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Todos giraron la cabeza hacia el fondo, donde entre la penumbra destacaba la silueta del joven arqueólogo, que avanzó hacia ellos para exigirles que no se moviesen.
—¿Quién eres tú para estar aquí? —le espetó Guylaine—. ¿Dónde está mi padre? ¡Contesta!
Marc le susurró a la mujer que no perdiese los nervios porque, al prestarle un poco más de atención al tipo, había observado que tenía una pistola plateada que sujetaba con ambas manos.
—¡Las preguntas las voy a hacer yo! —dijo Bruno gritándoles—. Poneos contra esa pared con las manos en alto. ¿Ha quedado claro?
Le obedecieron sin rechistar.
—¿Qué has hecho con el conde? ¿Dónde le tienes retenido? —preguntó el detective.
—¡Te repito que aquí mando yo! —le gritó apuntándole con la pistola directamente a la cabeza—. ¿Habéis traído los documentos de Roma? Dádmelos inmediatamente o me pongo a pegar tiros.
Renaud miró a Marc tratando de obtener su aprobación, quien asintió con la cabeza, por lo que el asistente procedió a sacar unos folios doblados del bolsillo de su chaqueta para acercárselos al tipo que les estaba encañonando.
—Debe tener mucho cuidado con esos papeles —le dijo al entregárselos—. La información que contiene es muy sensible y, mal utilizada, puede ser catastrófica. ¿Me entiende usted?
—Parecéis tontos —soltó el joven—. Yo sé mucho más que vosotros de todo esto porque llevo años investigando este tema. No tenéis ni idea.
—¿A qué se refiere? —inquirió Renaud.
—Se sabrá a su debido tiempo.
—Al menos, dime dónde está mi padre. Te lo ruego —le suplicó Guylaine.
—Os llevaré con él y procederemos a introducir en la máquina estos nuevos hallazgos. ¡Dirigios hacia el sótano!
* * *
Iniciaron el descenso hacia la parte inferior del castillo.
Marc, que había realizado ese recorrido varias veces, siempre lo encontró sorprendente, ya que el súbito cambio de aspecto de la parte residencial a la medieval era como retroceder cientos de años en tan sólo unas decenas de metros. A lo lejos, vio una vez más el estrecho acceso a la sala en la que se encontraba la cabeza parlante, de donde un tímido rayo de luz, entrecortado a ratos, salía de la estancia para dejar entrever que allí dentro había alguien.
—Entra tú primero —le dijo el joven a la mujer, que procedió a introducir la parte superior de su cuerpo por la estrecha abertura para luego pasar el resto.
La penumbra no le dejaba ver más allá de unos metros.
Guylaine se percató de que el detective estaba intentando meterse entre las piedras, y una vez asumido que le seguía, avanzó hacia la monstruosa máquina tratando de no mirarla directamente, pues aún no había conseguido olvidar del todo la pavorosa faz del engendro y no quería volver a retener en sus retinas una imagen tan diabólica.
Parecía que allí no había nadie.
La mujer se acercó más aún.
—¿Estás por aquí? —pronunció en un tono de voz muy bajo, llamando a su padre.
Tras el inmenso artefacto, con unos papeles en las manos y aspecto cansado, apareció Pierre Dubois.
* * *
Padre e hija se entrelazaron en un largo abrazo que duró varios minutos.
Cuando se separaron, el resto de las personas ya habían llegado hasta la máquina.
—¿Dónde te han metido? ¿Te han tratado bien? —le preguntó Guylaine—. Te he llamado decenas de veces sin obtener respuesta.
—No me he movido de aquí desde que me vine de Córdoba y no he parado ni un minuto, pues lo que encontramos en la casa del médico árabe es un descubrimiento excepcional que ha absorbido todo mi tiempo. Pero cuéntame tú, porque hasta donde yo sé, creo que habéis tenido mucha suerte en Roma y que conseguisteis la última parte del legado.
—Así es —le confirmó su hija—. También hemos recuperado a Renaud, que fue retenido por los brutos que nos perseguían. El pobre ha sufrido mucho, pero ha desempeñado un papel fundamental para encontrar la información que buscábamos, que es sorprendente. Créeme.
El asistente dio un paso al frente y saludó a su jefe. Ambos se dieron un cordial abrazo, después de tantos días sin verse, e intercambiaron unas palabras relativas al estado de salud de cada uno de ellos.
El detective comprobó que Bruno se encontraba tras él, con la pistola en la mano, y ante esa situación, quiso saber si el conde había sido maltratado por aquel supuesto arqueólogo del que nunca debieron fiarse y que les había trastocado todos los planes.
—¿Le ha hecho daño este tipo, señor Dubois? —preguntó Marc Mignon.
—Tío, sigues equivocado —le soltó Bruno entre carcajadas—. El conde está más implicado en todo este asunto que nadie. ¿Quién te crees que es el cerebro de toda la operación?
La cara de incredulidad de los allí presentes le hizo ver al joven que no le habían creído. Ante esa reacción, Bruno decidió que fuese el propio conde quien se lo corroborase.
—Adelante, Pierre —dijo el joven—. ¿Puede explicar su papel en todo este embrollo? Dígales quién es en realidad. ¡Quítese la careta!
—Sí, creo que ha llegado el momento de dar una explicación —murmuró el conde fijando su vista en el suelo.