13

—Señoras y señores, bienvenidos al Cinema Napoleón. Les habla Balshoi Makarov, artista de la mente y maestro del escapismo, y durante la próxima hora les pido toda su atención.

Aplausos, la platea llena a reventar, gente de pie en los laterales, carteristas haciendo su agosto por los pasillos. Moisés Corvo y Juan Malsano detrás del escenario, contemplando como dos focos deslumbran al ilusionista, vestido de frac, con la cabeza rapada y la barbita de cabra bien puntiaguda gracias a la vaselina. Vladímir Makarov abre los brazos, capta la energía del público, y continúa:

—El espectáculo que verán a continuación está lleno de misterio y desapariciones, pero no son más que ilusiones, mentiras que su cerebro está dispuesto a creer, un regreso a la infancia que dejaron atrás hace años y años... bueno, veo desde aquí a algunas señoritas que acaban de salir de ella. —Risas—. Pero un servidor sólo es capaz de hacer magia sobre un escenario, porque la vida real es muy diferente. Y éste es el motivo por el que estamos aquí. Ésta es una representación benéfica por el regreso de la niña Teresina Guitart, que desapareció la noche del 10 de febrero. Aunque no puedo sacarla de un sombrero de copa, al menos me gustaría contribuir humildemente con este nuevo espectáculo, que presento hoy delante de ustedes y de los padres de Teresina, Joan y Anna.

Las luces se centran en el matrimonio, en primera fila, el hombre contiene la emoción y la mujer con la cara entre pañuelos. Una larga ovación atruena la sala y el público se levanta para dar más fuerza a los aplausos. Makarov tiene el brazo extendido hacia ellos, cediéndoles todo el protagonismo.

Enriqueta y Salvador están sentados seis filas atrás, incómodos, pero curiosos. Durante la última semana sólo se ha hablado de Teresina y de la función de un mago en el Cinema Napoleón para recaudar fondos para encontrarla. En la calle es un tema recurrente y no han podido resistir la tentación de acercarse, para saber qué se dice, para averiguar hasta qué punto hay sospechas sobre la identidad de los autores del rapto. En cierta manera, ellos son tan protagonistas como los padres de la niña, pero en el anonimato. Y Enriqueta oye los aplausos como si fueran dirigidos a ella. Joan Pujaló está al fondo, apoyado en uno de los accesos. Hoy sí que está celoso de Salvador, que no había sacado nunca a Enriqueta de fiesta. Se muere por estar cerca de ella.

—Hay rumores de que vendrá el alcalde Sostres —continúa Makarov, al cabo de un rato. Arruga la frente y acerca la mano, haciendo visera—. Pero no lo veo entre la audiencia. —Estallido de regocijo en la grada—. Mejor, tendré un público distinguido. —Aumentan las risas—. Quisiera agradecer la presencia del jefe de la policía, José Millán Astray, y de algunos de sus mejores inspectores, que tantas horas están dedicando a la resolución del caso. —Bronca general, mueca de Millán, sonrisa burlona de Corvo y Malsano entre las sombras—. Y quisiera agradecerles a todos su colaboración en estos momentos tan difíciles para la familia.

Balshoi Makarov hace un movimiento exagerado con los brazos, como si quisiera expulsar relámpagos de los dedos, y del techo cae una lluvia de confeti de todos los colores. Sebastián lo tiene todo bien preparado después de un par de días de intensos ensayos. La idea de la representación la dio Moisés Corvo y Sebastián se la hizo llegar al propietario del cine, que lo vio con buenos ojos. Toda publicidad es buena. Vladímir Makarov, por su parte, aceptó inmediatamente. Se le había acabado el contrato a principios de año y no conseguía promotor para su nuevo espectáculo, con lo cual se le presentaba una excelente oportunidad de rodar el nuevo número y, de rebote, ayudar a los policías en la investigación.

—Ante todo, necesito la colaboración de un voluntario. —La gente se mira como diciendo tú, tú, los chicos pellizcan a su pareja para que pegue un brinco y salga al escenario. El ilusionista se saca un monedero de un bolsillo, lo abre y mira la documentación que hay en el interior—. Veamos qué tengo aquí... Marina... ¿Marina? ¿Hay alguna Marina en la sala que eche en falta esto? Señores de la policía, por favor, no me lo tengan en cuenta.

Un chillido. Una chica se levanta y corre hacia Makarov. Es su ayudante. Usted y yo no nos hemos visto antes, ¿verdad? No, no, no. Y el espectáculo comienza.

Balshoi Makarov es bastante bueno y durante un buen rato se dedica a jugar con los asistentes a adivinar la fecha de nacimiento, el nombre de los padres o si la carta que guardan en los pantalones sin saberlo es un tres de picas. Media hora más tarde, saca un contenedor de paredes de vidrio lleno de agua hasta el tope y pide a un chico que lo ate de manos y pies con unas cadenas. Sebastián hace sonar el Claro de luna de Beethoven en un gramófono y prepara el proyector. Makarov se cuelga de un gancho que mediante poleas lo eleva por encima del tanque. Ríe y cae dentro, al mismo tiempo que la trampilla superior se cierra y la cortina lo oculta. Sebastián hace rodar la película Historia de un crimen, de Ferdinand Zecca. Es antigua, tiene más de diez años, pero espera conseguir el efecto deseado.

Un ladrón entra en la habitación de un hombre que duerme y fuerza la caja fuerte. Con el ruido, la víctima se despierta y lucha contra el intruso, que saca un cuchillo y se lo hunde en el pecho, hiriéndolo de muerte.

Makarov ya ha salido de la pecera por la parte posterior. Al caer, ha ido a parar a un compartimiento medio vacío en el centro de ésta, que lo cubría hasta la cintura. Ahora se deshace de las cadenas y baja por una trampilla oculta, sin que nadie se dé cuenta.

—¿Has visto a alguien? —pregunta Corvo.

—No, demasiada luz. Ahora lo miraré, antes de que acabe la película. —Se moja la cara y la camisa para simular que ha estado dentro del agua.

El ladrón de la película está en una terraza, rodeado de mujeres hermosas, dándose la gran vida, cuando llegan los gendarmes y lo detienen. Lo llevan a la prisión y allí cae en un sueño profundo, vigilado de cerca por un carcelero. Sueña que tiene una vida plena y honrada, que tiene mujer e hijos e invitados en casa y que es feliz. Pero la justicia lo despierta y un sacerdote reza las últimas palabras por su alma. Lo llevarán al patíbulo.

Makarov sale al pasillo lateral para acabar de redondear el número. Debe llegar al primer piso, justo al lado de la cabina de proyección, y sorprender a todo el mundo. Habrá escapado de las alas de la muerte en el preciso momento en que acabe la película. Sólo dispone de cinco minutos.

El delincuente implora perdón y se desmaya al ver lo que viene. La guillotina le espera y él se acerca a ella, atado como Makarov antes de saltar en la caja, entre gemidos. El público hace «Oh», y hay quien no quiere mirar. El ladrón es obligado a tenderse y decapitado.

Enriqueta cree que ya ha visto bastante, que todo esto es una pantomima y ella tiene otras cosas que hacer en lugar de estar viendo peliculitas y juegos de manos. Da un codazo en las costillas a Salvador Vaquer. Se incorporan y salen de la fila de butacas, con protesta del resto de espectadores, que quieren ver bien el final de la película. Makarov los entrevé, en las penumbras de la sala, y reconoce al cojo sin ningún género de dudas. Lo señala y mira a los policías, que desde el otro lado acechan la platea.

Las miradas de Enriqueta Martí y Moisés Corvo se cruzan y parece que se lo dicen todo. El policía ve a Salvador que, cojo, avanza a paso rápido hacia el exterior.

—Pujaló —dice Malsano en sordina, en el mismo momento en que Historia de un crimen se acaba y la cortina se levanta—. Allá, al fondo.

Juan Malsano empieza a correr porque Pujaló ha visto que algo iba mal y se ha esfumado por la puerta. Moisés Corvo se dirige hacia donde caminan Enriqueta y Salvador. Los focos iluminan a Makarov, en el primer piso, que saluda a diestro y siniestro. Los aplausos son ensordecedores.

—¿Cómo se llama aquél? —grita Corvo al brigada Asens, que se encarga de la seguridad del espectáculo.

—¿Cómo? —No lo oye, la ovación mata cualquier otro sonido.

—¿Cómo se llama aquél? —Y señala a la pareja.

—¿Salvador?

—El cojo. El cojo gordo.

—Salvador Vaquer, un don nadie. Y ella es Enriqueta Martí.

Moisés Corvo siente una punzada en el brazo izquierdo, a la altura de la herida de bala. Su monstruo a pocos metros.

Saca el revólver y acelera el paso.

Joan Pujaló suda como un cerdo, cruza la Rambla y se adentra por la calle de Anselm Clavé. No está acostumbrado a hacer ejercicio y se ahoga. El inspector Malsano lo pierde de vista. Lo ha de atrapar como sea, está convencido de que tiene algo que ver, que salir por piernas cuando el policía lo ha visto no quiere decir nada bueno. Al llegar a la calle Ample, ya no hay ni rastro del pintor. El eco de los zapatos de Pujaló contra los adoquines se va perdiendo y Malsano debe mirar en cada portal. No sabe si aún huye o se ha escondido. Abre algunas puertas, pero la negrura es su enemiga. Al cabo de un rato baja los brazos, inspira hondo, con los pulmones que le queman, y se da por vencido.

Moisés Corvo tiene a Enriqueta y Salvador cada vez más próximos. Él, cojo, ella, engalanada, caminan despacio. Coge el arma en la mano, listo para usarla, y les grita cuando los tiene muy cerca en la calle de Sant Pau.

—¡Policía!

La pareja se detiene, se gira y se queda quieta, mirando fijamente al inspector.

—No nos espante, agente —dice ella, con el punzón que siempre lleva escondido en la manga deslizándose hasta la mano.

—Levanten los brazos —los insta Corvo.

—Me parece que no —dice ella.

Bocanegra golpea la cabeza del inspector con un palo de madera, tan fuerte como puede. Corvo se vuelve, sin entender qué ha pasado, y el chico le da otro garrotazo, que ahora sí lo deja tendido en el suelo.

Para matar a alguien no se necesita voluntad. Hay homicidios en que el autor se ha excedido, o no ha pensado en las consecuencias de determinadas acciones. Para matar a alguien, el elemento realmente imprescindible es la oportunidad. Moisés Corvo yace con la cabeza abierta, a los pies de Bocanegra, que coge impulso con el palo para rematarlo.

—¡Basta! —grita Enriqueta.

Cuando Malsano vuelve al Cinema Napoleón, con la representación aún en marcha, no halla a Corvo. Pregunta a Asens y éste le indica que no ha vuelto a verlo. Y le repite los nombres de la pareja que perseguía. Juan Malsano sale a buscarlos, pero no sabe por dónde comenzar. El policía tiene un mal presentimiento que crece a medida que pasan las horas. No lo encuentra en la comisaría de Conde del Asalto ni en la prefectura de la calle de Sepúlveda. Decide darse una vuelta por el piso de Corvo, en la calle de Balmes, pero no está. Duda en preguntar al hermano si lo ha visto, para no preocuparlo aún más. Al día siguiente, Juan Malsano recorre los hospitales con resultado infructuoso. Millán Astray se ha enterado de la desaparición y cita a Malsano para una reunión urgente.

—Déjelo en nuestras manos. Descanse. Este tema le está afectando de forma personal y su visión de conjunto se nubla. Pondremos a todo el mundo a buscar al inspector Corvo.

Pero Malsano puede oír el eco de las palabras por lo vacías que están. Lo apartan no sólo de la investigación, sino también de la búsqueda del compañero desaparecido. El policía no pronuncia el nombre de Enriqueta ni el de Salvador. Si lo hace, teme que alguien pueda atraparlos antes y hacer que se evaporen. Tiene que detenerlos él.

Golem y Caraniño lo esperan a la salida de la comisaría.

—¿Qué te ha dicho? —pregunta el grandote.

—Que me vaya a casa a dormir.

—¿Y qué piensas hacer?

—¿Estáis muy ocupados?

Una hora después, Golem derriba la puerta del piso de la calle de Picalquers y grita policía, policía, policía, mientras Caraniño y Malsano entran medio agachados y con los revólveres en la mano, el percutor hacia atrás, listos para disparar. En la oscuridad, cada habitación es un misterio, cada rincón un escondite, cada sombra un enemigo. Cuando comprueban que está vacío, comienzan el registro. Saben que es absolutamente ilegal, que sin la autorización del juez esta entrada no se puede considerar prueba en un juicio, pero tanto les da. La prioridad es encontrar a Moisés Corvo. Malsano se queda las habitaciones; Golem, la cocina, y Caraniño, la minúscula sala de estar.

—Aquí hace meses que no hay nadie.

De la inspección salen botes llenos de grasas, huesos de animales (parecen de conejos, o liebres, quizá gatos, pero no humanos), pieles medio podridas y juguetes infantiles. No hay fotos ni retratos, ni tampoco espejos. Las paredes tienen el papel amarillento y sin ninguna clase de decoración. En una cajonera aparece un montón de papeles, entre multas y recibos, que los policías estudian detenidamente. En algunos de ellos se repiten direcciones, una de la calle de la Riera Baixa, otra de la calle de Tallers y una tercera de la calle de Ponent, que confunden con la de Pujaló y la descartan.

Moisés Corvo está atado de pies y manos. Desde hace unas horas no ve porque lo han encerrado en una habitación sin luz. No puede hablar: tiene un pañuelo o un trapo dentro de la boca. Si aguza el oído oye unas voces amortiguadas, pero le cuesta mucho entender las palabras. Está aturdido y mareado y el brazo y la cabeza le escuecen mucho. Es posible que lo hayan drogado, porque debe luchar para no dormirse y está muy desorientado. Intenta distinguir cuánta gente hay, parece que un hombre y una mujer, que son los que perseguía cuando lo atacaron por la espalda. Es posible que el que habla con un tono más nasal sea Bocanegra, pero ahora mismo no sabe si confiar en sus sentidos. Incluso diría que a veces hay una, dos o más niñas que charlan.

—Matémoslo ya. —Declaración de Salvador Vaquer, que está muerto de miedo—. Es demasiado arriesgado tener un madero en casa.

—No. Eso no. —Enriqueta peina a Teresina con poca maña, arrancándole mechones de cabello, ya muy corto. La niña no se atreve ni a llorar.

—¿Cuánto tiempo pasará antes de que la pasma ate cabos y venga? ¡Ahora nadie nos protege, Enriqueta!

—Aún tenemos muchos amigos, Salvador. Muchos.

—¿Por qué no lo matamos y se acabó?

—Porque así es mucho más divertido.

Salvador Vaquer no comprende los razonamientos de Enriqueta, pero tampoco se atreve a huir. Quizá debería hacer como Pujaló: esfumarse. Si la pescan a ella, que no lo atrapen a él. Pero sabe que si ella cae, lo soltará todo. Y que antes de que abra la boca, él será hombre muerto, porque aquel chico del otro día —o cualquier otro— aparecerá después del almuerzo o mientras se toma un cortado en una taberna y lo matará sin abrir la boca. Han perdido toda la protección que tenían, si es que alguna vez fue un paraguas del todo fiable, y ahora está en manos de una mujer que cree que retener a un policía amordazado en casa es divertido. Es un barco a la deriva, con el casco agujereado y un capitán que se piensa invencible.

La luz inunda la habitación en que Moisés Corvo yace en el suelo y los escarabajos la abandonan espantados. El inspector contiene el vómito, porque implicaría atragantarse y morir ahogado, e inspira y expira profundamente por la nariz. Dos siluetas se le acercan, lo cogen de las piernas y lo desplazan hacia un rincón. Una de las voces es la del cojo, Salvador, pero en la otra no reconoce a Pablo Martí, el padre de la mala mujer.

—¿Seguro que está inconsciente?

—Lo suficiente para no molestar.

Moisés toca con el hombro un objeto blando, pero no sabe qué es. Parece un saco lleno de carne, que desprende un hedor de patatas podridas.

—Ayúdame a preparar el mortero. —La voz ronca de Pablo Martí—. Esto no lo sabe hacer todo el mundo. Es todo un arte. Hay que conseguir el punto justo para que no esté ni demasiado blando ni demasiado húmedo.

—¿Qué tengo que hacer? —Salvador Vaquer lo mira a la espera de instrucciones.

—Es por eso por lo que los jóvenes de hoy no tenéis ni oficio ni beneficio. Os falta energía, empuje. No sabéis hacer nada.

Cuando Moisés Corvo vuelve a despertarse, la falsa pared está medio construida y los dos hombres han dejado el trabajo porque se han quedado sin luz natural. Mañana lo acabarán a primera hora. El policía se retuerce para deshacerse de las ataduras, ahora que ha recuperado un poco de movilidad, pero no hay suficiente espacio: en un lado, el nuevo muro, en el otro, la pared y, rozándolo, esa cosa pestilente que parecía un saco y que ahora está rígida. Enriqueta Martí entra con una taza de caldo caliente en las manos. Quita la tela que llenaba la boca de Moisés Corvo y le susurra:

—No intentes gritar, no puedes. Es inútil. Ahora bebe, necesitas alimento.

Y le mete el caldo garganta abajo. El policía escupe el primer sorbo, pero ella lo coge de la nuca y lo obliga a ingerir más.

Al cabo de un rato, Moisés Corvo vuelve a dormirse, sedado, pegado al cadáver de Bocanegra, el chico que ha dejado de ser útil a la señora.

Por mucho que revienten las puertas de los pisos de la Riera Baixa y de Tallers, los policías no encuentran a nadie. Los dos parecen abandonados y no hay rastro de la pareja, ni mucho menos de Corvo. Los ponen patas arriba, pero ya no hay hilos de los que tirar. Intentan localizar a los propietarios de los pisos alquilados, pero tampoco dan señales de vida.

—Son ellos, seguro. —Caraniño es asertivo al expresarse.

—Todo lo que tenemos son indicios, ninguna prueba concluyente —dice Malsano—. Pero son ellos.

Salvador tiene antecedentes por corrupción de menores y es el cojo a quien se vio intentando secuestrar a una criatura para llevarla al Chalet del Moro, que parece que provee una red de prostitución infantil en la zona alta y que está cubierta por gente con mucho poder, capaz de cortar de raíz cualquier intento de investigación policial. O de borrar antecedentes como los de Enriqueta, que no aparece por ninguna parte y encaja con el perfil establecido por Von Baumgarten a la perfección. Se mueve en las sombras y tiene conocimientos de curanderismo. El monstruo desconocido por fin ha salido de la madriguera para contemplar su obra. Y, no obstante, se ha vuelto otra vez invisible.

—Pujaló debe de ser más fácil de encontrar —Golem pone una mano en el hombro del inspector—. Es un bocazas y ésos no son capaces de ocultarse demasiado tiempo. Hablan y hablan y la boca los pierde. Vete a casa, Juan, nosotros nos encargamos.

Pero Malsano sabe que no podrá dormir, angustiado porque cada minuto que pasa es una oportunidad perdida. En las oficinas de La Vanguardia se entrevista con Quim Morgades.

—Publícalo —le pide—. Si alguien sabe dónde está Teresina, nos llevará a Moisés. Escríbelo. No tenemos tiempo. Hemos de encontrarlos.

Morgades hace una llamada al juzgado instructor del caso de la desaparición de la niña y habla con el secretario judicial, Miguel Aracil. Después de unos minutos, éste le devuelve la llamada y le confirma que el juez, Ramón Mazaira, está de acuerdo en difundir la nota. Está hasta el gorro de la ineptitud de la policía y de que no haya resultados en un caso que ha despertado tanta alarma social. Se ha hartado de las intromisiones del gobernador civil, que hace sólo dos días llegó a enviar un comunicado a la prensa negando la evidencia del secuestro. Adelante, dice el secretario. Al día siguiente, Quim Morgades escribe una breve columna solicitando la colaboración ciudadana para encontrar a Teresina.

—Buena suerte —se despide de Malsano.

Cuando el inspector Corvo abre de nuevo los ojos, la oscuridad es absoluta y el muro ya llega al techo. Quiere moverse para golpearlo con las piernas y aprovechar que la argamasa aún debe de estar blanda para tirarlo abajo, pero está encajonado. No puede gritar, no puede moverse. Sólo puede esperar. Cada vez le cuesta más oír las voces más allá de la pared falsa y va perdiendo la esperanza de salir vivo.

El día 27, a primera hora, el brigada Ribot corre a avisar a Juan Malsano. Golem y Caraniño han detenido a Pujaló cuando éste entraba en el taller de pintura de madrugada.

—¿Están en comisaría?

—No.

El puerto, un lunes, es un lugar bastante silencioso, un bosque donde ondean mástiles y chimeneas. Los pescadores no están, las barcas valencianas con tendales están cerradas y los estibadores se sientan bajo palio para jugar a las cartas y charlar. El ruido del chapoteo del agua y gritos ahogados es lo único que oye Juan Malsano cuando llega y deja atrás la ciudad de los tranvías y las fábricas. Pero en el muelle sólo ve a Golem y Caraniño, pendientes del agua. Cuando se acerca, descubre a Joan Pujaló, flotando como puede, ¡no sé nadar, no sé nadar!

—¿Dónde está tu mujer? —grita Golem, en cuclillas. —¡Sáquenme de aquí! ¡Me ahogo!

Mueve los brazos como un perrito y se aproxima a la orilla, pero Golem extiende la pierna y con el pie sobre la cabeza de Pujaló lo hunde un poco más.

—Por favor, que —traga agua—... que me ahogo.

Pujaló está agotado.

—El muy cabrón disimulaba cuando lo cogimos.

—¿Dónde está mi compañero? —brama Malsano.

—¿Quién?

—¿Por qué corrías el otro día?

—¡Me... me asustó! —Casi no puede hablar.

—¿Por qué?

—No lo sé. Lo vi y... como ya había hablado conmigo.

—¿Qué?

—Ayúdeme. Sáqueme de aquí, no sé nadar, por favor.

—¿Dónde está Enriqueta?

—Le juro que no lo sé. —Ay, si Joan pudiera cruzar los dedos, pero a duras penas flota.

—Está con Salvador.

Por un momento, Joan Pujaló transmuta el rostro.

—No lo sé. Sáquenme.

—Yo lo ahogaría —dice Caraniño—. Si no sabe nada, no nos sirve. Que se hunda.

Habla bien fuerte para que Pujaló lo oiga.

—¿Dónde está Salvador? —insiste Malsano.

—No lo sé, no lo sé.

El inspector coge el revólver y abre el tambor. Saca tres balas y las guarda en el bolsillo de la americana.

—Te gusta el juego, ¿no? Te gusta apostar.

—Créame... —suplica.

—Tienes el cincuenta por ciento de posibilidades de ganar, Pujaló. —Le apunta—. ¿Dónde están?

—Le digo que...

El tiro impacta en el agua y hiere al hombre en el abdomen. Chilla de dolor y deja de nadar.

—¿Dónde están? —repite, pausadamente Malsano, y el vaho que le sale de la boca parece una emanación de azufre del infierno.

—Ponent, Ponent. Ayúdeme, me muero. —No ha afectado ningún órgano vital, pero es un dolor infame—. ¡Están en el piso de Enriqueta!

—¿Dónde?

—Ponent veintinueve, en el primero cuarta, con la niña. No sé nada de su compañero, se lo juro.

El brigada Asens ayuda a Golem a sacar al hombre del agua. Pida una ambulancia.

Malsano corre.

No entra en los planes de casi nadie morir enterrado vivo. Pero no son pocos los que temen ser sepultados en vida, un miedo que clínicamente se ha bautizado como tafofobia y que arraigó en poetas románticos como Lord Byron o Percy Shelley. Es sabido que el célebre músico Frédéric Chopin dejó escrito en el testamento que, una vez muerto, le arrancaran el corazón para asegurarse de que no lo inhumaban por error. Fue Edgar Allan Poe quien, en el relato «El entierro prematuro», plasmó el temor a ser confundido con un muerto cuando aún estás vivo.

La falsa pared se ha asentado y, una vez acabado el trabajo, Pablo Martí ha vuelto a Sant Feliu. Es su hija, se justifica, como si esto perdonara cualquier acción. Salvador ha apoyado un colchón y ha cambiado de sitio un par de armarios para que parezca que siempre ha estado dispuesto de la misma manera. Pongo una mano sobre la pared y hablo.

—Moisés.

La voz de niña lo desvela.

—¿Quién eres?

—Moisés, estoy aquí.

—¿Teresina?

—Sí.

—¿Estás bien?

—Ya no tienes que preocuparte.

—Debes avisar a la policía, Teresina. Debes salir al balcón y gritar.

De golpe, Moisés Corvo se da cuenta de que puede hablar, a pesar de que el trapo de la boca se le ha deslizado garganta abajo hasta obturarle la tráquea.

—La policía ya viene hacia aquí. Pronto estaré libre y tú también, Moisés.

—¿Dónde está Salvador?

—Tanto da. Salvador es un desgraciado. Siempre ha sido ella, Enriqueta. Fue ella quien me secuestró, fue ella quien se llevó a todos los niños.

—Debes esconderte, Teresina. Si llega la policía, ella intentará matarte.

—No me hará nada. Ya está todo decidido. Y tú has sido importante, Moisés. Sin ti no la habrían encontrado nunca. Ella lo sabe y por eso ha querido castigarte.

—¿Quién eres?

—Teresina.

—¿Quién eres de verdad?

—Soy una voz dentro de tu cabeza, nada más.

—Ayúdame a salir de aquí. Tenemos que atraparla, tenemos que evitar que escape. Tenemos que acabar con el monstruo.

—No puedo ayudarte, Moisés. Sólo puedo quedarme aquí, a tu lado, hasta que llegue el momento. No debes preocuparte por ella. Irá a prisión. La interrogarán. Saldrá a la luz todo el mal que ha traído a este mundo. Se sabrán muchas cosas, pero habrá muchas que se ocultarán. Ya lo sabes.

—Se saldrá con la suya: la protege gente muy poderosa.

—Todo el mundo olvida. Con el tiempo no aparecerá en los periódicos, el monstruo será un recuerdo borroso. Se hundirá un barco gigantesco, vendrán nuevas enfermedades, estallará una guerra como no se ha visto otra antes y Enriqueta será una leyenda para espantar a las criaturas.

—Debe pagar por lo que ha hecho.

—Dentro de un año, Moisés, Malsano ayudará a Isaac von Baumgarten a entrar en la prisión de Reina Amalia. El doctor clavará una estaca en pleno pecho de Enriqueta Martí Ripollés y después la decapitará.

—¿Y Conxita? ¿Y mi hermano? ¿Y Andreu?

Moisés Corvo lloraría si pudiera derramar lágrimas.

—Has encontrado a la niña —dice Malsano al brigada Asens—. Pase lo que pase allí dentro. Una vecina te avisó que la había visto y tú entraste al piso con cualquier excusa.

—Una inspección de higiene.

—Lo que sea. Pero encontraste a la niña y detuviste a Enriqueta.

—Si yo hubiera sabido que eran ellos... —se lamenta Asens—. Si hubiera sospechado antes...

Juan Malsano sabe que si entran en el piso de la calle de Ponent, arrestan a Enriqueta y la llevan a comisaría, se argumentará cualquier defecto de forma para dejarla en libertad. Si es un municipal, un agente del cuerpo recién creado, costará más. A la Guardia Municipal le conviene una dosis de prestigio y publicidad, como a todo cuerpo policial, pero con el añadido de que tiene un expediente como una patena, de tan nuevo que es. Lo que realmente importa ahora es encontrar a Moisés Corvo, salvar a Teresina y, evidentemente, capturar a Enriqueta.

—Yo me quedo aquí. —Caraniño mastica un mondadientes y se apoya en la portería—. Ni entra ni sale nadie.

Malsano accede a la escalera y recorre el pasillo, sube los peldaños de dos en dos y reúne fuerzas delante de la puerta. Le sudan las manos. No quiere pensar demasiado en qué hallará del otro lado. El monstruo, Moisés, la niña. Espanta el mal agüero de la cabeza. ¿Y si...? No, no, no. Golem le pide permiso con la mirada, Malsano asiente.

La madera se rompe en torno al pomo y la puerta se abre de par en par como si se rindiera. Los dos policías entran con los revólveres encañonando la nada. Los latidos, como una fragua en las sienes, son tan intensos que ocultan cualquier otro sonido. ¿Está vacío? ¿Este piso también está vacío? De fondo, como a kilómetros de distancia, una niña llora y Golem no se lo piensa dos veces y corre, mientras Malsano lo cubre desde atrás.

—¡La niña está aquí! —La voz llega desde un lugar incierto del domicilio—. ¡Al suelo, hijo de puta, al suelo!

Malsano se pone aún más tenso cuando oye las órdenes de su compañero. No sabe que ha encontrado a Salvador Vaquer en un rincón de la habitación, ni que éste tenía el arma de Moisés Corvo en la mano, pero la ha lanzado en cuanto ha visto que entraba el gigante. Juan entra en la sala decorada con muebles caros y espejos y ve a Angelina sentada en una butaca, con las manos sobre la falda, como si esperara su turno.

—¿Quién eres?

La niña calla. Debe de ser la hija de Enriqueta y Pujaló. Tiene la mirada perdida de la locura. Continúa hasta la cocina, que está en penumbras, y una silueta se mueve levemente durante un segundo.

—¡Quieta! —brama Malsano—. ¡Las manos en la cabeza!

No puede verla, pero intuye que está obedeciendo la orden que acaba de escupir. La bombilla está en el centro de la cocina. Avanza muy lentamente un par de pasos para estirar la cadenita y encenderla. Cuando lo hace, lo ciega, y al abrir los ojos Enriqueta se abalanza sobre él, fuera de sí, empuñando un cuchillo, como una bestia iracunda. No parece humana, no es humana. Malsano la esquiva, pero pierde el equilibrio y cae contra la pila. Enriqueta rectifica la posición y se le encara, pero Malsano consigue apuntarla con el revólver, de tal manera que con la inercia de ella, el cañón presiona las costillas de la mala mujer. Esto la deja helada, con el rostro desencajado, los brazos en el aire y la hoja del cuchillo relampagueando por el reflejo de la luz de la bombilla.

—Inténtalo —la amenaza Malsano—. Inténtalo y te reviento.

Enriqueta duda, pero no retrocede. Juan Malsano le aguanta la mirada un buen rato, quinientos o seiscientos años, y descubre a la persona más mala que haya conocido nunca. Es la maldad pura, el diablo, el monstruo, sin un gramo de humanidad. Y se le eriza la piel y le tiembla el cuerpo.

—No está. —Golem aparece con Teresina. Ha dejado a Salvador esposado, llorando—. No encuentro a Moisés.

Malsano se levanta, pero sigue encañonándola. Enriqueta lo reta, parece incluso que sonriera. Tiene un secreto que no podrán arrebatarle.

—¿Dónde está mi compañero?

Ella no habla, él continúa mirándola fijamente, pero ya ha tirado el cuchillo al suelo. Una víctima indefensa.

—¿Dónde está mi compañero? —repite, elevando el tono de voz y el revólver a la vez. Si disparara ahora, la agujerearía entre las cejas.

—Juan. —Golem sabe que si el inspector dispara todo será peor.

Con Pujaló se ha excedido y con Enriqueta puede desahogar la ira y la frustración. Golem da un paso hacia Malsano. Juan...

—¿Dónde está Moisés Corvo? —Aprieta los dientes, el dedo tensándose sobre el gatillo.

Golem levanta la mano y la coloca sobre el cañón. Juan. Y la baja despacio. Ella sonríe, la muy bastarda.

—Lo encontraremos. Y ella lo pagará.

Juan Malsano coge impulso y la culata del revólver impacta en el pómulo de Enriqueta. Le abre una brecha y le saltan dos muelas. La tiene en el suelo, probando el sabor de su propia sangre.

—¿Dónde está mi amigo?

—Moisés, escúchame. En dos semanas revelaré el escondite de tu cadáver. No se hará público. No le conviene a nadie. Malsano simulará un robo para recuperarlo y te dará sepultura. Tu familia te velará, por fin. Te dirán adiós, llorarán y estarán orgullosos.

—No he podido despedirme de ellos.

—No todos os marcháis como quisierais, ni como merecéis.

—¿Y qué pasará ahora?

—Nada. Se ha acabado. Dormirás para no levantarte nunca jamás. Estoy aquí para acompañarte. Es lo mínimo que puedo hacer. Es lo que te debo, porque tú has estado conmigo y no me has ignorado, no has hecho como que no existía.

—¿Por qué?

—No hay respuesta, Moisés. No la hubo aquel día con los Apaches, ni la hay ahora aquí. No hay un porqué, sino un cómo. Y tu cómo ha sido magnífico.

—No te entiendo.

—No tienes que entender. Tienes que aceptar. Has sido un gran hombre, con muchos defectos y muchas virtudes. Ha sido una vida plena: las has pasado de todos los colores y hay gente que te quiere y que te echará en falta con un gran recuerdo. Nadie dirá pobre, pobrecito, pobrecillo, que es lo que se repite cuando alguien ya no está a su lado, para después seguir sufriendo, disfrutando, trabajando, jugando o sobreviviendo. Dirán, ufanos: Moisés Corvo era mi hermano, mi tío, mi marido. Luchó por lo que creía, contra la adversidad. Se dejó la piel. Y lo consiguió. No todo el mundo puede presumir de eso, Moisés. No todo el mundo puede llegar al final, cerrar los ojos y saber que se va dejando una huella profunda en el corazón de los que ama. Vivir es combatir, no rendirse y marcharse con la cabeza bien alta.

—Ha estado bien, mientras ha durado, Teresina.

—No: ha estado muy bien.

—No discutiré con una niña que habla como un viejo chocho. —El alma de Moisés Corvo se apaga como ha vivido.

—Ahora me despido.

Lo beso y la oscuridad nos engulle.