5

Hay quien vive a gusto en tiempos convulsos, con sangre en las calles, porque les permite escabullirse entre la violencia y beber de ella a placer. En la Rosa de Fuego todo el mundo va a la suya: unos procuran tener manduca que llevarse a la boca, otros se llenan los bolsillos y hacen ostentación de ello; mendigos que duermen en una taberna porque no tienen una mala cama donde caerse muertos, ricos que viajan a San Sebastián para darse un baño medicinal en la playa; hay quien no habla con nadie por miedo de que se descubra su secreto, hay quien lo cuenta todo buscando compañía. Enriqueta ha encontrado las costuras de Barcelona y se desplaza por ellas con comodidad, sola, conocedora de que nadie le saldrá al paso, porque no hay nadie que haga lo que ella hace. ¿A quién le importa un cadáver más, si los indigentes muertos no apestan por el frío del invierno? ¿A quién le importa un niño menos, si la madre no puede alimentarlo? Ella está arriba y abajo, complaciendo a todos, dando a cada uno lo que se merece y, sobre todo, lo que busca, lo quiera o no. Ella tiene todo lo que quiere, pero siempre quiere más. Nunca hay bastante. Y ahora tiene a este chico, Bocanegra, que es bastante joven para no despertar sospechas y a quien consiguió esclavizar en una sola noche. Bocanegra no puede echarse atrás: su única salida es obedecer hasta que ella se canse.

El chico camina a su lado, pero ella no lo mira en ningún momento. Enriqueta tiene una pose digna, con la cabeza y la espalda erguidas, como de persona importante, que se hace extraña porque la ropa que viste son cuatro harapos mal cosidos, uno sobre el otro, que le ocultan la figura. Al descubierto tiene el rostro, pálido, moribundo y anguloso hasta decir basta, ojos pequeñitos con pupilas oscuras como dos pozos. Joan Pujaló, el ex marido de Enriqueta, ha acompañado a Bocanegra hasta la plaza de Cataluña, donde se han encontrado con la mujer. Ya puedes dejarnos solos, Joan, ha indicado ella. Sin rechistar, el hombre se ha marchado Rambla abajo, porque aún es temprano y está seguro de que hallará a alguien lo bastante despistado para pintarle un cuadro, quitarle la cartera o venderle un tranvía. Ellos dos han subido por Balmes.

—¿Adónde vamos, señora? —Por fin Bocanegra se ha decidido a hablar.

—A hacer unos recados.

Bocanegra se mira las uñas, llenas de roña, y se arranca un poco de piel de los costados de los dedos. Baja la mirada y chuta una piedrecita hacia un coche de caballos que baja levantando polvareda. El conductor lo mira con el látigo en la mano, al fin y al cabo no ha sido nada, y después observa a la mujer, justo cuando sus caminos se cruzan. Esta tarde el conductor no recordará sus facciones, pero sí la sensación desagradable que le ha recorrido el espinazo.

—Debes conocer a la gente —dice ella, como una continuación de sus pensamientos.

—Yo no conozco a nadie.

—Por eso. Debes tener conocidos. Amistades jamás, que siempre traen problemas. Debes saber nombres y ver de qué pie cojean, porque así siempre los tendrás en el bolsillo.

—Pero yo no...

—Si conoces gente puedes conseguirlo todo: dinero, poder, respeto...

—¿Sexo?

Ahora tampoco vuelve la mirada, pero se nota que no le ha agradado. Se lo piensa.

—El sexo es poder.

Bocanegra no lo entiende. El sexo es sexo. Joder, follar, chingar, echar un polvo. No siempre tiene ocasión, porque no siempre tiene dinero. Alguna vez ha esperado al lado de una mujer hasta que el aguardiente la ha dejado grogui y entonces se ha divertido de lo lindo. Hay una chica, allá en la calle de la Lluna, a la que ve pasar a menudo y a la que algún día arrinconará y... cada vez que lo piensa se empalma. Casi puede sentir su olor. Se la imagina bajo sus garras. Tiene tantas ganas de mojar que no puede caminar con normalidad.

—¿Conoceré chicas?

—Yo te puedo presentar chicas, si eso hace que te centres.

Me gusta disfrazarme de hombre, calzarme vuestra piel y hacerme pasar por uno de vosotros. Puedo hablar con quien sea y abrirle el alma como una granada, sin que sospeche quién soy en realidad. Me dejo ganar, entro en confianza y empiezan a hablar. Pero eso no quiere decir que no mientan. De Joan Pujaló no debéis creeros de la misa la mitad: es un fanfarrón.

Mi mujer había sido puta y, a su manera, aún lo sigue siendo. Eso no se deja nunca. No, no, no es vicio: es ambición. Joan Pujaló frunció el bigote y miró el vaso vacío, sucio de espuma. Me observó entrecerrando los ojos, como si no se creyera nada de lo que yo le había explicado, y siguió hablando. Cuando la conocí ya lo era. Enriqueta era joven, pero toda una mujerona bien hecha que iba al grano. Los clientes entraban por la puerta y se corrían antes de que ella se quitara la blusa. Yo no, yo la hacía gozar, y podía estar horas. Tenía tanto dinero como forma física, porque yo he sido siempre un deportista, no sé si lo he dicho.

A veces hacía como que no estaba, aunque la oía hablar con Dionisia, allá en la calle de la Riereta, detrás de la puerta, porque la dejaba tan escaldada que no podía trabajar en una semana. ¿Conocía usted a Dionisia? ¿No? Era muy limpia y cuidaba muy bien de las chicas. Tenía seis y yo al principio iba por Rosaura, una criatura agitanada de ojos enormes que nunca abría la boca, pero se dejaba hacer de todo, usted ya me entiende. Rosaura tenía los pechos pequeños y blandos, como flanes y... bueno, el caso es que un día, cuando llegué, Dionisia me dijo que tenía una chica nueva y me la presentó. Fue verla entrar en el vestíbulo, con un vestidito de gasas que insinuaba unos muslos poderosos y aquella mirada que te escogía a ti, y presentarme.

—Juanitu, para servirla.

Pero, en realidad, la que me servía era ella.

Frecuenté cada vez más el meublé de la calle de la Riereta; ahora ya está cerrado, vive un municipal con su mujer y los niños, fíjese usted cómo es la vida. Esto era hacia el 94, ¿sabe? Barcelona era muy diferente. A cada rato un anarquista disparaba a alguien por la calle, pero normalmente era alguien que se lo merecía y tampoco me daba demasiada lástima. Fue cuando la bomba del Liceo, ése sí que tenía cojones, Santiago Salvador. Yo lo conocí, un día me preguntó: escucha, Juanitu, si tú quisieras pelar a unos cuantos burgueses, ¿adónde irías? Al Liceo, claro, le dije yo, pero no pensaba que se lo tomaría al pie de la letra. Pobre desgraciado, era buen tipo. Lo había visto alguna vez por la Riereta. Supongo que no se había desahogado bastante y por eso hizo explotar la platea.

Enriqueta tiene algo magnético. No sabes cómo, pero necesitas volver a ella una y otra vez. Cuando habla te quedas embobado, te hipnotiza como una serpiente de esas de Oriente, de las que salen del canasto. ¿Cómo se llaman? ¿Cobras? Sí, exacto, cobras. Cada vez que iba a verla le llevaba flores, algunos bombones, detallitos de esos que gustan a las mujeres. Pero ella no cambiaba nunca de expresión. Era como si nada le hiciera ilusión, sólo cuando me tenía entre las piernas. Las flores se marchitaban en las estancias de sus compañeras y los bombones me los acababa comiendo yo. Pero yo insistía e insistía, porque Enriqueta era más que una puta para mí. No es que no quisiera pagar, eh, es que me estaba enroñando. Podía hacérmelo con cualquiera que quisiese, soy lo bastante hábil para llevarme a la cama a la emperatriz Sisí, si me pongo. Bueno, quizá ahora no, pero entonces, aquella vez que vino a Barcelona, sí que lo habría podido hacer. Pero Enriqueta era como inabarcable, como si siempre ocultara más de lo que yo podía descubrir. Era un reto.

—Cásese conmigo, Enriqueta.

Porque yo la trataba de usted, claro, los modales no deben perderse jamás en la vida.

—¿Y qué haría yo si estuviera casada? ¿No ves, Juanitu, que tengo que ganarme los cuartos?

—La retiro, le monto un pisito y le pinto un cuadro.

—Me creo que me pintes, pero ¿de dónde sacarás el dinero para un pisito?

—Tengo mis contactos, Enriqueta, y tocando las teclas adecuadas...

—Ya me los conozco yo estos contactos. Por más que me magrean y sudan y me dicen te quiero, cuando acaban no mueven ni un dedo por mí.

—Ay, no diga eso, que me hará un desgraciado.

—Estás hecho todo un actor, Juanitu. No llores, que lo que yo hago cobrando, tú lo pagas, y eso sería mal negocio.

—Venga conmigo a la tienda, ayúdeme en el negocio y deje este mundo de vicio.

—Yo tengo que dejarlo, pero tú no... ya sé cómo eres, Juanitu. Como todos los hombres. Si me casara, tendrías una fulana que te haría lo que yo te hago ahora, y acabarías abandonándome y yo ya no tendría ni cuerpo ni ganas para ganarme la vida.

—No sea cruel, Enriqueta, ¡que yo quiero que usted me dé hijos!

Cagada. Yo entonces no sabía que ella no puede... ya sabe, que Dios nuestro señor no quiere que tenga descendencia. No es culpa mía, estoy seguro, porque más de una vez y de dos he tenido que salir corriendo delante de una barriga hinchada y un dedo acusador.

—He dicho que no y no se hable más.

Pero se habló.

A las mujeres hay que marcarlas de cerca, porque ya se sabe que son de alma volátil e indecisas por naturaleza y un servidor perseveró con Enriqueta hasta que cedió. No fue fácil, ni barato, y llegamos a un acuerdo. Yo le ponía un puesto y ella dejaba a Dionisia. A Enriqueta siempre le gustaron las hierbas y los mejunjes y como tenía muchos libros por casa con remedios, ungüentos y pociones, le monté una herboristería en la calle de Sindicte. No hace falta decir que nunca se mostró ilusionada, porque ella es así, y la tienda duró muy poco. No prestaba demasiada atención al trabajo y no tenía ningún interés en vender.

—Esto no da dinero.

—Es un negocio pequeño pero honrado y nos permite ir tirando.

—Parece que pidiéramos limosna, por cuatro hierbaluisas que vendemos por semana.

—No te lo tomes así, mujer.

Me parece que Enriqueta me perdió el respeto el día en que dejé de hablarle de usted.

—¿Y cómo quieres que me lo tome? Yo antes tenía bastante para vivir y, además, me podía permitir algunos caprichos. Mírame ahora, con estos harapos.

—Pero aquello no era vida, amor mío.

—No digas burradas, que pareces un actor de comedia y das lástima.

Era cruel. Es cruel. Enriqueta sabe cómo hacer daño. Yo lo encontraba del todo injusto, porque la había rescatado de un mundo donde, día sí, día también, la golpeaban, la humillaban y se aprovechaban de ella... bueno, le gusta follar pero no como a un hombre, ¿sabe? Usted ya me entiende: nosotros nos pasaríamos el día con el pájaro en remojo, pero las mujeres son diferentes, y Enriqueta lo es aún más. No quiero decir que sea una monja, ni delicada o frágil, ni mucho menos. Ya le he dicho antes que es una fiera en la cama. Pero no lo necesita. O no lo necesita físicamente, creo yo. Al cabo de un tiempo descubrí que ella había vuelto a un piso, a escondidas, y que ejercía de nuevo. No es viciosa, créame, pero era como si el dinero que conseguía conmigo no fuera suficiente. Y yo no me gano mal la vida. ¿Ya ha visto mis cuadros? Después lo llevaré al taller para que los vea, seguro que me comprará alguno. Hay quien dice que le hago sombra a Ramón Casas y que por eso no me quiere ver ni en pintura... ja, ja, ja. Ni en pintura, ¿lo caza?

El caso es que la tenía que apartar de aquel mundo y me la llevé a Mallorca.

Bocanegra y Enriqueta entran en casa de Ángel, la fonda de la calle de Balmes, que a aquella hora de la mañana está tan llena de gente que cualquiera diría que se ha abolido la jornada laboral en Barcelona. En torno a los barriles que hacen de mesa hay corros de hombres charlando, en una mano el cigarrillo y en la otra la copita, y el camarero ajetreado arriba y abajo, sirviendo ratafías y conversaciones a quien lo detenga antes. Todo en Ángel es grande: la cabeza, los ojos, las manos, el corazón y los platos de boquerones en escabeche, y cuando camina parece que el local se moviera a su alrededor. Saluda a la mujer y al chico que acaban de entrar, y continúa atareado sirviendo desayunos. Enriqueta señala un rincón y Bocanegra dirige hacia allí la mirada.

—¿Los ves?

—¿El qué?

—Los niños.

Bocanegra echa un vistazo y cuenta hasta tres criaturas de unos ocho añitos.

—Pero esto está lleno.

—Así nadie nos mira.

—Señora, yo... ¿cómo podemos...?

—Calla. Hablando sólo llamarás la atención. Compórtate como quien no quiere la cosa.

Ángel pasa por delante de ellos y los interroga con la mirada.

—Pan y queso —dice ella—, y agua.

Ángel hace una mueca. ¿Agua? ¿Con el frío que hace?

Se quedan quietos, sin hablar, contemplando a los clientes como quien está en el cine, distantes, hasta que al cabo de un rato Enriqueta da un codazo en las costillas de Bocanegra. Un hombre lleva a un niño de la mano (los mismos rizos en el pelo, la misma nariz; su hijo, naturalmente) hasta la puerta del fondo, al lado de las cajas llenas de huevos. Entran y, al cabo de pocos segundos, el hombre sale solo.

—Ve ahora.

—¿Al urinario?

—No pierdas el tiempo.

—Pero el padre está en... —Bocanegra ve la mirada decidida de la señora y se levanta y camina hacia los urinarios.

—Si no eres capaz, no me sirves —murmura ella, casi imperceptiblemente.

En el urinario hay, aparte del niño, otro hombre, y Bocanegra se queda quieto como un pasmarote. El niño está distraído, sacándose los mocos con el dedo, y el padre vuelve a aparecer por la puerta.

—¿No te estabas meando?

El padre entra y se cabrea, por lo que se ve no es la primera vez. El otro hombre sale y se cruza con Bocanegra, que vuelve la cara y se ve obligado a ir hasta la pared y fingir que micciona. No sabe quién tiene menos ganas, si él o la criatura, porque se le ha cortado cualquier presión en el bajo vientre y silba para disimular, mientras el padre desabrocha los pantalones del niño y se los baja, le clava un puntapié en las nalgas y se vuelve a marchar.

Bocanegra se queda a solas con el chaval, que ha dejado de hurgarse las narices para investigar la entrepierna.

—Si no lo piensas, saldrá más fácil —dice Bocanegra como si fuera un experto, y el niño levanta la vista.

Bocanegra se agacha y alarga el brazo.

—¿Quieres que te ayude?

Los dos están espantados y se quedan callados durante unos segundos. A Bocanegra le parece que, de un momento a otro, media clientela entrará por la puerta, pero sigue acercándose al niño. Ya casi lo tiene. Ahora sólo debe llevárselo sin que nadie lo vea.

—¿Quieres una chocolatina?

El niño dice que sí con la cabeza.

—Si me acompañas, fuera tengo un carro lleno de dulces.

El niño ríe, desdentado. Bocanegra también ríe, pero de los nervios. El chico se asusta por los dientes oscuros y apaga la sonrisa, oye un ruido en la puerta y ve entrar a su padre.

—¿Qué coño hace usted? —brama.

—Ayuda... ayudaba al chico —balbucea, y se incorpora, pero los pantalones no lo siguen, y quedan a la altura de los tobillos.

—¡Hijo de puta vicioso! —grita aún más fuerte, y entra un amigo suyo que, haciendo una valoración rápida de la situación, se lleva al hijo cogido de la mano.

—No, no, no. —Bocanegra simula que todo ha sido una confusión, pero se le ve el plumero.

Entra Ángel, el dueño, con un rodillo, el rey de bastos.

—Narcís, me ha dicho una mujer que tuviera cuidado con este malparido, que suele tocar...

No, no, no, gime Bocanegra, pantalones abajo.

Los tres se abalanzan sobre el chaval y lo apalean de mala manera, así escarmentarás, para acabar tirándolo a la calle, debajo de un coche de caballos que tiene que esforzarse para no atropellarlo. Bocanegra se levanta, dolorido, con la nariz sangrando y creyendo que tiene un brazo roto, aunque no distingue cuál de los dos, y acaba desfilando calle arriba antes de que llegue un municipal o los de la fonda cambien de idea y vuelvan a por más, que estos últimos días ya las ha sufrido de todos los colores y no es cuestión de tentar más a la suerte.

A la altura de la calle de Provença se encuentra a Enriqueta sentada en un portal.

—Ahora ya sabes cuál es el riesgo —dice, se incorpora y le da la espalda—. Vamos, que aún no hemos terminado por hoy.

Salvador Vaquer estaba en su lugar de trabajo, el tranvía de Colom a Pujades, la mañana en que intentó hurtarme la cartera. Cojo como es, y con la complexión y la agilidad de un tonel de vino, Vaquer empalideció cuando lo cogí. Sabía que lo haría, de la misma manera que sé que se crió en un hospicio hasta los doce años, o que nunca tendrá hijos, que le gusta la carne de pollo más de lo que su bolsillo puede permitirse, o como conozco el día en que deberé venir a buscarlo para llevarme su alma vacía y carcomida. Me sé la historia. Pero prefiero que os la explique él. Por eso lo pincho. No soy simpático, ni compasivo, ni tengo empatía. Pero los testimonios directos son mucho mejores que un narrador omnisciente como yo. Al final me haría aburrido, os cansaríais de oírme pasar de aquí para allá, presumiendo de saberlo todo, que lo sé, porque me acabaría distanciando, me dispersaría y explicaría cosas que no vienen a cuento.

—Señor Vaquer.

—Eh... ¿nos conocemos?

—Hemos coincidido alguna vez.

Frunció el entrecejo, haciendo memoria, pero había un blanco enorme pupilas adentro.

—Soy amigo de Enriqueta.

—¡Ah! —sonrió, pero aún no me ubicaba. La frase «amigo de Enriqueta» tiene demasiadas acepciones.

Media hora más tarde confesaba:

—Pujaló es un hijo de perra piojosa. La llevó por el mal camino. ¿Sabe que la pobre Angelina pasaba días y días solita en casa?

—¿Angelina?

La hija de Enriqueta y Pujaló, una criatura deliciosa, muy cariñosa. Él se llevaba a mi Enriqueta a beber y a beber y a beber, y se quedaban durmiendo la mona por las calles, como dos pordioseros. Él, con ese bigotazo y ese cuadro inacabado de Lerroux del que siempre habla, presumiendo mucho de tener modales y, al fin y al cabo, perdía la dignidad por cualquier rincón.

¡El muy cabrón intentó que ella volviera a venderse para poder pagarse el juego! Si no lo quieren en ningún casino, que ya lo tienen muy visto.

Cuando conocí a Enriqueta, ella ya no lo quería... bueno, es un decir, porque usted ya debe de saber cómo es ella: no quiere demasiado a nadie. Incluso yo soy consciente de que, el día que ella quiera, habremos acabado. Será difícil, porque como en todas las parejas hay secretos que nos unen y que más vale no divulgar, pero con ella nunca se sabe.

Salvador Vaquer, un desdichado, no me dijo nada del hecho que ella estuviera en prisión mientras manteníamos la conversación. Estuvo durante unos días, pocos, porque la habían descubierto hurtando bisutería en casa de la familia Nourés, soy inocente, lo juro, esto no es lo que parece, con quien había establecido confianza y a quien iba limpiando las cómodas hasta que la encontraron con los collares de la tatarabuela, que en paz descanse, entre los dedos. Enriqueta se había quedado plantada como un ciervo, con los ojos clavados en el señor Nourés, pero más espantado él que ella. Por cuatro piedras no merecía la pena derramar sangre, decidió en segundos, y rompió a llorar, de la forma más arrepentida y falsa que sabía, con lágrimas secas e imploraciones de perdón, de rodillas hacia el padre de familia por si se podía solucionar la situación de una manera más sencilla, aunque sabía que era inútil.

Salvador, hablando conmigo, mintiendo como todo el mundo:

—Conmigo Enriqueta ha hallado estabilidad, para una mujer de su edad es lo mejor que hay. No le falta nada: comida, compañía y una cama caliente.

Era cierto: en la prisión de mujeres de la calle de la Reina Amalia tenía todas las necesidades cubiertas.

—¿Dónde está ahora? Últimamente no la veo demasiado —lo provoco.

—Ha estado engripada —es pleno verano—, y hoy ha aprovechado que ya se encontraba mejor para ir a comprarse ropa.

O sea que ahora se le llama así, a estar en la trena. Salvador Vaquer, gordo, feo y desastrado, debe de tener un armario que es la envidia de cualquier sastre.

Bocanegra se pregunta por qué demonios le ha hecho eso, la descuartizadora. Caminando dos pasos detrás, la observa de hito en hito y quiere matarla. Saltarle encima, estrangularla por detrás, arañando el cuello con fuerza, presionando hasta que los ojos le salgan de las cuencas y quede tendida en el suelo, llorando sangre, y la gente se acerque a él para felicitarlo, por haber matado a esta asesina, el nuevo héroe de la ciudad, el tipo que ayudó a detener a los negros de la brujería primero y mató a la ogra después.

Como si ella pudiera leerle los pensamientos, se vuelve y lo mira sin detenerse.

—Tendrás que acostumbrarte. Si no puedes ser invisible, tienes que ser fuerte. Y si no puedes ser fuerte, estás muerto.

Bocanegra, como un perro faldero, la sigue y recuerda las palabras del Tuerto: más vale que lleves ajos encima. Mientras esté con ella, correrá peligro; pero si se aleja, estará perdido de verdad. A medida que se acercan a la calle de Calábria el ruido de la ciudad va quedando amortiguado por la distancia. La calle se vacía, las paredes pierden los carteles que anuncian espectáculos (un cabaret, una corrida de toros, Raquel Meller en el Arnau), y las tiendas con toldos desaparecen para dejar paso a las puertas cerradas.

Llegan a una casita de cuatro tablas de donde sale el llanto de un recién nacido, mezclado con el hervor de una olla.

—¡Manuela! —grita Enriqueta, y se encoge sobre sí misma. Ahora parece diez o doce años más vieja y más frágil, la mirada cansada.

Sale una mujer de unos treinta años, que aparenta muchos más, vestida de luto y con el pelo recogido en un moño atravesado por un hueso de conejo, hola Cinta, hacía días que no te veía.

—Los mareos no me dejan salir de casa.

—Ay, sí. —Junta las manos, medio plegaria, medio aplauso, toda teatralidad—. Cuando estaba embarazada de Carmeleta no podía ni moverme de la cama, qué me vas a explicar.

Manuela se fija en Bocanegra Y arquea las cejas en señal de pregunta.

—Es mi sobrino —dice Enriqueta—. El hijo de Maria, que me ayuda a pasear y vigila que no me caiga.

—¡Pero si el niño es puro hueso! Pasad, pasad —los invita—, que un bocado os vendrá bien.

Manuela Bayona es guardabarrera en la calle de Calábria, y cada día se acerca a la prisión Modelo para recoger la comida sobrante. A mediodía, se la lleva a la casita, la recalienta, se aparta un plato para ella y uno para Carmeleta, y el resto lo reparte entre los indigentes que la visitan y le hacen compañía, por la tarde, porque el pobre Serafí ya no está para charlar más que con los ángeles que en el cielo lo tengan en su gloria, que me lo atropelló un tren y sólo quedaron un par de trozos de carne ahumada que no sirvieron ni para el velatorio.

Enriqueta se sienta en una silla de mimbre, ay, uy, los huesos me hacen daño, ya no tengo edad, y Bocanegra se queda de pie en la puerta, dolorido de verdad, pero con los pies preparados para salir corriendo, que hoy ya ha tenido bastante. Manuela es una mujer confiada, sólo quiere tener a alguien con quien charlar un rato, con el olor del cocido pegado en el pelo y el vaho del caldo arañando el techo. Tiene un ojo en la comida y el otro en la niña de la cuna (literalmente, porque es bizca), y una sonrisa que podría ser una mueca, porque no se borra ni cuando explica cómo vendió el cuerpo de su marido al Clínico para que los estudiantes lo trocearan, abrieran, hurgaran y cosieran, ya que los doctores del hospital siempre fueron muy amables con él en vida, y él seguro que querría ayudarlos en la muerte.

Enriqueta bebe un tazón de caldo, se muerde los labios y dice uy, cómo quema, mientras Manuela le prepara un hatillo con verduritas hervidas y un poco de carne.

—¿Tú no quieres comer?

Él no se lo piensa dos veces y se bebe la sopa de un sorbo, tanto da si parece zumo de fuego, y se zampa el plato de tripas que Manuela acaba de servirle. Carmeleta llora y Enriqueta va a hacerle carantoñas.

—¡Qué bonita es!... —Es la madrastra de Blancanieves, la que habla.

—La niña tiene la carita de mi Serafí, que en el cielo esté. —Se persigna.

—Es un regalo de Dios, Manuela.

—Tienes toda la razón, Cinta.

Ya hace tiempo que Enriqueta visita a la guardabarrera, desde el día en que se enteró que estaba preñada. Se le acercó por la calle y le ofreció unos ungüentos para que tuviera un buen embarazo y un mejor parto. Me llamo Cinta, añadió.

—Debe de ser muy difícil criar sola a una niña.

—Es muy buena. No llora demasiado y, cuando lo hace, se calma en seguida.

—Yo no he tenido hijos —confiesa compungida Enriqueta—. Lo más parecido es este mocoso, mi sobrino. Y ahora ya no tengo edad, y tengo un vacío aquí dentro. —Y cierra el puño sobre el estómago.

Manuela levanta a Carmeleta de la cuna y la mece.

—¿Quieres cogerla?

—Ay, no querría hacerle daño.

—No, mujer, no. Las criaturas son fuertes y las mujeres sabemos cómo cogerlas.

—No sé si...

—Toma. —Y coloca a la recién nacida en los brazos de Enriqueta, que ahora no parece tan débil.

Bocanegra se levanta y se acerca a la puerta, listo para la huida, pero parece que la señora no tiene previsto llevársela, porque le dice piropos, la besa y la peina.

—Ay, Manuela, qué feliz sería yo con una criatura así.

Manuela alarga los brazos para recogerla y, al ver que Enriqueta no la suelta, se impacienta.

—La niña tiene que dormir.

—La puedo dormir yo, ya lo verás. Yo sería una buena madre.

—Si no es en la cuna, no puede.

—Déjame intentarlo.

Bocanegra localiza un cuchillo de cortar pan sobre la mesa. Si las cosas se ponen feas, en un paso puede cogerlo y en cuestión de segundos pasar el cuello de Manuela por el hierro. Enriqueta le adivina las intenciones y le hace que no con la cabeza.

—Creo que deberíais marcharos, Cinta. Tengo mucho trabajo que hacer, aún, y el tren...

—Te compro a Carmeleta.

—¿Cómo dices? —Está atónita.

—Tengo un dinerillo ahorrado, podría pagarte.

—Pe... pero... —Inquieta, ve como Enriqueta se ha alejado de ella y protege a la recién nacida contra el pecho—. Si no tienes ni para comer.

—¿Cuánto quieres por ella?

—¡No la vendo! —Está a punto de llorar.

—Yo podría hacerla feliz —masculla Enriqueta—. Tú eres viuda: este angelito crecería sin padre, con una madre demasiado ocupada para estar con ella.

—Devuélveme a Carmeleta.

—Estaría todo el día en la calle, hasta que le pasara como a Serafí, porque si no pudiste vigilar a tu marido, cómo podrías vigilar a una niña pequeña.

—¡Devuélvemela! —La mujer llora y alza la voz.

—Conmigo estaría cuidada y tendría una familia. Podría traerla aquí alguna vez, para que la vieras, pero tendría un padre y una madre.

—¡Puta! —grita Manuela, y se oye el ladrido de un perro en la calle.

—Si no me la vendes, pienso regresar aquí una noche y cogerla. —Ahora Enriqueta se ha incorporado, fuera disfraces, la espalda bien recta—. Y a ti te abriré la barriga de arriba abajo como a un lechón y te dejaré desangrándote, ¡y asunto terminado!

Manuela grita palabras ininteligibles, sin comprender cómo Cinta, esa mujer amable que la ha cuidado durante buena parte del embarazo, ha podido transformarse en semejante serpiente.

—Viene gente —avisa Bocanegra, que ve como algunos vecinos se acercan alertados por los gritos de la mujer.

Enriqueta lanza a la criatura dentro de la olla y sale caminando de la casita, a paso decidido, hacia la Modelo. Bocanegra se queda en un primer momento hipnotizado con la imagen de Manuela sacando a la recién nacida rojiza del caldo hirviendo, con las manos escaldadas, y después sigue a la señora. Los vecinos corren hacia la barraca y nadie les presta atención, como si no existieran. Enriqueta, con la uña del meñique, se quita de entre los dientes un trozo de apio, y se pregunta si el caldo, con la niña, tendrá el mismo sabor. Y se le hace agua la boca.

Si mi hija está en prisión es porque ha hecho cosas de las que no se puede enorgullecer. Y dicho esto, Pablo Martí dio un fuerte puñetazo sobre la mesa de madera de la cocina, erosionada por todos los golpes que Enriqueta le había hecho dar. Las migas de pan del desayuno (tomates enmohecidos y tocino, y unos vasos de vino caliente) se dispersaron por el impacto, y algunas cayeron al plato de leche agria donde se alimentaba la docena de gatos que iban y venían ajenos a los quebraderos de cabeza de su amo. Es curioso cómo los lazos que establecéis de padres a hijos también sirven para vendaros los ojos. Mirad cómo actúa Pablo Martí y sabréis de qué os hablo.

La masía de Sant Feliu de Llobregat sólo tiene un inquilino humano, pero nunca está solo: escarabajos, moscas y polillas, ratas tan grandes como los gatos y una pareja de musarañas del huerto habitan el montón de basura que Pablo Martí ha ido acumulando a lo largo de los años. Ya casi no se puede percibir el hedor de los felinos, por la pestilencia de verduras podridas, de carne pasada y de madera húmeda que inunda los dos pisos de lo que hace tiempo intentó ser un hogar.

Pablo Martí es un hombre corpulento, de pelo blanco y cara picada por la viruela infantil, la nariz partida como por un hachazo y los ojos hundidos en la carne, que ya no ven pero continúan clavándose en el interlocutor. Viste camisa y pantalones que no se ha quitado en meses, ni para dormir, como una segunda piel. Y a menudo, cuando sale a buscar a alguien que, con una moneda, lo invite a aguardiente, se forra con más prendas, una sobre la otra, nunca son suficientes, hasta parecer un espantapájaros abultado y pantagruélico.

La masía es como una cueva y el señor Martí, el hurón que vive en ella, enseñando los dientes a quien se acerque, rezongón y huraño. Habla entre dientes y casi no se le entiende; habla poco y con vehemencia, como si golpeara cada palabra antes de dejarla salir por los labios. No se le entiende, ni tiene intención de hacerse entender. Pero, modestia aparte, no me costó entablar una conversación. Recordad quién soy. ¿Creéis que me es difícil sacaros cuatro palabras? Jamás.

—No viene a verme demasiado a menudo. Y no lo digo porque ahora esté encerrada, que ya me hago cargo. Es que la niña es muy suya, nunca tiene necesidad de casi nadie si no es para cosas concretas. Entiéndame, no es que no la quiera, es mi hija, pero ya cuando su madre le daba el pecho ella le hacía ascos. No había manera. Y si la obligabas, mordía.

Voz ronca, las ideas desfilando de palabra en palabra, sin acabar de decidirse.

—Son cosas de mujeres y yo nunca, nunca, nunca me metí donde no me llamaban, pero no se extrañe de que mi señora se marchara por su culpa.

No iba desencaminado el señor Martí. Después de años de astenia, el cuerpo de Enriqueta Ripollés se apagó cuando su hija tenía once. El carácter fuerte de la niña, desobediente y malcarada, de pocas palabras y siempre distante, la fue consumiendo.

—Pobrecilla —dijo Pablo Martí, y elevó la vista al techo, de donde colgaba una telaraña larga y ennegrecida sin ninguna araña que se apiadara de ella.

—¿Cuándo fue la última vez que la vio? —le pregunté. Él, medio adormecido, medio ausente. Bajó la cabeza y me miró por los r dos orificios que le ocultaban los ojos.

—¿Aquí?

—Donde sea.

—Aquí, aquí. No salgo nunca, ni bajo a Barcelona. No se me ha perdido nada en una ciudad donde todo el mundo te quiere robar. Sobre todo los políticos.

—¿Cuándo vino por última vez? —insistí.

—Ahora estamos... ¿en agosto?

—Septiembre.

—Septiembre... Antes del verano. En mayo, creo. —Enriqueta no había visitado a su padre desde marzo, pero tanto daba—. Ya debe de saber que es muy callada. Vino con el cojo ése con el que está ahora, pasaron el día y al día siguiente ya no estaban. El cojo sólo protestaba, que si esto está muy sucio, que si habría que quemarlo, que si no he pensado en vendérmelo e irme al piso que tienen en Hostafrancs... pero no, no, no, que son como son y estaría allí una semana y cuando encontraran a alguien para realquilarle el agujero me vería en la calle. Y en la calle, en Barcelona, todo el mundo te quiere robar. Usted es de Barcelona, ¿no? Se ve por el aspecto. No piense que no lo vigilo: si intenta llevarse algo de aquí le daré un buen castañazo. No me gustan los ladrones. Tampoco me gustan los políticos. Todos te roban. Y más si son de Barcelona.

Sin abrir la boca, di una calada al cigarrillo que acababa de encender. Saboreé el tabaco en el paladar y noté como el humo me llenaba los pulmones. Ser humanos os permite estos pequeños privilegios y maldiciones que yo me limito a simular. Arqueando las cejas le pregunté si quería.

—No, no, fume. Mis pulmones no lo resistirían.

Sabía que, cuando me marchara, recogería la colilla y se la fumaría. La apagué a medias, para que tuviera para un rato.

—¿De qué hablaron?

—¿Quién?

—Su hija y usted.

—No hablamos. Ella no habla casi nunca y yo no tengo demasiado que decirle.

—Vino y basta.

—Vino y basta, sí.

—No hizo nada.

Pablo Martí sospechaba. Se incorporó con esfuerzo y se dirigió a la puerta que lleva al huerto. Se puso una chaqueta sobre la camisa, y encima otra chaqueta que ya no encajaba. No hacía frío. Salió y se quedó quieto en medio de los palos huérfanos de las tomateras.

—Usted es policía, ¿verdad?

—No, a menudo me toman por policía, pero no lo soy.

—Quiere saber cosas de ella.

—No. Sólo qué hizo.

—Esto no es por el dinero ni por las joyas.

—No.

—Trajo dos sacos. Los cargaba el cojo, pero eran de ella.

—¿Qué había dentro?

—No lo sé. Mentía.

—¿Qué hizo con ellos?

—Este año lloverá como hace años que no llueve. Mire qué nubes. —No las había—. Una vez me cayó un rayo al lado y mató a una oveja de mi padre. La atravesó como una espada: un agujero aquí —se señaló la nuca— y otro en la barriga. Olía a chamusquina. Vigile con los rayos.

—¿Qué hizo con ellos, señor Martí?

¿Cuándo fue la última vez que alguien le llamó señor?

—Los tiró en aquel pozo.

Se sorprendió al ver que no iba a fisgar.

—¿Nunca ha mirado?

—No.

—¿No tiene curiosidad?

—Es mi hija. No es una buena persona, pero es la única hija que tengo.

Callamos. Sabía lo que diría: la conversación se ha acabado.

—Se hace tarde.

—Ya refresca. —Se encogió, estirando las mangas de los abrigos. Al marcharme, los gatos se ocultaban a mi paso, como siempre.

—Nos veremos en otra ocasión, ¿no? —Parecía el grito de auxilio de un hombre solo y espantado.

Siempre nos vemos una última vez.

La prisión Modelo parecía una isla fortificada en medio de la nada. Un coche celular que transporta detenidos queda atrapado por un rebaño de ovejas a pocos metros de la entrada. El pastor no hace nada para deshacer la emboscada, como si tuviera un gesto cómplice hacia los prisioneros y les quisiera alargar unos minutos la vida fuera de los muros. En realidad, el pastor está allí desde mucho antes que el panóptico y su actitud no es más que tozudez, una protesta autista ante el cambio de los tiempos.

Enriqueta no ha dicho nada desde que han tenido que poner pies en polvorosa de la casa de la guardabarrera. A Bocanegra le ha parecido entrever unas gotas de miedo atravesando las mejillas de la señora, como si no fuera tan invulnerable como hasta entonces pensaba. Como si en el fondo fuera una cobarde, incapaz de enfrentarse a nadie a plena luz del día y necesitase compañía para poder echarle la culpa si las cosas iban mal dadas. Y éste era él. Pero Bocanegra no es lo bastante espabilado para seguir esta sarta de deducciones y en seguida vuelve a temerla, porque sabe con seguridad que, tanto si la ayuda como si la delata, tiene todas las de perder.

—Aún no me lo has preguntado —dice ella, y se sienta en un portal.

—¿El qué?

—Para qué quiero a los niños.

Él titubea.

—Yo... el otro día...

La criatura morena de ojos grandes llorando, el machete hundiéndose en la carne, la sangre escurriéndose hasta el barreño debajo de la mesa.

—Son la vida, la inocencia, todo lo que los adultos han perdido y quieren recuperar.

Bocanegra prefiere no saber nada, pero no se atreve a decírselo. Ella destapa el capazo, que llevaba cubierto con un trapo, y muestra el contenido: un frasco lleno de lo que parece confitura de ciruelas. El corazón de la niña, macerado con miel y vino blanco, y unas ramitas de romero. Él no lo sabe, ni se lo imagina.

—¿Esperamos a alguien?

—Sí.

Pero de la prisión no sale nadie, sólo el coche celular que ya ha dejado a los nuevos internos y vuelve a comisaría. Pasa una hora, el cielo se encapota y ellos continúan sentados, sin cruzar palabra. Entonces llega otro coche, pero éste de un particular, alguien con cuartos, piensa Bocanegra, con chofer de gorra de plato y un ángel de metal en el morro. Se detiene delante de ellos. El conductor sale y abre la puerta posterior. Enriqueta entra y al sentarse hace crujir la piel, flamante.

—El mocoso no viene —dice el hombre, poquita cosa, mejillas hundidas y nariz prominente.

Enriqueta mira al hombre y comprende que no hay negociación. Él cierra la puerta y deja a Bocanegra en la calle, solo, viendo como el coche se pone en marcha y se lleva a la mujer calle arriba. Su aspecto es el de una condesa, o una baronesa, o alguien con mucha pasta. Como si no fuera la misma persona a quien con ganas habría estrangulado aquella mañana.