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Despertó en un erial en medio de la nada. Le dolían todos y cada uno de los músculos de su cuerpo, y una intensa punzada en la cabeza le impedía abrir los ojos, aunque la escasa luz le facilitó hacerlo de forma pausada. El regusto a sangre aún le inundaba la boca, lo que le hizo escupir de forma instintiva para renovar la saliva, tras lo cual intentó adoptar una postura más erguida, pero comprobó que las piernas le temblaban.

Ponerse de pie era como tratar de levantar una marioneta sin hilos.

Sobre el suelo, junto a él, se encontraba la dichosa capucha que le había imposibilitado ver a los canallas que le dieron la brutal paliza. No recordaba haber sufrido de esa manera en toda su existencia y lo peor es que aún no tenía la certeza sobre si sería capaz de reponerse y seguir adelante, porque los músculos seguían sin responderle.

Los primeros pasos le llevaron hasta el borde de un descampado, donde la luna iluminaba débilmente unos matorrales que debía sortear si quería llegar hasta la parte más baja del solar.

A duras penas, alcanzó una pequeña loma desde donde pudo divisar la parte trasera de una casa, que parecía cerrada y sin nadie que la habitase en esos momentos. La rodeó, e indagó la posibilidad de encontrar algún modo de escapar de allí y, casi por sorpresa, se encontró con una moto que decidió coger prestada.

La puso en marcha y avanzó por un camino de tierra que le condujo hacia una estrecha carretera asfaltada. La siguió y descubrió que, después de unos kilómetros, desembocaba en la autovía. Cuando encontró el rumbo de las tierras de los Dubois, apretó al máximo el acelerador.

El castillo le pareció confortable e incluso familiar al alcanzar la puerta principal. Dejó apresuradamente la moto sobre la fachada del edificio y utilizó el timbre varias veces pidiendo ayuda.

Le recibió el mayordomo, quien sin dar crédito a lo que veía y ante semejante espectro, solicitó a la condesa que bajase lo más rápidamente posible.

La mujer apareció de inmediato y, cuando tuvo enfrente la imagen maltrecha del hombre, en un estado que parecía irreal, descubrió con pavor que algo grave le había ocurrido.

—¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado? —preguntó sin quitarle la vista de encima, preocupada por su descalabrada situación.

—Alguien quería saber qué ha ocurrido con tu marido. Parece que hay gente interesada en conocer dónde está y los secretos que ha descubierto con la máquina que tienes abajo.

—Vaya. Voy a llevarte al hospital ahora mismo para que te reconozcan.

—No, creo que lo que necesito es una buena ducha y relajarme. Debo pensar en algunas cosas que han pasado —dijo el joven, deseando meterse en la bañera y repasar mentalmente lo que le había ocurrido.

—Pues adelante. Ve a tu habitación y ponte cómodo. Si no tienes nada roto, pasaré a verte en un rato y te curaré las heridas de la cara.

El hombre ascendió precipitadamente hacia su habitación, con la intención de llegar al lujoso baño cuanto antes. Tenía la sensación de que las últimas horas habían sido las más intensas de su vida y que, a partir de lo ocurrido, muchas cosas iban a cambiar. No sabía por qué, pero un extraño instinto le había encendido las alarmas, como les ocurre a los superhéroes en los cómics de ficción.

El sonido del agua llenando la bañera atemperó su ritmo cardíaco, que poco a poco fue descendiendo hasta un pulso razonable cuando se introdujo en una confortable nube de espuma.

* * *

Había estado toda la tarde sola, ya que su hija estaba participando en un congreso universitario en París y no tenía previsto regresar hasta el día siguiente.

La soledad del castillo la había animado a tomar la decisión de llamar a Bruno, una vez más, para intentar recomponer el contacto entre ambos.

En esta ocasión, la condesa había meditado una sólida estrategia para reconducir el punto muerto en el que se encontraba la relación con su amante y, para ello, pensó en ceder ante todas y cada una de sus peticiones y, además, le perdonaría por los documentos robados, si es que había sido así, siempre que encontraran al conde y se demostrara que nada había pasado. En ese caso, tenía previsto devolverle su confianza e incluso iniciar una nueva etapa en sus vidas en la cual había incluido una gran novedad: dejaría a su marido una vez que se aclarase el dichoso tema de su desaparición.

Había planeado dar este paso durante toda la noche y, al amanecer, consiguió tener despejada su mente y ordenar sus ideas. La prelación en sus deseos y ambiciones quedó claramente establecida después de horas de insomnio.

El recuerdo de intensos momentos de retozo en la cama, y de sábanas húmedas por el sudor de dos personas que se amaban, le había empujado a tomar la decisión más dura de su vida.

Aunque perdería una gran cantidad de dinero en el divorcio, la ambición de tener un hombre que irradiaba juventud a su lado la había convencido.

Con la determinación de dar el paso, le lanzó varios mensajes en su buzón de voz a primera hora de la mañana y, dado que no obtenía respuesta, volvió a llamarle a medio día para, por fin, conseguir hablar con él por la tarde.

Al principio, la conversación fue dulce y amable, como en los mejores momentos. A ello contribuyó que la mujer había utilizado sus mejores palabras, sus más delicadas frases.

Sin embargo, cuando le propuso continuar con su relación como hasta entonces, el hombre dio marcha atrás y trató de cortar la comunicación precipitadamente. Desde ese momento, Véronique había acelerado el discurso que tenía preparado, acabando en tono de súplica, lo que hizo decidir a Bruno dar por terminada la conversación.

Ante una situación que le parecía imposible de reconducir, la condesa decidió refugiarse en el alcohol.

Sumergido hasta el cuello en agua tibia, el detective hizo un minucioso repaso del mal trago que le habían hecho pasar. Trató de olvidar los golpes recibidos, y se centró en las palabras que oyó, que tenía clavadas como puñales en su corazón. Era evidente que aquellos hombres conocían la existencia de la máquina y los secretos que podía contener, pero también le había quedado claro que no sabían dónde se podía encontrar el conde y, por lo tanto, no lo tenían retenido.

No obstante, todo eso quedaba ya en un segundo plano desde el mismo momento en que escuchó la palabra Baumard, el caso nunca resuelto por la agencia Mignon y en el cual habían muerto sus padres.

A pesar de que el baño le estaba resultando reparador, la idea de que esos canallas tuvieran algo que ver con ello le revolvía las tripas.

Un toque de nudillos en la puerta de su habitación le hizo aparcar sus pensamientos.

—Hola, Marc. ¿Te encuentras bien? Vengo a curarte las heridas. ¿Puedo entrar? —solicitó Véronique.

—Un momento. Voy a salir del baño —dijo el hombre, secándose y poniéndose un suntuoso albornoz blanco con el símbolo del condado de Divange grabado en hilo dorado.

Se sentó en la cama y esperó a que entrase la mujer, que venía con un pequeño maletín de primeros auxilios.

—Déjame que te ponga un poco de desinfectante aquí —le dijo Véronique, sentándose a su lado y abriendo el botiquín, que disponía de más elementos en su interior de lo que aparentaba a priori.

Por la forma de hablar y por un ligero olor a alcohol que podía percibir, notó que la condesa venía un poco bebida.

—He disfrutado un poco. No me mires así; yo también tengo problemas. Si te hago daño, me lo dices —le colocó una ligera tirita sobre la frente, mientras seguía apretando un algodón empapado en agua oxigenada sobre su pómulo.

—No tienes que darme explicaciones. Estás en tu casa.

Cuando el trabajo de compostura de la cara parecía terminado, el hombre se levantó y se acercó a un espejo para comprobar el resultado.

—No ha quedado nada mal —exclamó, girando la cabeza de derecha a izquierda para observar la cura.

—Es que antes de condesa fui enfermera.

—Pues con el baño y esta reparación de urgencia he quedado como nuevo. Debías de ser una gran enfermera.

—Sí, no lo hacía mal. Bueno, ¿vas a contarme lo que ha pasado?

—Por supuesto. Esta mañana estaba investigando varias pistas y…

—¿Te vendría bien una copa? Creo que puede ayudarte a sentirte mejor y relajarte un poco.

—Adelante, me vendrá de perlas.

La mujer salió de la habitación y regresó en cuestión de minutos con una suculenta botella negra de champagne que procedió a abrir de inmediato, sin preguntar. El espumoso líquido llenó dos copas que rápidamente fueron engullidas.

Las llenó de nuevo y pidió al hombre que comenzase a hablar.

Le narró lo sucedido, evitando cualquier referencia a la muerte de sus padres, pues consideró que era algo referente a su esfera personal que tenía que aclarar. Cuando terminó, Véronique dio un largo suspiro y preguntó al aire dónde diablos se encontraría su marido.

—Lo cierto es que cada vez tengo más claro que el conde se ha ido por su cuenta a algún sitio, probablemente a investigar, y que no quiere ser molestado —explicó el detective.

—Pero podría decir dónde se encuentra o, al menos, haberme dejado una pequeña pista. ¿No crees?

—No. Ya dijo en su carta que se iba por voluntad propia y que no le siguierais. Imagino que quería estar solo e investigar algo que seguro que algún día sabremos.

—Dichosa máquina y dichoso papa. ¿Qué contendrá ese trasto cuando hay gente dispuesta a usar la violencia para conseguirlo? —reflexionó la mujer mientras llenaba de nuevo las copas de ambos.

—No lo sé; pero lo cierto es que este caso comienza a intrigarme más de lo que jamás hubiese pensado —el hombre bajó la mirada y, de un largo trago, acabó con el chispeante líquido.

Durante unos segundos, la mujer comprobó que Marc estaba realmente consternado por todo lo que estaba sucediendo, y que el caso le sobrepasaba, porque aún no había encontrado el punto en el cual podía dirigir el rumbo del mismo.

Véronique aprovechó la situación de debilidad del joven dándole un ligero beso en la herida de la mejilla.

Ante la sorpresa, el hombre giró la cabeza y se encontró con los labios de la mujer, que, al rozarlos, le parecieron cálidos y sensuales.

En unos segundos habían apartado las vendas de la cama y se habían fundido en un suave abrazo. Ella trató de no hacerle daño por el delicado estado en el que presumía que se encontraba el hombre. No quería ocasionarle dolor, y para evitarlo, inició una larga serie de besos, tiernos pero efusivos, que desplegó por todo el cuerpo, mientras iba retirando su albornoz.

Marc se dejó llevar por las caricias, tendiéndose en la cama y sumiéndose en un mar de sensaciones, porque la mezcla del perfume de Véronique, ahora más intenso que nunca, y las finas burbujas del excelente champagne le transportaron a un mundo placentero que no tenía nada que ver con el difícil día que había soportado.

Cuando quiso poner un poco de orden en lo que estaba pasando, se dio cuenta de que la mujer estaba marcando el rumbo con mano firme y que, por tanto, no tenía escapatoria posible.