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La grasa resbala por los azulejos. El fregadero está atascado. El brasero traza sombras que se mecen en un temblor espectral. Son las pocas señales de vida, por falsas que sean, del depósito de cadáveres del Hospital Clínico. Sobre una de las mesas, el cuerpo cosido del Tuerto, blanco y rígido, con livideces en la espalda, los brazos y las piernas. Menos muerto que el cuerpo decapitado que yace en la mesa de al lado, si se tiene en cuenta el olor de éste. Han encontrado el cadáver muy temprano, flotando en el puerto, bajo una montaña de gaviotas. De hecho, no se habrían fijado en él si no hubiera sido por el escándalo de los pajarracos chillando y peleándose por un trozo de carne podrida delante de Colón. El doctor Ortiz cree que era el mismo descubridor de las Américas quien señalaba el trozo de difunto, como si pidiera que se lo llevaran de una vez de ahí. Ahora el doctor golpea el suelo con los pies, ya el derecho, ya el izquierdo, para ahuyentar a los escarabajos que se huelen un banquete.

—¿Ha comenzado el baile sin nosotros? —brama Moisés, después de bajar la escalera de caracol que da a la sala de autopsias—. Espero que no tenga que sacar a la pista a la más fea...

Y mira al decapitado. El doctor Ortiz frunce el entrecejo y le da la mano. Hace lo mismo con Juan, que viene detrás.

—Buenas noches.

Todos saben que es un formalismo. El doctor Ortiz no cree que sea una buena noche. Ni siquiera cree que haya nada de bueno. Los ha hecho llamar porque les quiere enseñar algo del muerto por la dentellada.

—Vaya al grano, doctor —lo apresura Juan—, que hoy casi no hemos dormido y me gustaría echar una cabezada antes de acabar el turno.

—Creo que aún hay camas libres, si quieres, y compañía de la que no se queja... —replica Moisés.

—¿Han acabado con la comedia, señores, o tendré que comenzar a cobrar entrada?

—¿Y éste qué? ¿Se sabe qué hace aquí?

—Ya pasó por aquí no hace demasiado. —El médico golpea el pecho del cuerpo, a falta de la cabeza, y una salpicadura de bichos salta hasta los pies de Juan.

—¡Mecagoenlaputa!

Moisés se inclina sobre el cadáver, tapándose la nariz y la boca con un pañuelo que tiene sus iniciales bordadas. Es lo único de su mujer que lleva encima.

—Aquí tenemos la mejor prueba de que, efectivamente, hay vida después de la muerte. Mucha vida.

El hedor es casi insoportable, y con el brasero resulta asfixiante. El doctor Ortiz sabe muy bien cómo hacer que las visitas no molesten demasiado tiempo.

—Como les decía, ya había sido cliente mío. Un pobre desgraciado que se tiró a las vías del ferrocarril y quedó así... bueno, algo menos que así.

—¿Y qué hacía esta María Antonieta en el puerto? ¿También se ha puesto de moda entre los finados esta tontería de los baños?

—Señor Corvo, haré como que no oigo sus comentarios incisivos y lo remitiré a su compañero, el inspector Sánchez, que es quien lleva el caso.

Buenaventura Sánchez. El policía perfecto. Si Juli Vallmitjana escribiera sobre la bofia en vez de sobre la chusma, Buenaventura Sánchez sería su protagonista. Alto, de buena planta, de pelo en punta y ojos claros, sonrisa hipócrita y palmadita en la espalda, un tipo que lo sabe todo sobre el crimen y cómo combatirlo. Un policía perfecto que es la niña de los ojos, de su amo. El comandante de la jefatura de Barcelona, José Millán Astray, no para de glosar sus virtudes mientras Buenaventura le hace carantoñas en la pierna y le lleva las zapatillas antes de irse a dormir. Con cualquier otro se comporta como un pedante, como quien sabe que llegará lejos, o al menos se lo cree. Juan Malsano no puede ni verlo y Moisés Corvo ya le rompió la cara una vez.

—¿Ha estado aquí el inspector Sánchez? Me parece que noto su perfume...

—Ha venido esta tarde, inspector, con el doctor Saforcada, que es quien ha hecho la autopsia del sujeto por el que les he hecho avisar.

—¿Qué ha encontrado, pues, el doctor Saforcada? —pregunta Juan.

—A su monstruo. Es humano. O, como mínimo, un humano con tendencias necrófagas.

—¿Podemos descartar al hombre lobo o al conde Drácula, entonces?

—Inspector Corvo, venga. —Se sitúa al lado del Tuerto, a quien coge por los brazos—. Cuatro equimosis en un brazo y tres en el otro. ¿Qué le dice eso?

—Que lo sujetaron antes de morir, desde delante. Alguien con una fuerza...

—No me diga lo que ya sabemos todos. Piense. ¿Por qué en uno hay tres y en el otro cuatro?

—¿Porque al asesino le faltan dedos?

—Ectrodactilia. Es una posibilidad. Además, reduciría mucho el campo de búsqueda.

—Nuestros ficheros de huellas dactilares aún son escasos —dice Juan, que se atusa el bigote con los dedos. Hace tantos años que respira el mismo aire que ya casi no siente el olor de putrefacción más que cuando se quita la ropa por la mañana, antes de acostarse.

—Sí —continúa Moisés—, el profesor Oloriz está supervisando la creación del archivo. Y encima, de la guerra con los moros quien más, quien menos ha vuelto con una sola mano, el pantalón anudado a la altura de la rodilla, o en una caja de pino.

—He dicho que es una posibilidad. ¿Cuál es la otra? —Silencio—. Que tuviera una de las manos ocupada.

Mueve el cuerpo del Tuerto como una barra de pan reseco y acerca una luz, que revela un cuarto moratón más pequeño que el resto y más alargado.

—¿Llevaba una navaja?

—Una navaja habría hecho un corte. Debía de ser una herramienta incisiva, como un punzón.

—Pero no tiene ninguna herida de punzón.

—No a simple vista, pero no lo hemos traído aquí para que nos cantara una zarzuela, ¿verdad?

—Si quiere cobrar su parte de la entrada para el espectáculo, doctor, sólo falta que lo diga —murmura Moisés.

El médico se coloca junto a la cabeza del Tuerto, rapado y cosido sin demasiada traza, y abre la herida del cuello. Os pasáis media vida buscándome y la otra media huyendo de mí. Manoseáis los cadáveres, pincháis la carne, buscáis explicaciones en los cuerpos que llevan mi marca. ¿Quién? ¿Cómo? ¿Por qué? Las respuestas están al alcance de estos hombres, que menean a los muertos como quien busca la solución de un problema de matemáticas.

—Esto es una mordedura humana. Por el diámetro, el estallido cutáneo y la marca de los dientes, que encajan con el odontograma humano. Pero el asesino no efectuó la mordedura como primer ataque. Debería ser una tremenda bestia para abalanzarse sobre alguien, por muy débil que fuera la víctima, y arrancarle un trozo de cuello con la boca.

Moisés mira dentro de la abertura, pero no distingue nada.

—Aquí —continúa el doctor—. Este corte en la parte más interna no se corresponde con la mordedura, sino con una herida de arma inciso-contusa, como un punzón.

—Como un punzón.

—O una aguja de pelo.

—¿Qué asesino usa una aguja de pelo?

—¿Qué asesino se bebe la sangre de la víctima?

Moisés Corvo cierra los ojos y el recuerdo del Riff le viene a la cabeza tan vivo como el calor de la sala donde se encuentra. Soldados que para sobrevivir comían carne humana. ¿Eran monstruos, entonces? Él mismo, que había seccionado dedos y orejas del enemigo como una especie de recuerdo estúpido de su paso por África, ¿era un monstruo?

—¿Quién puede hacer algo así? —pregunta Juan.

—Ustedes son los policías, señores. Yo sólo soy un médico. Ahí tienen la ropa, no ha sido manipulada.

Moisés la coge de encima de la mesa y la separa. Comienza por la chaqueta, arrugada, y continúa con la camisa. El tacto es apergaminado en la parte donde la sangre ya está seca y resbaladizo donde aún está húmeda. No parece haber nada útil, hasta que Juan saca un papel ajado de los pantalones. Contiene un plano, hecho a lápiz. En el reverso, no pueden tener más suerte: es la tarjeta de visita de un médico.

—Doctor Isaac von Baumgarten —lee Juan—. ¿Lo conoce?

—No.

—Pero si es médico como usted... —le replica, contrariado.

El doctor Ortiz se muerde la lengua. No tardarán en marcharse y él se quedará con la única compañía con la que se entiende, los muertos, que son lo bastante atentos para no pasarse la noche diciendo bobadas y esperando una respuesta amable.

Barcelona es una vieja dama de alma desgarrada que ha sido abandonada por mil amantes, pero no quiere reconocerlo. Cada vez que crece se mira en el espejo, se ve cambiada, y renueva toda la sangre hasta llevarla al punto de ebullición. Como el capullo de la mariposa, por fin, estalla. La desconfianza se convierte en la primera fase de la gestación: nadie está seguro de que aquel con quien ha convivido durante años, a quien tenía por vecino, ahora no sea un enemigo. De repente, se marcan las distancias, se manifiestan las diferencias entre los barceloneses, y cada uno se refugia en el propio universo, dispuesto a la defensa o el ataque. Y así es como la violencia, la segunda fase de la metamorfosis de gusano a mariposa, se convierte en un fenómeno irreversible. Por una chispa, por una causa sin causa, por una excusa improvisada, la vieja dama se vuelve a cubrir de cicatrices, arde, grita enloquecida y me rinde homenaje. Son tiempos en que paseo, visible, por las calles de una ciudad entregada a mí, y entro en mil cuerpos ansiosos por gustarme. Recojo almas a montones, sin fijarme en nombres ni en caras. Judíos pasados a hierro o monasterios en llamas. La sangre y el fuego crearán el hollín con que Barcelona se maquillará de nuevo para volver a ser vieja. La renovación como último paso, el aquí no ha pasado nada pero ahora todo es diferente hacen de la ciudad una mujer más sabia y, no obstante, más dolida.

Y así, por estas escarificaciones que son los callejones de la ciudad vieja, Moisés Corvo y Juan Malsano intentan averiguar el origen del mal que, ahora que es más que un rumor, incuba el miedo justo después de la última oleada de violencia, sólo tres años antes. Se adentran por la calle de Raurich, garganta oscura, húmeda, con neblina en las farolas ambarinas y un silencio sepulcral, hasta llegar al número veinte, la dirección del doctor Isaac von Baumgarten.

Cuando éste, medio dormido, abre un palmo la puerta, una puta cruza por Tres Llits con un cliente. Malsano cree reconocer en él a un político famoso y por eso vuelve la vista e intenta recordar el nombre, por si algún día le resultara útil. Más tarde lo apuntará en una libreta, al lado de todas las notas sobre el extraño doctor Von Baumgarten.

Isaac von Baumgarten es bajito y rechoncho, no demasiado gordo. De pelo rubio, siempre repeinado, pero ahora no, que no son horas. Señores, qué es lo que quieren, tiene los ojos hinchados de sueño y lleva un albornoz sobre el pijama. Hace frío y se estremece y tiembla al ver las identificaciones de los policías porque, Virgen santa, ya me han cazado.

—¿Doctor? —dice Malsano con el pie a punto para evitar que se cierre la puerta.

—¿Sí? —Tiene miedo.

—¿Conoce al Tuerto? —Corvo no está para historias; es de noche, es tarde y es policía: quién necesita excusas.

—No —miente, pero los ojos, pequeños, azules de hielo, hinchados por el sueño, lo delatan.

—Entonces, ¿cómo puede explicarme esto? —Enseña la tarjeta de visita, nombre y apellidos bien claros, ajados, pero entendibles.

—¿De dónde ha salido?

—¿Nos permite pasar? —Malsano tiene frío en las piernas. Además, es incómodo hablar con media cara. El doctor Von Baumgarten aún no ha respondido que sí cuando Moisés Corvo empuja la puerta y entra.

No es exactamente la consulta de un médico, pero tampoco es un domicilio particular. El recibidor, de paredes combadas, es austero. Paredes limpias, de papel verdoso, iluminadas por una lámpara de corriente eléctrica asediada por una garrapata insomne. Ninguna fotografía personal, ni el más mínimo indicio de vida familiar, se fija en Moisés.

—¿De qué lo conoce?

—Me ayuda. —No sabe dónde esconder las manos, Moisés también lo capta.

—¿A qué?

—Me ayuda y basta.

—¿Trabaja para usted?

—No es exactamente eso, pero se ocupa de hacerme algunos encargos. ¿Quieren café? —Un acento no identificado se abre paso entre las eses.

—Si aceptara la oferta, usted también tomaría, y en ese caso debería clavarlo a la pared para evitar marearme con tanto temblor.

—Yo, eh...

—¿Trabaja solo?

—¿Yo?

—El Tuerto.

—Sí... quiero decir, no. —Hace dos días que no lo ve, desde que lo envió a recoger un cadáver a Montjuïc. La tarjeta es la suya, y está seguro de que, en el reverso, hay el croquis que él mismo dibujó—. Alguna vez lo he visto venir con un chico. Un chaval joven que casi no habla. Nunca ha entrado aquí. Se queda fuera, como un perrito, esperando.

—¿Sabe quién es?

—Soy de fuera, yo. No conozco a nadie, y a quien conozco, más valdría que no lo conociera.

—Pues ahora nos conoce a nosotros, doctor, y más le valdrá que haga memoria. —Malsano inspecciona el recibidor y se detiene delante de una puerta cerrada. El doctor Von Baumgarten tiene la llave en el bolsillo y la acaricia con los dedos sudados.

—¿Cuánto hace que está aquí? —Corvo continúa preguntando.

—¿Me podrían decir qué ha pasado? —El doctor se acerca a la salida.

—¿Acaso no lo entiende? —responde Corvo.

—Dos años, aún no. Soy austriaco.

—¿Y qué hace aquí? —Malsano se está cansando. Abre una cajonera. Ni punzones, ni colmillos. Parece que cuando el doctor sale a dar una vuelta no se disfraza de vampiro.

—¿Amistades? —ironiza Corvo.

—Soy médico. Ya lo han visto en la tarjeta.

—Un médico austriaco. ¿No será uno de esos psicoanalistas que hay por todas partes, verdad?

—No, no. Ésos son un panda de ilusionistas que piensan que hacen ciencia cuando lo relacionan todo con follar. Yo soy frenólogo, de la escuela positivista.

—Vaya, Lombroso —dice Moisés—. Conozco algunas de sus teorías sobre el anarquismo. —Pero no añade que las ha leído en la imprenta donde trabaja su hermano, hojeando El hombre delincuente para matar el tiempo y porque le hizo gracia el título.

—Pero ¿me pueden decir de una vez qué ha pasado? ¿Está muerto? —El doctor Von Baumgarten toma la iniciativa.

—¿Por qué lo pregunta?

—Porque si no fuera así, supongo que la policía no me levantaría a estas horas.

—Veníamos a traerle un vaso de leche caliente, para que duerma a gusto —rumia Corvo—, pero no debe de tener demasiada sed. ¿Cómo se llama el chico que venía con el Tuerto?

—Sólo sé el mote. Siempre lo llamaba Bocanegra.

—¿Ve como ya va recordando?... ¿Dónde puedo encontrarlo?

—Siempre era el Tuerto el que venía a verme.

—Nos habría gustado invitarlo, pero tenía un pequeño problema de... cómo diría... muerte.

Ahora yo sonreiría. Me gusta Moisés Corvo, con su sentido del humor tan negro, tan cercano a mí.

—Señores, es tarde y no los puedo ayudar más. Les ruego que me disculpen, me vuelvo a la cama.

Moisés Corvo se encaja el sombrero y se abrocha el abrigo. Ya ha sido bastante para una primera vez, pero este tío sabe más de lo que dice, nos volveremos a ver.

—Adiós, inspectores...

—Corvo y Malsano —contesta Juan cuando ya salen por la puerta.

Caminan hacia la calle de Ferran, donde hay más tránsito de gente. Es fin de semana y de los barcos del puerto han salido marineros con hambre de noche.

Vamos al Napoleón, dice Moisés Corvo, en voz alta. El cine de la Rambla de Santa Mónica, cerrado desde hace horas, es también el techo bajo el cual trabaja y duerme Sebastián, el proyeccionista. Cuando se han acabado las sesiones y el público se ha marchado a casa o a la cama (que no siempre están en el mismo sitio), abre las puertas de la cabina al policía y lo deja entrar. Charlan mientras coloca una película de esas italianas que ahora están de moda, lo pone al día en cuestión de chismografías que, a la larga, acaban siendo decisivas, y fuman como carreteros hasta que la proyección pasa de la pantalla al muro de humo que han creado en el patio de butacas. Sebastián conoce al inspector desde la guerra, son de la misma quinta, y desde hace unos años ha hallado la tranquilidad en el Napoleón. Fue Corvo quien lo detuvo a principios de siglo cuando robó de un vagón de tren en la estación del Norte un cargamento de cuadros que habían sido falsificados en Bélgica, y también fue Corvo quien le encontró el trabajo en el cine al salir de la prisión. Sin rencores, tú haces tu trabajo y si me cogiste no fue por nada personal. Ahora, con dos niñas a las que casi no ve, Sebastián se ha vuelto más tranquilo, ojos azules y nariz de loro, pero lo siguen perdiendo las mujeres. Y esto a Moisés, faldero como es, lo hace sentir cómodo.

Hoy los dos inspectores lo despertarán, proyectará una película y se sentarán a charlar un rato. Comienza a ser hora que la pared de secretos que se está cerrando a su alrededor se hunda a golpes de martillo.

No se imaginan el horror que hay detrás.