20
Se miraron sin saber qué hacer. Dos matones les seguían, no conocían la ciudad, y no tenían un vehículo a mano en el que poder escapar a toda velocidad de aquella gente. La mujer exteriorizó su nerviosismo cuando se percató de que también habían roto uno de los cristales del coche para robar los papeles que dejaron dentro. Incluso los mapas de carretera que utilizaron para llegar a Ripoll habían volado.
—Vamos por allí —propuso Marc con serenidad, tomando el mando de la situación.
Guylaine le siguió, tratando de no perderle el paso, ya que el detective había iniciado una marcha acelerada hacia las calles que rodeaban el monasterio.
Al cabo de un rato, los dos mostraban un aspecto sudoroso y cansado cuando decidieron parar un momento y analizar la situación. Dieron un vistazo alrededor y comprobaron que, por lo menos, habían conseguido perder de vista a los brutos que les seguían.
—¿Estás seguro de que esta gente es la que te pegó? —preguntó la mujer, volviendo a inspeccionar las heridas de la cara del hombre.
—Jamás en mi vida olvidaré las voces de la gentuza que me interrogó —respondió, mientras se tocaba suavemente el pómulo—. Estos tíos me trataron brutalmente y eso te crea una situación de alerta que te hace tener todos los sentidos pendientes de lo que hacen o dicen. Por lo tanto, estoy completamente seguro de que son ellos.
—Tenías razón cuando sospechabas en el avión que nos estaban siguiendo.
—Desgraciadamente, sí; me lo temía. Estoy convencido de que andan tras de mí desde el mismo día en que contratasteis a la agencia Mignon, e incluso creo que los habéis tenido dentro de vuestra casa y, aunque no puedo asegurarlo, pienso que llevan muchos años vigilando los pasos de tu padre, por si acaso tenía éxito en la búsqueda de la máquina. Una vez que la encontró, es evidente que ha desatado el interés de mucha gente por tener los secretos del papa mago.
¿Y ahora qué hacemos?
—Ante todo, estar muy atentos. Tenemos que preguntar dónde estamos exactamente, dar cuenta a la empresa de alquiler de vehículos del problema de las ruedas y, por supuesto, pedir otro coche. Mientras hacemos todo esto, podemos indagar si la gente de por aquí ha visto a tu padre, y para eso, lo mejor es ver si se hospedó cerca. No creo que haya muchos hoteles en Ripoll.
—Me parece bien. Si quieres, nos repartimos el trabajo.
Se acomodaron en un pequeño hostal, decorado con un sugerente estilo personal que la propia dueña había elegido para el establecimiento. Era evidente que dormir en un sitio de esas características atraería menos la atención de los perseguidores y por eso habían desechado la idea de reservar habitaciones en un hotel de mayores dimensiones, donde, con toda seguridad, acudirían a buscarles.
Mientras Guylaine solucionaba el problema del coche, Marc indagó las posibles localizaciones donde el conde pudiese haber estado. Aunque la policía había informado de que fue visto en los alrededores del monasterio, no tenían noticia alguna sobre los lugares por los que se había movido.
En unos minutos, ya tenía confeccionada una lista de albergues, hostales y hoteles de Ripoll y las cercanías. No sería difícil hacer un repaso uno a uno de todos esos objetivos, preguntando si habían visto a un viejo loco e inquieto, y como la mujer había traído varias fotografías de su padre, en unas horas habrían completado la búsqueda.
Cuando aún no habían terminado de realizar cada una de las acciones previstas, la noche les sorprendió en el pequeño hostal. Habían decidido coger una única habitación, haciéndose pasar por un joven matrimonio, porque de esa manera pasarían desapercibidos si alguien preguntaba por ellos, ya que era evidente que debían permanecer juntos dada la violencia que había mostrado esa gente.
En el momento de preguntar a la propietaria del hostal si tenía una habitación con dos camas, Guylaine fue muy rápida al añadir que su supuesto marido tenía la costumbre de dar muchas vueltas en la cama y que siempre dormían así, incluso en su casa de París, lugar que figuraba en la documentación del hombre, que se sintió algo incómodo cuando recordó lo que había ocurrido la noche anterior.
Determinaron parar un rato y buscar un sitio donde cenar algo, para lo que les recomendaron un pequeño restaurante de comida típica catalana que, afortunadamente, no era muy frecuentado por turistas. Caminaron unos minutos y encontraron el sitio sin dificultad. Entraron, no sin antes mirar si sus perseguidores habían elegido el mismo sitio. Ocuparon una mesa discreta, se sentaron y trataron de relajarse mientras comían algo.
—Aún no puedo creer que podamos estar cerca de mi padre.
—Pues así es. Seguro que está por ahí buscando nuevos datos sobre los temas relacionados con sus investigaciones, y eso debe animarte a seguir tras él.
—No lo dudes. Si algo he heredado de ese hombre, es su testarudez. Por cierto, ¿te importa que llame a mi madre?
—No, en absoluto.
La mujer sacó su teléfono móvil del bolso y procedió a localizarla. Al recibir el mensaje de que su aparato se encontraba apagado, procedió a intentarlo en el castillo.
Marc pensó en ir al lavabo, porque no quería pasar el mal trago de que, por alguna razón, Guylaine supiese lo que había ocurrido entre ellos, aunque finalmente optó por afrontar la situación.
El mayordomo le pasó con su madre y tras los saludos, Véronique preguntó por el estado del detective. El estómago del hombre dio un pequeño vuelco del que se repuso tragando saliva. Respondió que se encontraba bien, y como no parecía suficiente para ella, Guylaine le pasó el teléfono a Marc para que pudiese expresárselo directamente.
—Hola, gracias por preguntar. Me encuentro bastante mejor, aunque me sigue doliendo todo el cuerpo —le dijo el hombre a través del aparato.
—Bueno, creo que la cura que te hice te debió de sentar bien. ¿Te gustó? —preguntó la condesa.
—Por supuesto que sí. Ha sido realmente útil porque no tengo señales visibles de cortes; sólo han quedado los moratones.
—Imagino que te habrá quedado algo más que eso de la cura que te hice… Tengo ganas de volverte a ver.
—Yo también —afirmó, sin estar plenamente convencido de que eso era lo que quería decir.
Para salir del paso, le devolvió el móvil a Guylaine, que terminó la llamada dándole las buenas noches a su madre.
Comenzaron a cenar mientras hablaban del estado de las cosas, y la mujer le contó a los pocos segundos de iniciar el primer plato que había tenido una ocurrencia potencialmente útil que podría estar relacionada con lo que su padre había ido a buscar allí.
—¿A qué te refieres? —dijo el hombre, con la cabeza aún en otro asunto.
—Pues a lo del abad Oliba.
—¿Por qué? Yo no veo la relación. Ese abad, bisnieto de Wifredo, dejó su cómoda posición en la nobleza para acabar en el monasterio rezando a Dios. ¿Qué más se puede extraer de eso?
—No has prestado toda la atención posible. Déjame que te explique —respondió la mujer, deseosa de soltar la idea que llevaba dentro—. Oliba era conde y descendiente de la estirpe más importante en la Cataluña de aquel entonces. ¿Y de qué años hablamos?
—No me acuerdo.
—Del final del milenio. Estamos refiriéndonos a los años previos a que Silvestre II fuese papa, y en los que posiblemente construyó la máquina con conocimientos que adquirió en alguno de los miles de libros y pergaminos del monasterio. En ese tiempo, Oliba era un noble de gran proyección. ¿Pero qué ocurrió?
—Que se enclaustró como abad de Ripoll.
—Exacto. Y además, muerto ya el papa mago, y con la máquina en algún lugar de Francia, se dedica a redactar, traducir y comprar más documentos. Pero no sólo eso, sino que amplía el edificio y justo lo presenta en el año 1032, con muy poca antelación a la llegada del 1033.
—Ahora sí que no entiendo nada —dijo el hombre, mostrando cara de perplejidad—. ¿Qué importancia tenía esa fecha?
—Pues que en el año 1033 se producían Mil años tras la muerte de Jesús.
—¿Y qué podría ocurrir en ese momento?
—La llegada de la Parusía.
* * *
La cara de perplejidad del hombre dejaba claro que no sabía de lo que se trataba. Antes de que abriese la boca, la mujer se dispuso a explicárselo.
—En la Edad Media, el mito milenarista tuvo un arraigo muy fuerte, especialmente en esos años del final del milenio. El temor al fin de los tiempos cuajó en la consciencia de la gente del momento, muy apegada a los símbolos y a las interpretaciones de las Sagradas Escrituras.
»En el milenarismo católico, Cristo debía gobernar durante mil años. Aunque esto no fue recogido por los apóstoles en los Evangelios, el Apocalipsis de san Juan sí habla de ello y, además, dedica sus buenos pasajes a explicar que tras ese tiempo surgirá la bestia de los mares y que se abrirá el cielo y todo lo demás que ya sabes.
Guylaine dio un trago a su copa de vino y prosiguió.
—Como te dije, el siglo X siempre ha sido un período de la historia europea catalogado de oscuro por la parálisis que introdujo en la gente el terror al final del milenio. Recuerda los extraños hechos que te conté.
El hombre asintió con la cabeza.
—Pues bien, aunque el final del milenio fuese en el año 1000, o el año 1001 —como, en realidad, hoy sabemos que fue—, hubo mucha gente que creyó que en realidad la profecía del Apocalipsis no se produciría hasta otro momento bien distinto.
—¿A cuál te refieres?
—Al año 1033; justo a los Mil años de la muerte de Jesucristo.
—Vaya. No se me había ocurrido. Es decir, no a los Mil años del nacimiento de Cristo, sino a los Mil años de su muerte.
—Así es. Y la creencia cristiana confiaba en la Parusía —la segunda venida de Cristo a la tierra—, momento en el que nuestro Dios se volvería a manifestar a los hombres tras ese periodo de desastres que hubo al final del milenio y en los años siguientes. Además, los Evangelios contienen numerosas predicciones sobre esta presencia de Jesús en su regreso al mundo.
—Y por eso, el hecho de que el abad Oliba se tomase tanto interés en remodelar el monasterio de Ripoll te ha resultado sospechoso.
—Ahora veo que lo comprendes. Mi padre cree en el año 1033 como punto de partida del milenarismo, y hoy la guía nos contó las proezas de Oliba dedicando su vida a poder recomponer y ampliar el monasterio que inspiró al papa mago.
—¿Y qué podemos buscar? —preguntó Marc, que había aprovechado las explicaciones de Guylaine para acabar su plato.
—En ese tiempo, los pergaminos y los libros iban destinados a los que sabían leer. Era mucho más práctico dejar señales visibles a través de las imágenes traspuestas a la piedra escultural, de forma que las ideas eran propagadas por medio de los ojos. Por eso, debemos volver allí e interpretar bien las paredes esculpidas.
—O sea, que debemos ir de nuevo al monasterio —dijo el hombre, comprobando que la mujer asentía—. Quizá, si entramos de noche, evitaremos encontrar gente indeseada y podremos investigar mejor.
—Me parece una idea genial, propia de un buen detective. Vamos allá.
La dueña del hostal fue muy considerada al prestarles dos discretas linternas que pidieron con la excusa de intentar arreglar el coche. Aprovecharon para cambiarse de ropa y ponerse cómodos para lo que pudiese venir. La mujer se ajustó unos estrechos jeans y una blusa que le permitía mover los brazos sin dificultad, y el hombre eligió una vestimenta parecida, aunque su camisa lucía un aspecto similar al militar, con trozos de color verde y marrón, que le haría pasar desapercibido. Cuando la vio, le pidió que cambiase su camisa clara por una más oscura.
Reconocieron sin ninguna dificultad el camino de regreso al monasterio, donde las calles oscuras y la escasa actividad de la ciudad no fue un impedimento para que llegasen a las puertas del monasterio en cuestión de minutos. A esa hora de la noche, todo parecía más cercano y tranquilo que durante la mañana.
El templo presentaba una imagen imponente, iluminado por una poderosa luna llena. Se pararon durante unos segundos para observar la sorprendente fachada de una construcción que, de una u otra forma, tenía más de mil cien años.
Guylaine repasó mentalmente la silueta del edificio, recordando lo que dijo la guía. El abad Oliba rehízo parte del templo, ya que ordenó construir los esbeltos campanarios de la parte delantera, y cuando terminó, había desarrollado un majestuoso edificio, macizo y de enormes dimensiones para lo usual en aquella época. En presencia de condes, obispos y altas instancias de la Iglesia, el monasterio reformado, una de las mayores obras del románico, fue ofrecida a Jesucristo.
El hombre tiró de la mano de la mujer para iniciar la incursión.
La puerta principal, por la que habían entrado esa misma mañana, se encontraba cerrada, de modo que, de forma casi instintiva, decidieron rodear el edificio en dirección al claustro tratando de encontrar alguna puerta de menores dimensiones que les permitiese entrar.
No muy lejos, apareció un portón de madera oscura que lucía una cerradura antigua visiblemente deteriorada. Marc le propinó un empujón para ver si se movía, pero, al comprobar que estaba cerrado, sacó del bolsillo trasero de su pantalón un destornillador que había pedido en el hostal con el pretexto de acceder al vehículo averiado que, en teoría, habían venido a poner en marcha.
Introdujo la herramienta en el enorme cerrojo y comprobó que no hacía ningún efecto. Trató de presionar en todas las direcciones posibles sin conseguir su propósito.
—Imaginaba que os enseñaban estas cosas a todos los detectives —dijo la mujer, con ironía.
—Es que es una cerradura muy antigua. No es un modelo usual —explicó el hombre, tratando de defenderse.
—Déjame probar a mí.
Guylaine se arrodilló frente al portón e introdujo el utensilio de forma suave, situando la oreja cerca del cerrojo para escuchar los chasquidos que producía. En unos instantes, la puerta cedió frente a ella.
—En el castillo de los Dubois hay decenas de puertas como ésta que he abierto cientos de veces en mi vida. Cuando era pequeña, jugaba con mis amigos descubriendo lugares secretos en el inmenso entorno medieval en el que he vivido toda mi existencia.
—Eso lo explica todo —murmuró el hombre, luciendo una discreta sonrisa.
Accedieron al interior, comprendiendo que la cerrada oscuridad les obligaba a encender las linternas, pues debían encontrarse en alguna de las dependencias laterales, anexas a la nave principal. Aquella sala parecía ser un punto de encuentro de sacerdotes y clérigos porque observaron decenas de hábitos y prendas utilizadas probablemente en la celebración de la misa, soportadas por enormes perchas de madera.
Utilizando su mejor sentido de la orientación, la mujer indicó al hombre con un golpe de linterna que le siguiera hacia una de las puertas interiores, que se abrió sin dificultad cuando presionó un pomo negro muy oxidado.
—¿Puedo saber hacia dónde te diriges? —preguntó Marc.
—Quiero ver el campanario. No sé por qué, pero tengo una intuición.
Casi sin terminar de decirlo, Guylaine inició el ascenso por unas estrechas escaleras de piedra, no sin antes comprobar que el detective la seguía sin rechistar, y tras un buen montón de peldaños, habían alcanzado la torre donde las campanas permanecían en reposo, en espera de algún acontecimiento que las hiciera sonar. El hombre sufrió un ligero escalofrío cuando pensó lo que sería estar junto a ellas en el momento de su tañido.
La mujer dio varias vueltas a la estancia en un intento por ver si de allí podía sacar alguna conclusión. Tocó varias veces la piedra de las paredes, comprobando el estado de las mismas y su posible antigüedad. Repasó visualmente cada una de las esquinas y ángulos, sin descubrir ni una sola inscripción que pudiese darle una pista.
Al cabo de un rato, dedujo que se había equivocado de objetivo, ya que allí no parecía haber nada, así que propuso bajar y comprobar el resto de la edificación levantada por el abad Oliba.
Descendieron tratando de alcanzar la nave central, sobre la que se habían construido las sucesivas ampliaciones.
De repente, un fogonazo de luz les hizo llevarse las manos a los ojos, tapándose momentáneamente la vista. Cuando pudieron enfocar su visión, comprobaron que un monje había encendido las potentes luces halógenas de la parte principal de la iglesia.
Sin esperar a que abriesen la boca, el fraile dejó claras sus intenciones.
—Les advierto que he llamado a la policía. Llevo unos minutos observándoles desde que han entrado y he procedido a llamar para que les detengan. En unos momentos estarán aquí las fuerzas del orden. ¡Váyanse!
Guylaine y Marc se miraron para ver cómo convencían al pobre religioso de que no habían venido a hacer nada malo.
—Perdónenos usted. No hemos venido a robar —se atrevió a decir el detective—. Estamos aquí porque necesitamos resolver un problema cuya solución puede estar en estas paredes.
—¿Se creen ustedes que soy tonto? Está claro que quieren llevarse alguna de estas reliquias. ¡Márchense si no quieren que les cojan! —gritó desde el fondo de la nave.
—Le pido que nos crea. Lo que estamos haciendo aquí es muy importante para nosotros. Le ruego que nos escuche —imploró la mujer.
—Pues vuelvan ustedes mañana y pidan cita para realizar una visita guiada.
—Es que nos están persiguiendo. Hoy hemos estado aquí, pero necesitamos comprobar algunos datos que pueden ayudarnos a encontrar a mi padre, el conde de Divange.
—¿Está usted bromeando? ¿Es usted la hija de Pierre Dubois? —preguntó el monje mostrando su rostro perplejo.
—Así es. Soy Guylaine Dubois y mi compañero es Marc Mignon. Estamos aquí siguiendo el rastro de mi padre, que desapareció hace unas semanas.
—Ruego a Dios que ustedes digan la verdad.
—¿Por qué? —interrogó la mujer.
—Porque yo conozco al conde. Ha estado hospedado en nuestra humilde morada más de una semana.