preocupes.
—Ma… majestad —conseguí nombrarle—, perdóneme.
—No hay nada que perdonar —contestó amablemente—. Ven, debemos curar tus heridas.
—No —contesté rehusando la ayuda que me ofrecía para levantarme aunque se tratara del rey—. No quiero salir, todo el mundo me mirará culpándome por lo sucedido; y tendrán razón.
—Si alguien hace eso me encargaré personalmente de castigarle. Vamos. —Volvió a tenderme la mano, pero volví a negar. Abrazándome las rodillas, temblando—. Ese fénix estaba maldito, alguien lo corrompió con el mal y su objetivo era quitarte el colgante.
—Si no me hubiese separado de Laranar esto no habría ocurrido y por mi culpa él está herido. Nunca me perdonará.
Se agachó a mi altura.
—Solo tiene unos cuantos cortes en el hombro izquierdo, no tiene ningún hueso roto, se pondrá bien —volvió la vista hacia el interior de la habitación y sonrió—. Escucha, eres la elegida le guste a le gente o no, y tu destino es derrotar a los magos oscuros. Este fragmento —hizo que abriera la mano donde lo tenía guardado—. Tiene suficiente poder como para recuperar los que se han perdido.
—Pero…
—Eres la elegida, empieza a comportarte como tal —me ordenó un poco más serio—. No puedes permitir que la gente te juzgue, enfréntate, hazles ver que eres merecedora de ese título.
Volví a limpiarme los ojos, ya más calmada.
—Laranar ya no querrá ser mi protector —dije—. No creo que nadie quiera serlo.
—¿Estás segura? —Volvió la vista a la entrada del vestidor y Laranar asomó la cabeza, mirándome serio—. Ayla está preocupada porque piensa que no la perdonarás y no querrás ser su protector —el rey se levantó y se aproximó a su hijo—. Id al hospital cuanto antes.
Laranar acabó de pasar al interior del vestidor mientras su padre me echaba una última ojeada antes de marcharse.
—Ayla, debemos ir al hospital —ordenó con tono gélido—. Levanta.
Me tendió la mano, pero me levanté sin aceptar su ayuda. Entonces me acorraló, apoyando sus manos en la pared, utilizando sus brazos a modo de prisión, y obligándome a permanecer empotrada contra la pared.
»Que sea la última vez que desobedeces mis órdenes —sus ojos cálidos se tornaron duros y su voz sonó como un bloque de hielo—. Cuando te digo que no te separes de mí, me obedeces y punto. Si te digo que no puedes ir a un lugar, no preguntas, te callas y cumples mis órdenes. Cuando te dejo al cargo de dos guerreros para ponerte a salvo vas inmediatamente con ellos. Cuando te diga que corras, corres; cuando te diga que te agaches, te agachas; si te digo que huyas, huyes. ¡¿Lo has entendido?! —gritó.
Asentí lentamente con la cabeza.
»Si haces lo que te digo continuarás con vida —se separó de mí entonces, devolviéndome la libertad—. Si vuelves a desobedecerme lo más seguro es que acaben matándote. Ahora, iremos al hospital a que nos curen las heridas, luego nos cambiaremos de ropa y más tarde —entrecerró los ojos, mirándome todavía más duramente— ya veré que hago contigo.
Le seguí sin decir palabra. Miré el fragmento, lo había manchado de sangre, no parecía más que un trozo de cristal. Parecía imposible que escondiera un gran poder. El caso, era, que lo había purificado y aquello me había manteniendo en el cargo de posible elegida.
Miré a Laranar de soslayo, continuaba con su mirada fría. Me había sermoneado con razón, aunque muy duramente pese a todo. Se dio cuenta que le observaba y aparté la vista de inmediato, no quería que volviera a hablarme de aquella manera e, involuntariamente, las últimas lágrimas que me quedaban bajaron por mis mejillas acompañadas de un gemido lastimero al intentar respirar.
Todo mi cuerpo temblaba de forma involuntaria.
—Ayla, ¿entiendes por qué te he dicho esto? —me preguntó con una voz más calmada.
Alcé la vista y para mi alivio sus ojos habían vuelto a la normalidad, eran amables y cálidos.
—Porque se ha perdido el colgante y vuestro mundo está en peligro —respondí.
—No has entendido nada —negó con la cabeza, indignado—. Te digo esto porque podrías haber muerto, no quiero que mueras.
—Si resulto ser la elegida, como dice el rey, soy la encargada de matar a esos magos —suspiré—. Intentaré seguir con vida.
—Vuelves a no entenderlo —se detuvo en ese momento—. Mira… —vaciló—. No quiero que mueras, no porque seas la elegida, sino porque simplemente no quiero que mueras. Por ti, no por una profecía. Eres importante para Oyrun, pero más importante es tu vida.
Quedé literalmente con la boca abierta, aquello no me lo esperaba, creí que lo único que les importaba era la eliminación de los magos oscuros sin importar nada más.
—Pensé que mi vida solo era algo que proteger porque estaba ligada al destino de Oyrun, nada más —respondí—. ¿De verdad te importo?
—Claro.
—¿Por qué? —Pregunté sin acabármelo de creer—. Solo soy una humana para tu pueblo, no valdré nada si no soy la elegida. Ya no tendrás que protegerme y quien quiera podrá venir a matarme —lo dije con una tranquilidad que hasta yo misma me sorprendí y dejé a Laranar sin palabras.
—Para mí tu vida es importante —se mordió la lengua y negó con la cabeza—. Juro protegerte de cualquier criatura que quiera matarte seas o no seas la elegida.
—¿Por qué?
—Deja de preguntar tanto por qué —saltó exasperado—. Acéptalo y punto.
Casi sonreí.
—No volverá a pasar —dije mirándole a los ojos—. Lo de hoy, quiero decir; he aprendido la lección. No volveré a separarme de ti, te lo prometo. ¿Me… me perdonas? —pregunté vacilante.
—Claro —respondió para mi gran alivio—. Ahora, vayamos a que te curen, estás llena de sangre.