9
Juan Malsano llega al Hospital de Sant Pau hacia el anochecer. Aunque es domingo y no tiene que trabajar, Moisés Corvo le ha avisado que por la tarde han apaleado a un hombre que, según parece, había estado dando caramelos a las criaturas en el Saturno Park de la Ciutadella.
—Ha desaparecido un niño de cuatro años: Antoni Sadurní —le ha dicho al ir a buscarlo a su piso—. He hablado con los padres y no han visto nada. Se ve que lo han perdido en la pérgola que está junto al estanque y no han vuelto a verlo. Han oído decir que se ha visto a un hombre llevándose a un niño muy parecido a Antoni, pero no hay testimonios fiables. Por lo que he podido averiguar, el secuestrador no es cojo. A media tarde alguien ha dado la voz de alarma al ver a un tipo hablando con otro niño en el Borne y le han dado una paliza. Está en el Hospital de Sant Pau, pero tendrás que ir solo, esta noche tengo otra tarea. —Y le entrega una fotografía del niño vestido de marinerito y con una raya perfecta.
Malsano no va solo. Se hace acompañar por el doctor Manuel Saforcada, el médico forense de la ciudad y, además, especialista en trastornos mentales. Ha pedido su ayuda para determinar si el sujeto que se encontrarán (aún no saben en qué estado) podría ser el monstruo que buscan. Y si lo es, deberán sacarle dónde ha escondido al pequeño Antoni.
La gran puerta principal los abraza al entrar, bajo la vigilancia de la punta que se clava en la neblina de diciembre. El Hospital de Sant Pau parece un castillo de cuento de hadas a las afueras de la ciudad, la casita de chocolate de Hansel y Gretel de dimensiones desatinadas.
Una monja les pregunta a quién buscan y los hace esperar un rato, hasta que aparece un hombre diminuto, que parece que hubiera estado un buen tiempo en remojo. Les da la mano.
—Doctor Saforcada, soy el doctor Martín. Para mí es un placer que venga aquí. Fui alumno suyo hace cinco años.
—Lo recuerdo. —Era de la primera promoción a la que el forense había dado clase—. Veo que lo aprobé.
El pequeño médico se muestra orgulloso y hace un gesto para que lo sigan. Como está nervioso por la visita, no puede reprimir su tic, abre y cierra los ojos como si quisiera cazar moscas con las pestañas.
—De todas maneras, el placer es mío —continúa—. En este edificio sí que da gusto trabajar.
—Bueno, por fuera es muy original, pero por dentro no es demasiado diferente de los demás.
—Entonces, últimamente no debe de haber pasado por el Clínico. Es tan nuevo como este, pero mucho más sucio y oscuro. ¿Ha visto cómo está la sala de autopsias? —El otro hace que no con la cabeza—. Como una letrina. Y mire que digo que hagan el favor de limpiar, pero parece que sólo los muertos se atreven a entrar en ella. Y bastante les cuesta seguir muertos.
—La superstición aún supone un obstáculo para el progreso... —se lamenta el médico, que dobla por otro pasillo.
—La falta de higiene, más bien —subraya el forense.
Al llegar al pabellón, deben esperar a que una de las monjas acabe de lavar al paciente.
—Dudo que puedan hablar con él.
—¿Qué es lo que tiene?
—Contusiones generales, nada grave. Pero le falta un tornillo.
—¿Ha dicho su nombre? —pregunta Malsano.
El doctor Martín arruga la nariz, cavilando si responder, y después la afloja tres o cuatro veces más por efecto de los tics. Decide que sí.
—Sí: Jesucristo.
—Hable primero usted —ofrece el forense al policía.
El hombre acostado es corpulento, pero no demasiado alto y lo primero que llama la atención es que está atado a la cama por los brazos con jirones de sábanas. La parte superior del cuerpo, que es la visible, está amoratada, y tiene algunos vendajes. Mueve la cabeza con relativa parsimonia, como una peonza a punto de pararse. El inspector calcula que debe de tener unos treinta o treinta y cinco años. Tiene treinta y tres.
—Buenas noches —comienza Malsano, que consigue que el hombre detenga la vista en él. Tiene esa clase de miradas que desprenden miedo.
—Soy el inspector Malsano, de la policía, y estoy aquí para hacerle algunas preguntas. —El hombre abre desmesuradamente los ojos—. ¿Me entiende cuando le hablo?
—Sí. —Un hilo de voz se confunde con el murmullo de los demás pacientes.
—¿Cómo se llama?
—Sí.
—Ya le dicho que no está bien. —El doctor Martín mete baza.
—¿Cuál es su nombre? —pronuncia despacio Malsano.
El hombre busca a la monja, como si fuera la única persona en el mundo que pudiera entenderlo.
—Yo, Juan. ¿Usted?
El interrogado está inquieto.
—Ha hablado antes, ¿no? —pregunta el doctor Saforcada.
—Sí. De forma inconexa, pero hablaba.
—¿Con quién?
—Yo estaba delante.
—¿Y usted le ha hablado directamente?
Duda, la cara se contrae y relaja unas cuantas veces. Malsano mira al hombre de la litera porque el doctor Martín comienza a ponerlo nervioso.
—No...
—¿Y...? —se impacienta el policía.
—Estaba la hermana Concepció.
—¿Era la que lo lavaba antes? —pregunta Malsano.
—Sí.
—¿Sería muy complicado volverla a llamar, por favor?
El médico pregunta por Conxita aquí y allá, hasta que la encuentra y ésta vuelve al lado de la cama. Parece que el hombre sin nombre se calma.
—Pregúntele cómo se llama —inquiere el doctor Saforcada. La monja obedece.
—Jesús.
—Jesús, ¿qué más? —Es Malsano quien mira al hombre, pero habla fuerte para que la hermana Concepció se dé por aludida. Ella vuelve a hacer de puente.
—Jesús de Nazaret.
Malsano bufa y se vuelve hacia el doctor Saforcada que, levantando las cejas, lo conmina a seguir.
—Pregúntele qué ha pasado esta tarde.
Me ahorraré transcribir las repeticiones de la hermana Concepció (Conxita para el doctor Martín).
—Soy el hijo de Dios y he sido enviado para salvar a la humanidad. Soy un mártir al que los envidiosos han querido matar. Pero el hijo de Dios no puede morir.
—No está bien, no —es el agudo diagnóstico del doctor Martín.
—¿Por qué intentaron matarlo? —Malsano arruga la frente.
—No puedo morir, soy inmortal, ya lo avisó el arcángel Gabriel cuando se apareció a mi madre, la virgen María... —Bla, bla, bla, continúa Jesucristo; tan calladito que estaba cuando llegaron los investigadores, ahora resulta que es parlanchín.
—¿Por qué han intentado matarlo?
—... si no obedecéis el mandato divino y actuáis corno fariseos, seré vuestro castigo...
—¿Cuántos años tiene? —El turno del doctor Saforcada. Cuando sor Concepció repite la pregunta, el hombre detiene en seco la diatriba.
—Treinta y tres.
—¿Y cuándo lo colgarán de la cruz?
Jesucristo se muestra confuso y Malsano aprovecha para enseñarle la foto de Antoni.
—¿Lo conoce?
Jesucristo la mira un rato, y por primera vez responde cara a cara al inspector.
—¿No son iguales todos los niños?
—¿Lo conoce?
—Soy yo. Es usted. Somos todos.
—¿Se lo ha llevado esta mañana, en la Ciutadella? —Usa un tono severo.
—Es la rama del árbol de donde nacerá otro. Es el amor de Dios hecho carne.
—¿Qué ha hecho con él?
—¡Dejad que los niños vengan a mí!
—¿Dónde está? —Malsano se incorpora y se coloca a un palmo de la cara de Jesucristo.
—No lo sé.
—¿Lo ha matado?
—No. —Está a punto de romperse. No es el mismo de hace unos segundos.
—¡Lo ha matado!
—No... no. Jesús es amor. Jesús es el hijo de Dios.
—No es él —aventura el doctor Saforcada—. Este hombre padece esquizofrenia.
—¿Demencia precoz?
El doctor Martín aún emplea términos antiguos. El psiquiatra suizo Eugéne Bleuer había acuñado el nombre de esquizofrenia para concretar más un fenómeno que no era tanto un deterioro avanzado de las facultades mentales como una enfermedad que en sus brotes produce una ruptura con la realidad. Pero, si tengo que seros franco, la ruptura es inexacta, como comprobarán a continuación.
—El sujeto tiene delirios y manía persecutoria. No presenta síntomas de intoxicación alcohólica y habría que tenerlo en observación por si se tratara de un episodio producido por fármacos o drogas —diagnostica el forense.
—Pero ¿puede ser el que buscamos? —pregunta Malsano.
—Si es él, cosa que dudo, de momento es imposible saberlo. Deberíamos esperar a que recupere el conocimiento e interrogarlo de nuevo.
—¡Marchaos! ¡Marchaos! —grita Jesucristo, y sor Concepció le coloca una mano en la frente para calmarlo. Pero él tensa las sábanas atadas en los antebrazos y mueve la cama con fuerza—. ¡Marchaos!
—¿Qué le pasa? —se extraña el inspector Malsano.
—Inyéctenle novocaína —ordena Saforcada, y el doctor Martín sale corriendo, en parte en busca de una jeringa, en parte acobardado por si el mesías consigue soltarse.
—¡Sacadlo de aquí! —brama, mirándome de hito en hito, escupiendo babas y con el rostro enrojecido—. ¡El hijo de Dios exige que lo saquéis de aquí! ¡No quiero verlo! ¡No quiero verlo!
Ya os lo había dicho. Vosotros lo sabéis, pero los que están en torno a la cama (el inspector Malsano, el doctor Saforcada y la hermana Concepció) se preguntan a quién debe de estar refiriéndose. Lo hago callar poniéndome el dedo índice sobre los labios y Jesucristo, que en realidad se llama Pere Torralba y es de Sant Andreu del Palomar, enmudece. Justo a tiempo para la inyección y el sueño profundo.
—Este hombre es incapaz de planificar nada ni de ocultar a nadie sin delatarse. —El forense reflexiona en voz alta—. No es el individuo que buscamos.
Si hay una afición extendida en Barcelona es la de armar jaleo y montar follones cada vez que los ánimos están caldeados. No hace tanto, hacia junio, un automóvil atropelló a un transeúnte en la calle Gran de Grácia. La multitud, enfurecida, volcó el vehículo y le prendió fuego en un acto de justicia urbana que satisfizo a todo el mundo menos al atropellado, que tenía un fémur al aire, y al conductor, que tuvo que salir corriendo.
—Otra puerta que se cierra —se lamenta Malsano—. Espero que Moisés tenga suerte esta noche.
Suerte es un sustantivo demasiado peligroso para emplearlo a la ligera. A veces una dosis de buena suerte os empuja hacia lugares adonde queréis llegar, pero que conducen a un final terrible. A veces la mala suerte, como podría ser no conseguir lo que os proponíais, os aparta de la destrucción. Ahora que un oficial de patentes suizas está acabando de redactar el que será uno de los postulados científicos más influyentes del siglo, es preciso recordar que, al final, todo es relativo.
Pero Moisés Corvo ni se plantea esto mientras sube la carretera de la Rabassada, a oscuras, en el tranvía que va desde la calle de Craywinckel hasta el casino. El trayecto dura cuarenta y cinco minutos y cuesta sesenta céntimos y un catarro. La suerte es otra cosa y está a punto de probarla en forma de ruletas, naipes y tómbolas. El Casino de la Rabassada está abierto desde hace cinco meses, desde julio del presente año, y está destinado a ser un referente europeo, o al menos ésas eran las intenciones de los inversores del proyecto. A la entrada se amontonan automóviles, coches particulares y el tranvía que llega desde la ciudad, en un trasiego constante de visitantes que se dejan deslumbrar por el gran portal metálico, un cerco de hierro impresionante donde se lee La Rabasada Casino Atracciones, flanqueado por dos torres modernistas con toques neoárabes (está visto que este estilo hace las delicias de la sociedad acomodada barcelonesa). Las torres están coronadas por una cúpula con banderas inertes por falta de viento. Hombres de esmoquin bajo el abrigo se hacen acompañar por sus queridas, que lucen las joyas que durante la semana tienen ocultas en el pisito, nido secreto no tanto de amor como de sexo. Hay mucho francés y alemán, y algún británico, indianos y propietarios de fábricas textiles que han hecho cuartos con los uniformes del ejército.
Y está Moisés Corvo, que baja del tranvía encogido bajo el abrigo, protegido por un sombrero de ala ancha que oculta el rostro en sombras, con el frío calado en los huesos. Paga la entrada de cincuenta céntimos con derecho a una atracción, como si tuviera ganas, y accede a la balconada desde donde dos escalinatas conducen al casino o al restaurante, respectivamente.
Le llama la atención que todo el mundo ría, pero con risas naturales, como si esto fuera el paraíso, el lugar más feliz del mundo. Hay gente que va y viene, entrando y saliendo de los edificios con copas en la mano, perdiéndose entre los setos o recorriendo el caminito que lleva a las atracciones, como criaturas. Y Moisés Corvo comprende que precisamente es por esto por lo que está aquí, porque este deseo de no desprenderse de la infancia que hay en los seres humanos hace que algunos rompan ciertas fronteras invisibles al precio que sea. El inspector siente asco y rabia y palpa el revólver que cuelga del cinturón, debajo del abrigo, como para relajarse. No le gusta disparar, nunca le ha gustado, pero hay momentos en que se debe actuar a disgusto, y lo acepta.
Lo que más le cuesta aceptar es tener que cambiar cien pesetas en dos fichas de cincuenta para poder jugar (ya casi no le queda dinero) y confundirse entre la gente con cuartos que abarrota el local. De todas maneras, se ve a la legua que él no forma parte de ese ambiente, tanto por la ropa como por la forma de caminar y el hecho de que entre ellos se conozcan todos. El casino es luminoso, repleto de lámparas en cada pasillo, con ventanales que ahora, de noche, reflejan como espejos lo que pasa en el interior, provocando, así, la impresión de que hay más gente de la que en realidad hay. Además, la decoración navideña es muy barroca y llena el edificio de bolas de cristal de colores, banderolas y otras desgracias estéticas.
El policía camina entre las mesas donde se practican diferentes modalidades de azar. Pero en la mayoría se juega al bacará. Los jugadores se retan los unos a los otros en una mesa redonda. Y dentro del bacará, la modalidad del chemin-de fer es la más popular, en la cual la banca recae en un jugador diferente en cada turno. El policía observa y calla y contempla cómo son ellos, los que juegan, y ellas, las que empujan a subir la apuesta. En otra mesa juegan a los dados y en unas de más allá hay ruletas francesas. Al cabo de un rato de dar vueltas, Moisés Corvo se da cuenta de que lo vigilan: hay al menos dos hombres encargados de la seguridad que lo retan con la mirada desde distintos rincones del local, sin ocultarse. Quizá lo hayan confundido con un anarquista. Lo mejor, pues, es sentarse y participar en algún juego antes de que las sospechas se conviertan en acción. Elige la ruleta que le hace más gracia, una en que hay figuritas de caballos con jinetes, que cuando gira simula una carrera hípica, y coloca con decisión una de las fichas de cincuenta pesetas sobre el once negro.
—¿Está seguro, caballero? —le digo.
Me mira, pensando una respuesta. De golpe entorna los ojos y se muerde los labios.
—Sí —determina.
—La suerte está echada.
Hago girar la ruleta y la bola corre endemoniadamente más rápido que los caballos. Moisés Corvo no puede quitarme la vista de encima. Pero se distrae cuando la bola tintinea y cae sobre el once negro.
—Buena elección —le digo, y barro las fichas hacia él. Ahora tiene unas trescientas pesetas y un crupier con gafitas y corbatín que está a su favor.
Una de las damas aplaude divertida y el botones, un chico de la edad de Bocanegra, pero bastante más limpio y educado, se aproxima al policía.
—¿Quiere que le guarde el sombrero y el abrigo, señor? —se ofrece.
—No —corta en seco Moisés Corvo.
—Hagan juego, señores, hagan juego. —Y miro de hito en hito al policía—. ¿Querrá repetir la fórmula, caballero?
El inspector se anima. Si alguna vez ha jugado, ha sido al siete y medio, y por cuatro cuartos. Para él esto es tan nuevo como seductor. La dama que aplaudía aprueba que vuelva a intentarlo.
—El treinta y dos rojo. —Mueve tres fichas, ciento cincuenta pesetas.
Se cierran las apuestas y hago girar de nuevo la ruleta. Debería haber sido un veintiséis negro, pero —cosas que pasan— la pelotita salta haciendo un extraño y va a parar al treinta y dos rojo. Moisés Corvo no se lo puede creer. Dos aciertos en dos apuestas. El público hace «oooh», el botones vuelve a ofrecerse (ahora con más insistencia) a guardarle la ropa, y la dama aplaude y, como la bola de la ruleta, se acerca al inspector.
—Es usted muy afortunado —dice inclinándose un poco, lo suficiente para que el escote desborde promesas y pechera.
—Ahora que está a mi lado, supongo que sí —responde él, que no olvida que ahora, aún más, los dos vigilantes lo tienen controlado. Anarquista quizá no, pero tramposo sí que parece.
Lo ayudo y hago que pierda las dos partidas siguientes. Bueno, más que ayudar, no interfiero, y la pelota cae donde toca y gana la banca y todo parece recuperar la normalidad. Doscientas pesetas menos hacen que la mujer insista en salir a dar una vuelta, pero ciento cincuenta menos hacen que pierda interés y aceche en torno en busca de otro ganador.
Moisés Corvo encuentra que es la ocasión de no insistir y hacer lo que ha venido a hacer. Ahora tiene doscientas cincuenta pesetas, que es mucho más de lo que tenía al entrar, y me da veinticinco de propina, que yo le agradezco. Pero en el momento de pasarme la ficha me coge la mano y me clava los ojos:
—¿Nos conocemos?
—Espero que no, o tendríamos un problema.
—¿Perdón?
—Si nos conociéramos, no podría ser su crupier.
—Pero lo he visto en algún sitio, ¿no?
—Esta ciudad es muy pequeña.
Moisés Corvo piensa en toda la gente que alguna vez ha detenido o interrogado, pero no consigue ubicarme. Ni se imagina que soy el que se llevó a sus dos hijos, ni el que estaba a su lado el día que recibió el tiro, cuando esperaba fallecer.
Pero no puedo negar que me hace ilusión que me reconozca. Sobre todo porque la cara de este crupier escuchimizado y amarillento no es mi rostro, o sí lo es, pero sólo de forma circunstancial, y él ha sabido ver debajo de la piel, detrás del disfraz. Es mucho más perspicaz de lo que piensa, y el contacto con mi rastro de cada noche lo ha hecho tener una visión más profunda de la realidad. Y oscura, claro. Ya lo he dicho antes, perdonad que me repita, pero me gusta Moisés Corvo. Podríamos ser buenos amigos, si yo pudiera tenerlos.
El policía se dirige a uno de los vigilantes, el más fornido, y ve por el rabillo del ojo como el otro (un esmirriado que debe de ser pariente del dueño, porque no se entiende qué seguridad puede dar) se acerca a toda prisa.
—Señor —dice en tono grave, y después se vuelve hacia el recién llegado—, señorita.
—No nos gustan los pendencieros —advierte el grande.
—Ni a mí —contesta Corvo—. Quisiera ver al señor André Gireau.
Los vigilantes dudan y vuelven a estudiar al inspector. No parece el cliente habitual de monsieur Gireau.
—No conocemos a ningún André Gireau.
—Yo creo que sí. —A disgusto, Moisés Corvo introduce una ficha de cincuenta pesetas en el bolsillo del hombre—. Ella también lo cree.
—Podemos preguntarlo —se rinde, pero no sin luchar—. Pero necesitamos un nombre.
—Madame Lulú.
El escuchimizado ríe por lo bajo. No da la impresión de que aquel tío que se parece a Alfonso XIII se llame madame Lulú.
—Espere en el belvedere —concluye el de aspecto marmóreo.
El belvedere es la forma chic de decir balconada, aunque Moisés Corvo no lo entiende a la primera, deduce que debe ir fuera porque el Alfeñique lo coge por un codo y lo acompaña.
—Si quiere volver a comer sólido, suélteme.
La amenaza surte efecto y el vigilante se acerca la mano al pelo para peinarse, tengamos la fiesta en paz. El policía le saca dos palmos: el Alfeñique se acojona.
En la balaustrada, Moisés Corvo enciende un cigarrillo y se distrae observando el parque de atracciones que se extiende por la falda de la montaña. Se destaca sobre todo el scenic railway, que es como bautiza un cartel la impresionante montaña rusa de dos kilómetros y medio de longitud. Las vagonetas fustigan a los clientes que tienen el valor de subir a ella, a cambio de gritos estremecedores. Más abajo, una atracción permanece cerrada: hace demasiado frío para que el water chute, un subibaja de barcas, esté en funcionamiento. Las colas en las casetas del Alleys Bowling o el Palacio de la Risa son lo bastante largas para desanimar a los más frioleros. Moisés Corvo se abotona el abrigo y se encaja el sombrero aún más sobre las orejas.
—Elija una. —Una voz detrás de él, acento francés inconfundible—. Tiene derecho con la entrada.
El inspector se vuelve y se encuentra cara a cara con una presencia mefistofélica, un individuo muy delgado, vestido totalmente de negro, de cabello y barba rubios, casi platino, y la piel tan pálida que se le marcan las venas azuladas de las narices y las sienes como pequeños riachuelos oscuros.
—No he venido a jugar —responde el policía.
—No es lo que me ha dicho el señor Robles. —Señala al corpulento. Sí, un nombre de lo más apropiado.
—He venido a ganar.
El personaje demoníaco (las uñas, largas como púas de guitarra) reconoce el ingenio del interlocutor y tiende la mano.
—André Gireau.
—Tobías Lestrade. —La encaja.
—¿Cómo...?
—Sí.
—Debe de ser curioso llamarse como un personaje de ficción.
—Uno se acaba acostumbrando.
—Êtes-vous français?
Mala señal si es el otro el que hace las preguntas.
—Mi abuelo —miente, como desde hace un buen rato—. Y a usted, ¿qué lo ha traído a Barcelona?
—Oh, me sorprende que me lo pregunte. Suponía que ya lo sabía, si madame. Lulú lo ha enviado a mí.
—Entonces no me pondrá en la incómoda posición de tener que preguntar por lo que ya sabe que he venido.
—No, no se preocupe. Comprendo las dificultades de expresar en voz alta los deseos más íntimos. Le ahorraré el mal trago.
—Se lo agradezco. Es mi primera vez y estoy bastante nervioso.
—Entonces déjeme invitarlo a una copa. Nos gusta que nuestros clientes especiales se sientan cómodos.
André Gireau lleva a Moisés Corvo hasta el restaurante, que ahora tiene las mesas y las sillas retiradas: lo están preparando como pista de baile para después de la medianoche, cuando cierren las atracciones. Con un gesto de la mano ordena al barman que sirva dos combinados, tú ya sabes cuáles, y se sienta con el policía en un reservado.
—¿Cómo está madame Lulú?
—Radiante.
—Hace tiempo que no la veo.
—La saludaré de su parte cuando vuelva a verla.
—Se lo agradeceré. Los dos somos amantes de la noche, no nos gusta el sol, y vivimos encerrados en nuestras jaulas de lujo. Tenemos pocas oportunidades de hacer vida social, más allá de los clientes.
—¿Y tiene mucho trato con ellos?
—¿Con los clientes? Usted lo está comprobando. Me gusta charlar un rato, adivinar cuáles son sus gustos, sus inclinaciones, y proponerles la mejor oferta.
—¿Y cuál cree que es mi inclinación?
André Gireau se pasa los dedos entre la densa barba y se rasca la mejilla haciendo el ruido del pan tostado al romperse.
—Creo que usted es un impostor.
Moisés Corvo debe disimular la sorpresa.
—¿Perdone?
—Creo que esto es un disfraz, que no es quien dice ser.
—Me ofende.
—No, me ofende usted a mí con un truco tan barato. ¿Se cree que no sé distinguir a la gente con clase de un pobre desgraciado? Señor Lestrade —se inclina sobre la mesa, como si fuera a hacer una confidencia. Está completamente relajado, sin rastro de enfado en la expresión o la voz—, yo tengo un don. Desnudo a la gente. En todos los sentidos de la palabra. Sé ver las almas, percibo de qué pie cojea todo el mundo de un vistazo. Y veo que usted no es quien dice ser.
—¿Y quién soy, entonces?
—No lo sé. ¿Usted me lo dirá? ¿Por qué ha venido?
—Un hombre me habló de madame Lulú y ella me habló de usted. Ya sabe por qué he venido.
—¿Un hombre?
—El cojo.
—Un hombre cojo le dijo que aquí podríamos conseguir lo que usted desea.
—Más o menos. Confía en madame Lulú y ella confía en usted.
—Madame Lulú confía en todo el mundo. Es una zorra venida a menos. Buena mujer, pero demasiado inocente. Ha confiado en usted, lo cual ya es un error.
—Sé que tienen lo que busco.
—Sí. Lo tenemos. Pero no para usted. Señor Lestrade, se lo diré más claro, porque parece que no lo entiende: usted no busca eso. Usted me busca a mí y comprenderá que no se lo pondré tan fácil. El camarero trae una bandeja con dos copas amarillentas.
—¿Qué es esto? —pregunta el policía, sin dejar de mirar al rubio a los ojos.
—Gimlet. Ginebra y lima. Delicioso.
—A mí tráigame un whisky.
El camarero pide una autorización silenciosa a André Gireau, que se la concede.
Moisés Corvo decide descubrir sus cartas.
—Quiero saber quién lo provee.
—¡Ah! —Gireau extiende los brazos, histriónico, como si hubiera tenido una epifanía—. Ahora me gusta, señor Lestrade. Comienza a mostrarse tal como es.
—Y puedo ser aún mejor, pero no querrá verlo.
—Me encanta esa actitud de duro. Sí, ése es usted. Me lo he olido desde que ha entrado por la puerta, señor Lestrade.
El inspector, que está recostado en el respaldo de la butaca del reservado, deja caer como quien no quiere la cosa la falda del guardapolvo hacia los lados. El revólver queda bastante visible para su interlocutor.
—No he venido solo.
—Ya lo veo. Pero es una lástima, porque su amiguita deberá estar en silencio en esta conversación entre dos gentlemen, ¿no?
—Depende de usted. Esta soberbia suya la está impacientando.
—Mmm. —Los dedos índices sobre los labios, pensativo—. Ya le he dicho que leo el alma de las personas y no es ningún pecado de soberbia reconocerlo. ¿Se ha fijado en el vigilante flacucho, el que parece tan poquita cosa?
—No me diga que lo contrató porque la mama bien.
—Touché... No, tiene otras habilidades. Es uno de los mejores tiradores de Barcelona y ahora mismo debe de estar apuntándole a la cabeza desde el exterior. No, no, no se moleste en buscarlo: aquí hay tanta luz que no podrá verlo, pero le aseguro que él sí que nos ve a nosotros. Bueno, a usted.
—¿Y si decidiera que esta noche me acompaña a dar una vuelta?
—¿Sabe que no puede disimular que es policía? Quiero decir, aparte del hecho de que es un actor horroroso, lo lleva como escrito en la cara y en el andar. Lo digo con conocimiento de causa, conozco a unos cuantos.
—Puedo presentarle a tantos como quiera.
—Me parece que no me entiende, señor Lestrade. Le seré franco: el juego está prohibido desde hace veinte años, pero en Barcelona hay más casinos que en cualquier otra ciudad europea. Éste —golpea con el dedo sobre la mesa, justo en el momento en que el barman acerca el vaso de whisky—, éste es uno de los más importantes y tiene protección gubernamental. Tenemos policías, compañeros suyos, señor Lestrade, dando cobertura a nuestra actividad.
—No me importa el juego. Quiero saber de dónde salen las criaturas.
—Le haré una oferta. Lo contrataré para trabajar con nosotros. No puedo negar que siento cierta simpatía por usted, por esa actitud de cowboy solitario. Cobrará mucho más de lo que está cobrando ahora y se moverá entre gente que, en su trabajo, ni se molestaría en mirarlo. Es una buena oferta.
—Señor Gireau, reconozco que usted es muy bueno sobornando. Estoy seguro de que ha conseguido todo lo que quiere con su lengua. Incluso el favor de su tirador preferido. —Saluda con una sonrisa falsa hacia los ventanales, dedicada al señor Alfeñique—. Pero se equivoca. Puede jugar, puede manipular a la gente, puede robar el dinero que quiera, pero no consentiré que entregue criaturas a manos de depravados.
—De acuerdo. Creo que tendré que explicárselo más detalladamente. Bébase el whisky, o coja el vaso y acompáñeme.
André Gireau y Moisés Corvo salen del restaurante y vuelven hacia el belvedere. El aliento desprende vaho, no se había dado cuenta de lo calientes que estaban allí dentro.
—Mire el scenic railway. Y mire el gentío que hay en la cola. ¿Por qué cree que están allí, con un frío que parte las piedras?
—Porque han pagado.
—Respuesta incorrecta. No intente pensar como ellos. No es uno de ellos y no lo conseguirá. Sus colchones no tienen plumas, tienen billetes de quinientas pesetas.
—En la prisión no los tendrá, señor Gireau.
—No lo estropee, señor Lestrade, por favor. Responda.
—Porque son como niños pequeños con un juguete.
—No está mal, no está mal. Lo pasan bien, ¿por qué? Porque tienen todo aquello que se puede tener, menos las emociones fuertes. Se pueden despertar y bañarse en agua del Nilo y desayunar caviar con vino francés. No es recomendable, de acuerdo, pero pueden hacerlo. Pero ninguno se levantará y sentirá la muerte a flor de piel, o el riesgo, o la trasgresión. Eso hay que ir a buscarlo.
—Una cosa es una montaña rusa, o una ruleta, y otra es follarse a niños.
—No es necesario ser tan crudo, monsieur. No me gusta esta expresión. Follarse a niños.
—No le gusta porque es la realidad y estoy viendo que usted vive de espaldas a ella.
—Vamos al casino, se me hielan los dedos. —Entran en la sala de juego, donde hay bastante más gente que antes—. Alguien tiene que proveer a los consumidores con lo que buscan. Alguien tiene que darles el peligro. Es tan lícito como vender pan o carne. Los humanos lo necesitamos para vivir, porque si no nos moriríamos de aburrimiento. Y yo soy el vendedor. Yo doy a mis clientes lo que quieren.
—Hay unos límites.
—¿Cuáles? Mi clientela no los conoce. ¿La ley? Las leyes se pueden cambiar. De hecho, mis clientes se dedican a cambiarlas cuando les conviene.
—La ética, la moral.
—No pretenda darme lecciones, señor Lestrade. Usted es policía y los policías son los menos indicados para dar lecciones de ética y moral. Cuando zurra a un detenido para conseguir una confesión, ¿es ético? Cuando coge unos cuartos a un ladrón, porque, al fin y al cabo, es dinero robado, ¿piensa en la moral? Yo no he disparado nunca a nadie, señor Lestrade.
—No, pero tiene gente que dispara por usted.
—Los hombres se disparan solos. El resto son circunstancias. Le mostraré una cosa.
Caminan entre los jugadores, que forman grupitos. Muchos se dedican a charlar o a cerrar negocios.
—Creo que no me enseñará lo que he venido a ver.
—Mire, aquél es el cónsul de Francia —señala un corro—, y aquel otro, el señor Membrado, el constructor. Y los que hablan con aquella mujer, la del sombrero con gasas, son unos hermanos alemanes que se dedican... a qué era... a alguna cosa relacionada con la industria armamentística.
Moisés Corvo se fija en la mujer, pero no reconoce a Enriqueta Martí. La ha visto por el barrio, se ha cruzado con ella más de una vez, pero el aspecto de mendiga ha hecho que hasta hoy fuera invisible para él. Una más, se decía, tan elegante, tan majestuosa, pero a la vez igual de pálida y con ese aire de peligro que desprende. La mira unos segundos, como si la conociera de toda la vida, pero la hubiera olvidado. André Gireau hace que abran una puerta detrás de la cual hay unas escaleras que bajan. Ha estado muy cerca y no lo sabe.
Cruzan un pasillo con puertas a cada lado detrás de las cuales se oyen voces de hombres que gritan muy fuerte. No, no es lo que piensa, dice Gireau, y se plantan delante de una que tiene un revestimiento de color verdoso. Una que visito a menudo. Al abrirla, la habitación tiene las paredes y el suelo de cerámica blanca, incluso un saliente que hace las funciones de silla. Al fondo, una portezuela da a un corredor que lleva hasta la falda de la montaña, pero esto Moisés Corvo lo ignora.
—Como le digo, soy un vendedor. Proveo de todo aquello que nadie más vende. A veces el riesgo es tan alto que se pierden fortunas. No se puede ni imaginar cómo sufre un millonario al perderlo todo. Lo único que le queda es la vida y también se la quiere quitar.
—Y también ofrece este servicio.
—Somos una empresa muy completa.
—¿Cómo? ¿Les da una pistola, los deja aquí y se pegan un tiro? ¿Es tan sencillo?
—No me decepciona, señor Lestrade.
—Y supongo que las paredes son así para que sea más fácil limpiarlas.
—Exacto. Así que, como usted comprenderá, nuestro negocio es demasiado amplio y, al mismo tiempo, cuidadoso como para preocuparnos por minucias éticas o morales. Lo que no demos nosotros lo acabará dando otro y a un precio más elevado. Y eso no lo podemos permitir.
—¿Qué me impide dispararle ahora al estómago y dejarlo agonizando aquí dentro? Su francotirador invertido no nos puede ver.
—Sí, es cierto. Pero tampoco le gustará que salga usted solo por la puerta.
—¿Y si me acompaña detenido?
—Tampoco llegaría. Tenemos un reglamento muy estricto sobre la posesión de armas en el interior del casino y en ningún momento se ha identificado como policía.
—Pero podría volver.
—Sí, pero no lo hará.
—¿Es una amenaza?
—No, es un consejo. No nos puede tocar, señor Lestrade.
—Para enterrar a un muerto no es preciso tocarlo.
—Ahora le agradecería que se marchara. Creo que por hoy hemos hablado demasiado.
Al día siguiente, Moisés Corvo se ha citado con Quim Morgades, el periodista de La Vanguardia con quien a veces se reúne para intercambiar información. Bueno, la expresión intercambiar información es imprecisa, porque generalmente es el policía quien habla y habla. Quim apunta y apunta en su bloc y sólo aporta alguna botella de anís. Sin embargo, Corvo suele decir solamente lo que le interesa.
El inspector se debate ahora entre hablar o no hablar. Divulgarlo todo o mantener la investigación en silencio hasta que llegue a conclusiones con pruebas, momento en que el periodista podrá ayudarlo. Han quedado en la cervecería Gambrinus del número veintiocho de la Rambla de Santa Mónica, y Corvo ha llegado con retraso y un dolor de cabeza de mil demonios. Demasiada presión para él, que le comienza a pasar factura.
—Me tienes que explicar qué coño está pasando, Moisés. Ya hace un mes que no se habla de otra cosa, pero el Millán Astray de los cojones lo silencia y dice que aquí no pasa nada. Ayer desapareció otro niño y nos enteramos de que por la tarde detuvisteis a un sospechoso, pero nadie sabe dónde está.
¿Se lo dice? ¿Qué puede perder? Aún no ha hablado con Malsano, pero teme que el apaleado no sea el tipo que buscan. Está seguro de que su compañero hubiera corrido a decírselo y anoche no recibió la visita de nadie más que de Morfeo. Se está volviendo loco, esto lo supera, siente náuseas y tiene punzadas en las sienes. Es como una resaca permanente y casi sin emborracharse. Casi. Toma un trago de cerveza, bien rubia, bien fresca.
—Está en el Hospital de Sant Pau, pero no merece la pena ir a verlo. Ha sido la histeria popular la que lo ha acusado.
—Pero hay un secuestrador, ¿no?
Sí, hay alguien que se dedica a raptar niños y hacerlos desaparecer de la faz de la tierra. Alguien que los selecciona entre niños que ya no existen, pero que ahora se ha equivocado porque éste no era un hijo de puta, sino de una familia de clase media, sin recursos, pero de un estrato visible. Y si él no se afana, desaparecerá otro y otro y otro, hasta vete a saber cuándo, porque ahora es evidente que el monstruo no se detendrá si él no lo atrapa, porque parece que nadie quiere que lo haga, porque el jefe de la policía huye de los problemas y hay un negocio montado de prostitución infantil en el que se tapan el culo los unos a los otros, aunque la frase sea desafortunada.
—Son hechos aislados —miente, como todo el mundo, pero él lo hace para no desatar el pánico y que el mínimo hilo que mantiene tensa la investigación no se vaya al traste.
—¿Sólo aislados?
—Casualidades.
—¿Y qué digo en el periódico?
—Lo que quieras, pero no hables de monstruos.
Quim Morgades recoge la libreta y la guarda en el bolso. Se acaba el vaso de cerveza y pide la cuenta al camarero. En tono confidencial, se dirige a Corvo.
—¿Lo atraparéis?
—Lo intento con todas mis fuerzas.
Moisés Corvo llega a la conclusión, en aquel instante, de que necesita más ayuda de la que creía. Y, a la desesperada, su memoria recupera un nombre.
Si sois aprensivos o tenéis el estómago débil, os recomiendo que paséis al siguiente capítulo. Saltad el párrafo donde os explico otra muestra de la locura de la mala mujer. Si no lo sois, quedaos, y descubriréis un rincón de su mente.
Enriqueta usa un cuchillo bien afilado para sacarle los ojitos al pequeño Antoni. Primero hace un corte cariñoso en torno a los globos y arranca la piel como remiendos de una careta. Introduce la punta y hace palanca, despacio, con delicadeza pero con decisión, vigilando que no le estallen y lo ensucien todo y se echen a perder. Ahora están blandos, porque los ojos, cuando la vida los ha abandonado, se deshinchan lentamente y se vuelven como agua gelatinosa. Por eso es tan difícil engañarme y hacerse pasar por muerto: los ojos hundidos, grises y licuados siempre dicen la verdad. Antoni está aún caliente y Enriqueta puede oler los gases que lo abandonan por la boca, en eructitos inánimes, hedor de descomposición.
De golpe, como en un aborto, sale la bola blancuzca, desmadejada, hasta que le corta el nervio óptico. De la cuenca no sale sangre, todo es tan limpio que el siguiente resulta más fácil de extraer.
Se los lleva a los labios y los besa, los chupa y los mastica. Un ahogo por la explosión de sal, que la saliva barre garganta abajo. Enriqueta se siente inmortal.