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Ahora soy una voz en tu cabeza. O la plegaria de alguien a quien amas al borde de la cama, o un compañero de estudios que no sabe leer en silencio, o un recuerdo desenterrado por un olor. Soy hombre, soy mujer, soy viento y papel; un viajante, un cazador y una niñera (el rey de la ironía); quien te sirve la comida y quien te da placer, quien te apalea y quien te escucha; la bebida que quema la garganta, la lluvia que te cala los huesos, el reflejo de la noche en una ventana y el llanto de un recién nacido antes de ser amamantado.

Yo lo soy todo y puedo estar en todas partes. Me comporto como un hombre (si comportarse es el verbo más adecuado), más que como una mujer. Y eso que a menudo la gente se refiere a mí en femenino, que si la Dama, que si la Gran M., que si la Inexorable (ésta me gusta especialmente, es de Las mil y una noches y la encuentro bastante poética). Pero tiene una explicación lógica. Las mujeres son la esencia de la especie, el inicio de todo. Las mujeres dais Vida. Sois todo lo contrario de lo que yo represento. Estamos en los dos extremos de la cuerda. No os odio (no tengo sentimientos, sólo curiosidad), pero tampoco soy como vosotras. Soy más hombre: destructor. Los hombres sólo saben aniquilar y deshacer, en todos los ámbitos posibles: dominar y matar. Pero, sin los hombres, tampoco habría criaturas, podéis argumentar. Bobadas. El hombre no pare. Sólo posee a la hembra y deja su semilla, su rastro destructor. En cierta manera, él la mata y ella se sacrifica para que haya una nueva vida. Las mujeres parirán y se encargarán de que todo continúe adelante. Por eso quiero explicaros la historia de Enriqueta Martí. Porque, a pesar de ser mujer, es diferente del resto.

Olvidaos, pues, de las calaveras, los esqueletos, las túnicas oscuras y las guadañas; olvida la imaginería medieval de la piel roída y las cuencas de los ojos vacías, la niebla espesa y los gemidos de dolor, las cadenas, las carcajadas maléficas y las apariciones espectrales. Yo no soy el de las carretas de cadáveres apilados, el juez Supremo ni el verdugo encapuchado... aunque puedo serlo. Vosotros sois todo esto, con vuestras fantasías, miedos y pesadillas.

Yo no soy el fin del camino: soy el camino.

Pero basta de hablar de mí, que ni merece la pena ni lleva a ninguna parte, y comencemos de una vez con la historia que he venido a narrar.

Y es que dicen los que no entienden que la primera palada siempre es la peor.

Bocanegra tensa el cuerpo, orejas erguidas como un perro lebrero. Olor de tierra húmeda, de sudor del Tuerto, de sal que trae la brisa desde el mar. Las manos tiesas sobre el mango, los ojos salidos, redondos como la luna que salpica los cascajos del cementerio.

El grito de una gaviota insomne los espanta. ¿Qué ha sido eso? Nada, nada, un pajarraco.

El Tuerto, alto y espigado, falto de un ojo por una bala durante la Semana Trágica, sonrisa desdentada y piel llagada, excava al lado de Bocanegra. Desde el verano no subían juntos a Montjuïc, a buscar cuerpos. Han llegado con el carro del Tuerto, que de día conduce carne de los mataderos para venderla en la ciudad, y han lanzado las palas por encima de la reja antes de saltarla. Un solo farolillo es visible desde cualquier punto de la montaña, así que no lo encienden antes de que el bosque de esculturas funerarias los cobije. No quiero que me coja el sereno o la bofia, o me acabarán llamando el Ciego.

—¿Qué hace el doctor con estos cuerpos?

—¿Qué importa?

—Nos paga bien por un material que podría llevarse del hospital.

—¿Y qué sabes tú de medicina? Deja que cada uno haga lo suyo. El doctor a hacer doctoradas, y nosotros a cargar bultos.

El agujero se hace profundo. Los dos ladronzuelos se emplean cada vez más; falta poco para llegar al féretro.

—Pero él no irá nunca a chirona. Es un matasanos y nosotros unos chorizos de tres al cuarto.

—Calla, Bocanegra, y no llames al mal tiempo. No te apures porque él vaya a prisión. Preocúpate de que la bofia no te enganche y te envíe a ti al trullo. ¡Ea, venga, saca el mosto que estoy empapado de sudor!

Bocanegra coge la bota de vino de dentro del saco y se la pasa. De vuelta bebe un trago. La experiencia manda, y su compañero de fatigas lleva más palos que él a la espalda. Al fin y al cabo, Bocanegra es un chico, un pollito acabado de salir del cascarón, huérfano de padre, madre, Dios y dinero, que malvive en un palomar de la calle de la Lluna y que come cuando puede o cuando roba, que suele ser el mismo día. La única compañía que tiene es la de un viejecito ciego del mismo bloque, que da clases de guitarra a los niños y fabrica unturas y pomadas para los adultos, y que asegura que puede curar toda clase de males, aunque hace años que ni ve ni toca. Se llama León Doménech, y nunca se queja cuando le falta alguna paloma en el terrado. ¿Por qué te llaman Bocanegra, muchacho?, le preguntó una vez, incapaz de verle los dientes manchados de sangre seca y una pluma sucia entre el pelo. Rápido, rápido, que ya acabamos y se hace de día.

Como galeotes, silenciosos durante un buen rato, se concentran en las palas. Un golpe seco les indica que han tocado madera. Limpian la superficie de tierra y buscan las ranuras. Bocanegra arranca dos con las uñas y se hace sangre en los dedos. El Tuerto hace fuerza con el hierro de la pala contra la rendija entre la tapa y el ataúd. Crac, astillas, la tapa entreabierta. Bocanegra se excita y la levanta. No puede evitar soltar un grito de horror.

—¡Mierda! —masculla el Tuerto.

—¿Era éste el que habíamos venido a buscar?

—Sí. —Despliega un papel que llevaba guardado en el bolsillo—. Míralo tú mismo.

—No sé leer.

—Es un mapa...

Espatarrado sobre el cadáver sin cabeza, Bocanegra sentencia:

—Sea quien sea, éste hombre no ha muerto de calenturas.

El Tuerto sale del agujero y apoya el mentón sobre el mango de la pala. Cierra los ojos. Está pensando.

—El doctor no querrá esto.

Bocanegra coge el cadáver por las axilas y lo incorpora.

—Pesa como un muerto.

El Tuerto no está para bromas.

—Ni siquiera es reciente. ¡Mira qué cantidad de gusanos! —Aproxima el farolillo a Bocanegra, que descubre como los bichos le suben por las manos y le caen sobre los pantalones. Algunos le entran en los zapatos. Mira en el cuello del muerto y ve más vida de la que esperaba encontrar. Busca la cabeza por todos los rincones del ataúd.

—¿Es hombre o mujer?

—¿No estarás pensando en quedártelo?

—Si la limpio bien...

—Es un hombre.

—Ah, entonces no, que no soy marica.

Silencio. La gaviota se acerca a ellos y los mira de hito en hito. Parece que les dijera: si no lo queréis, yo no le hago ascos.

—Quizá la señora lo quiera.

Bocanegra se vuelve, espantado. Desde la tumba, de rodillas, la imagen del Tuerto con la pala y el farolillo allá arriba, hablando de ella, le hiela el corazón.

—¿La señora?

—Dame todo lo que tenga de valor y saquémoslo de aquí de una vez.

Con el cadáver decapitado en el saco, caminan hacia la reja. El foso queda abierto, con la gaviota en el interior, picoteando las escurriduras.

—No me gusta la señora —se atreve a decir al fin Bocanegra.

—Ahora no me vengas con tonterías, niño.

—No me gusta. Ya sabes lo que dicen de ella.

El Tuerto vuelve la cabeza para mirarlo, pobre chaval. Una vez en el carro, le da el crucifijo de hojalata que han sacado de los bolsillos del cadáver.

—Si has comido ajo en la cena, no debes temer nada —y prorrumpe en una carcajada.

—Giselle, eres la mejor zorra francesa de todas las zorras francesas nacidas en Sant Boi.

Moisés Corvo está sentado a un lado de la cama; sobre las sábanas arrugadas, las manchas de otros clientes, secas desde hace semanas, exhalan un hedor a sexo que flota por el cuarto. El cuerpo de ella yace desnudo sobre la cama, encogido como una ese, con la espalda rasguñada y dos moratones en el interior de los muslos. El pelo sobre la almohada y la mirada sobre Moisés, atenta, sin indicios de emoción, pero sin el miedo que la acompaña después de encamarse con cualquiera que pueda pagarle la cena. Moisés Corvo la trata bien, tan bien como sabe hacerlo ese pedazo de hombre, de casi dos metros de altura y voz de trueno, fuerte como un roble y de brazos largos como los de un simio de circo. Giselle le acaricia la espalda mientras él se viste. Ya se ha puesto los pantalones, los tirantes le cuelgan a los costados, la camisa como un pañuelo en las manos nudosas. Gira el tronco, y la boca sonríe a destiempo de los ojos, tan azules. El rostro de un cuadro del Greco, el pelo despeinado, las cejas afiladas como una rúbrica notarial, la nariz aguileña, pronunciada, como el labio inferior. Te pareces al rey, le dice su mujer cuando está en casa. Y él nunca sabe si se refiere al físico o a la afición por las muchachas, cuanto más desnudas y viciosas mejor.

—¿Vendrás mañana?

—Quién sabe. Quizá mañana esté muerto.

—No digas esas cosas.

—Entonces no preguntes tonterías.

—Tengo miedo, Moisés. Me gustaría que estuvieras más por aquí.

—¿Miedo de qué? Otra vez de aquel gamberro que... —Moisés no recuerda el nombre. Tan sólo el ruido de las costillas rotas bajo la bóveda del Arc del Teatre.

—No. Tengo miedo del monstruo.

—¿El monstruo? —La mano a la bragueta, sin pensarlo.

—No se habla de otra cosa. Los niños desaparecen. Sufro por mi Tonet.

—No ha desaparecido ningún niño, Giselle. Son habladurías de viejas brujas bajo los portales, hartas de que los chiquillos griten y salten.

—La niña de Dorita.

—¿Quién? —Moisés, de pie, ya vestido, se limpia los botines con un cigarrillo en los labios.

—Dorita. Tiene, tenía, una niña pequeña, de cuatro añitos. Hace dos semanas que no se sabe nada de ella.

—Nunca he visto a esa niña.

—Eso es porque no la enseña. ¿Tú piensas que las putas vamos por las esquinas dando lástima con las criaturas?

Giselle, nerviosa, también se ha levantado y se ha enfundado una bata vieja y apolillada.

—No me chilles —Moisés se dirige a la puerta. Para dolores de cabeza ya tiene a su mujer, no necesita a una zorra.

—¡No te vayas!

—¿Y qué tengo que hacer? ¿Quedarme aquí toda la noche, esperando a un fantasma?

—No te pido nada más. Cuida de mi Tonet.

—Adiós. —Con un movimiento del hombro, se pone la chaqueta y sale del cuarto.

Está en el piso superior de la taberna La Mina, en la calle de Caçadors. Con dignidad fingida, baja las escaleras que todo el mundo sabe adónde conducen y camina hacia la barra. Hay suficiente humo como para creer que se trata de una estación de tren. Lolo, bajito y calvo, con ojos de pescado enfermo y grasa en la camisa, corre a atenderlo.

—Un anís.

—¿No has tenido bastante con ella?

—Es para sacarme tu sabor de la boca, te trajinas demasiado a Giselle.

—Es una relación comercial —ríe Lolo, y da media vuelta cuando lo llama otro cliente.

Moisés Corvo bebe el vaso de un trago. Las ocho de la tarde, demasiado temprano para comenzar a trabajar y demasiado tarde para acercarse a casa. La calle de Balmes le queda muy lejos. Si espera un rato, seguro que encontrará un rostro amigo, porque caras conocidas lo son todas, pero más vale no mirar a los ojos, no vaya a ser que entablen una conversación no deseada. Al cabo de cinco minutos, Giselle baja las escaleras y se dirige hacia Lolo, encogida, como si se hubiera tragado toda la desvergüenza de la que hace gala allá arriba. Intercambio de monedas y miradas, Lolo la besa al aire y Giselle sale corriendo. Se cruza con Martínez, que la repasa antes de pedir una buena cerveza caliente y comenzar a charlar con Ortega, que ya va tan mamado que no le importa que su mujer esté en casa con Juli, el Tres Huevos, después de haber asaltado un par de barcos ingleses atracados en el puerto, gracias a la ayuda de Miquel, que ahora toma un bocadillo de longaniza en la mesa del rincón (seco el pan, reseco el embutido). En resumen, la misma rutina de cada día.

—¡Lolo! —grita Moisés por encima del avispero de voces. El tabernero se avecina.

—¿Otro? —Lolo está listo para escupir en el vaso, para limpiarlo antes de volver a llenarlo.

—No, no. Es una pregunta. —Lolo se inclina hacia delante, atento—. ¿Has oído algo de un monstruo que secuestra niños?

Lolo se troncha de risa.

—Ya te lo ha dicho Giselle, ¿eh?

—¿Has oído algo o no?

Lolo duda, mira a ambos lados y comprueba que todo el mundo los puede oír. ¡Qué le vamos a hacer!

—Sí. Las chicas están bastante nerviosas. Dicen que ya son unas ocho criaturas las que han desaparecido. Pero como son... ya sabes, como son lo que son, no han denunciado nada.

—Son putas, y a las putas la policía sólo las quiere cuando interesa.

—Tú lo has dicho.

—¿Conocías a alguna de...?

—Sí, a Dorita.

—¿A alguna otra?

—A Ángels.

—¿La Marrana?

—¿Conoces a alguna otra Ángels? Hace dos semanas que Josefina se esfumó. Pobrecilla, con dos añitos. Desde entonces Ángels no ha salido de casa.

—¿Y cómo fue?

—Vete a saber. Debió de dejársela a alguien cuando iba borracha, o la perdió en el mercado, o quién sabe qué.

Un hombre de bigote distinguido se apoya con ambos brazos sobre la barra, al lado de Moisés.

—Lolo, ponme lo mismo que a este cabrón.

—Malsano, sabía que no tardarías en aparecer. —Moisés ni lo mira cuando habla.

—¿De anís o de mala leche? —pregunta Lolo.

—¿Es que en esta taberna no es lo mismo?

Lolo se aleja, pensando si el chiste no será cierto.

—Tenemos trabajo, Sherlock.

—Vuelve a llamarme Sherlock, Malsano, y te hago una cara nueva.

—Eh, eh, eh... —Juan Malsano levanta una mano, pacífica, y con la otra se aparta la chaqueta hasta mostrar el revólver—. No te embales que somos seis contra uno.

Me acerco al Tuerto para recoger su alma, sin que se dé cuenta. No sabe que estoy a punto de cogerlo. Observo como, escondido en la calle de Mendizábal, el Tuerto espera el fin de la función. A ella le gustan la ópera y el dinero. Personas que simulan ser otras, disfraces opulentos, grandes pasiones, tragedias y miserias. Un mundo falso, de apariencias, trajes y protocolos, lejos de la realidad. De máscaras. Como mínimo, él no se avergüenza de sí mismo, no necesita pretender ser lo que no es. Porque él no es peor que la chusma que ahora, se dice, menea la bisutería al final de la función. La música, pretenciosa, que se oye desde tres calles en torno, ya se ha acabado. De aquí a un rato, cuando todo el mundo se haya dicho lo que no piensa, cuando las amantes se hayan citado con los respetables hombres de negocios en el pisito del Eixample para un par de horas después, comenzará el desfile. Por eso el Tuerto se ha escondido en los callejones, porque en la Rambla hay demasiados mendigos. La guardia municipal estará tan ocupada en echarlos a golpes para dejar paso al coche del señor Sostres, el próximo alcalde de la ciudad (aunque lerrouxistas y regionalistas empataron en las elecciones del 12 de noviembre, no será elegido hasta el 29 de diciembre), que en este callejón pestilente detrás del Liceo nadie le hará caso. Nadie salvo yo, pero no puede verme ni oírme porque ahora soy una sombra a la espera de su alma. El Tuerto no entiende qué ven los ricachones de Barcelona en ese alemán, Bácner. Cuántas veces los mismos payasos han contemplado cómo el cantante brama, en alemán, que no lo entiende ni Cristo, la ópera de los cojones. La buena música es la de las putas cuando gritan sobre una cama caliente, piensa. Y ríe, desdentado. Hoy no robará a nadie, aunque sería coser y cantar. Hoy ha venido a verla a ella y por eso yo vengo a buscarlo. Tiene algo que puede interesarle, porque la ópera y el dinero no son sus únicas pasiones.

Oye el repicar de los caballos y sabe que ya salen. Casi puede verlas, enjoyadas, con abrigos de piel y el marido de bracete. De buena gana se tiraría a más de una, para enseñarle lo que es una actuación de bravo. El Tuerto se protege de las miradas indeseables en la oscuridad de las calles sin farolas, hasta que la ve pasar. Es diferente del resto. Va sola, con la cabeza bien alta, pasos cortos y rápidos. Los labios apretados y la cara inmutable, como una figura de cera. Lleva las manos cruzadas debajo de los pechos, envueltas en un vestido espectacular, de color burdeos, toda una filigrana que le llega hasta los tobillos. El pelo, recogido en un moño, deja a la vista un cuello largo que parece una columna de humo. El Tuerto se lame los labios y la desea. Acercarse a ella es como asomarse a la ventana más alta de un edificio: la sensación de estar a punto de caer es tan poderosa como irresistible.

El Tuerto sale a la calle de la Unió y la sigue un rato, mientras aún hay gente alrededor. Está oscuro, pero no lo bastante para que sea la hora de las brujas. La gente de mala vida se dispone a comenzar la noche. La de peor vida acaba de salir del Liceo. Cuando ella dobla por Oleguer, él acelera el paso. Resopla, ya no tiene edad, cagoentodo, y grita:

—¡Señora!

Ella se vuelve y lo mira, pero no habla. El Tuerto corre hacia ella, ignora que es lo último que hará antes de morir.

Cuando, dos horas después, aparecen Moisés Corvo y Juan Malsano, la gente abarrota el callejón.

—Sherlock Holmes es un pedante. Un mierda de despacho, que se cree que porque ha estudiado lo puede resolver todo como si fuera un problema de matemáticas.

—Pero lo resuelve, ¿no? —Malsano le sigue la corriente. Sabe cómo pincharlo.

—La caga desde la raíz: para él todo es lógica, lógica y más lógica. Hasta los hechos más irracionales.

—Y no es así...

—¡No! Ya lo sabes. El mundo no funciona así: hay errores, hay improvisación, hay malentendidos. Holmes menosprecia el factor sorpresa.

—Pero resuelve los casos —determina Malsano.

—Literatura. Es imposible llegar a la solución de ningún caso utilizando una cadena de deducciones, porque siempre habrá alguien que la romperá. Los criminales van por libre.

—Y Holmes, no. —Debajo del bigote de Malsano hay una sonrisa burlona.

—Ni Holmes ni, aún menos, Dupin.

—¿Quién?

Moisés Corvo aparta de un manotazo a un hombre que intenta vislumbrar el cuerpo muerto poniéndose de puntillas. Uno de los pocos hombres, de hecho, ya que la mayoría de los presentes son mujeres. Ponen cara de asco, pero no quieren perder su asiento en torno al Tuerto. El hombre amaga encararse, indignado, pero al darse cuenta de que ante la corpulencia de Moisés sólo puede ir a hacerle compañía al finado, decide callar y confiar en que ninguna mujerzuela se mofe de él.

—Dupin, el detective de Edgar Allan Poe, es aún peor que Holmes. A Holmes, como mínimo, lo vemos a través de Watson, que no deja de tener un tono socarrón todo el rato, a pesar de que el detective lo trate como un mierda y sea un perdonavidas. Señora, salga de aquí, coño, que no son horas —regaña—. Dupin es una especie de máquina de resolver crímenes que no ha pisado nunca la calle. Me gustaría verlo fuera de las páginas, en la vida real, no delante de estúpidos simios asesinos.

—Debe de haber alguno que te guste...

—Lestrade. Siento simpatía por Lestrade. El policía de Scotland Yard, que cumple con su deber a pesar de que Holmes se obstine en humillarlo.

—Moisés, lees demasiado.

—Y tú hablas demasiado, Juan... ¡por Dios!

Llegan junto al cordón policial formado por dos municipales. Pueden entrever el cuerpo, o al menos la forma, bajo una sábana impregnada de sangre. Las espectadoras no hacen más que llorar y rumiar frases inconexas, como si les importara de verdad el pobre infeliz que está ahí tendido. Un carterista busca los bolsillos de los pocos hombres presentes que las consuelan, apretándolas fuerte, sintiendo los senos restallantes contra su pecho. Moisés le bate palmas y el carterista sale corriendo como un ratón. Uno de los municipales, cuando los ve llegar, pide paso al gentío, que no le hace demasiado caso. Se pone duro, arruga la frente, y sólo con un par de amenazas consigue un pequeño pasillo.

—Asensi, coño, ¿qué ha pasado? —pregunta Moisés.

—¿Y tú me lo preguntas? ¿Tú qué crees? El Tuerto, que debía de estar esperando a los que salían de la representación y no sabía que hoy él sería la estrella.

—¿Cómo ha ocurrido? —Moisés se acerca y Juan levanta la tela, que queda unos segundos pegada al cuerpo de la víctima.

—No lo sabemos. Nadie ha visto nada hasta que lo han hallado así, totalmente desastrado.

—Entiendo que no se ha detenido a nadie.

—No se te escapa nada.

Moisés le clava la mirada y el guardia Asensi comprende que hoy ya ha agotado la cuota de confianza. El cuerpo se encuentra sobre un charco de sangre, retorcido, con las manos rígidas como garras, con un ojo clavado en el cielo, y el otro, vacío, en el infierno. Parece un escarabajo blanco. Moisés se acerca y se pone en cuclillas, con Juan, pero está distraído. Sólo oye los comentarios del corro de gente que, con su llegada, parece aún más excitada. Me teméis, pero soy vuestro espectáculo preferido: cuando aparezco, no podéis apartar la mirada.

Siempre vienen cuando el mal ya está hecho, oye decir a una mujer delgaducha.

—¿No es demasiado pronto para esta rigidez? —pregunta Juan.

Moisés toca los dedos fríos del Tuerto, que ahora tienen la misma vida que una barandilla. El rostro desencajado y la boca en una mueca grotesca, pálido como una vela. Se ha desangrado, piensa Moisés, pero no ve ninguna herida. El cuello está teñido de sangre, y en la oscuridad parece alquitrán.

—Es el pánico. La muerte ha sido tan repentina que el pánico lo ha dejado tieso. —Le sube las mangas hasta dejar a la vista los antebrazos—. No tiene heridas defensivas, pero por la posición del cuerpo parece que se encontraba delante del agresor.

—No se lo esperaba. Pero ¿cómo se ha desangrado?

Un monstruo, oye Moisés. El rumor va creciendo en torno.

—Asensi, quita toda esta escoria de aquí, coño, que no pintan nada.

Asensi le hace caso, pero la gente no está para historias y lo ignoran. Retroceden un metro para volver en seguida, cuando Asensi dirige la vista hacia el muerto, fascinado. Moisés coge un pañuelo y le limpia la sangre del cuello hasta que llega a lo que está buscando. Un trozo de carne arrancada, con la piel bailando encima. Moisés introduce el índice de la mano derecha. Malsano confirma, una vez más, que a veces Corvo no rige.

—Justo la arteria yugular. Sea como sea, el ataque ha sido directo y feroz.

El rumor de la calle aumenta. ¡Está blanco! ¡Le han quitado toda la sangre!

—Pero eso no es una herida de cuchillo, ni tampoco de arma de fuego, Moisés —Juan pronuncia sus temores en voz alta. Intuye el origen de la herida, pero no quiere creerlo.

—El corte es semicircular, pero impreciso. Como si se hubiera hecho con una sierra pequeña. Pero una sierra hubiese hecho más destrozo y habría signos de lucha. El cuerpo no tiene ningún otro golpe visible. De todos modos, deberemos esperar la autopsia...

—¿Crees que es posible?

Moisés voltea el cadáver boca abajo, como si trajinara un saco. Para él, de hecho, es de lo que se trata. No es más que un saco, nada más que trabajo. Le quita la chaqueta y con una navajita le destripa la camisa por la espalda. Un chillido entre la gente hace que Asensi vuelva a enfadarse y esté a punto de sacar la porra. Pero él también siente curiosidad. Moisés observa los brazos con detenimiento. Pide una linterna, que le trae el otro municipal. En el bíceps derecho hay cuatro marcas pequeñas, moradas, en forma de luna. En el brazo izquierdo, tres.

—Lo cogieron por delante. El agresor lo cogió desde delante... y le mordió.

Una mujer se desmaya. Moisés se vuelve al oír el alboroto.

—Una dentellada. —Juan continúa mirando al Tuerto—. Le han arrancado la carne de una dentellada.

Llega un reportero, equipado con cuaderno y lápiz.

—¡Inspector Corvo! —grita.

—Ahora no, Quim.

—Venga, hombre, ¡que aún está caliente!

Juan se incorpora y se dirige al periodista.

—¿Quieres saber qué es estar caliente?

Niega con la cabeza.

—Entonces calla.

A aquella hora, desde la ronda de Sant Pau hasta el parque de la Ciutadella se extiende el rumor de que el monstruo está hambriento.

En cuanto llega el juez, don Fernando de Prat, se oye el llanto de un par de recién nacidos que reclaman la atención de su madre. Como si fuera la sirena de la fábrica, los espectadores comienzan a desfilar. Algunos quieren comprobar que sus niños están en casa, durmiendo debajo de la manta, aunque sea entre piojos. Otros prefieren no encontrarse cara a cara con el magistrado, no vaya a ser que les recuerde que un día de estos tienen que asistir al juzgado, que tienen una multa por pagar o un arresto por cumplir. Los hay que se huelen que es el turno de las preguntas, que los policías comenzarán a interrogar a todo el mundo que tenga boca y ojos y, en este barrio, más vale ser mudo y ciego que bizco como el pobre cadáver, que ya apesta, si es que no lo hacía antes.

Cuando ve bajar a don Fernando de Prat del Hispano Suiza, con un ruido de mil demonios en la calle de Sant Pau, cara de pocos amigos, batín sobre el pijama y pipa en los labios, Bocanegra se da media vuelta y baja por la calle del Om hasta las Drassanes, donde está el carro del Tuerto con el cuerpo que han recogido de Montjuïc. Lo acerca hasta el puerto, donde los masteleros se balancean al ritmo pausado de la brisa, y vigilando que no haya ojos indiscretos en las inmediaciones, se deshace del cuerpo lanzándolo al agua, con un fuerte estrépito como de roca que cae por una montaña. Bocanegra se marcha corriendo y abandona el carro del Tuerto. Ahora ya no lo necesita, se dice, y se va a su casa, el palomar de la calle de la Lluna, desconfiando de la oscuridad, que es donde se ocultan los vampiros.

Don Fernando de Prat mira el cuerpo de costado sin demasiado interés y charla de forma rutinaria con Moisés y Malsano. Hace como que quiere enterarse de lo que ha pasado, pero sólo piensa en volver a la cama y acabar esta maldita guardia.

—Si como mínimo tuviéramos cámaras fotográficas —se lamenta Corvo cuando De Prat le pide un informe para mañana sobre lo que ha sucedido.

—Dibuje, como se ha hecho toda la vida.

—A veces la vida se acaba, señoría, y pasamos a otra mejor. Le recomendaría que se lo preguntara a nuestro invitado de esta noche, pero creo que su respuesta sería demasiado fría.

El magistrado ignora el sarcasmo de Corvo, porque ya ha llegado el médico.

—Dígame que está muerto, que me quiero ir a dormir.

El doctor Ortiz, bigote en punta y maletín en mano, es hombre de pocas palabras. Se agacha delante del cuerpo y pone un espejito delante de la boca.

—Quizá sobre la herida del cuello tenga más suerte, doctor —dice Corvo sin recibir respuesta.

Busca el pulso, le mira los ojos y se levanta.

—Llévenmelo al Clínico.

Y dicho esto, da la mano al juez y se marcha por donde ha venido. Don Fernando de Prat, Moisés y Malsano lo conocen bastante. De la misma manera que se conocen ellos. Son muchas noches encontrándose alrededor de un fiambre. Y por eso el juez decide que por hoy ya es suficiente y que mañana será otro día, si Dios quiere. Los dos inspectores esperan que se lleven el cuerpo, solos en la calle, sin más compañía que un perro que cojea, gruñe y se detiene a lamer el charco de sangre sobre los adoquines.

En la calle de Ponent número veintinueve, no demasiado lejos de donde se ha encontrado al Tuerto, Salvador Vaquer está en la cama desde hace un rato. Estaba en el estudio esperando que volviera Enriqueta. Los párpados se le cerraban. Entonces se ha levantado y ha ido a la habitación de la pequeña Angelina, que dormía. Ha cerrado la puerta con llave y ha abierto la del trastero, donde la hija de Dorita estaba sentada sobre un jergón. Lloraba.

—¿Qué te pasa, guapa? —Salvador se le ha acercado y le ha acariciado el pelo, ralo, cortado de manera desaliñada.

—Tengo miedo —gimotea.

—¿Por qué? No tienes que tener miedo de nada. —Salvador ha deslizado los dedos por el cuerpo de la pequeña y, después, por el pecho. Como mucho, tiene cuatro años.

—Quiero a mi mamá...

—Yo estoy aquí, bonita, estoy aquí.

Ahora Salvador se huele los dedos, que retienen el olor de la criatura, y desde la cama oye las llaves en la puerta y como entra la mujer. Una punzada lo hace sentir culpable, a pesar del frío comienza a sudar. Aguza el oído y se la imagina recorriendo el primer comedor, después la cocina, y finalmente el trastero, donde se detiene. Silencio.

Enriqueta abre la puerta del dormitorio y Salvador simula que duerme. Ella se desviste, en la oscuridad, y se acuesta. Lo abraza por la espalda. Salvador se muerde los labios cuando la frialdad de los dedos se le posa sobre las costillas. Ella respira hondo y suelta un silbido por entre los dientes que le recuerda a una serpiente. La mujer le muerde la oreja y después le pasa la lengua por la nuca, mientras con la mano repta por el pubis hasta cazar la presa. Él se vuelve y la besa: su boca es caliente y salada.

Como la sangre.