8

Vigilar el Chalet del Moro no es fácil. De hecho, nada es fácil de vigilar. Es cuestión de esperar y esperar y seguir esperando, de no caer en el desánimo, de plantearse una meta que quizá no llegará, siempre con la idea de que se está al descubierto, a la vista de todo el mundo, porque es evidente que se está observando, que los papeles se invierten y el vigilado permanece allí, como un animal de zoo que come hierba mientras ríos de visitantes fluyen delante de él.

Yo mismo soy Paciencia. Espero, observo y actúo sólo cuando es necesario intervenir, con precisión quirúrgica. No soy inocente, qué puedo deciros. Pero tampoco soy culpable. Soy uno más y a la vez lo soy todo, porque, al final, todo se reduce a mí.

Moisés Corvo se ha pasado cuatro tardes en la calle de Escudellers, creyéndose espiado cuando era él quien acechaba, alternando entre las farolas, las porterías y la cafetería de enfrente del prostíbulo, que es donde mejor se hacen las vigilancias, pero también donde más rápido se distingue a los policías. Y ya está harto. Ha visto entrar a las chicas puntualmente a las seis por una puerta del pasaje lateral, cubiertas con mantones y protegidas por un hombrón de dos por dos que también las esperaba. Aquí todo el mundo espera, todo el mundo está al asedio, pero no pasa nada. Ni rastro del cojo, del monstruo ni de la madre que los parió. Parece que sean imaginaciones de putas, otro de esos rumores que se meten en la piel de los pobres para hacerles creer que son importantes para alguien, aunque sean criaturas del infierno inexistente.

El Chalet del Moro recibe este nombre por su estilo arquitectónico arábigo, una exótica combinación de mosaicos, arcos y filigranas de piedra blanca. Aunque se sabe que el edificio sirve de burdel, la sospecha es más o menos popular, pocos pueden acceder a él. Sólo es preciso ver como los clientes van llegando con cuentagotas, a partir de las nueve de la noche, en calesas de ventanas ocultas por cortinas o en automóviles que se detienen justo delante de la puerta. Moisés Corvo no ha reconocido a nadie, porque los que entran van demasiado tapados y demasiado rápidos. Ya tendrán tiempo de desnudarse y tomárselo con más calma una vez dentro.

Me gustáis. No como para ser uno de vosotros, lo lamento; no en ese sentido. Me gustáis porque a veces, por muchos años que haga que estoy con vosotros, conseguís sorprenderme. Como ya he dicho antes, soy yo quien os espera a vosotros. Pero ocasionalmente sucede a la inversa y es uno de los vuestros el que me recibe después de haber estado esperándome. Hoy, 20 de diciembre, he conocido al poeta Joan Maragall. Sabía que vendrías, me ha dicho. Y hemos charlado un rato, aprovechando que ni él ni yo teníamos demasiada prisa. Me fascina recoger poetas. No son tan diferentes los unos de los otros, siempre buscan la mirada menos común, el lado oculto de la vida, siempre observan, como yo. Como todo el mundo, sí, pero ellos lo hacen de manera expresa, con voluntad. Y la voluntad es la parte de vuestra alma que más envidio. Maragall, que hacía meses que estaba enfermo, si no años, se había dispuesto para nuestra reunión. La había aceptado con lucidez y miedo, a la vez, y había ido recopilando preguntas que me dejé hacer de una en una, con una serenidad que le agradecí. Que, entre millones y millones de por qué yo, haya alguien que me pregunte por qué tú es de agradecer. Por favor, cuando venga a conoceros, no me preguntéis por qué razón os ha tocado a vosotros. Es como cuestionarse la tanda en el puesto del mercado, y allí nadie lo hace. Fijaos en sus versos y decidme si no es para emocionarse, si pudiera emocionarme:

Por eso estoy celoso de los ojos,

por cuerpo y rostro que me disteis,

Señor, y el corazón que siempre late...

y por eso la muerte temo tanto.

Me ha sabido mal no poder responder a todas las preguntas del poeta, pero es que yo no tengo respuestas, sino algunos consuelos. El día que conocí a Joan Maragall, Moisés Corvo fue a buscar a Makarov. El inspector tiene que entrar en el prostíbulo ahora mismo, ya hace demasiado que espera, y lo ahoga la urgencia, la sensación de inminencia de otro ataque de su monstruo particular. Y no se equivoca demasiado, porque Enriqueta está a punto de matar a otro niño.

No es que no haya habido trabajo en los últimos días, de todas maneras. En Barcelona se han seguido produciendo muertes violentas, prácticamente a diario. Sólo que Moisés Corvo y Juan Malsano (pero sobre todo el primero) no se han preocupado demasiado. Suicidios hay día sí, día también: obreros que se quedan en la fábrica cuando ésta cierra y se cuelgan de una de las vigas, un banquero de amor no correspondido que se ha lanzado desde el terrado del hotel Colón; más de una, de dos y de tres personas que no han podido remontar el abatimiento mental y se han dejado decapitar por el tren recostándose en las vías... y así un largo etcétera. Pero tanto para los policías como para mí, no nos engañemos, es rutinario, una serie de trámites colocados en fila india que hay que ir cumpliendo: el levantamiento del cadáver, la identificación, el informe de la autopsia y el archivo del caso. Papeleo. Yo ni los miro, pobre gente, tanta prisa por acabar como si del otro lado hubiera algo mejor. O hubiera algo, simplemente. En el caso del banquero, el jefe los presionó un poco, como suele pasar cuando el muerto es importante o tiene dinero (o ambas opciones), pero no los sacó de lo que de verdad los llevaba de culo.

Malsano ha estado haciendo preguntas a los serenos del distrito. Si alguien conoce a los que se mueven de noche son ellos. Pero esta vez tampoco ha tenido suerte. Hay docenas de cojos en el barrio, pero ningún sereno ha visto a alguno de ellos con niños.

—Buscas al hombre del saco —dice Severiano, uno de los más veteranos. Tiene la cara picada por la viruela y los ojos tan hundidos que parecen dos agujeros negros.

Malsano asiente con la cabeza y expulsa el humo de los pulmones poco a poco. El cigarrillo se le consume entre los dedos.

—No eres el único —continúa Severiano. Coge el manojo de llaves y lo alza a la altura de la cara: es un aro de hierro con todas las llaves colgando en el extremo inferior—. Tendréis que daros prisa en encontrarlo, porque si lo encuentran otros —comienza a levantar llaves, de una en una, de tres en tres— lo tendréis que recoger a trozos. —Ahora todas las llaves están en la parte de arriba, unidas como un ramo por la mano gruesa y escamada del sereno.

—¿Qué sabe la gente?

—Lo mismo que vosotros. Y están muy cabreados. No confían en la policía.

—Hacemos todo lo que podemos.

—A mí no hace falta que me lo digas. Pero la gente piensa que lo que no hagáis vosotros lo harán ellos.

De camino a la calle de Escudellers, Vladímir Makarov no se oculta como el resto de los clientes del Chalet del Moro. El sombrero tirolés, el abrigo de visón y un bastón lacado con la empuñadura en forma de cabeza de hormiga no es el mejor atuendo para ir de incógnito.

Moisés Corvo no acaba de entender cómo han llegado a admitir al ilusionista en el elitista prostíbulo, por mucho que éste diga que hacerse pasar por un pariente lejano del zar le ha abierto muchas puertas. Debe de ser eso de que no disimula: le gusta que lo vean entrar, que crean que es un tipo con posibles, un dandi, un bohemio con pasta, y se hace tan visible como un pavo rodeado de patos.

—No me obligue a hacer rimas.

—Ahora, cuando entre, no me haga quedar mal. El Chalé del Moro es diferente de cualquier otro burdel. Las chicas son más guapas y tienen vicios más refinados.

—Qué quiere que le diga. He estado en más casas de putas que un confesor.

—Pero le aseguro que lo que verá aquí dentro no lo habrá probado nunca.

—Señor Makarov... he visto demasiadas desviaciones para sorprenderme.

—Hombre, no sé si llamarlas desviaciones...

Charlan animosamente mientras cruzan la Rambla en la oscuridad. Un carterista reconoce al inspector y lo saluda con una sonrisa falsa que Corvo no devuelve.

—Una vez comenzaron a aparecer tiestos destrozados por la calle.

—¿Tiestos?

—Sí, de geranios y flores. Todos los tiestos de las plantas bajas.

—Tiestos de plantas bajas, usted es muy redundante.

—Sí, sí... —Corvo va descubriendo que Makarov es un poco disperso, y que le cuesta seguir el hilo de una conversación sin meter cucharada—. Los tiestos de la calle Ample estaban destrozados a primera hora de la mañana. Si no soplaba viento, debía de ser alguien con una fobia terrible a la botánica el que se dedicaba a romperlos por la noche.

—Un caso difícil, sin duda.

Mueca del policía y vuelta a empezar.

—Decidimos esperar. A medianoche llegó un hombre, de su altura, moreno, ni bien ni mal vestido, bajando por la calle de Serra.

—El que arrastra los cojones por la tierra.

—¿Usted es mago o comediante?

—Maestro de la desaparición y artista de la mente.

—¿Le interesa lo que le explico?

—Sí, disculpe. Continúe, por favor, no querría obstaculizar la labor policial.

—Se veía claro que era culpable. Miraba a los lados, desconfiado, y observaba los geranios que quedaban intactos de una forma... libidinosa.

—¿Se puede mirar un geranio de forma libidinosa?

—Igual que se puede tapar una boca con intenciones homicidas. Si quiere que se lo demuestre, sólo tiene que pedírmelo.

—¿Y qué pasó?

—El tipo sacó la picha y la metió en la tierra.

—¿Qué me dice?

—Sí. Y comenzó a mover los muslos para penetrarla. Con cierta gracia, todo hay que decirlo, se notaba que tenía práctica.

—Y lo detuvieron.

—¡No! Era demasiado divertido para intervenir. Lo dejamos hacer y el hombre se fue animando. Al cuarto polvo llevaba los pantalones por los tobillos y las piernas llenas de tierra y hojas. Cuando se cansaba de uno, lo tiraba al suelo e iba a por el siguiente. Dejó la calle bien llena de mierda.

—Hay gente enferma.

—Ya le he dicho. A éste lo bautizamos como el follageranios. Lo espantamos un poco y puso los pies en polvorosa. No hemos vuelto a verlo.

—¿No sería cojo?

—Ojalá.

—Inspector, coja esta carta. —El mago le da un dos de oros—. Cuando le enseñen el rey de bastos, muéstrela.

Makarov se adelanta y golpea la puerta con el bastón. El policía teme que el portero que les abra pueda reconocerlo de estos últimos días, pero respira aliviado cuando ve que tiene los ojos demasiado juntos y la cabeza demasiado pequeña para que le entre un cerebrito dentro. El gorila los hace pasar a un pequeño recibidor arábigo y empieza la ceremonia. Le enseña un siete de espadas y el mago no se mueve. Entonces levanta el rey de espadas y la respuesta llega en forma de as de oros. El hombrón se aparta y abre una puerta de madera noble. Durante unos segundos el perfume de canela se desliza entre Moisés Corvo y el cancerbero. Como un autómata, éste muestra un rey de copas y Corvo reprime las ganas de levantar la carta. Se siente estúpido, pero se consuela pensando que el otro no se siente: lo es. En sus ojos, no obstante, ve desconfianza, que nunca ha estado reñida con la estulticia, sino más bien al contrario. El portero se guarda la carta en una cigarrera, que lleva en un bolsillo interior de la chaqueta, y saca el rey de bastos. Ahora sí que Corvo muestra orgulloso el dos de oros y es invitado a pasar dentro.

Abre los ojos como un niño pequeño el día de Reyes. Makarov lo espera de pie, en un patio cubierto iluminado por candiles y una fuente central protegida por leones sedentes de piedra. El suelo de alrededor es de mármol blanco fileteado con tonos rosados y el techo es todo un laberinto de cenefas y figuras geométricas caprichosas, en medio de la penumbra de los candiles que cuelgan de los pilares que crecen a los costados. Al fondo un arco se abre hacia el vestíbulo; en los laterales tres escaleras suben hasta los pisos superiores.

—¿Qué le parece? —pregunta Makarov, como si estuviera en su casa.

—Que aquí no hay geranios.

Atraviesan el patio y una vez en el vestíbulo los recibe una mujer enfundada en una prenda de seda de color azul cielo, el blanco de los ojos como dos erizos abiertos por la mitad, y los pechos generosos y libres debajo de la ropa.

—Buenas noches, señor M. —Caída de ojos. Toda una profesional, la madame.

—Buenas noches. —Reverencia de Makarov.

Ella se vuelve hacia el inspector y Corvo le besa el dorso de la mano, galante.

—¡Ha traído compañía! —Se alegra, o lo parece—. Qué honor, un muchacho tan guapo.

Hacía años que no le decían muchacho. Hijo de puta, sí, malparido, también; policía de mierda, con más frecuencia. Pero no, muchacho, últimamente, no.

—El honor es mío, señora. —Engola la voz, simulando que sabe comportarse en este ambiente, pero se delata solo.

—Señorita... Me puede llamar Lulú. —Lo repasa de arriba abajo con la mirada—. ¿No será usted pariente de...?

El monarca, como de costumbre.

—No, no, señora... señorita Lulú.

—Pues son como dos gotas de agua.

—En este caso, seríamos como dos gotas de champaña.

—Ya le diré a Alfonso, cuando lo vea, que tiene un doble, y que se llama...

—Lestrade, para servirlo.

—¿Francés?

—Por parte de mis abuelos.

—Aquí lo dominamos muy bien, el francés, señor Lestrade. Espero que lo disfrute al máximo.

—No tengo la más mínima duda.

—¿Dónde están las chicas? —Makarov se impacienta, ha dejado de ser el centro de atención y no le gusta.

—Ahora mismo las hago pasar. Siéntense, por favor.

La mujer desaparece entre unas cortinas y Moisés Corvo se da cuenta de que hay una música suave, pero es incapaz de identificarla. Un gramófono fuera de su vista araña notas de Ravel y Debussy.

—Sobre todo, sea discreto —pide Makarov—. Me gusta este lugar y quisiera volver.

—A mí me gustaría saber si puedo pagarlo.

De la cortina por donde se ha esfumado Lulú salen seis chicas en disciplinada formación. En silencio, sin siquiera mirarse entre ellas, hacen un muro delante de los dos clientes que ahora están tumbados en dos sofás de tapizado barroco. Una Botticelli, una Ingres, dos Romero de Torres, una pequeña Gauguin y una negra preciosa que nunca nadie se ha atrevido a pintar.

—Marianne, Monique, Rosa, María, Adriana y Eram —las enumera madame Lulú—. Si los señores no encuentran lo que buscan, les puedo mostrar más...

Pero la meretriz va sobre seguro, porque sabe que Makarov se vuelve loco por la pelirroja, y ha intuido bastante rápido que Corvo (por el hecho de ser novato, por la mirada y el tono de voz) elegirá a la oriental, como acaba pasando. La mujer pone una mano sobre la otra y deja que un incisivo de oro brille entre los labios que se tensan con una sonrisa de zorra.

Luz eléctrica, calefacción, agua corriente y una tahitiana que se llama Adriana son los principales lujos que Moisés Corvo encuentra al cerrar la puerta de la suite. La chica lo ha guiado por una de las escaleras que suben desde el patio principal y él se ha dejado hipnotizar por un culo pequeño pero duro, redondito, que se balanceaba en cada peldaño y que no ha visto como una, dos, tres o más criaturas lo han ido ensanchando. Las rameras que Corvo suele visitar hace años que perdieron esta rigidez. Y, claro, esto, el exotismo, el misterio de los naipes en la puerta y la discreción de no cruzarse con nadie más (aunque puede sentir los gemidos y los gritos de placer a través de las paredes) se paga. Y tanto que se paga. El sueldo de un policía sería insuficiente para desembolsar las ciento cincuenta pesetas que le costará el servicio, pero el inspector ha venido con los bolsillos cargados de cuartos. Cuando un atracador es detenido y lleva parte del botín encima, siempre se puede negociar una pequeña cantidad de pasta a cambio de hablar con el juez a favor de su arrepentimiento. Golem y Caraniño, que son los que se dedican mayoritariamente a cazar ladrones de bancos durante el turno de día, hacen la vista gorda cuando Corvo habla con alguno de sus clientes. Al fin y al cabo, el inspector les ha hecho demasiados favores para que sean meticulosos en la cuestión del dinero. Si el banco ya no lo tiene, no lo echará demasiado en falta. Moisés Corvo ha ahorrado unos dinerillos del porcentaje que saca de los detenidos y de los totales que se lleva de los muertos que estiran la pata en casa (la forma de ingresos más fácil y rápida), y ahora puede pagar por adelantado a la tahitiana, que lo acomoda sobre el colchón más mullido que ha probado en su vida.

La chica, que no abre la boca, le desabrocha la camisa y le acaricia el pecho, sin dejar de mirarlo a los ojos, para lamerle los pezones con suavidad, como si pretendiera deshacerlos en la lengua como un caramelo. ¡Qué carajo!, piensa Moisés Corvo, y se entrega, porque las preguntas las hará mejor una vez que se haya descargado. Ella, servicial, le besa la barriga y le desabrocha los pantalones, y al hacer aparecer el miembro del policía, erecto, rosado y a punto de estallar, se lo lleva inmediatamente a la boca para practicarle una felación que ninguna de las putas de guardia que suele trajinarse le ha hecho nunca.

Podría decir que ella consiguió que Corvo no se corriera al instante, dosificándolo, llevando la iniciativa (¡insólito!), adivinando en cada momento qué deseaba hacer él y satisfaciéndolo. Pero no es preciso que me entretenga con descripciones que no harán avanzar la historia. Moisés Corvo se quedó medio dormido en la cama, aún disponía de suficiente tiempo, mientras ella seguía haciéndole carantoñas, como si realmente estuviera enamorada de él. Fuma un cigarrillo y deja que las cenizas le caigan despacio sobre el pecho. Podría quedarse así toda la vida. De vez en cuando la mira, ella sonríe pero continúa callada.

—Adriana.

Ella responde, atenta, como un perro ansioso de obedecer a su amo. Si tuviera cola, la estaría meneando.

—Tú de lenguas, muy bien, pero de idiomas nada de nada, ¿no?

—Señor guapo. —Tiene un hilillo de voz, con un acento extraño.

—¿Qué edad tienes?

Ella entiende lo que entiende, porque vuelve a acercarse lentamente hacia la entrepierna del policía.

—Guapo.

—No, no, no. —Él aparta la cabeza de la chica, que ahora lo mira contrariada—. No tengo edad para recuperarme tan rápido, bonita. Edad, ¿me entiendes?

—¿No?

—No, no, y no me pongas esos ojitos... Mira, yo... —Abre la mano y hace como que cuenta los dedos—. Cuarenta y tres años. —La señala con el dedo—. ¿Y tú?

Ella lo imita, y ahora sí que lo entiende.

Vintú.

—Veintiún.

—Sí, vintú.

—Ya. Eso es lo que te han dicho que dijeras. ¿Hace mucho que estás aquí? ¿Tú, aquí? —Eleva el tono de voz y gesticula exageradamente.

Ella ríe, angelical, y Moisés Corvo se da cuenta de que Adriana ni tiene más de diecisiete años ni le dirá una palabra.

—¿Señor gusta Adriana?

—Sí, nena, me gustas mucho, pero eres demasiado cara y tienes poca conversación. —Ahora no grita, porque teme que alguien lo pueda oír haciendo preguntas desde el pasillo.

Adriana vuelve a reír, y el inspector no puede (ni quiere) evitar otra erección que no pasa desapercibida a la prostituta. Parece que se alegrara, porque aplaude y dice un no sé qué y de golpe vuelve a tener la boca llena y deja de hablar pero no de mirarlo de hito en hito.

—Eres un cielo, Adriana, eres un ángel del cielo.

Cuando es la hora, madame Lulú los recibe de nuevo en el patio. De camino se cruza con tres clientes que salen de un saloncito donde debe de haber unos baños turcos, toalla en los muslos, y que van aferrados a tres chiquillas a las que Moisés no ha visto antes. No ha reconocido a ninguno de los individuos, pero su actitud ha despertado la complicidad de uno de ellos, que se quitado la toalla y, usándola como látigo, ha fustigado las nalgas de una de las zorras, a la vez que guiñaba el ojo al policía. ¡Canela fina!, ha bramado.

—Espero que haya sido de su gusto —dice Lulú, expectante.

—Ha sido toda una experiencia. —Y mira a su alrededor.

—Su acompañante me ha pedido que le dijera que se puede marchar solo, que tiene la intención de quedarse un ratito más con nosotros. Deseo que usted vuelva muy pronto, señor Lestrade.

—No lo dude, pero quisiera pedirle un pequeño favor.

—Sus caprichos son órdenes para nosotros.

—Adriana es una maravilla.

—Es una de nuestras mejores señoritas. Podemos reservársela cuando regrese.

—Sí, ya, pero... me gustaría saber... ¿sería posible si quisiera alguna más inocente?

—Todas son tan inocentes como usted desee, señor Lestrade.

—Sí, pero me refería, no me malinterprete... más joven.

—Me parece que ya le entiendo. —Madame Lulú duda—. No será usted policía, ¿verdad?

—¿Le parece que tengo cara de policía?

Ella decide que no, que no lo parece.

—Aquí no nos dedicamos a las chicas más jóvenes.

—Tenía entendido que si pedía el servicio expresamente... —Moisés Corvo ha lanzado el anzuelo y cruza los dedos para que pique.

Ella lo coge por un codo y lo lleva aparte.

—Piense que las niñas traen más problemas y el precio no es el mismo.

—Estoy dispuesto a pagar lo que sea.

—Si me entero de que es policía y que esto es una trampa, enviaré a Hugo para que le corte los huevos y me los haré fritos para desayunar. —La advertencia suena tan dulce como toda la conversación. Madame Lulú está hecha toda una actriz y el hombre que les ha abierto la puerta sólo ha tenido que oír su nombre para ponerse al acecho. Ahora sí que parece un gorila de circo, vestido ridículamente como un ser humano.

—No es fácil para mí pedir según qué cosas, ya sabe que no está demasiado bien visto.

—Piense que es un favor excepcional.

—Que le agradeceré de todo corazón. —Y del corazón saca un fajo de billetes, cien pesetas más.

—Aquí no tengo ninguna, ni traeré. El riesgo es demasiado alto, pero lo pondré en contacto con alguien que puede proporcionarle lo que busca. Espere aquí. —Y se va a un despacho anexo, donde hace una llamada. Al cabo de seis minutos vuelve al patio—. Ningún problema. Vaya al Casino de la Rabassada y pregunte por André Gireau. Dígale que va de mi parte.

—Le diré a mi primo que se ha portado tal como me dijo conmigo, madame.

—Usted es un demonio. —Está claro que ella no cree que sea pariente de Alfonso XIII, y él tampoco lo ha dicho en serio, pero estas cosas nunca se saben.

—Y usted es mi redención.

Domingo, a media mañana, la Ciutadella es un concierto de chillidos infantiles. Bocanegra camina entre las mesitas donde los matrimonios toman el vermú. Un felino a la caza, buscando una víctima solitaria. La montaña rusa del Saturno Park atruena en su recorrido, como si la boca abierta de la cara del diablo monstruoso que es el vagón de proa bramara. Las parejas saludan a sus hijos cada vez que el tren gira cerca de la terracita, y éstos responden con gritos y risas, sin atreverse a soltar las manos.

Bocanegra ya nació adulto. Nunca ha sido niño, ni ha jugado en las calles con los otros chicos y chicas de su edad. Ni a la pelota, ni al pilla pilla, ni a las tabas ni a nada. Mendigaba para comer, la policía lo cogía, lo llevaba al hospicio y él se escapaba. Sin amigos, sólo tenía compañeros de fechorías. Sin afecto, sólo la fría protección institucional. Realmente, Bocanegra podría salir en una novela de Dickens y nadie se extrañaría. Y con esto no pretendo justificarlo. No todos los huérfanos que han crecido en la calle se han vuelto medio salvajes con tendencias necrófilas y pedófilas. Y en la Barcelona de comienzos del siglo XX, la Barcelona próspera de las exposiciones universales, hay muchos de éstos: algunos acaban muertos por tuberculosis, a otros los atropella un tranvía, la mayoría de ellos se hacen ladrones hasta que un mal golpe los mata y son pocos los que forman una familia. Bocanegra se siente mal cuando hace algo gordo; se culpa y se odia y quisiera matarse. Pero mientras lo está haciendo, mientras actúa, es un verdadero cabrón.

Enriqueta lo ha obligado a ducharse, o lo ha duchado ella misma, mejor dicho. Lo ha enjabonado con una esponja rasposa y le ha tirado encima un barreño de agua.

—Tienes que estar presentable o las mujeres te tendrán miedo. Y una mujer con miedo tiene a sus hijos debajo de la falda. Ya se oyen demasiados rumores y eso no nos hace ningún favor.

Sólo las monjas del correccional de la calle de Aribau lo habían tratado así. Bocanegra teme a Enriqueta, pero a la vez descubre a una protectora en ella. Se siente como si fuera uno de esos ratoncitos que, al nacer, pueden ser devorados por su madre si los ve como una amenaza.

Merodea entre las atracciones, como quien no quiere la cosa, al descuido, acechando a las niñeras.

Un niño de unos cuatro años está entre un montón de gente, con la mirada perdida. Bocanegra lo espía un rato. Lo ve deambular con los ojos a punto de llorar. Él intenta encontrar a sus padres, o a quien sea que parezca que también lo busca, pero no hay nadie. Aún le duelen los huesos por la prueba a la que lo sometió Enriqueta en la cafetería y no quisiera volver a recibir por equivocarse en la elección del momento. El convoy demoníaco vuelve a pasar chirriando muy cerca, como si fuera el diablo el que empujara al chico a dar el paso definitivo.

—¿Cómo te llamas, guapo? —dice Bocanegra, en cuclillas, con el tono más dulce que conoce.

—Antoni —responde él sin mirarlo a los ojos. Busca un rostro conocido. En resumen, los dos tienen miedo.

—Tus papás se han marchado y me han dicho que te lleve a casa.

El niño ahora sí le hace caso, pero permanece mudo. Como todo el parque, que parece que sea un desierto de sonidos. Como si cada palabra que dijera Bocanegra fuera escuchada por todo el mundo.

—Ven conmigo, te llevaré con tus papás. —Le tiembla la voz.

El niño no se atreve, tiene raíces bajo los pies. Bocanegra saca un caramelo que Enriqueta le ha dado y se lo ofrece. Para el camino, dice. La acción surte efecto, porque Antoni alarga el brazo y coge el dulce, no sin desconfianza, y Bocanegra lo aprovecha para tomarlo de la mano e incorporarse. Vamos.

Bocanegra cree que todo el mundo lo mira. Que los hombres de sombrero de cáñamo y las mujeres vestidas de domingo se han dado la vuelta para verlo marchar con la criatura, que los siguen con la mirada mientras abandonan el parque, que las atracciones se han detenido de golpe, las risas han enmudecido, los cochecitos de bebé están vacíos, el chorro de agua de las fuentes se ha helado y un grito de alarma se incuba en la garganta de los padres del niño que está secuestrando.

Pero no pasa nada de todo esto y cuando llega al paseo de la Industria, antes de adentrarse por la calle de Fusina, el mundo recupera la normalidad.

Antoni está a punto de llorar cuando pasan por Santa María del Mar y se cruzan con la gente que acaba de salir de misa, pero un cachete en la boca, a tiempo, ocultos entre los portales de la calle de Agullers, aborta las lágrimas.