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Jean Luc Renaud esperaba impacientemente en la puerta del hotel la llegada del coche azul a la hora que el detective le había indicado.
Había estudiado una y otra vez el documento que le entregó la hija del conde, en el cual encontró varios datos de interés que debía comunicarles. Cuando leyó por primera vez ese texto tan complejo, halló detalles interesantes como la referencia al Campo de Marte de Roma, pero al estudiarlo más en profundidad, descubrió varias posibles pistas que le mantuvieron despierto toda la noche a pesar de lo cansado que se sentía. Observó que un vehículo giraba desde la izquierda del hotel, y comprobó que se trataba de ellos. Profirió un profundo suspiro y avanzó hasta la calle.
—No van a creer ustedes lo que he localizado —dijo, dejando entrever que la emoción le embargaba.
—Hable usted —pidió Guylaine— y díganos algo positivo porque por nuestra parte, todo son noticias negativas. Hemos vuelto a llamar al castillo y allí no hay nadie. Mi padre no responde a mis llamadas y mi madre tampoco.
¿Puede ir peor la cosa? Entienda que en esta situación necesito que avancemos rápidamente para volar a París cuanto antes.
—Espero que tengamos suerte. Es sólo una conjetura, pero la verdad es que el texto que usted me dejó es de una riqueza incalculable. Hay muchos datos que no alcanzo a entender y que supongo que son los que el conde estará utilizando para la máquina. Pero lo cierto es que ese documento contiene cosas que me han hecho reflexionar sin parar durante toda la noche. ¡Créanme!
La última palabra pronunciada por el asistente, en un tono de voz muy alto, hizo que Marc volviese la cabeza hacia el asiento trasero y le llamase a la tranquilidad.
—No se excite. En primer lugar, dígame hacia dónde debemos ir. Márqueme el rumbo.
—Pues habría que comenzar por el área comprendida en el antiguo Campo de Marte. Pongamos dirección hacia la conocida Piazza Navona y vayamos hablando en el coche. El tráfico a esta hora parece que es un poco lento.
Después de dos o tres lecturas que había realizado durante la noche, Jean Luc Renaud pudo relatar con todo lujo de detalles lo que contenía aquel documento. Se trataba de un texto complejo, con ideas cruzadas y un entramado de conceptos que requerirían decenas de años para ser analizado en su totalidad.
Por ello, él había ido al grano, obviando muchas materias que, de seguro, el conde querría estudiar cuando todo aquello terminase. Por ahora, era necesario ir a lo urgente.
En consecuencia, había profundizado en la localización de la tercera parte de la trascendental información, que ahora debían encontrar a toda prisa.
—Quiero hacerles partícipes de una leyenda muy antigua[4] que, por alguna razón que desconozco, he visto reflejada en el texto del médico árabe. Curioso, pero cierto —expresó Renaud—. Guillermo de Malmesbury, el historiador que había nacido alrededor del año 1080 y que murió en el 1141, ese hombre que había pasado toda su vida trabajando en la abadía de Malmesbury en Wiltshire, Inglaterra, escribió una serie de leyendas del mítico papa francés, del erudito del fin del milenio que había causado sensación en el mundo intelectual de la época. Hablamos del siglo XI. En una de sus obras, describe perfectamente cómo Gerberto roba el libro a los árabes, la persecución de que es objeto y los extraños juramentos que el entonces monje aquitano hace al diablo para que le encumbre hacia una carrera meteórica que le haga alcanzar los más altos poderes. El maleficio llegó a hacer efecto porque los éxitos del joven francés le hacen conseguir el arzobispado de Reims, de Rávena y, luego, ser pontífice en Roma. Justo en ese momento es cuando hace uso, por segunda vez, del pacto con el diablo y llega a descubrir un magnífico tesoro enterrado en las inmediaciones de la capital del Imperio romano.
»Según la leyenda, Gerberto, siendo ya Silvestre II, oyó hablar del increíble tesoro que debía de hallarse en ese amplio espacio de la ciudad, y, ya que nadie conseguía dar con él, le pide a Satanás que le revele el lugar exacto donde se debía de encontrar tan increíble fortuna.
»Es precisamente el maligno el que le indica que en el Campo de Marte existía una estatua de bronce, cuya mano derecha tenía el dedo índice extendido y en su cabeza había una inscripción que decía que se golpease allí. Evidentemente, durante muchos siglos, la gente había golpeado brutalmente la estatua para tratar de obtener el preciado tesoro.
»Pero el entonces pontífice, haciendo uso de su inteligencia, se dio cuenta del error e interpretó el rótulo de la efigie de una forma distinta. Según el sabio, al mediodía, cuando el sol se encontraba en su punto álgido, la sombra del dedo se alargaba hacia un sitio concreto. Lo identificó y marcó el lugar, estudiándolo durante varios días.
»Cuando tenía claro lo que debía hacer en la posición que él creía correcta, buscó varios criados para acudir a ese lugar exacto en una noche de luna llena. Ordenó cavar y, al cabo de un rato, hallaron una amplia escalera que descendía hacia el interior de la tierra, bajo el Campo de Marte.
»Allí encontraron un sorprendente palacio, cuyas paredes y techos estaban construidos con materiales nobles y bellos metales. Para colmo, el recinto estaba repleto de piezas y utensilios de oro. Una gran mesa completamente vestida, con las efigies de un rey y una reina presidiéndola y escoltados por un pequeño ejército, todo de oro, componían el centro del palacio. La visión de un espacio tan amplio, tan rico, dejó sin palabras a los sirvientes.
»En el techo del palacio una imponente lámpara iluminaba el entorno y, en uno de los ángulos, de pie, pudieron ver la estatua dorada de un niño armado con un arco. Pero no era lo único, puesto que, en realidad, todo el recinto se encontraba repleto de bellos objetos imposibles de describir.
»Lo curioso es que no se podía tocar nada de lo allí presente, ya que, cuando alguien intentaba tan siquiera rozar un solo objeto, las estatuas comenzaban a emitir sonidos extraños y a estremecerse. Uno de los sirvientes llegó a tocar un cuchillo situado sobre la mesa, pues observó que estaba tallado con ricas piezas de piedras preciosas y, por eso, había atraído su atención, pensando que, entre tantas riquezas, un pequeño detalle como aquél, si se lo llevaba, pasaría desapercibido.
»Pero en el mismo momento en que lo cogió, las estatuas se irguieron, el niño lanzó la flecha contra la lámpara y todo se hundió en una terrible oscuridad y tuvieron que salir precipitadamente.
»Silvestre volvió a entrar allí más tarde, a solas, y logró hacerse con una parte de los raros metales que había en la sala, tras lo cual consiguió fundirlos para fabricar una cabeza parlante.
Renaud terminó de narrar la historia con la esperanza de sorprender a los dos jóvenes.
—Pues sí que es una historia fantástica —indicó Marc.
—Me parece un punto de partida muy interesante para la búsqueda que tenemos por delante —reflexionó la mujer—. Si esa leyenda de Malmesbury es cierta, debe de haber algún sitio por el actual Campo de Marte donde podamos encontrar la parte que nos falta para acabar este enrevesado asunto.
—Así es —respondió Renaud—. Veo que han entendido ustedes lo que quería decirles.
—¿Y dónde puede estar? —preguntó el detective.
—Hoy día, el antiguo Campo de Marte es la zona de Roma conocida como Campomarzio, y aquel espacio donde los romanos practicaban ejercicios deportivos, militares, e incluso celebraban el triunfo, está ocupado por multitud de edificios y construcciones de todas las épocas anteriores y posteriores al final del primer milenio. Por tanto, nos debemos centrar en aquellos lugares insignes que ya estaban en pie cuando Silvestre II ocupó el pontificado, es decir, entre el año 999 y el 1003.
—¿Y a cuántos puntos se reduce la búsqueda? —quiso saber Marc, en previsión del trabajo que les esperaba.
—Como les dije, el antiguo lugar que llenaba la curva del río Tíber era un sitio público, pero que estaba atravesado por varias vías que aún hoy día siguen por aquí. Había una gran calzada llamada vía Lata que cruzaba todo el Campo de Marte en dirección hacia el puente de Mulvio. Ésta podría ser la actual Corso Umberto y la vía Flaminia.
»En la actualidad, hay una buena cantidad de sitios que se han conservado desde entonces y que ya estaban en el momento en que nuestro papa habitó estas tierras. Por ejemplo, el Estadio de Domiciano es hoy día la Piazza Navona, adonde nos dirigimos. Pero además, otros puntos de interés que debemos revisar en detalle son el conocido Teatro de Marcelo, el Mausoleo de Augusto, las Termas de Nerón y el famoso Panteón de Agripa.
—¡Pero todo eso nos va a llevar un montón de días! —exclamó Guylaine.
—Puede que no sea tanto. Muchas de estas maravillas están en ruinas y, en pocos minutos, nos daremos cuenta de que allí no hay nada; o todo lo contrario. Por eso, pienso que podemos echar un vistazo a cada una de esas construcciones y, si no encontramos algo útil, volvemos para Francia y luego lo estudiamos allí. Entiendo que los Dubois llevan toda una vida dedicada a la investigación del trabajo de Gerberto de Aurillac y, por tanto, no podemos pretender resolver una historia tan compleja como la suya en dos semanas.
—Tiene usted razón —declaró el detective con cierta dificultad, porque le costaba un cierto esfuerzo darle la razón a aquel tipo del que desconfiaba—. Sin que se acostumbre, señor Renaud, debo decir que su propuesta suena razonable. Vamos a concedernos, al menos, la oportunidad de estar aquí un día de inspección y si vemos que esto podría llevar más de lo esperado, nos volvemos esta misma noche en el primer vuelo que encontremos. ¿Estás de acuerdo?
La mujer se dio por aludida y pronunció una lacónica afirmación mediante un simple monosílabo: «sí»; estaba conforme, porque la propuesta sonaba sensata. Una vez que se hallaban allí, y con unas pistas tan significativas, era evidente que procedía echar un vistazo. No les costaría nada y, una vez realizada la primera valoración, si no sacaban nada en claro, se podrían marchar a casa a toda velocidad.
Marc anunció que habían llegado a su destino.
Encontró un aparcamiento y procedió a dejar el vehículo, porque, según recomendó el asistente, lo mejor era moverse a pie.
—Ésta es la Piazza Navona —dijo Renaud—. Aquí se encontraba el antiguo Circo de Domiciano, del siglo I, y por eso esta bella plaza barroca conserva la forma elíptica. No se me ocurre que aquí podamos hallar nada relativo al papa mago. Veamos la fuente de los Cuatro Ríos, obra de Bernini.
Guylaine se recreó en uno de los espacios de la vieja Roma que más le gustaban. Rápidamente se acordó de la difícil situación por la que estaba pasando y que no podía perder ni un segundo en contemplaciones, por lo que debía pensar con rapidez en todo lo que viera.
—Me parece evidente que de aquí no vamos a extraer ninguna conclusión —sentenció Marc mirando la fuente y, aunque entendía que no era el más capacitado para llegar a esa conclusión, consideró que no iban a conseguir nada allí.
—Pues vamos hacia el Panteón, porque está aquí mismo, muy cerca —propuso Renaud.
Caminaron hacia el fastuoso monumento y, al verlo, la mujer se acordó de los buenos momentos que había pasado en aquella misma plaza con sus padres, cuando aún había entre ellos un poco de complicidad. La última vez que estuvieron en Roma, ella debía de tener unos doce años. Lo recordaba con perfecta lucidez porque ése fue un viaje muy placentero en el cual los condes retozaron junto a la Fontana de Trevi, la Plaza de España y otras muchas localizaciones que enamorarían a cualquiera. Desde entonces, la relación entre Pierre y Véronique había entrado en un camino sin salida que ya duraba demasiado tiempo.
A sabiendas de lo que podían suponer esas ideas, Guylaine se preguntó si, en el fondo, lo que estaba pasando desde que comenzó la loca aventura provocada por el hallazgo de la máquina no sería definitivamente positivo para la relación de sus padres, y que ya nunca más las cosas serían de la misma forma.