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Toda la tarde trabajando en el caso provocó en Marc una creciente curiosidad sobre asuntos que nunca antes le habían interesado. Fuera, la tormenta estaba dejando ríos de agua en los viñedos, aunque los gruesos muros del castillo medieval evitaban que la tronadora tempestad del exterior llegase hasta ellos.
—Pero esto que me estás contando responde al comportamiento de una persona normal, un hombre inteligente sin ningún tipo de extrañezas —reflexionó Marc.
—Exacto. Lo que te he dicho hasta ahora es la parte documentada y, digamos, formal de la vida de Gerberto de Aurillac. Sin embargo, las leyendas en torno a este papa, muchas de ellas con una sólida base histórica, son bien distintas —expuso Guylaine.
—Pues adelante. Soy todo oídos —dijo el hombre, cogiendo su lápiz y mostrando una clara disposición a seguir tomando notas.
—Para empezar, te diré que el actual cenotafio de Silvestre II en Roma —la lápida funeraria erigida en su recuerdo— suda cuando el papa en ejercicio va a morir. Esta fábula dice que, cuando un pontífice tiene próxima su muerte, esta placa de mármol desprende una sustancia similar al sudor y se empaña de forma misteriosa. Cuentan que esto ha ocurrido con todos los papas que han pasado por el Vaticano desde que falleció en extrañas circunstancias nuestro hombre.
—No me lo puedo creer —pronunció Marc mostrando cara de sorpresa.
—Pues así es. De hecho, Silvestre II es muy conocido en los círculos religiosos por este misterioso hecho y cada vez que un Santo Padre enferma, la gente va a tocar la lápida de Roma para ver si suda porque, si es así, la muerte de ése pontífice puede estar próxima.
»Incluso hay quien dice que cuando el papa va a fallecer, no sólo el ambiente se pone húmedo; parece que también se escuchan ruidos similares a los chasquidos de huesos chocando entre sí, que proceden de la parte posterior de la placa de mármol.
»Y esto no es nuevo. Unos siglos después de la muerte del papa francés, en 1648 exactamente, había tantos rumores por este tema que decidieron abrir la tumba. Lo que vieron fue sorprendente: el cuerpo se encontraba intacto, con las manos cruzadas sobre el pecho. De forma repentina, al entrar en contacto con el aire, los restos del extraño pontífice se convirtieron en cenizas y un fuerte olor inundó el ambiente.
—No tenía ni idea.
—Es un enigma muy antiguo. Y no es el único —apostillo Ciuylaine—. Después de muerto, se le acusó de haber pactado con el diablo y practicar la brujería, aunque lo cierto es que ninguna de estas cosas ha podido ser demostrada.
—Lo imaginaba.
—Tras el fallecimiento de Silvestre II, comenzaron los ataques contra él, muchas veces motivados por su excepcional inteligencia. Un hombre humilde nunca hubiese podido llegar a tan altas posiciones si no hubiese sido con una ayuda excepcional.
—¿A qué te refieres?
—Le atribuyeron misteriosas relaciones, especialmente con Satanás. El primero en atacarle fue el cardenal Bennón de Osnabruck, que dijo, entre otras cosas, que el papa mago preguntó la fecha de su muerte al demonio, quien le respondió: «No será antes de que hayas celebrado la misa en Jerusalén». Esta respuesta le tranquilizó por unos momentos, pero, cuando se dirigía a Santa Cruz de Jerusalén, que es la basílica romana situada no muy lejos de Letrán en Roma, sintió un repentino malestar y comprendió que la predicción se realizaba. Y así fue.
—¡Vaya! Brujerías cerca del Vaticano.
—Más bien dentro del mismo. ¿Recuerdas que te dije que Silvestre II falleció en extrañas circunstancias y que nadie sabe de qué murió? —preguntó Guylaine, observando que el hombre asentía—. Pues Sigberto, abad de Gembloux, llegó a acusarle de practicar la nigromancia y afirmó que fue asesinado por el diablo.
—¿Tú crees en Satanás?
—Creo en Dios y, por lo tanto, tengo que creer también en Lucifer. Son las dos caras de una misma moneda. Yo soy cristiana y católica. ¿Y tú? ¿Crees que existe un ser diabólico que nos acecha para provocar el mal?
—Yo no soy muy religioso que digamos, y tampoco he creído nunca en el demonio.
—Pues para mucha gente, incluida yo, si Dios existe, el maligno también.
El teléfono comenzó a dar un rotundo tono de llamada.
Parecía que por fin podría hablar con él. La condesa mantuvo la respiración en espera de oír la voz de su amante.
—Hola, Véronique —saludó el hombre con un tono de voz casi inaudible, impersonal.
—¿Me abandonas durante días y ahora me saludas con esta frialdad?
—He estado muy ocupado con ciertos asuntos —susurró Bruno.
—Sabes que mi marido ha desaparecido y que mi hija y yo estamos pasando por un mal momento. ¿Tienes algo que ver con la marcha de mi marido? —lanzó la mujer.
—No entiendo por qué me preguntas eso.
—Porque llevas muchos meses interesándote por las investigaciones de Pierre. Me has hecho miles de preguntas sobre sus trabajos, sus libros y sus extraños estudios. Y justo cuando encuentra la maldita máquina ésa, tú también desapareces. ¿Puedes asegurarme que no hay relación alguna? ¿Para qué querías toda esa información?
—Por pura curiosidad —respondió el hombre.
—A veces pienso que has estado jugando conmigo y que lo has hecho por las investigaciones de mi marido. Yo no te he interesado nunca —dijo la mujer, para comprobar la reacción del joven.
—No es cierto. Lo que ocurre es que ahora estoy muy liado y apenas salgo. Ya te llamaré cuando tenga más tiempo; te lo prometo.
—Quiero que vengas ahora mismo. Te lo ruego —pronunció en tono de súplica.
—De verdad que no puedo —dijo el hombre, dando por terminada la llamada.
El corte de la comunicación provocó que la condesa, muy alterada, arrojase el teléfono móvil contra la pared.
Las piezas hechas añicos, esparcidas por la moqueta de su habitación, se le antojaron una reproducción perfecta de la relación con su amante.