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Es una mañana helada de invierno, se aproxima la Navidad y la calle está llena de chiquillos que juegan. Cerca de los niños, a la sombra de los portales, mano sobre mano en el faldón y la mirada atenta, círculos de mujeres que vigilan mientras los hombres están en el trabajo. Corvo duerme, lejos de todo el barullo, en el piso de la calle de Balmes, pero tiene a su esposa cerca, que lo vigila también a su manera y rebusca en los bolsillos de la chaqueta, huele el cuello de la camisa y comprueba el tacto almidonado de la ropa interior. Afortunadamente para el inspector, el olor de cuerpo podrido es tan fuerte que anula el de cuerno quemado y sexo de pago y Conxita no tiene más remedio que pensar que su marido sólo se ve con cadáveres y criminales. Conxita es un pelín corta, pero no lo sabe, y vive feliz.

Bocanegra ha bajado a la calle con cuatro reales que León Doménech le ha dado para desayunar. Preferiría no salir de su escondite, porque tiene la sensación de que lo buscan. No sabe de quién tiene más miedo: si de la bofia o de ella, la vampira. Si los polis lo relacionan con el Tuerto, pueden acusarlo de haberlo matado (no hay ningún motivo, ni ninguna prueba, pero la pasma nunca la ha necesitado). Si el Tuerto, que en paz descanse, dijo algo de él antes de morir... no quiere ni pensarlo. Compra requesón a una vendedora que lleva los quesos en una carreta cubierta con un trapo, y sonríe agradecido. Ella pone cara de asco al verle los dientes y le da el cambio tan mal como puede, equivocándose a favor de la casa, evidentemente. Bocanegra guarda los céntimos repartidos en dos bolsillos diferentes: uno para León —cada día el requesón está más caro, se excusará— y otro para él. Cuando la quesera no lo mira, rebaña un trozo de queso que hay en la carreta y se lame el dedo.

—Buenos días, señora —se despide.

—Vete a freír espárragos, desgraciado.

Será un mal día para Bocanegra, lo cual no es demasiado sorprendente si se tiene en cuenta que su vida es un rosario de frustraciones y miedos. Él no se puede quejar, al fin y al cabo; quien no sabe qué es vivir bien, no puede compararlo con lo que tiene. Y todo lo que tiene lo consigue de aquellos que siempre están a tiempo de perderlo. Es ley de vida, se dice, en un mundo en que la ley está escrita sobre papel mojado.

Desde la calle se oye la guitarra de León. Hoy tiene a Isabel, una chica de diecisiete años, hija de la lechera de la calle de Xuclá, feúcha y con tanto talento para la música como uno de los escarabajos que acaban de morir aplastados bajo las botas de Bocanegra. Quizá incluso un poco menos. Isabel vive engañada, pensando que si aprende a tocar la guitarra podrá entrar en una orquesta, actuar en el Paralelo (que ya de por sí es una ambición bastante fútil), conocer a un buen mozo que le cante al oído cada noche y vivir de las rentas. Al fin y al cabo, quien más aprende a tocar en estas clases es León Doménech, que en este momento es espiado en silencio desde el recibidor por Bocanegra. León se arrima, acaricia y huele. Es ciego, pero el resto de los sentidos los tiene bien surtidos. Bocanegra, que lo mira, se empalma, y se dice qué listo es este tío, todo el barrio lo oye rasgar cuerdas y encima hace como que es un maestro. Si tiene suerte, arrinconará a Isabel y le propondrá, vete a saber, que le coma la pilila (Bocanegra llama así a su mango: en el fondo, aún es un niño), porque hoy se siente afortunado. Y está muy equivocado.

Una vez que la chica ha pagado a León y se ha despedido de él con un beso en cada mejilla, el viejo ciego lo hace pasar. Ya sé que mirabas, cerdo, y no me olvido de los cuartos, que ya me estás devolviendo lo que te ha sobrado. Llaman a la puerta, debe de ser Isabel, quizá se haya dejado el bloc de partituras.

—Ve a abrir —manda León, y Bocanegra, aceptando su condición de sirviente, se acerca en dos zancadas.

Salvador Vaquer está al otro lado de la puerta. Ha venido a buscarlo.

—Enriqueta quiere verte, ahora.

Bocanegra y Salvador se dirigen a la calle de Ponent, y el primero baja la cabeza cuando se cruza con un par de municipales que corren a algún servicio urgente en Peu de la Creu. Salvador Vaquer lo ve y dice no te buscan a ti, aún no, y Bocanegra siente un escalofrío.

La manera más misericordiosa de definir a Salvador Vaquer es mentir. Hay ciertas personas que, si de un día a otro se desvanecieran sin dejar ningún rastro, nadie se daría cuenta. Salvador Vaquer es tan insignificante que ni siquiera vale la pena incluirlo en tan funesta lista. Gordo y cojo, de aspecto apocado, oculta la calva bajo un sombrero que le queda grande. Un bigote sustancioso se asoma sobre el abismo de unos labios que no hablan para que no les respondan. Vive bajo la sombra de Enriqueta, acomplejado por la perceptible influencia del antiguo marido de ésta (otra buena pieza) y por su padre. Sobre todos ellos me extenderé más adelante y veréis cómo hablan, cómo piensan y cómo mienten. Salvador Vaquer recibe de todos lados, pero nunca tiene bastante energía para rebelarse. Se diría que ya le va bien, que no necesita ser una persona, sino alguien que tiene que ocupar el lugar de quien tiene que pagar el pato. No es ambicioso, no tiene picardía, y nunca dice una palabra más alta que la otra. Pero tampoco es un buen hombre. El piso de Ponent se encuentra en el número veintinueve y es uno de los tres que Enriqueta utiliza para llevar a término sus actividades (los otros dos están en la calle de Picalquers y en Tallers, pero no suele vivir en ellos). La luz se filtra por el balcón, haciendo chispear los copos de polvillo que danzan en el aire. Pero Enriqueta se mantiene en la sombra.

Bocanegra empalidece, como si la sangre se le escapara del cuerpo por miedo a la mujer. Ella lo saborea, porque sabe que causa esta sensación en la gente. Se sabe temida.

Ella no dice nada, sólo lo estudia desde la oscuridad. Bocanegra entrevé unos ojos pequeños, caídos, como tristes. Se estremece al darse cuenta de que Enriqueta mira sin más vida que el polvo que flota delante de él. Me ha mandado llamar, señora, afirma él, para oír su voz, ya que no siente ni los latidos del corazón. Ella no responde, todavía.

Una niña llora detrás de la puerta y entonces Enriqueta lo hace sentar, plácida e insondable como una cariátide, y se sienta a su lado. Bocanegra está hecho un saco de nervios, encogido, como un ratoncito que se acurruca en una esquina cuando se encienden las luces.

Los gritos y los gemidos han dado paso a rasguños en la madera. La llave, metálica y negra, está en la cerradura, y tiembla.

—Eres guapo —dice ella, con la voz rota—. Y muy joven, pero parece que pasas hambre.

—No, señora.

—¿Quieres comer? —Y a un gesto de su mano, Salvador desaparece para volver con una bandeja llena de galletas. Algunas son de mantequilla y otras de fruta.

Bocanegra coge tres de golpe y se las lleva al buche. Mastica con avaricia y está a punto de ahogarse, mientras Enriqueta lo mira y sonríe por primera vez. Él se sorprende, porque es una sonrisa dulce y amable. Otro movimiento de mano hace que Salvador aparezca con un vaso de cerveza, caliente, pero cerveza. Bocanegra se la echa entre pecho y espalda.

—¿Quieres comer más? —repite ella.

—No, señora, ya estoy lleno.

—No me has entendido: ¿quieres comer más a menudo?

—Yo no trabajo para nadie, señora. —Bocanegra aún no sabe si hace bien en rechazar la invitación de Enriqueta.

—No te estoy ofreciendo que trabajes para mí. Te propongo que me ayudes. El Tuerto me resultaba muy útil, sí, pero ahora, pobrecillo... se nos ha muerto.

No puede haber más cinismo en sus palabras, pero no se molesta en disimularlo. Bocanegra la mira de hito en hito. La cara impávida, las narices ensanchándose mientras cierra los ojos, como si intentara olerle el miedo. Enriqueta se muerde un labio, Bocanegra se siente cansado. Hablar con ella es agotador, porque tiene que aparentar en todo momento que es fuerte, que es duro y que no se hundirá. Es una vampira, piensa, pero se ruboriza cuando cree que ella le ha leído el pensamiento.

—¿Qué debería hacer, señora?

Enriqueta tiene unos cuarenta años, pero cuando se acerca a Bocanegra parece una escultura milenaria, un cuerpo de mármol sin alma. Él le ve los dientes, pequeños, afilados, que provocan un susurro casi imperceptible.

—¿El Tuerto nunca te explicó qué hacía?

—Nunca.

No hacía falta. Después de cada visita a Enriqueta, el Tuerto parecía más hipnotizado, presa de una telaraña de la cual no quería escapar. Ella es cautivadora y espantosa a la vez. Salvador Vaquer, de pie en un rincón del comedor, sólo es su esclavo, un zombi. Enriqueta se levanta y se alisa la falda con unas manos torcidas, como garras, deformadas. Abre el cajón de una consola vieja que chirría y saca un machete. Toma, ofrece al chico, y éste lo acepta. Teme el porvenir, pero no puede hacer nada por evitarlo. Salvador abre la puerta y Bocanegra ve a una niña de poco más de cuatro añitos, morena, de pelo limpio pero enredado, la cara llena de mocos y la ropa como nueva. Deja de gritar y sólo gime, y Enriqueta le da la mano.

Bocanegra se agacha, pero es incapaz de mirar a la niña a los ojos. Acaricia el mango del machete en el mismo instante en que huele un aroma delicioso que viene de la cocina. El hervor de la olla se le cuela en el cerebro. Enriqueta cierra la ventana y las persianas para que no se oigan los gritos, fuera, en la calle.

Al día siguiente, Moisés Corvo y Juan Malsano encuentran a Bocanegra en el terrado donde vive, y Corvo le fractura un incisivo antes de darle las buenas noches. Se hace daño en el puño, el chico es de piel seca y músculo duro como la piedra, pero con los años el policía ha aprendido que un poco de dolor en las articulaciones al principio acaba ahorrando saliva.

—El Tuerto está muerto y tú fuiste el último con quien trabajó. —Malsano expone las intenciones antes de que Bocanegra se levante del suelo, con el morro sangrante.

—¿Quiénes sois?

Como lo sabe de sobra, pero se hace el tonto, se ha ganado otro pescozón. Esta vez un revés y sin mengua de dientes, pero con un regusto caliente de sangre en el paladar que no le llega a desagradar del todo.

—No sé nada.

La tercera hostia es como un vaso de cerveza bien lleno, piensa Corvo, siempre invita a hablar con quien te ha invitado.

—El Tuerto trabajaba para un médico extranjero de la calle de Raurich. Él sabrá qué le ha pasado.

—Ha sido él quien nos ha dicho que lo habías visto la misma noche de la muerte —dice Malsano, que lleva la voz cantante.

—No, no, no. Habíamos discutido. Ya no trabajaba con él.

—¿Y el cuerpo que robasteis en el cementerio?

—¿Qué cuerpo?

Corvo lo coge de la nuca con una sola mano, como un águila cazando un conejo, pero un conejo escuchimizado y lastimoso, y lo arrastra hasta la barandilla.

—Tú decides. O aprendes a volar en menos de treinta segundos o ya puedes comenzar a hablar. —Corvo no bromea.

—¡No sé de qué me hablas! El Tuerto tenía unos negocios muy extraños y a mí me daba demasiado miedo.

Corvo lo asoma a la calle. El chico tiene el tronco en suspensión, agita los brazos en busca de un lugar donde cogerse.

—Robasteis un cadáver sin cabeza y el Tuerto aparece muerto y desangrado. No es que me parezca reprobable el hecho de que saqueéis tumbas, es que no me gusta que vayáis sembrando la ciudad de muertos así como así. Resulta molesto, y acaba haciendo casi tanto olor como tu entrepierna en este instante.

—¡Magia negra! —es lo primero que le viene a la cabeza a Bocanegra. La respuesta no debe de convencer a Corvo, porque lo deja caer un poco más y el equilibrio se vuelve cada vez más difícil.

—Me tomas por idiota. Piensa que los idiotas tienen poca memoria y a veces se olvidan de que sostienen a alguien a peso en el cuarto piso.

—No, no. No te miento —miente—. El Tuerto quería el cadáver para la magia negra, para la brujería.

—El Tuerto era incapaz de distinguir entre la luz eléctrica y la cagada de un caballo. ¿Me quieres hacer creer que era un nigromante?

—¿Un qué?

Corvo está a punto de soltarlo. Pero es la única vía que tienen para resolver un asesinato de mierda con una víctima de mierda. ¿A quién le importa quién mató al Tuerto? Deberían hacerle un monumento. Normalmente habría brindado por el hijo de puta que lo había dejado fuera de circulación, un cabrón menos en la calle. Desgraciado y sinvergüenza, saqueador de tumbas y mutilado de guerra. Pero cabrón, al fin y al cabo. Aunque quizá detrás de aquella muerte, una de las tantas y tantas que hay a diario en esta ciudad de máscaras y mentiras, quizá, se oculta algo diferente. Quizá se trate de una puerta abierta al monstruo, o al hombre que se hace pasar por tal.

—El Tuerto había estado en contacto con gente rara. Curanderos, charlatanes y cosas así.

—¿Has visto alguna vez una ejecución en el garrote vil, Bocanegra?

Corvo lo aparta de la caída y lo lanza contra las baldosas del terrado. Algunas palomas se despiertan y zurean, pero la ciudad continúa fingiendo que no pasa nada.

—No. —Bocanegra, sin embargo, no tiene miedo. Parece que el peligro ha pasado.

—Claro que no. Porque ya hace tiempo que el verdugo no le da vueltas al instrumento, aquí. ¿Y sabes por qué? Porque cuando yo pregunto, la gente suele contestar. Y si no hablan, procuro que no vuelvan a hacerlo nunca más. Soy muy celoso.

—Yo hablo, yo hablo. Te digo todo lo que sé.

—Tendrás que saber más.

Bocanegra se apresura a inventarse una buena historia. Los dos policías se miran, expectantes.

—Unos negros... —dice, pero sabe que ha de ser preciso—. No sé sus nombres, pero son dos negros grandotes, de África, que llegaron a Barcelona hace unos meses. Supieron a qué se dedicaba el Tuerto y le pidieron cadáveres.

Corvo saca el revólver y abre el tambor. Tiene las seis balas, perfecto. Lo cierra y apunta a Bocanegra.

—Con esta mierda no llegarás ni al garrote.

—Es verdad. Son dos negros enormes, del portal de Santa Madrona. Pregúntaselo a quien quieras y verás que no miento. Tienen acojonados a los cubanos y a los filipinos. Los amenazan con quedarse con su alma y cosas así. El Tuerto se había liado con ellos, pero yo no quería saber nada, que a mí estas cosas me dan canguelo.

Bocanegra miente, pero no del todo. Los dos negros a los que se refiere son dos guineanos de las colonias que se dedican a extorsionar a paisanos y otros desgraciados que creen que si no pagan cristianamente, permitidme la ironía, los convertirán en zombis, en muertos vivientes que deben obediencia a sus amos. Bocanegra se enfrentó una vez a ellos cuando lo pillaron robándoles la pasta, y aún le duelen las costillas.

—¿Y lo mataron ellos? —pregunta Malsano.

—No lo sé, hace tiempo que no veo al Tuerto.

—Pero sí que lo veías para ir a casa del doctor. ¿Qué clase de vecinos tienes que sólo quieren cuerpos en descomposición?

—Os puedo llevar hasta ellos. Puedo hacer que los cojáis.

—¿Ahora quieres trabajar para nosotros?