10

—Exijo una explicación.

José Millán Astray exige una explicación.

Moisés Corvo y Juan Malsano están sentados delante del jefe de la policía, un poco tensos porque no es normal que éste espere hasta la hora de inicio del servicio, de noche, para convocarlos a una reunión. Malas noticias, seguro.

—¿Sobre qué? —pregunta Moisés Corvo, que no se lo pondrá fácil de todas maneras.

—Me han llegado quejas de arriba. —Por muy devoto que sea Millán Astray, Corvo sabe que no se refiere a Dios Nuestro Señor—. Por lo visto han estado ustedes molestando donde no deben.

—Si a trabajar se le dice molestar, entonces...

—Lo que ustedes hacen no es trabajar. En su fin de semana de librar no se trabaja.

—No lo entiendo, jefe. —Moisés Corvo se inclina hacia delante—. ¿Nos está acusando de ser demasiado trabajadores?

—Les estoy acusando de ser demasiado entrometidos. En lugar de estar en casita, con sus familias, andan por ahí tocándole los huevos a quien no deben tocárselos.

—Tocar los huevos suele ser por lo que nos pagan —interviene Malsano.

—¿Entonces prefiere que no hagamos nada? —subraya Corvo.

—Vamos por partes: Inspector Corvo.

—Sí.

—¿Qué le sugerí hace unos días?

—Que me olvidara del tema.

—Exacto. ¿Y usted qué ha hecho?

—Me he olvidado.

—No es lo que me ha llegado. Ha estado preguntando.

—Sí, preguntaba porque lo había olvidado.

—Siga jugando a ser gracioso, inspector Corvo, y mando fusilarle.

—No era mi intención, señor, lo siento.

—Pero es que me explico en chino, ¿o qué? Caballeros: no hay caso. No hay niños desaparecidos, no hay investigación. ¿Qué coño hacía usted en el Casino de la Rabassada anoche?

—Intentaba aumentar mis ingresos.

—Estuvo incordiando. Y estuvo incordiando a la buena gente. ¿Qué imagen creen que doy cuando esta mañana me llama el alcalde y me dice que qué órdenes tienen mis inspectores?

—Mala.

—Exacto. Muy mala. Si les digo que se callen la boca y persigan anarquistas, se callan la boca y persiguen anarquistas, que para eso estamos, coño.

—Ayer desapareció un niño. —Malsano mete baza.

—¿Y?

—Usted ha dicho que sin niños desaparecidos no hay caso. Así que ahora debe de haber caso.

—Cerrado, inspector Malsano. Y sobre este tema también tengo algo para usted. ¿Quién le ha dado vela en este entierro? El secuestro de ayer correspondía a los inspectores de guardia, no a usted. ¿Qué demonios pinta en el hospital interrogando al culpable?

—Eso le quería comentar: no estoy tan seguro de que sea el culpable...

—Le demostraré que se equivoca. Los padres del niño lo han reconocido esta mañana como el hombre que se llevó a su hijo.

—¡Pero si no lo vieron! —exclama Malsano.

—Ayer estaban demasiado nerviosos y confundidos. Hoy lo han señalado sin ningún género de dudas. Ese loco ha ingresado en la Modelo esta misma tarde.

—Entonces, ¿ha aparecido Antoni? —interroga Corvo.

—Estamos esperando que confiese dónde lo ha escondido o enterrado.

—¿Pero no ve que no encaja nada? Rapta a un niño por la mañana, lo ven hablando con otro al mediodía y le dan la del pulpo. Ingresa en el hospital y resulta que ya ha matado y escondido o enterrado al crío...

—Así es, inspector Malsano. Caso cerrado. Y usted, inspector Corvo, manténgase al margen o deberé tomar serias medidas disciplinarias.

Aquí es preciso hacer un inciso: cuando el alcalde Sostres se ha reunido por la mañana con el jefe de la policía y ha mostrado su malestar porque uno de los inspectores se ha estado moviendo por lugares incómodos, también le ha transmitido un mensaje del gobernador civil. Hay que silenciar los rumores de desapariciones sea como sea. Así, cuando se ha acompañado a los padres de Antoni a reconocer al presunto secuestrador, se les ha aconsejado que lo mejor para ellos sería acabar con este drama lo antes posible. El consejo, en forma de sobre con billetes dentro, venía seguido de la advertencia de que, si rompían este compromiso, la de Antoni no sería la única desaparición en la familia. Qué podían hacer, si no, pobre gente.

Más tarde, en la taberna de Lolo, los inspectores Corvo y Malsano se tragan la bronca a base de alcohol.

—Dime que al menos en el casino sacaste algo en claro, Buffalo Bill —se interesa Juan Malsano.

—Sí. Que la madeja está más enredada de lo que pensábamos y que hay demasiada gente por medio y con demasiados cuartos.

—Se rompe la regla de oro: si tiene un cuchillo, las manos manchadas de sangre y un cadáver a los pies, es culpable. La realidad suele ser muy simple, pero esta vez está llena de cuchillos y no hay cadáveres.

—No necesariamente. Que tenga encubridores no quiere decir que nuestro hombre no exista. Y si existe, se puede encontrar.

—No dejan de ponernos palos en las ruedas. Yo ya dudo de todo.

—Los negros aquellos que detuvimos, los que mataron al Tuerto...

—Sí.

—No creo que fueran culpables.

—Eso tanto da. No eran buena gente, ya lo viste. Y están en el trullo.

—Bocanegra mentía. Y estos días no lo he visto por ninguna parte.

—La ciudad es muy grande.

—Es muy grande y hay mucha gente. En el casino se prostituye a niños y no podemos hacer nada. El hijo de puta con el que hablé me estuvo vacilando.

—¿Quieres que vayamos? ¿Quieres que les reventemos la fiesta?

—No conseguiríamos ni pasar por la puerta. Están blindados y ya has visto que los protegen de arriba. Si queremos desmontarles el negocio, tenemos que entrar desde abajo y eso implica encontrar al monstruo.

—Y el casino no debe de ser el único lugar donde se follan a niños.

—No, pero es el más prestigioso. La madame del Chalet del Moro debe de estar que trina. Estoy seguro de que ya le ha llegado la noticia de que la cagó al darme un nombre y una dirección. Sabemos que nuestro cojo ha pasado por allí, pero ella sólo hace de intermediaria. Debemos averiguar en qué otros sitios puede haber entregado criaturas.

—Vamos a ciegas, Corvo. Buscamos a un hombre que no sabemos cómo es, que no sabemos adónde va, ni sabemos cómo vive.

—Pero conocemos a alguien que podrá ayudarnos. Cóbrate, Lolo.

¿Hacia dónde se decanta la balanza en la ciudad? ¿El miedo consigue mantener a los barceloneses en casa, por la noche, o se vive la Navidad como cualquier otro año? La calle de Ferrán está a rebosar de familias que aprovechan los días festivos para hacer las últimas compras, o pasear a las criaturas y alargar el horario de ir a dormir. Viendo este comportamiento, nadie diría que la ciudad está crispada y los ánimos exaltados. La pastelería de Agustí Massana concentra las colas más largas, y por doquier se organizan animadas tertulias donde siempre se acaba hablando de lo mismo: el vampiro. Y las conclusiones no difieren demasiado de tertulia en tertulia: que si la policía es incompetente, que si el nuevo alcalde hace la vista gorda, que si el gobierno de Madrid nos tiene dejados de la mano de Dios, que si todo esto viene de la guerra del Moro, que sólo nos ha traído desgracias. Si uno se detiene a estudiar la actitud de la masa individualmente, claro, aparecen signos evidentes de paranoia. Los niños juegan y ningún adulto que no sea la madre les hace carantoñas ni se detiene a despeinarlos, ni les devuelve la pelota cuando se va demasiado lejos. El padre no los pierde de vista en ningún momento y desconfía de quien se les acerque. Las noticias de que el secuestro del domingo fue un hecho aislado no han convencido a nadie. Cualquiera puede ser el ogro.

Los inspectores esquivan bicicletas y triciclos para entrar en la calle de Raurich. El hedor a meados es muy intenso. Llaman a la puerta y el doctor Von Baumgarten tarda en abrirles.

—Feliz Navidad —le desea Moisés Corvo, con aires de enterrador.

Al cabo de un rato, sentados en butacas, Malsano tiene la mirada perdida en el horroroso papel verde de las paredes. Tres tazas de café humean y el doctor Von Baumgarten hace la pregunta:

—¿Se han replanteado mi propuesta?

Al inspector Corvo le cuesta admitir la ayuda de alguien, pero no tiene más remedio.

—Eso que me dijo de buscar al monstruo. ¿Cómo lo haría?

—En realidad no es tan diferente de cazar un lobo, un oso o cualquier bestia en el bosque. Los animales dejan un rastro que se puede seguir, si se es un buen observador. Algunos pocos metros por detrás, otros a kilómetros de distancia, pero todo el mundo deja un rastro.

—El asesino siempre deja y se lleva algo del lugar del crimen —sentencia Malsano—. Es otra regla de oro.

—Sí, viene a ser lo mismo, pero más amplio. ¿Qué siguen los cazadores?

—Pisadas.

—Por ejemplo. ¿Su monstruo ha dejado alguna pisada?

—Temo que no lo entiendo. —Corvo, arrugando la frente. Da un sorbo a la taza.

—Pero no literalmente, claro. ¿Ha dejado alguna pertenencia allí donde han desaparecido los niños? ¿Un monedero, un zapato o un sombrero?

—Si fuera así, ya habríamos resuelto el caso, doctor. Ni siquiera sabemos dónde se han cometido los secuestros.

—Perfecto. —Pero no cree que sea perfecto—. Entonces busquemos otros indicios. Las presas a menudo no se ven directamente. A veces, si el animal está herido, hay buitres que lo sobre vuelan y nos indican su posición. Otras veces el silencio en medio del bosque nos alerta de su presencia.

—¿Adónde quiere ir a parar?

—Testigos.

—No tenemos nada —dice Malsano—. Nadie ha visto nada.

—El gitano, sí —matiza Corvo.

—¿Qué gitano? —se interesa Von Baumgarten.

—El que vio a un hombre cojo que intentaba llevarse a un niño, en Marqués del Duero.

El doctor bate palmas y derrama el café por el suelo, pero tanto le da.

—¡Fantástico! ¿Y qué más sabemos de ese cojo?

—Que lo vieron accediendo a un prostíbulo de los caros.

—Avanzamos.

—No, no avanzamos. Esta línea de investigación no lleva a ninguna parte. La hemos seguido y se nos han cerrado todas las puertas.

—No, todas no. Fíjese qué tenemos: un hombre, con un defecto físico, y visto en dos lugares... ¿Estaban muy alejados el uno del otro?

—Unos quince minutos a pie.

—O sea que lo pueden ubicar.

—No se haga ilusiones. Si sale a la calle y comienza a contar, encontrará docenas de cojos.

—Y, si va al puerto —subraya Malsano—, se le acaban los números, con los que llegan de África.

—¿Hay más testigos?

—La madre de una de las niñas cree que fue un demonio —responde Corvo.

—Cree. Ya lo discutimos la última vez que estuvo aquí, inspector. Una cosa es la creencia y otra el empirismo. No hay más testigos, pues.

—La madame del Chalet del Moro, pero no abrirá la boca.

—¿Y no pueden llevarla a comisaría para interrogarla o lo que hagan ustedes?

—Si estamos aquí, doctor, es porque lo que hacemos nosotros ya no funciona. Continúe.

—¿Quieren más café?

—Sí, por favor. —Corvo ofrece la taza y Malsano hace que no con la cabeza: tiene el estómago revuelto y otro sorbo podría ser infernal. El doctor Von Baumgarten se levanta y se dirige a la cafetera. Está inquieto, estoy cerca de cazar a uno de los buenos, piensa, una pieza de museo, la piedra angular de su estudio.

—¿Cuántos secuestros ha cometido?

—No lo sabemos. Seguros, tenemos dos, pero por lo que nos ha llegado, podrían ser como mínimo nueve.

—¿En qué margen de tiempo?

—¿Un año?

—No lo dice convencido.

—Hay demasiadas leyendas por medio, y se mezclan muchos miedos y todo acaba siendo poco fiable —dice Malsano, que aún está intrigado por las palabras del doctor.

—Eso juega a nuestro favor.

—Sí, ahora es todo mucho más fácil. Vamos a detener a Hans Christian Andersen —ironiza Corvo.

—Tampoco nos vendría mal, no crea... pero reflexione. Ustedes han conocido pederastas. —Los policías asienten—. Y actúan por compulsiones, sin poder controlarse, ¿no? No planifican, no piensan, no pueden contenerse. ¿Y cuánto tardan en cogerlos?

—Depende del caso, pero... caen rápido.

—Exacto. Y supongo que han revisado los archivos, para saber si alguno de ellos está fuera de la prisión, actuando.

—Aquí tenemos un problema. —Malsano chasquea la lengua.

—Hablamos con uno, no era él.

—¿Seguro?

—Seguro —responde Malsano—. Y en cuanto a los archivos... se quemaron.

—Se quemaron —repite Von Baumgarten, incrédulo.

—Ya me ha oído. Desde hace pocos meses estamos montando un archivo dactiloscópico, con la reseña de las huellas de los detenidos. Está en fase embrionaria, aún, y sirve de muy poco. Lo consultamos y no encontramos nada interesante. Los expedientes del Palacio de Justicia se incendiaron después del verano: los iban acumulando en un sótano hasta que uno de los vigilantes se quedó dormido con un cigarrillo en la mano.

—¿Y en la Modelo?

—Imposible. Si algo tiene esa prisión, es que no es modelo de nada.

—Bueno, recapitulemos. Tenemos a un hombre cojo, a quien se ha visto en una zona determinada... —Arquea las cejas.

—Marqués del Duero y calle de Escudellers.

—Coño, aquí, al lado. Y sabemos que puede controlar sus impulsos, que es frío y lo bastante astuto para no dejarse ver.

—Muy bien, ahora también podemos detener a Emiliano Zapata.

—Es un depredador, inspectores.

—Los depredadores no venden a sus víctimas.

—¿Cómo?

—Creemos que secuestra a los niños para dárselos a gente que los puede pagar.

—Sí, sí, es factible, pero... hay algo que no encaja.

—¿El qué? —Malsano se levanta y se lleva las manos a las lumbares, se estira. La humedad lo está matando.

—La persistencia.

—Se lo toma como un trabajo —razona Corvo.

—Nadie hace su trabajo con tanta dedicación y en un espacio de tiempo tan amplio. Ustedes lo saben. Y no es fácil mantener siempre la tensión.

—Insinúa que no solamente los vende, que también los quiere para él.

—No. Si los quisiera para él, sería como cualquier otro pedófilo. No los necesita sexualmente.

—Si no los quiere para tirárselos él y la venta no es el único objetivo, ¿qué más queda?

—Creo que aquí está el meollo de la cuestión. Si sabemos para qué más los quiere, podremos llegar a cazarlo.

Dan vueltas y más vueltas a las posibilidades, pero no llegan a nada. Además, están cansados. Hace demasiados días que los policías cargan con la tensión y los pensamientos se les atascan en la garganta.

—Déjenme pensarlo —les ruega el doctor Von Baumgarten, mientras los acompaña a la puerta.

—Van Helsing —se despide Malsano—. Gracias.

Se hace llamar Sombra y no tiene demasiada historia. Hijo de labradores que dejaron el campo para amontonarse en la capital, que sufrieron enfermedades que ni habían imaginado que pudieran existir, que se morían de hambre y tuvieron que vender a su hijo cuando tenía quince años, a una casa buena, para acabar muriendo un año más tarde cuando el campamento de barracones donde malvivían se quemó. La Sombra no fue adoptado como hijo, demasiado mayor cuando lo adquirieron, sino para entrenarlo como perro guardián. Una inversión de futuro: hoy es un muchacho, mañana será un seguro. La Sombra sabe lo que debe saber, que sólo es lo que debe decir y basta. Es fuerte, se ha pasado los últimos quince años dando golpes a ovejas y terneros primero, morosos y traidores después. La Sombra es un par de puños y una piel de hierro y ahora espera que llegue la mujer a la que debe entregar el mensaje.

Respira despacio, por la boca, en la penumbra, con un ronquido canino, sentado hacia la puerta. En la habitación del pasillo, la de la puerta corredera, ha dejado amordazada a Angelina, que se ha hartado de gritar, pero nadie en el bloque ha dicho nada porque ya están hasta la coronilla de los ruidos que siempre salen del piso de Enriqueta. Y le tienen miedo. Un día amenazó a una vecina con un hacha y desde entonces le deja excrementos en el rellano o esconde vidrios rotos en la tierra de los geranios. Angelina casi se ha ahogado entre las lágrimas y el pañuelo que le aprieta la boca, y con los esfuerzos se ha quedado inconsciente. En una silla, sin necesidad de atarlo, está el cuerpo lisiado de Salvador Vaquer. La Sombra ha entrado a empujones en el piso y le ha zurrado de lo lindo, sin darle ninguna explicación, no hacía falta. No quería nada de Vaquer, así que lo ha dejado suficientemente vivo para no matarlo, pero suficientemente muerto para que no pareciera vivo. El amante de Enriqueta tiene la cara hinchada (más de lo normal, se entiende) a golpes y la nariz llena de sangre seca. La Sombra le ha arrancado un pezón, aunque no era necesario, porque al primer golpe se ha arrodillado implorando perdón. Parece que a cada respiración Salvador estuviera a punto de deshincharse.

Ruido de llaves, abanico de luz amarillenta desde el exterior, crujido de la madera y la silueta recortada de Enriqueta que se detiene en seco porque comprende que algo va mal. La Sombra se pone en tensión y Enriqueta no lo ve, pero vislumbra el cuerpo hecho un guiñapo de Salvador.

—¿Qué ha pasado? —Cierra la puerta, se enciende una bombilla en el centro del comedor—. ¡Salvador!

—Buenas noches. —Habla la Sombra.

—¿Quién es usted? —dice ella cuando localiza el origen de la voz. La Sombra ve que ella se ha colocado al acecho, es peligrosa, sabe interpretar sus gestos e infiere que no es una mujer corriente.

—Estoy aquí para hacerle llegar un mensaje.

Enriqueta no sabe de dónde le vienen los tiros. Es miércoles y acaba de llegar de la mansión del señor Llardó, en la Bonanova, adonde le ha llevado la pomada que habían acordado, la que ha fabricado con las grasas de Ferran Agudín. ¿Quién es usted?

—Eso tanto da. Yo no soy nadie y usted tampoco debería serlo. Pero por lo que se ve, no lo debe de tener claro. Hasta ahora los señores no han tenido ninguna queja de su labor, ha sido discreta y eficiente.

—¿Los señores? —Enriqueta aprieta los labios hasta blanquearlos y la Sombra lo detecta. Continúa sentado, pero expectante.

—Se está volviendo descuidada. La policía ha descubierto al señor Vaquer y está haciendo demasiadas preguntas. Y a los señores no les gusta que les hagan preguntas.

—Salga ahora mismo de mi casa. —Se encara con él, sin moverse del lugar.

—Desaparezca. Esfúmese. Los señores pueden olvidarse de usted una temporada, la policía también tiene que olvidarse.

—Tenía entendido que la policía no sería un problema.

—No lo es si usted no da motivos. Y ahora los ha dado. Si la policía hace más preguntas, tendremos que delatarla. Y comprenda que no nos gustaría nada tener que hacerlo.

—¿Tiene el valor de amenazarme en mi casa?

—Es una advertencia, señora Martí.

—Déjeme advertirle a usted también. Deles un mensaje a los señores —no puede haber una carga de odio más grande al pronunciar esta palabra—: dígales que, si quiero, puedo hundirlos. Que tengo sus datos, nombres y vicios. Que guardo una lista donde salen todos bien retratados. Que si yo caigo, ellos caen conmigo.

—Palabra contra palabra, señora Martí. Tiene todo el derecho a comportarse así, pero sabe perfectamente que no llegaría a ninguna parte. Ni siquiera al juicio.

—Salga de mi casa.

La Sombra se levanta y se dirige hacia la puerta, con las manos en los bolsillos, aferradas a dos puños americanos con puntas, listas para actuar. Ella no se mueve, sólo lo desafía con la mirada.

—Nos encargaremos de la policía —dice la Sombra a modo de despedida—. Pero usted desaparezca.

Y se va.

La sabiduría popular asegura que la gente que porta un arma acaba poseyendo un carácter especial, subyugado por el poder que ésta otorga, la capacidad de decidir entre la vida y la muerte, el dominio y la perdición. Se cree, incluso, que no es el hombre quien decide emplear, pongamos por caso, una pistola, sino que ésta encuentra el momento idóneo para hacer acto de aparición. Un tipo armado es temible, y cuanto más cobarde, esmirriado y llorica es, más graves serán las consecuencias.

Pero la sabiduría popular tiene más de superstición que de empirismo. Y en este caso está muy equivocada.

Cojamos a Moisés Corvo, un hombre que las ha visto de todos los colores, que tiene los cojones pelados de bregar con la créme de la créme de la sociedad. Un policía de revólver en el cinturón. El inspector Corvo no suele sacar a pasear la pipa salvo que la situación lo requiera, y esto ha pasado muy pocas veces. La muestra cuando es necesario, la saca, como amenaza, cuando sabe que su aparición será intimidatoria, la utiliza como tarjeta de presentación, sí, pero disparar, apretar el gatillo y pegar un tiro, sólo en casos excepcionales. Nadie se acuerda de aquella vez que, subiendo las escaleras de un edificio de la calle de Sant Gil, en busca del piso desde el que una chica de diecisiete años se acababa de lanzar para quedar hecha un embrollo entre el estiércol y la paja de las caballerizas de la planta baja; nadie se acuerda, digo, de aquel empleado de una cervecería al que un buen día (en este caso, con Corvo rezongando porque los peldaños son muy estrechos y las rodillas le hacen cric cric) se le fue la olla y comenzó a disparar con una escopeta de caza —que su hermano le había dejado para que la ocultara de las manos curiosas de un niño en edad de tocarlo todo— contra el primero que le pasó por delante. Nadie se acuerda... bueno, el hermano del difunto sí, él nunca pudo recuperar la escopeta ni despedirse más allá de un velatorio vacío colmado por los gemidos de un mocoso. Nadie se acuerda de la extraordinaria puntería que el policía demostró en aquella ocasión, agujereando una puerta, una baranda, una ingle y un trozo de yeso del techo, en este orden.

Un hombre armado camina diferente no por el poder del revólver, sino por su peso. A cada movimiento es consciente de que la pipa se agarra a las costillas, o al muslo, o a la pierna, dependiendo de dónde la cargue, y esto lo obliga a caminar forzado, de forma casi ortopédica, retadora para un observador externo. Moisés Corvo siente el Euskaro, un revólver tipo Smith and Wesson modelo 1884, un muerto de un kilo de peso que parece una antigualla, cerca de él y esto le da bastante seguridad para no tener que usarlo. Casi nunca.

Es 25 de diciembre, ¡fum fum fum!, y su mujer se ha marchado a primera hora de la mañana hacia la casa del hermano de Moisés, en la calle de Petritxol, para ayudar a su cuñada a preparar el pollo de la comida. Ya vendrás cuando quieras, ha dicho cuando se despedían, y Corvo ha hecho que sí con la cabeza como si ella pudiera verlo a través de la puerta que se cerraba. El policía ha dormitado hasta que el cuerpo ha dicho basta, el turno cambiado, como siempre, y se ha levantado con la cabeza embotada. No puede parar de darle vueltas, por más que lo intenta. Está obsesionado con los secuestros y teme que hoy, día de Navidad, ¡fum fum fum!, pueda haber otro mientras él esté comiendo con su familia. Como si pudiera hacer algo. Lo mejor es un trago para sacudirse la pereza, así que se viste, se peina, coge el revólver, de cañón nacarado y culata de madera, y se mira al espejo. Se ve envejecido, pálido y ojeroso, la imagen del monstruo que cree perseguir.

En la calle de Balmes se topa con familias, padre, madre, hijo e hija cargados de ilusión, postres o vinos, uno de los mejores días del año porque quien más quien menos saca cuatro cuartos que tenía guardados y se los gasta en un buen banquete. Hay mendigos en la puerta de las iglesias. Hoy tienen el sombrero lleno de billetes, porque ya se sabe que la generosidad navideña es, más que una virtud, una tradición. Hace un sol restallante, que obliga a Moisés Corvo a entrecerrar los ojos y no le permite ver al hombre que lo sigue.

La taberna está medio vacía, sólo los cuatro incondicionales que nacieron con botellas de cerveza en la mano. El policía se apoya en la barra y pide un anís. Al cabo de un momento entra un hombre bien vestido, traje y corbata, y un bulto debajo de la americana que no se le escapa al inspector. Se coloca a su lado y pide un vaso de agua.

—Inspector Corvo.

Moisés gira la cabeza y retiene su fisonomía: canoso, con el cabello lleno de colonia y el bigote ocultándole los labios, los ojos como rendijas y las mejillas de cerámica, como si fueran una más cara y no tuvieran poros. Quemadas. No: conserva bien las cejas y el vello facial. Se interroga de dónde debe de haber salido este gentleman, por qué va armado y cómo sabe su nombre.

—¿Quién lo busca?

—Preguntar es una de sus aficiones predilectas, ¿no?

—Me lo dicen a menudo, últimamente.

—Preguntar está bien. Se aprende mucho. Pero, a veces, no es necesario aprender tanto y es mejor conformarnos con lo que ya sabemos. ¿Ha pensado en cambiar de pasatiempo?

—Coincide que lo que me gusta es, además, por lo que me pagan.

—Lo entiendo. —El hombre de la cara extraña da un giro de ciento ochenta grados y se pone de espaldas a la barra, bastante sutil para no parecer agresivo, pero siéndolo—. ¿Qué es lo que le gusta más, a usted?

—Beber tranquilo.

El hombre mueve el bigote y decide que lo mejor es sonreír. Llevémonos bien, de momento.

—Es una buena afición. —Saca un fajo de billetes y se dirige al camarero—. Invito yo.

—Ponme tres más —pide Corvo al barman—, y cóbraselos, que invita él.

—¿Qué me diría si le pagaran para mantener este hobby, como dicen los ingleses?

Moisés Corvo ha dejado de mirarlo, pero de reojo continúa al acecho del bulto debajo de la americana.

—No sé qué es un hobby, como dicen los ingleses.

—¿Qué me diría si para bajar aquí, beber un par de tragos y mantener la boca cerrada le pagasen religiosamente?

—Que queda muy elegante decir hobby cuando se quiere decir soborno.

—Ha hecho demasiadas preguntas, inspector Corvo. —Muestra un sobre abierto, con unos cuantos billetes de cien pesetas dentro, y lo introduce en el bolsillo del abrigo del policía—. Ha molestado a gente a la que no había que molestar.

—No me gusta recibir dinero de alguien que no se ha presentado.

—Acéptelo como una señal de buena voluntad. Hay personas muy disgustadas con usted. Gente a quien mintió. Quieren estar en paz con usted.

—Madame Lulú.

El hombre se incomoda, Corvo ha hablado demasiado alto, pero lo disimula bastante bien. Le ofrece una mano para encajarla y el policía se lo rumia.

—Quédese con el dinero. No da la felicidad, pero ayuda a olvidar las preocupaciones.

Moisés Corvo se siente herido, humillado. No le costaría nada aceptar el sobre, pero una punzada dentro de él (muy, pero muy adentro) lo obliga a sacarlo del bolsillo y colocarlo en la mano del hombre. Le cuesta, claro que le cuesta, pero se siente mejor cuando se ha deshecho de esa carga.

—Cójalo usted. Déselo a Adriana, la filipina de madame Lulú, y ya verá como ella sabe hacerlo feliz.

El hombre ha cambiado de expresión y parece un autómata.

—Usted se lo ha buscado. —Y se da la vuelta para salir de la taberna.

El inspector ya sabe cómo funciona esto. Hubiera sido tan fácil. Simplemente no hacer nada, dejarse llevar, apartar la vista. Fácil y sucio. Y ahora tendrá que luchar. Subir la montaña mientras nieva y caen rocas de la cima. Amartilla el revólver. Sí, el inspector Corvo ya sabe cómo funciona esto. Lía un cigarrillo para controlar el temblor de las manos, lo enciende y se lo lleva a los labios. Un campanario toca las doce del mediodía del 25 de diciembre de 1911 y Moisés Corvo sale a la calle.

El hombre elegante está en la acera de enfrente, quieto, esperándolo, y las miradas de ambos se cruzan como si fueran los dos lados de un espejo. El reflejo de Moisés Corvo se desabotona la americana y deja el revólver al descubierto, en la funda, colgando del cinturón, los dos brazos del hombre en tensión, a ambos lados. Corvo repite el ritual. Hay unos doce metros entre uno y otro, pero parecen milímetros y kilómetros a la vez. Ya no hay tránsito en la calle de Balmes, y poca gente alrededor. El ruido de alguna ventana que se cierra, una persiana que baja, un tranvía lejano es todo lo que se interpone entre el policía y el hombre que lo desafía. Y durante un rato no pasa nada, los dos quietos, bailando sin moverse. Los dedos de Corvo tiemblan, quieren sacar el arma y disparar, lo necesitan. No es el revólver quien quiere salir, es la persona quien elige el momento.

Y, de golpe, una pipa se le clava en las costillas. Se da cuenta de que ha dejado de vigilar a su espalda y ahora tiene a otro hombre detrás. No puede verlo, pero puede sentir su respiración y su aliento hediondo.

—No te muevas —susurra arrastrando las eses.

Corvo cree que tiene una navaja o un cuchillo hundiendo la punta en su carne. No es un arma de fuego, así que aún tiene alguna posibilidad. Y espera, espera a que alguien haga un movimiento.

El hombre del traje desenfunda el arma y apunta rápido a Moisés, que aprovecha la presión del que lo tiene cogido para agarrarlo del antebrazo y estirar, y así lo usa como escudo del tiro que resuena por toda la calle. La bala impacta en la espalda del hombre del aliento hediondo, pero no lo atraviesa, y cuando Moisés Corvo consigue deshacerse del cuerpo herido y sacar el revólver, el hombre elegante vuelve a disparar. El policía nota un ardor en el brazo izquierdo, pero no es exactamente dolor, porque el corazón le late a una velocidad endemoniada y no tiene tiempo de sentir nada. Abre fuego hacia el hombre elegante, una, dos, tres veces, y le perfora el abdomen y el hombro, y consigue abatirlo.

Hay gritos y carrerillas en torno y silbatos de alerta a la policía, que no tardará en llegar. Moisés Corvo comprueba que el del aliento hediondo está muerto y cruza la calle hasta el elegante de los ojos achinados. Deja un reguero de gotitas de sangre, que se deslizan del brazo al suelo, se mezclan con el polvo y forman grumos. Se agacha al lado del hombre que lo ha herido y ve que no respira. Intenta tomarle el pulso pero no puede mover la mano izquierda y la derecha se le ha quedado agarrotada en el revólver. Está muerto.

Moisés Corvo se sienta y respira hondo. Ahora el dolor llega en oleadas insoportables y le vienen lágrimas a los ojos. Sólo tiene tiempo de cogerle el sobre lleno de billetes y metérselo en el bolsillo, antes de perder el conocimiento.

Recojo las dos almas que han quedado tendidas en la calzada.