6
De tanto rehuir a su mujer, Moisés Corvo se acostumbró a pasar las tardes en la imprenta donde trabaja su hermano, Antoni. Primero iba para no tener que buscar conversación con Conxita ni escuchar sus reproches (paso las noches sola, es como si no estuviera casada, le dice con amargura). Pero un día su hermano le dio un libro recién encuadernado:
—Toma, ya que vienes aquí al menos no te quedes dormido en la silla, que es de mal efecto.
—¿Qué es?
—Lee, a ver si te gusta.
Corvo había aprendido a leer a los diecisiete años, pero nunca llegó a interesarse del todo en la lectura. Alguna novelita manoseada en el Riff, los manuales de criminología de la escuela de policía, y poco más. Ahora tenía entre manos El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde, y poco a poco se fue adentrando en él. Ante sus ojos, un mundo nuevo, infinito. Después de aquél, Moisés pidió más. La Carmilla de Sheridan Le Fanu, los relatos de Holmes de Conan Doyle, El moderno Prometeo de Shelley o el vampiro de Stoker. Moisés Corvo, escondido en la imprenta (dónde se ha visto un policía que lea, exclama a menudo Millán Astray), se convirtió en un lector devoto del terror y la novela detectivesca. Lees demasiado, suele pincharlo Malsano, y Corvo tiene una respuesta ingeniosa preparada. El último libro que le ha pasado Antoni es El fantasma de la ópera, de Gaston Leroux. Un ser misterioso asesina desde las sombras... Hoy Moisés Corvo es incapaz de leer una línea. Necesita evadirse. Y cuando está intranquilo se refugia en el Napoleón. Moisés Corvo está sentado al lado de Sebastián, que manipula el proyector.
—Quita esa mierda. —Esa mierda es una película de una pareja discutiendo en un parque, ella lleva un coche de niño y él un cabreo de mil demonios.
—¿Qué quieres ver? —responde Sebastián.
—¿Tienes algo de sexo entre vestales de pechos enormes?
—Sólo con pechos pequeños.
—Entonces no. Qué asco de selección que tiene el dueño del local...
—Tengo la del hotel.
—Si no tiene tetas... —Y hace un gesto con la mano como diciendo adelante, prepárala—. Tocaré algunas teclas para conseguir cine del bueno —la calidad es inversamente proporcional al uso de vestuario—, que me consta se hace.
—Avísame, que nos haremos de oro cuando lo tengamos —dice Sebastián, con el cigarrillo meciéndose en los labios, mientras monta el rollo de película en el proyector.
—Nos haremos otra cosa...
En la pantalla, la recepción de un hotel. Aparece el botones y un matrimonio. Él viste como un arlequín ridículo, ella con ropas holgadas. El botones pone en marcha un aparato y, de golpe, las maletas desfilan solas hacia el ascensor, suben hasta la habitación y se abren. El hombre y la mujer llegan poco después y mientras ella es peinada y maquillada por unos cepillos que flotan en el aire, él recibe una lustrada de zapatos de padre y muy señor mío. Las cosas se mueven como por arte de magia y a los clientes se los ve satisfechos. Moisés Corvo no aparta la vista de la película, de no más de cinco minutos, con la ceniza ganando terreno al cigarrillo.
—Por más que lo veo, no sé cómo lo hacen —piensa en voz alta.
—El peine no vuela, ni las maletas caminan. Es un truco. Filman el movimiento poco a poco, como si fueran fotografías, y después lo pegan.
—Parece de verdad.
¿Veis lo que os decía? La ficción, para Corvo, cuanto más fantástica mejor.
—Se trata de una ilusión. Las fotografías son estáticas, es nuestro cerebro el que recrea el movimiento.
—¿Tú también has estado leyendo a Freud? —dice. Conoce a Freud por las revistas y porque es una de las conversaciones preferidas de la ciudad.
—¿Qué dices? No digo nada que no sea verdad.
—No, pero cada tarde vendes mentiras.
Sebastián se encoge de hombros.
—Están en la pantalla, ¿verdad? Entonces no son mentira. Está pasando o, como mínimo, crees que está pasando.
—Dos realidades —dice Moisés, simulando un tono grave. Puede sentir el olor de los altramuces y del serrín, pese al hedor a tabaco picado—, una cierta y otra que imaginamos.
—¿Quieres ver la de los acróbatas?
—¿Los chinos?
—Son japoneses.
—Yo nunca tengo un no para las japonesas. Ni para las reales ni para las que lo parecen.
Un grupo de actores disfrazados de orientales hacen eses y figuras imposibles uno encima del otro, haciendo gala de una fuerza y una agilidad prodigiosas. Moisés se huele rápido el truco: la cámara cuelga del techo y encuadra al grupo arrastrándose por el suelo, simulando que están de pie.
—Cuando está el pianista, gana —se excusa Sebastián, sin necesidad.
Pero Moisés ya ha cogido el abrigo y se incorpora. No dice adiós, casi nunca dice adiós, y Sebastián se queda solo, pensando que aún le queda mucho por barrer.
Hay un dragón de hierro forjado en la escalinata de la comisaría de Conde del Asalto, una de esas modernidades que le da pereza entender. Saluda al policía de la puerta, un hombre que vigila las mismas piedras desde hace trescientos años, y sube los peldaños de dos en dos. A esta hora no hay movimiento. Juan Malsano lo oye llegar antes de que entre por la puerta.
—Eh, hombre sin sombra —le grita a su compañero medio descoyuntado en el escritorio—, parece que aquí pagan un sueldo si vienes a pasar las horas.
—Estaba ocupado, Juan. Más o menos como tú, pero sin rascarme los cojones.
Malsano le lanza un lápiz que Corvo no esquiva.
—Pues son mis cojones los que han tenido que escuchar al cabrón de Buenaventura.
—Te felicito, es la primera vez desde hace meses que están acompañados.
—Déjate de hostias, Moisés, está hecho una furia.
—¿Qué ha pasado?
—Los pistoleros de los cojones vuelven a hacer de las suyas.
—¿Esta gente no sabe quedarse en casa, cuando empieza a hacer frío? ¿Algún muerto?
—No, por desgracia, ninguno. Se han disparado entre ellos, pero sólo hay un herido.
—¿Y qué quiere ése? ¿Que vayamos a rematarlo?
—No. Que pasemos por el hospital a echar un vistazo, que le preguntemos cuatro cosas y que vigilemos que no pase nadie a liquidarlo.
—Oh, perdona, al entrar no me he dado cuenta de que hubiera una enorme cruz roja en la puerta de la comisaría: iba demasiado cargado de tilas y manzanillas para los desamparados.
—Si sigues por ese camino será Buenaventura quien vaya al hospital mañana para asegurarse de que no te remato.
—¿Algo más?
—¿En esta ciudad? Para alquilar balcones. Veamos. —Abre el bloc de notas y se lleva el dedo índice a los labios—... ¿Dónde he dejado el lápiz? Ah, sí. Un apuñalamiento en la calle de Flassaders entre vecinos, pero ya está todo atado; un ahorcado en la calle Comtal, una tarada que ha intentado escaldar al recién nacido de una guardabarrera al lado de la Modelo, un...
—Para, para. ¿De qué va eso del bebé?
—Nada. Por lo que me han dicho, una yaya se ha vuelto loca, ha discutido con una amiga y ha lanzado a una niña a la cacerola.
—¿La han detenido?
—No, ha salido corriendo, y la madre no está para dar demasiadas explicaciones. La han hinchado de agua del Carmen para calmarle la histeria.
—Y la agresora... ¿se sabe su identidad?
—No es tu monstruo secuestraniños, Moisés. Es una loca a la que se le ha ido la mano con el caldo.
—Deberíamos acercarnos.
—Ni hablar. No es nuestro distrito y además tenemos compromisos, te guste o no.
—Si no tenemos bastante libertad para investigar ya me dirás tú qué pintamos aquí.
—Jerarquía. Donde hay patrón no manda marinero. Y si no hay denuncias de criaturas que desaparecen es porque no se esfuman así como así.
—Cuando el río suena...
Malsano tiene el atestado de los pistoleros en las manos y lo muestra como si fueran las tablas de la ley, los diez mandamientos.
—Más vale pájaro en mano...
Moisés Corvo arruga la frente, harto del concurso de refranes populares, frustrado porque una y otra vez los de arriba le cortan las alas: burócratas de despacho que lo más cerca que han estado de trabajar en la calle es cuando se han agachado para limpiarse una cagada de caballo de la suela de los mocasines.
—¿Por qué te emperras? —pregunta Malsano, los días siguientes, cuando Moisés Corvo pasa por las escuelas y se queda apostado delante de la puerta, esperando que llegue un ogro peludo y se lleve, con una dentellada, a uno de los alumnos más confiados hacia la cueva donde se los come.
Pero las criaturas siempre salen gritando, corriendo, jugando y aporreándose con ganas entre ellas, felices de estar libres después de todo un día agotador de números, letras y listas interminables de nombres de gente muerta, de datos que les caen muy lejos y del olor a naftalina que se siente en todos los pasillos de todas las escuelas.
Las madres los cogen de la mano, vigila la calle antes de cruzar, Tomaset, y hay alguna que mira al policía y no se fía, y habla con el conserje y le dice quién es ése, y el conserje avisa al municipal, que está tomándose un carajillo en un café cerca del colegio y llega con la porra lista para zurrar a ese tipo tan extraño que mira a los niños a la salida. El inspector saca la credencial, medio escondida debajo de la chaqueta, para que no la vea el corro de madres que espían unos quince metros más allá. Hace cuatro preguntas, todas muy vagas, para no alarmar, porque después el municipal va con el cuento a las mujeres y ya la tenemos montada. Por respuesta todos son noes y no creo.
—Déjalo estar. ¿Se han perdido dos niñas? Ha pasado siempre, pero ya sabes cómo son las putas: se pasan el día llorando y bebiendo, cuando no drogándose. —Malsano es un tipo pragmático, no hace ni de más ni de menos, y trabaja lo justo y necesario. No entiende cómo Corvo, su compañero, pierde el tiempo fuera de horas de trabajo para aclarar este estúpido asunto que no tiene ninguna base fiable—. Seguramente las habrán vendido a algún degenerado follaniños.
Y es así como Malsano consigue el efecto contrario del que deseaba al aconsejarlo y Corvo le propone que al día siguiente vayan a buscar a Bernat.
En un edificio de dos plantas en la calle de Tapioles, una antigua tienda de mercería a punto de derrumbarse, escondido detrás de un andamio abandonado desde quién sabe cuándo, vive Bernat Argensó, sesenta años, escuálido, barbudo y calvo, de uñas larguísimas donde se cultiva roña y aliento de azufre.
Moisés y Malsano han entrado a medianoche, después de haber ventilado a toda prisa el papeleo acumulado en comisaría (diligencias, actas de declaración, copias para el archivo...), y espantan a Bernat Argensó cuando gritan su nombre. Éste está solo, la casa es un nido de oscuridad, el silencio es roto por el aleteo de ruiseñores, periquitos y jilgueros encerrados en docenas de jaulas en la planta baja, donde estaba el mostrador, y que ahora se han despertado por los bramidos de los policías. Bernat está acostado en una cama infantil, en la planta superior, con los dedos clavados en la sábana de Elisa, rodeado de muñecas de cartón piedra, ositos de paño deshilachado y títeres sin hilos.
—Buenas noches, inspectores. —Voz atronadora que no se corresponde con la figura del hombrecillo.
—La puerta estaba abierta.
—No me gusta dormir encerrado.
—De nada —dice Malsano.
Bernat Argensó había sido un ciudadano ejemplar, el dueño de Cordetes Argensó, un comercio conocido y estimado en todo el barrio. Casado y con una hija, Bernat entró en la prisión de la mano de Moisés Corvo. Durante años, el tendero había estado dando vueltas por la ronda de Sant Pere en busca de niños solos. Cuando encontraba uno, lo acorralaba contra un portal, se desabrochaba el cinturón y se masturbaba violentamente. Nunca llegó a forzar a ninguno, como nunca llegó a correrse: acababa llorando o poniendo los pies en polvorosa cuando lo descubrían in fraganti.
No se puede decir lo mismo de Elisa, su hija, a la que Bernat había estado violando desde que tenía tres años hasta los catorce. Elisa, un viernes, ató del techo su peluche preferido (un osito de tonos verdosos que se llamaba Musgo) con uno de los hilos que día a día despachaba en la tienda y después se colgó con la sábana debajo de la cual su padre la había ido consumiendo y donde la amenazaba con decir a su madre que ella tenía la culpa, que era sucia y mentirosa, y que sólo quería el mal para la familia y el negocio. Los años de prisión sólo habían servido para atenuar la violencia de Bernat, pero no para saciarla.
—Sea lo que sea, yo no he hecho nada.
Tiene razón, pero no tanto por falta de ganas como por escasez de fuerzas.
—¿De qué vives ahora? —le pregunta Moisés.
—Vendo los pájaros que hay abajo.
—Ésta es... —Malsano señala la manta, y deja la frase en suspenso.
—Sí. —Se la acerca al pecho.
—Te queremos hacer algunas preguntas.
—¿Aquí o en comisaría?
—Aquí mismo.
—¿Qué quieren saber?
—Tienes un admirador. —Moisés lleva el peso de la conversación.
—¿Cómo?
—Hay alguien que hace desaparecer niños.
Bernat baja la mirada y da un paso hacia delante. El labio inferior le tiembla, mezcla de frío y nervios.
—El vampiro.
Los policías saben que han tocado madera.
—¿Qué sabes de él?
—Lo mismo que todo el mundo.
—¿Qué sabe todo el mundo?
—Lo que deben de saber ustedes: hay un vampiro que secuestra chiquillos y se bebe su sangre.
Esto es nuevo. Hasta ahora Moisés tenía ogros, diablos y monstruos, pero no vampiros bebedores de sangre.
—¿Y en realidad?
—¿Qué quiere decir?
Algunos pájaros pían en medio de la noche.
—La teoría del aristócrata transilvano que se ha trasladado a Barcelona para tomarse unos refrigerios no me acaba de gustar, ¿Qué está pasando de verdad?
—No lo sé. Ya se lo he dicho: un vampiro.
—Los vampiros son criaturas de la noche, que se convierten en murciélagos y temen las cruces. Teniendo en cuenta la cantidad de iglesias que hay en cada calle de esta ciudad, y que una bestia de dos metros de ancho sobrevolando las calles sería poco discreta, descartaremos esta tesis. Pongamos que hay otro Bernat Argensó, por ejemplo, que no quiere caminar demasiado buscando niños por las calles y se los lleva a casa.
—¿Me está acusando, inspector?
—¿Te parece? Porque si te parece que te acuso, quizá me obligues a hacerlo.
—Yo no sé nada. Yo no he hecho nada. Yo quiero a los niños. La bestia que sea que se los lleva no los quiere.
—¿Querer? ¿Tú llamas querer a lo que le hiciste a tu hija?
—¡Usted es un mal nacido!
Moisés Corvo le da una bofetada.
—Primero, háblame con respeto, rata infecta. Segundo, dime dónde tenemos que buscar o te llevamos detenido.
Bernat tiene la mano en la mejilla y está muy cabreado. Cuando lo detuvo, Moisés Corvo lo apaleó de lo lindo. Aquello fue el principio de una cadena de golpes y humillaciones que continuó en la prisión Modelo y que lo había llevado a ser sodomizado por un grupo de presos que quería dejar claras las dos únicas certezas muros adentro: todo el mundo tiene madre y los niños son inocentes. Horas, días, semanas y meses de frustraciones se han incubado en el cuerpo y la mente de Bernat, pero ahora es demasiado viejo para soltarlas y tiene demasiado miedo de enfrentarse a los policías.
—Mira, Bernat, más te vale que hables o no respondo de él. —Malsano sabía que no podría controlar a su compañero. Si había niños de por medio, el policía se volvía más expeditivo, y eso que no tenía hijos.
—Se los come. Los mata, se bebe su sangre y se come sus órganos.
—Ahora vamos por buen camino. —Corvo pone los brazos en posición de plegaria y hace cara de buena persona—. Continúa.
—Es lo que he oído, lo que lo mantiene vivo.
—¿Quién es?
—No lo sé —se protege la cara, por si debe recibir otra vez—. He oído que hace años que actúa así, pero que últimamente se ha vuelto más avaricioso, como si lo necesitara cada vez más.
—¿Por qué necesitará beber sangre? —Malsano siente repulsión por la idea.
—Porque los niños son la vida y te mantienen joven para siempre.
—Supersticiones —declama Moisés.
—¿Usted cree? Yo ya estaría muerto, si no fuera por ellos. A mi edad, con una hija muerta y mi mujer que me dejó, todos los años pasados en prisión, todas las...
—No me llores.
—Si no fuera porque he estado en contacto con los niños, ya estaría en el otro barrio. Si no fuera porque duermo en la cama de Elisa, con su sábana, que aún conserva su perfume si lo aspiro fuerte, ya criaría malvas. Ellos te dan la vida, y eso es lo que está haciendo el vampiro: quitársela. Yo soy incapaz de hacerles daño, pero este monstruo los mata.
—No me das ninguna pena, Bernat. —Moisés escupe al suelo, como si quisiera remarcar sus palabras—. Te mereces lo que te está pasando.
—Elisa nunca me entendió, ni Mercedes. Pero yo necesito estar cerca de los niños, darles amor, hacer que me quieran. No soy culpable de nada.
—Dinos un nombre —pide Malsano.
—Podría ser cualquiera. Podrían ser ustedes.
—Si me entero de que tienes algo que ver, aunque sea la coincidencia más remota posible, volveré, Bernat —lo amenaza Moisés, dándose la vuelta—. Y te estrangularé con la misma sábana con que se mató ella.
Conocí a Moisés Corvo hace seis años. Conxita estaba embarazada de siete meses cuando recogí al bebé de su interior y me lo llevé. Tenía que hacerlo, no me siento orgulloso de ello, pero tampoco me arrepiento. Le había llegado la hora justo antes de poner en marcha el reloj. Aquel golpe fue muy fuerte para la pareja, que esperaban un hijo cuando aún eran bastante jóvenes para criarlo. Un año más tarde, lo volvieron a intentar, y Conxita se quedó preñada de nuevo. En el cuarto mes de embarazo entré en su casa y acaricié el rostro enfebrecido de la mujer. Moisés Corvo dormía a su lado, después de larguísimas horas de vigilia para atender cualquier necesidad que surgiera. Ella se levantó con abundantes hemorragias y los médicos diagnosticaron que el bebé la había destrozado por dentro y que no podría tener ningún otro. Moisés Corvo se sintió dolido (se culpaba de no ser capaz de hacer niños, de no ser un hombre entero) y se distanció de Conxita. Ella lo necesitaba a su lado, pero no lo encontraba nunca y también se encerró en su mundo. Compartían techo y poco más, durmiendo en habitaciones separadas. No era tanto que hubieran dejado de quererse (el amor que el tiempo y el contacto van sedimentando) como que habían enterrado el afecto junto con los fetos. El matrimonio canalizó cualquier sentimiento paternal hacia el hijo de Antoni, el hermano de Moisés. El pequeño Andreu Corvo es el niño que ellos no podrán tener nunca, el consentido de la casa, el último lazo que los une. Y Moisés Corvo no tolerará que Andreu sufra o le pase nada malo, y me plantará cara, si hace falta.
El policía los tiene bien puestos.
En los siguientes días no sucede nada digno de mención. La ciudad, en este paréntesis de quietud, se llena de comentarios del estilo de esto no puede llevar a nada bueno, es la calma antes de la tormenta, ahora ocurrirá una gran desgracia. Incluso el clima se vuelve gris, el cielo tapizado de nubes cargadas de una lluvia que no cae nunca. Moisés Corvo se acerca a las puertas de las escuelas, ya consciente de que es una pérdida de tiempo. Va al Hospital de Niños de la calle de Consell de Cent y se entrevista con la hermana Euclídia. La escarlatina y la tuberculosis son los principales peligros, dice ella, y afirma que no ha oído nada sobre ningún secuestrador de niños. Aquí siempre hay huérfanos y desamparados y la última vez que intentaron llevarse uno fue un desconocido, hace por lo menos once años, que decía que tenía tanto derecho a ser padre como cualquier otro. Lo detuvieron antes de llegar a la calle de Sicilia, pero no sé nada más. No vino la policía ni nadie, y aquí paz y después gloria. Corvo quiere comprobar los expedientes de 1900, pero el incendio de hace unos meses en el Palacio de Justicia imposibilita que encuentre nada. Visita la Modelo y nadie recuerda a ningún hombre que se lleve criaturas.
Bocanegra hace días que no ve a la señora. Es como si, después del incidente con la guardabarrera, tuviera miedo y no quisiera dejarse ver en público. Moisés Corvo ha intentado contactar, en vano, con Manuela Bayona. La mujer se ha llevado a su hija, aún vendada por las quemaduras, a Murcia, con unos primos. Bocanegra teme el momento en que Enriqueta vuelva a requerirlo a su lado, pero a la vez siente una curiosidad enorme.
La corrida de antes de Navidad en la plaza de las Arenas habría sido una de las más aburridas de 1911 si no fuera porque uno de los toros que Vicente Pastor debía torear se escapa a la calle y extiende el pánico. Embiste un ómnibus y unos cuantos mozos salen al paso para hacerse los valientes, mientras los municipales hacen todo lo posible para esconderse bien lejos y una mujer se desmaya para que su pretendiente la abrace de una vez por todas. Unos carabineros lo abaten y, al día siguiente, es portada de todos los diarios. En Barcelona no se habla de otra cosa. La gente hace corros al pie de la catedral, y en las tertulias de los cafés se ironiza sobre el poco talento del torero que originó la huida del animal. De golpe, alguien, en voz alta, pronuncia una frase sin malicia: los animales están inquietos porque la bestia continúa aquí. Al día siguiente, corre la voz de que han desaparecido dos niños. Un día después, son tres. El día diecisiete ya son nueve las víctimas de la criatura del infierno.
No se sabe si la esposa de Moisés Corvo no puede aguantar que su marido se tiña las canas porque el pelo le queda embetunado o porque deja la pila del baño embadurnada y después no hay manera de limpiarla. Quien no la puede ver a ella es el policía, que ha aprovechado los instantes de tranquilidad, cuando su mujer se ha marchado a comprar legumbres y charlar con la dependienta del colmado, para recortarse el bigote hasta que parece que a los labios les han crecido pestañas, oscurecerse la mata de pelo que tiene en la cabeza y echarse colonia en la entrepierna, que esta noche está de servicio y tiene que hacer una visita a las nuevas señoritas de Portaferrissa. Dicen que las hay exóticas, que hacen cosas que las de aquí ni se imaginan. Si estás hecho todo un romántico, lord Byron, le dirá Malsano cuando lo vea. Lame una pastilla de mentol y cocaína que ha comprado en una farmacia para disimular el aliento a tabaco y la mala digestión y se dedica una sonrisa en el espejo.
Al llegar a comisaría para decir hola, estoy aquí, nos vemos mañana, se cruza con el guardia de la puerta, que lo saluda con una mueca de resignación, cansado de saludar a todo el gentío que durante el día ha ido desfilando arriba y abajo.
—Está el jefe, inspector.
—¿Aún?
—Lleva toda la tarde aquí.
Maldice entre dientes, parece que hoy tendrá que disimular. Se encuentra con Malsano en la escalinata. Ha salido a recibirlo con cara de pocos amigos.
—Me han dicho que...
—Sí, sí, te está esperando. —Y resopla con la mano en el estómago, medio doblado.
—Estás pálido. ¿Te ha desangrado?
—No, la úlcera de los cojones, que ya ve llegar las fiestas y comienza a montar el belén.
—¿Qué coño hace aquí Millán, a estas horas?
Suben las escaleras y un fotógrafo de la prensa les deja paso, oculto entre el trípode, la cámara, las planchas, la maleta y el sudor de tener que cargarlo todo.
—Esta mañana se ha reunido con el concejal de seguridad del Ayuntamiento y un grupo de prohombres de la ciudad.
—¿Prohombres? ¿Te has vuelto abogado?
—Calla y escucha. Quieren acabar sea como sea con los rumores de las desapariciones. Y esta tarde han hecho venir a los diarios.
—Sí, es muy juicioso llamar a los periodistas para silenciar los rumores —ironiza Moisés Corvo.
—Ya, veo que hoy tienes el día. —Hace castañetear los dientes—. El caso es que les ha mandado callar cualquier noticia infundada sobre el tema.
—¿Y lo harán?
—Más les valdrá.
Llegan a la puerta del despacho que el jefe de la policía de Barcelona tiene en aquella comisaría y golpean en el vidrio. Adelante, y José Millán Astray los espera plantado como un pasmarote detrás de la mesa. Siéntense. No hay un por favor, no en las órdenes que da este hombre.
—¿Le ha puesto el inspector Malsano en antecedentes?
—Sí, señor. Dice que han recuperado la Gioconda que robaron en verano en París.
Millán Astray ignora el comentario. Si hubiera un pelotón de fusilamiento en el despacho habría dado la orden de fuego. Aprieta los dientes y continúa:
—Quiero que sepa que con el Ayuntamiento hemos analizado la situación y hemos llegado a la conclusión que las historias sobre raptos de niños en Barcelona, a día de hoy, son absolutamente infundadas. No existe ningún motivo por el cual los periódicos tengan que hacerse eco de eso, ni por el que este cuerpo policial tenga que investigar nada. Tenemos casos mucho más importantes que los chismorreos de cuatro prostitutas. Tenemos las calles llenas de anarquistas, sin ir más lejos.
—Señor, con su permiso, pero no se trata tan sólo de...
—No hay discusión, inspector Corvo. ¿Se ha producido alguna denuncia por el secuestro de algún chiquillo en los últimos meses?
—No, denuncia no, porque ellas tienen miedo de...
—¿Ellas? Si no hay denuncia, inspector, no hay investigación. Es un principio básico que no creo que le cueste entender. Y si no hay investigación, no hay caso.
—Conozco el caso de una desaparición en particular, señor.
—Los niños no son civilizados como los adultos. Juegan en la calle, se suben donde no deben, se lastiman constantemente. Hay niños que caen en pozos y nunca más se los encuentra.
—Comprendo lo que quiere decir, pero... —Moisés Corvo no puede acabar la frase. El jefe de la policía tiene ganas de marcharse y no está para razonamientos.
—No debe comprender nada: obedezca. No hay hombre del saco, así que le sugiero desde este momento que se olvide del tema.
—Sí, señor. —Que es lo que hay que decir, según Corvo, cuando no estás de acuerdo, pero no tienes más remedio.
Más tarde, Corvo y Malsano discuten mientras hacen la ronda a caballo por los alrededores de los domicilios de algunos concejales del Ayuntamiento, como se ha planificado que hagan esta noche.
—Es por eso por lo que la gente confía más en los municipales —argumenta Corvo—. Quizá no hagan más que nosotros, pero al menos no quedan como estúpidos guardaespaldas de los políticos.
—Quien paga manda, y quien manda paga. No te aflijas.
—Me cabrea ser un títere.
Malsano se acerca la mano izquierda a las orejas, a los ojos y a la boca, y con la otra tira de las riendas para detener la montura. No oír, no ver, no hablar.
Entrada la madrugada, fría y plácida, de neblina anaranjada en las farolas y rosada en los adoquines, sólo se oye el repicar de los cascos de los caballos y algún llanto lejano amortiguado por los cristales de las ventanas cerradas. Aquí y allá, la luz de una panadería, los policías que hacen paradas y charlan con los panaderos. Faltan tres horas para que los obreros se levanten y se dirijan a las fábricas que, como seres gigantescos, también duermen rellenas de metal y jerarquía.
—Me voy a Montjuïc —decide Moisés Corvo.
—¿Qué?
—Ven. Nos vamos a ver al señor Camil.
—¿Estás loco? ¿Sabes qué hora es?
—La hora en que nadie sabrá que hemos ido.
Da la vuelta y pone el caballo al trote. Malsano lo sigue, haciendo de tripas corazón, harto de que su compañero actúe a su antojo.
En la vertiente de mar de la montaña de Montjuïc, antes de llegar al Morrot, está el campamento de gitanos bajo la protección del señor Camil, el patriarca. Está formado por una docena larga de barracas situadas a diferentes niveles, unidas por caminitos ganados a las malas hierbas a golpe de guadaña, alrededor de una explanada donde hay carros y un vigilante permanente abrigado por cuatro tablas mal clavadas y una hoguera que se ve desde el mar. Hay quien dice, incluso, que el fuego de los gitanos del señor Camil ha confundido a más de un marinero al arribar al puerto y lo ha hecho encallar. Hay quien va más lejos y asegura que, al día siguiente, los gitanos del señor Camil suelen vender el contenido de la bodega.
Corvo y Malsano llegan en medio del silencio, grillos y estrellas, y se detienen en la entrada. El primero aprendió a montar en África, cuando la guerra, y el segundo en los alborotos de principios de siglo, sable en mano. No para de decir que es uno de los policías del famoso cuadro de Ramón Casas, pero es mentira.
El vigilante los recibe trabuco en mano, arma poco práctica pero muy disuasoria, y los policías se abren la chaqueta lo justo para mostrar los revólveres.
—Queremos hablar con el señor Camil —declama Corvo.
—No son horas —responde el gitano, grande y corpulento, de voz tranquila y aspecto de aquí te espero y te doy unas buenas hostias.
Malsano mira a Corvo. Tiene razón. Sacar de la cama al patriarca a las cuatro de la mañana es, como poco, imprudente.
—Avísale y que decida él.
—No hará falta. —Una voz ronca sale de la barraca más grande—. Chacote, deja pasar a los señores inspectores.
Antes de que entren, tres de los hijos del señor Camil salen al paso y observan a los policías desmontando y atando las riendas con las mulas. Los saludan con la cabeza y se quedan fuera por si su padre los necesita. El señor Camil sacude a su mujer, prepárales bebida, y se alisa la ropa. Canoso, de frente desierta y cejas pobladísimas, con los dedos se atusa el bigote en forma de U invertida y recibe a los invitados sorpresa con una cortesía impropia de estas horas.
Malsano se da cuenta de que su compañero está muy confiado, pero no para de vigilar a su espalda. No es sólo que sean gitanos (no los puede ni ver), además están en casa del patriarca, solos, sin que nadie lo sepa, a las tantas y desobedeciendo una orden directa de su superior. Al día siguiente, tanto pueden estar en la trena como desmenuzados y mezclados con el pienso que alimenta a los cerdos de aquella gentuza alejada de la civilización, maldita sea.
—¿Coñá? —pregunta el señor Camil, que se llena el vaso, lo bebe y saborea con deleite—. La importancia de un buen tentempié —y mira el vaso vacío con un brillo en los ojos, entre las legañas, promesa de fidelidad.
—No, café —pide Corvo, y Malsano lo apoya en silencio.
—¡Fina! —brama, aunque la tiene al lado—... ya has oído a los señores inspectores.
La mujer, con más sueño que resignación, enciende el pequeño fogón que les sirve de cocina para hervir una cacerola de agua. Coge un calcetín de encima de la mesa y lo llena de granos de café ya molidos.
—Hacía tiempo que no pasaba por aquí.
—Buena señal: mis muchachos se portan como Dios manda.
—Sí... o están aprendiendo a ser independientes.
El señor Camil sonríe mostrando un incisivo de oro y su mejor cinismo.
—Sabe que aquí siempre será bien recibido. Fina, ¿viene o no viene el café? —rumia entre dientes—. Es buena mujer, una santa, pero a veces... ¿Qué puedo hacer por usted?
—Necesito nombres.
—¿Gitanos o payos?
—No lo sé.
—Mmm... —Adopta una postura de gravedad, pura fachada—. ¿De qué se trata esta vez?
—¿Has oído hablar de los niños desaparecidos? ¿De un... —duda si usar la palabra— monstruo?
—¿Y quién no? —bosteza.
—Quiero ponerle nombre, cara y dirección.
El señor Camil se incorpora de la butaca y con la mirada insta a Fina para que se apresure.
—Es complicado. No le puedo dar lo que quiere.
—¿No queda café? ¿Qué está cocinando tu mujer?
—¡Fina, cojones! ¡Ya lo has oído!
—Ya va, ya va. —Lleva los vasos humeantes, quemándose los dedos.
—No sé quién es, pero he oído cosas.
—¿Qué cosas?
—Cosas feas. Compraventa.
—¿Compraventa? —Corvo sabe qué insinúa, pero quiere tener tantos datos como sea posible.
—No es difícil llegar a conclusiones, señor inspector. Ahora hay un niño, ahora no lo hay. Y pasa cada vez más seguido... con una constante que se repite.
—Son hijos de prostitutas.
—Sí, pero no. Mis muchachos hablaron con una mujer en la calle de Mata, una mendiga que vive de la limosna del público de Marqués del Duero. Hace cosa de un año le raptaron a su hijo, de pocos meses. Lo había dejado al cuidado de otro mendigo mientras iba a buscar comida a la casa de misericordia de la calle de Barberá.
—No me habías dicho nada.
—No me lo había preguntado.
—¿Cómo era el hombre?
—Cojo. Es lo único que recordaba.
—¿Y por qué no lo denunció? —pregunta Malsano.
—¿Está de broma?
—Ya has oído al jefe, hoy —dice Corvo—. Si no son visibles, no existen. En cierta manera, sus hijos no pueden desaparecer porque es como si no hubieran existido nunca.
—Exacto. —El señor Camil vuelve a sentarse, deja el vaso en una cómoda y se cruza de brazos.
—Entonces, el responsable es un tipo cojo —reflexiona Malsano en voz alta—: deberemos mirar las fichas antropométricas, porque eso reduciría el espectro de sospechosos a...
—Nada —concluye Corvo.
—No pongan la mano en el fuego —les advierte el patriarca—. Mis muchachos... coño, este café no se puede tomar así. —Unas gotitas de coñá—. Mis muchachos, digo, han oído más cosas.
—Tienen buenas orejas.
—Tan grandes como los bolsillos, señor inspector. Pero el trabajo lo dejamos para los profesionales como usted. —Otro sorbo, los ojos en blanco, ladridos de perros en el exterior que Chacote arregla a golpes de vara—. No es sólo uno.
Moisés Corvo se queda de piedra.
—No es posible —Malsano deja el vaso donde puede, entre figurillas de porcelana y rosarios de perlas de Mallorca—. Cuando hay más de una persona implicada en hechos como estos, alguien acaba hablando. Siempre. Y donde hay alguien que habla, hay otro que escucha. Y las noticias corren muy rápido.
El señor Camil se inclina hacia delante en la butaca, como el tahúr que está a punto de mostrar una buena mano, producto de cartas escondidas en la manga que salen a la luz en el momento oportuno.
—Mis muchachos, vuelvo a decir, lo oyen todo. Pero si las... noticias, como usted dice, señor inspector, no circulan, es porque alguien puede silenciarlas.
—¿Qué insinúas? —pregunta Corvo.
—Que no están buscando sólo a un monstruo. Ni a cuatro inútiles hijos de puta que violan criaturas. Que van detrás de gente con suficiente poder para anestesiar a una ciudad entera. Gente que hará lo que sea para disfrutar de vicios asquerosos, que tienen dinero, tienen estatus y tienen poder. Es todo lo que sé.
—¿Puedo hacer algo por ti? —se ofrece el policía.
—Siga el rastro del dinero y cazará a su monstruo. No tardarán en culparnos a nosotros de todo esto. Es lo primero que hacéis cuando tenéis el miedo en el cuerpo. Y eso es malo para el negocio.
—Si tenéis problemas, ya sabéis.
—Lo tenemos en cuenta. Si mis muchachos se enteran de algo importante, lo buscaremos.
—Gracias.
—Buena suerte. Mi mujer —se vuelve, y se la encuentra durmiendo, con la cabeza caída sobre el pecho y roncando a pierna suelta, en una silla—... mi mujer rezará por usted, a ver si eso le sale mejor que el café.