7

No quiero saber nada de esa mala puta, dice Maria Pujaló. No tiene corazón, ni alma, ni sentimientos. Hace tiempo que no hablo con mi hermano y lo único que sé es que no se puede deshacer de ella. Intentó dejarla cuando volvieron de Mallorca. Se dio cuenta de que estaba casado con una arpía, que tanto le daba estar en Barcelona o en las Baleares, que el odio la consume y por eso está así, esmirriada, piel y huesos, sin grasa, con esas mejillas hundidas que dan miedo. Nunca sabes si te mira o te espía y siempre trama maldades. Pero Juanitu sigue adorándola, no me lo explico. La muy zorra lo puso en mi contra.

Maria Pujaló vive en Vilassar de Dalt y trabaja de criada en la casa del capellán de la parroquia. Por fin disfruta de estabilidad, viuda como es. Me ha abierto la puerta con tristeza y finalmente me ha acabado abriendo el corazón. Tiene mucho que decir y poca gente a la que explicárselo. Soy el confesor perfecto. Cuando vivía con mi hermano y ella en el pisito de la calle de los Jocs Florals dejé a Pepitu, que es un angelito, a su cargo. Yo debía ir a Cervera unos días porque mi padre estaba muy enfermo y tenía que cuidarlo. Al cabo de dos semanas el médico nos dijo que sería mejor llevarlo a la ciudad, para estar con él, porque cualquier día necesitaría la extremaunción y deberíamos acompañarlo. Cuando llegamos, nos encontramos con que en Jocs Florals no estaban ni Enriqueta, ni Juanitu ni Pepitu. ¡Ahora vivía otra familia! ¡Ay, debería haberlo visto! ¡Qué disgusto! No se puede imaginar qué es hallarse con que la casa de uno ya no es la casa de uno. Lloré desconsolada todo el día, con mi padre que casi no podía hablar, a mi lado, como un pajarito mustio. ¡Ay!

Busqué un hospicio para tuberculosos donde lo pudieran acoger, porque en la calle, conmigo, se marchitaría como una flor, pero nos faltaba dinero y si no tienes dinero te mueres a la intemperie.

Maria Pujaló lloriquea, saca un pañuelo del escote y se lo refriega por los ojos, enrojecidos. Me pide disculpas y quito hierro con un gesto de la mano, porque me hago cargo. Ha padecido, y lo sé, pero su sufrimiento no se alargará mucho más. Enriqueta no volverá a hacerle daño. Sin embargo, me lo callo.

Y un día me la encontré por la calle, a esa mala mujer. Iba totalmente vestida de negro, como de luto, y llevaba a Pepitu cogido de la mano, casi arrastrándolo. Grité:

—¡Enriqueta! ¡Enriqueta!

Ella me observó como si me acabara de ver la tarde anterior y ya estuviera todo dicho.

—¿Qué quieres, Maria?

Corrí a besar a Pepitu, que estaba sucio y lleno de mocos, pero ella no lo soltaba.

—¡Mi niño!

—Tenemos prisa.

Es fría. Es muy fría. Es muy mala persona, y no le importa.

—¿Dónde estabais? Cuando vine de Cervera con mi padre no os encontré. ¡Llevo cuatro días en la calle, durmiendo en los portales!

—Juanitu halló un piso mejor que aquel agujero donde vivíamos y nos hemos mudado.

—¡Pero no me habéis dicho nada!

—Se lo dijimos a los vecinos. Debían avisarte.

Es mentira: ella nunca ha hablado con los vecinos.

Aquella misma tarde nos instalamos, mi padre y yo, con ellos. Yo no quería profundizar más en el tema porque lo importante era que estaba de nuevo con Pepitu, que es mi vida. El niño me dijo que ella le había estado llenando la cabeza de ideas raras. Le decía que ahora era su nueva madre, que yo no volvería de Cervera porque no lo quería, que ella lo cuidaría pero que tenía que decirle mamá. No sé por qué la creí... no sé por qué siempre la creí.

Al cabo de poco tiempo, una semana después de entrar en el piso de la calle de Tallers, mi padre murió. Ahogado por la tos, solito y sufriendo, pobrecillo. No teníamos dinero ni para enterrar lo, aunque Juanitu se golpeó el pecho y dijo que le haría un panteón en el nuevo cementerio del Este, que por su padre no se abstendría de nada. Y tuvimos que sepultarlo en una fosa común, Dios lo tenga en su gloria.

Se dice que la ignorancia hace la felicidad, pero ya veis que no siempre es cierto, porque Maria Pujaló no sabe demasiado y no puede ser más infeliz. No sabe, sin ir más lejos, que Enriqueta se hartó de tener a su suegro en casa, siempre acostado, tosiendo y chocheando, que encima nos contagiará la enfermedad, pensaba ella, y decidió deshacerse de él cuanto antes mejor.

Viendo que el hombre no fallecía —los hay que por mucho que parezca que están a punto de morirse nunca acaban de hacerlo—, esperó a quedarse a solas con él en casa. Su marido debía de estar emborrachándose en alguna taberna y Maria se había llevado a Pepitu a hacer no sé qué recados, que ya se ve que no se fía desde el cambio de piso mientras ella estaba fuera.

Debía sacar fuerzas de flaqueza y elegir un método para librarse del viejo enfermo. No hacía nada malo, pensaba, ya que tarde o temprano tenía que palmarla. Pero el problema era cómo hacerlo para no despertar las sospechas de nadie. Una cosa es robar joyas y dinero, y otra matar a alguien, que cuando no sabes cómo se hace, te las tienes que componer para empezar por alguna parte y no parecer una principiante, Enriqueta.

La mujer se acercó al dormitorio donde yacía el señor Pujaló, dormido, con la respiración entrecortada y tan llena de silbidos que parecía la estación de Francia. Se arrodilló y le abrió la boca con sus dedos largos y delgados, introduciéndolos poco a poco. No. Así lo despertaría y encima gritaría. Cogió la almohada y sintió asco al notar el sudor. La dobló sobre el rostro del hombre y apretó con fuerza, pero estaba en una mala postura y cuando él estiró todos los músculos del cuerpo la hizo caer de culo en el suelo. La víctima se incorporó, despeinado, la barba mal afeitada, los ojos fuera de las órbitas, como si ahora recuperara las fuerzas que se le habían ido escapando en los últimos meses. Al observar a Enriqueta, en el suelo, comprendió sus intenciones y se levantó como pudo con un cric crac cric de las articulaciones para correr (si a ese caminar renqueante y patético se le podía llamar correr) hacia la puerta. Pero al intentar abrirla resultó inútil. Enriqueta la había cerrado con doble vuelta de la llave que llevaba en el bolsillo del vestido. El hombre se volvió y se dirigió por el pasillo hacia el comedor, donde había un ventanal que daba a la calle y podría pedir ayuda.

Enriqueta apareció desde la cocina blandiendo un cuchillo de cortar pan.

—Querido suegro, no le convienen estos esfuerzos.

El hombre quería gritar, quería decirle cínica hija de puta, pero no tenía más que un hilillo de voz ininteligible y se ahogaba por la angustia y el agotamiento. Aún tuvo la fuerza de encararse a ella e intentar quitarle el cuchillo, pero esto provocó la carcajada de Enriqueta, que lo cambió de mano y se lo clavó en las nalgas. Demasiada sangre. El señor Pujaló pegó un chillido y aceleró el paso hacia el comedor, aprovechando que Enriqueta estaba fascinada con el reflejo rojizo de la hoja del cuchillo. Demasiada sangre. Habría querido lamerla, pero aquella sangre estaba infectada. Había que acabar con aquello, pero sin que pareciera un matadero. Fue hacia el hombre, a quien la herida le chorreaba por las piernas como en una diarrea incontenible, y lo estranguló por la espalda con las manos. Él tosía, pero seguía respirando, porque ella no le cubría completamente el cuello. El olor a cuero que entraba por la ventana, procedente de la peletería que había en la planta baja, la excitó. El hombre alargaba los brazos, como si alguien pudiera verlo y ayudarlo, y creyó que sobreviviría cuando ella lo soltó. Pero al instante sintió una presión fina y punzante en la garganta. Enriqueta había arrancado uno de los cordones de las cortinas y se lo había anudado en torno al cuello. É1 esputó y se puso azul, mientras ella tiraba con fuerza. Él intentó golpearla en la cara, en los hombros, en los pechos, a la desesperada, pero Enriqueta no soltaría la presa hasta que estuviera bien muerta, disfrutando del momento, saboreando la sensación de dominio, descubriendo un placer nuevo y juguetón mucho más intenso que los que había conocido hasta entonces.

Dejó el cuerpo inerte junto a la ventana, boca abajo, tal como lo había matado, y le limpió las piernas con una esponja húmeda. Después fregó el suelo, con calma, como si hubieran caído los restos del almuerzo, y volvió a revisar el cadáver. La herida había dejado de chorrear. La cubrió con un trapo limpio y le colocó unos pantalones de pijama que el muerto no utilizaba nunca pero que servirían para disimular el corte. Después se quedó unos minutos sentada a su lado, mirándolo, disfrutando de lo que acababa de hacer.

Finalmente, se levantó y se fue a dar una vuelta hasta eso de las diez y media, cuando Maria la recibió entre lloros.

—Papá ha muerto y yo no estaba. Intentó salir a la ventana para pedir ayuda y se nos ha muerto. —Maria no había visto las heridas y nadie lo haría. ¿Quién busca señales de violencia en un anciano tuberculoso?

Enriqueta la abrazó, consolándola.

El chofer que la ha llevado a la mansión y que ahora no le saca los ojos de encima es un hombre que se llama Marcial pero, por lo que cree Enriqueta, sólo responde a la voz de su amo. Fornido y serio, bombín y manos cruzadas sobre la barriga, se le adivina un bulto debajo de la axila que confirma que tiene asignadas otras tareas más allá del volante. Y, de momento, una de ellas es mantenerse cerca de la curandera que el señor Llardó le ha hecho llamar.

Enriqueta ya conoce la mansión de la Bonanova donde la han llevado: ha estado un par de veces antes. Pero no por eso deja de envidiar el lujo que la rodea. Mientras atraviesa el muro forrado de enredaderas, el jardín bien cuidado de setos con formas de animales, una fuente con dos querubines que escupen agua sobre un pequeño lago lleno de peces de colores y el porche con columnas de la entrada, se convence de que todo aquello está construido para ella, que es quien merece vivir allí. Tiene que esperar en el vestíbulo, a pesar de las fantasías que la invaden, sentada en una chaise longue y escoltada por el chofer, contemplando las cortinas de terciopelo, las esculturas pálidas de sátiros persiguiendo ninfas, la alfombra que diría que tiene un palmo de grosor y el rumor lejano del trasiego de la cocina.

Las doce y media en un campanario cercano.

El señor Llardó entra por la puerta con un niño de siete años, alto y regordete, más que su padre. Los dos ríen, pero el pequeño pierde la sonrisa al ver a Enriqueta, que se ha levantado para recibirlos. El señor Llardó golpea cariñosamente la nuca del niño.

—Ve a tu habitación.

El hijo obedece y sale corriendo, desganado, sin perder de vista a la mujer que también lo mira por el rabillo del ojo. Con un gesto de la mano, el señor Llardó despide al chofer, que desaparece sin rechistar.

—Señor. —Enriqueta se muestra tan servicial con la gente de dinero que los que la tratan habitualmente no la reconocerían. Aunque intenta parecer dulce, no lo consigue.

El señor Josep Vicenç Llardó Romagosa es un indiano que hizo fortuna antes de perder las colonias en Cuba y se puede permitir dilapidar tranquilamente el resto de sus días en Barcelona, ciudad de la cual es concejal. Esto le permite ir haciendo pequeños negocios que lo mantienen en una buena posición, tanto económica como social. Parece más bajo de lo que es porque siempre camina encorvado por culpa de las humedades del barco donde trabajó quince años, dice él, y tiene un rostro chupado del cual sobresale una enorme nariz aguileña. Oculta su coronilla calva peinándose con un remolino de pelo tipo ensaimada, técnica que funciona siempre que no sople viento.

—Necesito más pomada —dice mientras la acompaña hasta la sala de estar.

—Le dije que no tendría bastante. Que debía ser una para cada luna llena, señor Llardó.

—Ya lo sé, ya lo sé. —El concejal parece aturdido y, hasta cierto punto, avergonzado—. Pero no quería que mi mujer las encontrara e hiciera preguntas que... bueno, usted ya me entiende.

La esposa del señor Llardó ha ido a pasar los días de Navidad en Caldes, a tomar unos baños termales por consejo del médico, ya que últimamente estaba muy desanimada y decaída. Quizá no tenía nada que ver, o quizá sí, pero el señor Llardó cogió una sífilis de mil demonios en el verano y, a través de un amigo, entró en contacto con Enriqueta, que es quien lo provee de los ungüentos que deben curarlo. El señor Llardó teme ir al médico y Enriqueta se aprovecha de ello.

—Ahora mismo no dispongo de más pomada.

—Es muy urgente. —Parece un niño pequeño a punto de mearse encima.

—Déjeme ver la zona afectada.

El hombre duda, pero la necesidad es imperiosa. Se baja los pantalones y se desabrocha la ropa interior. Como un espantapájaros, vigilando que por la escalera no aparezca su hijo, que de la puerta de la cocina no salga la sirvienta y que... en definitiva, hecho un saco de nervios, con los brazos extendidos. Enriqueta le examina los genitales sin llegar a tocarlos. Ha desaparecido la úlcera del pene, pero ya comienza a mostrar síntomas de irritación mucosa.

—¿Cómo lo ve?

—Mal asunto.

—¿Cuándo podrá tener la pomada?

—Tendré que prepararla, pero calcule que de aquí a siete días la tendré en casa.

—Eso es... ¿miércoles que viene?

—Sí, justo antes de la luna llena. Tendrá suerte. De momento, hágase una infusión con romero y dos cabezas de ajo y deje en remojo la almohada y unos cuantos trapos. La almohada, cuando esté seca, úsela para dormir. Los trapos son para hacerse friegas allí donde sienta molestias. Y mañana por la mañana vierta cera de vela en un vasito de agua del Carmen, revuelva bien y mézclelo con el agua para tomar un baño.

El concejal se sube los pantalones y se atusa el bigote, aquí no ha pasado nada, el sudor le empapa la frente.

—¿Qué le debo?

—La visita de hoy son trescientas pesetas. La pomada serán mil.

—¿Mil?

—Los materiales son difíciles de conseguir y la urgencia los encarece. Pero piense que si me hace caso, no sólo se curará, sino que evitará infectar a quien esté en contacto con usted. Y sé que usted tiene muchas amigas que no quieren que se les escape la oportunidad de que la señora de la casa no esté.

El señor Llardó paga cuatrocientas pesetas. El precio añadido del silencio.

—Una semana, sin falta.

—Soy una mujer de palabra.

Al día siguiente, los inspectores Corvo y Malsano recorren la calle del Conde del Asalto hasta Marqués del Duero, en busca de la mujer a quien un cojo le raptó el hijo, tal como les ha dicho el patriarca gitano. Hace frío y los albergues están a reventar, así que sin duda será una gestión infructuosa, pero éste es el hilo del que tienen que comenzar a tirar. No tienen nada más.

La calle de Mata está vacía y Moisés Corvo se siente frustrado.

—Estamos buscando a un maldito fantasma.

—Yo lo dejaría, Corvo. Ya hemos hecho todo lo que hemos podido.

La avenida del Marqués del Duero está totalmente iluminada: teatros, cafés, bares y salas de baile. A pocos pasos de la calle desierta que acaban de dejar atrás tienen una multitud haciendo cola, abrigada hasta las cejas, para los diferentes espectáculos de cabaret, magia o variedades. Raquel Meller reúne el mayor gentío en el Teatro Arnau. El Petit Moulin Rouge, a imagen y semejanza de su hermano mayor de París, despierta la curiosidad de los transeúntes.

—¿Qué harás para Navidad? —pregunta Malsano.

—Aún no lo sé. Mi hermano me ha dicho que vayamos a almorzar a su casa, que harán pollo asado. A mi mujer le hace ilusión, porque se queja de que nunca ve a su sobrino.

—¿Andreu? ¿Cómo está?

—Grande, supongo. Todos los niños están más grandes que la última vez que los has visto. Es un mocoso bastante espabilado.

—¿Y qué harás, entonces?

—Supongo que trabajar.

—No estás bien, Corvo. A la Casa, ni una hora de más, ni un minuto. No merece la pena.

—No lo hago por la Casa. —Arruga la frente, como un niño pequeño.

—Todo lo que no sea para ti, la Casa se lo cobra.

Moisés Corvo quiere encontrar al hijo de puta que secuestra criaturas. Se siente como un buitre sobrevolando el olor a cuerpo podrido, pero no acaba de encontrar el cadáver. Se obsesiona. Cada día que pasa, está más cerca de la siguiente desaparición. Y por mucho que sólo sean hijos de rameras e indigentes, están tan indefensos como puede estarlo su sobrino Andreu. Y se pone de mala leche y se frustra por todos estos años de experiencia en el muladar de la delincuencia, y ahora no es capaz de hallar a un maldito cojo. Es su deber, ya no profesional, sino moral. La última moral que le queda, quizá, pero la única que tiene y quiere conservar.

—Hoy no encontraremos mendigos, aquí —rumia.

—Vamos a comisaría, tenemos trabajo atrasado.

Silencio, luces de colores en las fachadas.

—¿Te gusta la magia?

—¿La magia?

Moisés Corvo cruza la calle esquivando los coches y los insultos de los conductores. Parece que medio parque automovilístico de Barcelona se haya concentrado esta noche en este sitio y ni si quiera es fin de semana. Juan Malsano lo sigue y llega a la entrada del Molino, la antigua Pajarera Catalana, bajo el gran letrero luminoso que anuncia la actuación del Gran Balshoi Makarov, el maestro de la desaparición y artista de la mente. Enseña la credencial de policía para entrar. El compañero ya lo ha hecho y ha cruzado las cortinas que dan al vestíbulo y de aquí al patio de butacas. Oscuridad.

—Coño, Corvo... —murmura, pero el inspector lo hace callar de un codazo.

La luz de las candilejas pinta de colores pastel la silueta del maestro de la desaparición y artista de la mente, que está de pie al lado de una caja de unos dos metros de altura, una especie de ataúd vertical.

—Necesito un voluntario —declama, con un evidente acento ruso. Nadie responde—... o voluntaria.

Risas nerviosas, hasta que se levanta una mujer que se hace merecedora de los aplausos de los espectadores. Va tocada con un sombrero y un vestido largo hasta los tobillos y el Gran Makarov la recibe con una reverencia, como si fuera una princesa, para sacarle el sombrero y hacerlo desaparecer. Un poco de cháchara para ir introduciéndola en la caja que finalmente partirá en dos con un serrucho: en un agujero de la parte superior la cara espantada y, en otro de la inferior, unos pies que bailotean. El típico numerito de magia, vaya. El público estalla en aplausos y el Gran Makarov se inclina a diestro y siniestro para recoger los halagos que le lanzan.

—La hemos cagado —aprovecha para decir Malsano—. Si alguien nos ve aquí...

—Calla.

El ilusionista recompone a la voluntaria y pide otra ovación para ella. La actuación continúa durante una hora larga. El ruso adivina con los ojos vendados qué lleva la gente en los bolsillos, hace aparecer palomas de los lugares más insólitos y se escapa de una caja fuerte atrancada con cerradura y pestillo antes de efectuar una última aparición triunfal flotando sobre la platea, repartiendo billetes de cien pesetas con su efigie.

La gente se marcha contenta, cómo lo hará, dónde está el truco y poco a poco se vacía el teatro. Los policías se quedan en la penumbra, esperando, hasta que el Gran Makarov sale por la puerta que da a los camerinos, acompañado de la voluntaria a la que ha partido al comienzo de la función. La chica comienza a barrer los pasillos con la habilidad de quien lo hace mecánicamente cada noche y Makarov se sorprende de ver que aún quedan dos personas al fondo de la sala.

—Si tanto les ha gustado, vuelvan mañana, que habrá más y mejor —grita.

—Ha estado bastante bien —responde Moisés Corvo mientras se le acerca.

—¿En qué les puedo ayudar? —dice el ruso, y la chica deja de barrer.

—Inspectores Corvo y Malsano. —Alargan la mano.

—Vladímir Makarov, para servirles. —Revela su nombre y encaja la mano sin disimular la mueca de decepción—. Pensaba que eran productores interesados en el show...

Se vuelve y asiente con la cabeza a su ayudante, como diciendo ya puedes continuar.

—¿Cuánto hace que está aquí?

—¿Aquí dónde? ¿En España?

—No, en el Molino.

—Ah, ese aquí... —Hace memoria—. Cosa de un año, aún no. A fin de año se me acaba el contrato y dudo que me lo renueven.

—Parece que tiene bastante éxito.

—No se dejen engañar: estamos en Navidad, es una buena época. En junio no hay nadie. De hecho, dudo que me dejen estrenar el espectáculo que preparo. —Ademán teatral, brazos abiertos, mirada en el horizonte—: Bajo las alas de la muerte.

Vladímir Makarov parece más francés que ruso. Está embutido en un chaleco de seda de color burdeos por encima de una camisa de lino, todo muy bohemio, muy parisino.

—Le renovarán: la magia está de moda.

El artista castañetea los dientes.

—Ilusionismo. La magia es para ancianos locos que se ponen cuernos de cabrito en la cabeza y echan tripas de animales en ollas de caldo hirviendo.

—El ilusionismo —le reconoce Moisés Corvo, deferente, pero no convencido.

—La vida cotidiana es demasiado gris: yo ayudo a los que vienen a verme para escaparse de ella. Fíjese en la ironía.

Los policías no encuentran la ironía por ninguna parte, pero aprovechan el hilo abierto por el ruso afrancesado.

—Hablando de ver...

—Sí, claro, son policías, no han venido a regalarme flores al camerino.

—¿A qué hora suele llegar al teatro?

—A las siete de la tarde, más o menos.

—Y no vuelve a salir hasta...

—Pues ahora me iba hacia casa.

—¿Cena antes o después del espectáculo?

—Antes, tengo un estómago gritón.

—¿Aquí mismo?

—A veces, pero generalmente voy a un café que está cerca, donde hacen unas salchichas deliciosas. —Se atusa el bigote, rojo y puntiagudo, rumiante—. Los ayudaré en todo lo que pueda, envidio su trabajo, pero... ¿pueden ser más concretos? Comienzo a inquietarme.

—No hay motivos. Estamos buscando a alguien que duerme cerca de aquí, en la calle, y nos gustaría saber si lo ha visto.

—No es necesario que den tantas vueltas, pues. Ahora, en invierno, ya no hay nadie, como habrán podido comprobar. Pero durante el verano hay unos cuantos que pasan la noche aquí fuera. ¿A quién buscan?

—A un hombre cojo.

—¿Cojo?

—Cojo.

—No... —Piensa, arruga la frente, pone los ojos en blanco, todo un actor.

—Hace unos meses secuestró al hijo de una mujer a pocos metros del teatro.

—Lo siento, pero no suelo prestar atención a las habladurías. No oí nada.

Parece sincero, piensa Malsano. Moisés Corvo permanece en silencio, dudando si decir lo que está a punto de decir:

—¿Ha oído hablar del monstruo?

Malsano bufa. Ya estamos, otra vez.

—Corvo, tenemos que marcharnos.

—No, no. ¿Qué monstruo? ¿El cojo? —se interesa Makarov.

—Corvo... —insiste Malsano.

—Nada. Olvídelo.

—No correré peligro, ¿no?

La chica sigue barriendo, ahora más atenta a la conversación.

—En absoluto —responden los policías al unísono, lo cual produce el efecto contrario en el ilusionista.

—Se refiere al vampiro —dice la chica desde la otra punta de la sala—. El que se lleva a los niños sin dejar rastro y se los come.

—No hay ningún vampiro —niega Malsano, alzando la voz.

—Entonces, ¿por qué ha preguntado por el monstruo su compañero?

Pregúntale por el Chalet del Moro.

—¿Conoce el Chalet del Moro?

—¿Qué? —Ahora son Makarov y Malsano quienes han entonado la pregunta a coro.

¿Ha ido alguna vez?

—¿Ha ido alguna vez?

El ruso vacila, confuso.

—Sí, pero... ¡Mecagoenlaputa! ¡El cojo, sí que lo conozco!

—¿Lo conoce? —Malsano no se lo puede creer.

—Bueno, conozco a un cojo que rondaba por el teatro, pero no duerme en la calle. Un tipo gordo y feo. Me fijé porque en una semana lo vi por las inmediaciones del teatro y del Chalet del Moro.

—¿La casa de putas? —pregunta Malsano.

—Son damas de compañía —matiza Makarov.

—Putas con pasta —subraya Corvo, y pregunta—: ¿cuánto hace de eso?

—No sé... quizá la última vez que lo vi fue en verano, o en septiembre. Pero yo no voy demasiado a menudo al Chalet del Moro, no crea.

—¿Sabe el nombre?

—No, ya le he dicho que sólo lo he visto y que me chocó que entrara, porque tampoco parece que tenga demasiado dinero y en el Chalet no aceptan a cualquiera. —Se alisa la ropa, orgulloso—. También tengo que decirle que no me pareció que fuera cliente.

—¿Qué quiere decir?

—No miró a las chicas. Lo vi hablando con la madame y después ya no me fijé más.

—Tenía la cabeza en otro sitio.

—Exacto. —Se coloca el sombrero tirolés, listo para salir a la calle—. Entonces, ¿ese tipo es el que secuestra a las criaturas?

—No hemos dicho eso.

—Pero las secuestra.

—¿Hacia qué hora lo vio?

—¿Al cojo?

—Sí.

—No lo sé. Quizá hacia media tarde, no lo sé.

—¿En fin de semana?

—No, entre semana. Los sábados y domingos hago doble función, así que tengo la tarde ocupada.

—Lo reconocería si lo viera otra vez. —No es tanto una pregunta como una afirmación.

—Sí, supongo... —duda—. Sí, sí.

—De acuerdo. Lo vendré a buscar. Quiero que me acompañe.

Se despiden y los policías salen a la calle, las aspas del Molino ya no giran, pero la ciudad aún late.

—Deberíamos ir a comisaría —recomienda Malsano—. Quién sabe si ha pasado algo mientras no estábamos. Y además tenemos trabajo, Millán Astray nos matará si no lo terminamos.

—Nos acercamos, Juan. Si tuviéramos un archivo fotográfico como Dios manda se lo podríamos enseñar al Makarov este.

—Pero no lo tenemos.

—No.

Cruzan la avenida y se adentran por las calles estrechas y oscuras del distrito de Santa Madrona.

—¿De dónde ha salido eso del Chalet del Moro? —pregunta Malsano al fin.

Moisés Corvo alega un golpe de intuición, respuesta que no satisface a su compañero, pero con la que tiene que conformarse.

Maria Pujaló, pañuelo arrugado en el puño cerrado, nudillos pálidos y lágrimas secas formando un mapa de desolación en el rostro, es una mujer con miedo.

—¿Qué me puede decir de Angelina? —Le cojo las manos, pero no se deja. Aparta la mirada.

—¿Qué quiere que le diga?

—Cuando Enriqueta tuvo a Angelina usted decidió marcharse de Barcelona.

Sé que le duele.

—Yo acababa de perder al niño —dice con un hilo de voz.

Ahora me gustas.

—¿Cómo?

—Después de la muerte de mi padre, que Dios lo tenga en la gloria, estuve abatida una temporada. No tenía fuerzas para nada y Pepitu me agotaba mucho. Enriqueta se lo llevaba siempre arriba y abajo, que por eso ha quedado así, callado, siempre con miedo a mearse por las noches. No tenía a nadie, ¿sabe? Juanitu es un descerebrado a quien no veía nunca, mi hijo era un desconocido, y Enriqueta me decía que para vivir como un alma en pena más me valdría morirme, que sería más útil a mi padre en el otro barrio que en este, que sólo traía malos espíritus.

—¿Malos espíritus?

—Sí. Decía que como tenía un pie en este barrio y un pie en el otro, comía como un gorrión, no me movía nunca de casa y me estaba quedando en los huesos, y la piel se me acartonaba, era como una puerta abierta a toda clase de fantasmas y demonios, y vete a saber qué supersticiones más.

—Pero usted no cree en eso.

—No, pero, de todos modos, me dan miedo. Enriqueta estaba poco en casa, pero cuando estaba no paraba de quemar tomillo en cada rincón y colgar patas de conejo en los dinteles de las puertas.

—Contra usted.

—Decía que yo traía mala suerte. Que mi estado sólo traía desgracias. Me acusaba de todo. Si perdía clientes en la herboristería, yo tenía la culpa.

—¿Qué herboristería?

—La que Juanitu le montó, al lado de casa, con los cuatro cuartos que mi padre nos dejó.

—¿Y ella trabajaba allí?

—Trabajar es un decir. Al principio sí que hizo algunas pomadas y jarabes y se la veía... iba a decir ilusionada, pero nunca he visto a Enriqueta mostrando ilusión. Sería mejor pensar que estaba obsesionada. Pero cuando comenzó a tener problemas con la policía, se cansó de inmediato. Bueno, me culpaba a mí de que la detuvieran cada dos por tres, y otra vez con los amuletos por el piso y las oraciones extrañas a cualquier hora. Entonces abría la tienda cuando quería y pasaba cuando le daba la gana. Los compradores se cansaron de ella, de sus manías y su mala leche, y a la tienda sólo iba cuando... bueno, iba poco.

—No, diga, por favor.

—¿El qué?

—¿Cuándo iba a la tienda?

—No.

—¿No, qué?

—No quería decirlo. Me he equivocado. Iba poco y basta.

—¿Y por qué la detenía la policía?

—Por mil razones. Una vez vinieron a casa, con Pepitu, preguntándome si el niño era mío. Se ve que alguien había acusado a Enriqueta de estar mendigando con él. Al cabo de unos días trajeron a otro niño, diciendo que la habían vuelto a detener por lo mismo, y que vigilara a mis criaturas. Yo les expliqué que no era mío, y al final resultó que era de una mujer del barrio que solía comprarle hierbas para infusiones, que se ve que estaba de los nervios y le dejaba a la criatura en custodia mientras compraba en la Boquería.

—Pero ¿Enriqueta tenía necesidad de mendigar?

—¡No! ¡Venga! Si en casa entraban cuartos constantemente y ella se compraba vestidos y joyas que no se ponía nunca.

—Entonces no entiendo por qué lo hacía.

—Por codicia. Porque le gusta el dinero y le gusta engañar a la gente.

—¿Y sabe de dónde venía el dinero?

—Me pasaba todo el día acostada en la cama, comiendo gachas. ¿Usted cree que yo podía saber algo?

Parece sincera, pero no lo es. Sabe perfectamente qué tenía entre manos aquella mujer. Pero es incapaz de admitirlo. Es demasiado doloroso para ella. Tengo que volver a preguntarle por Angelina, antes de que se vaya otra vez del tema.

—El dinero no entraba legalmente en la casa.

—Era mala. Debía de ser dinero proveniente de sus maldades.

—Antes me ha dicho que Enriqueta tuvo a Angelina cuando usted acababa de perder a su niño.

—Sí. —Le tiembla la voz.

—Pero usted es viuda. Vuelve a bajar la mirada.

—Enriqueta me dijo que para superar ese estado de media muerte mío, lo mejor era que volviera a tener un niño. Me dijo que ella conocía a gente de familias buenas que estarían encantados de preñarme.

—Y los trajo a casa.

—Durante seis meses. A veces tres o cuatro en un mismo día, a veces semanas sin que apareciera nadie. Enriqueta me vestía elegante, muy guapa, con gasas y colores llamativos, y me pintaba la cara y me ponía pendientes brillantes. Era como una muñeca. Hoy tienes visita, me decía, y me preparaba. Después entraban el señor, o los señores, y... ya se lo puede imaginar. Así tendrás un niño de buen linaje, sano y fuerte, y con dinero a la vista, repetía al finalizar cada visita. Pero yo lo dudaba, porque estaba tan débil que no me venía la regla y no me podía quedar embarazada. Me sentía sucia, como un saco, como una puta, pero no me podía resistir porque no tenía fuerzas y porque Enriqueta me daba cada vez más miedo.

—¿Ella la amenazó?

—Me pegaba. Me gritaba que me mataría si no me entregaba más, que ya había recibido la queja de algún señor que decía que hacerlo conmigo era como hacerlo con una muerta.

—Pero se quedó embarazada.

—Sí. —Los ojos se le anegan en lágrimas—. Pero fue mal desde el principio. Ella me obligó a quedarme en casa, porque con mi fragilidad podía perder la criatura en cualquier momento. Por suerte, las visitas se acabaron, pero los meses siguientes fueron una pesadilla. Me tenía en casa, atada, y no dejaba que me viera el médico. Yo estaba sola, y Juanitu iba a la suya, y sólo tenía a Enriqueta, que era quien me despertaba, me alimentaba y me atendía cuando tenía fiebre, vómitos o mareos, que fueron muchos. Era como un perro y Enriqueta decía que no lo veía claro, que el embarazo era muy complicado porque había demasiados malos espíritus en aquella casa. Y al cabo de unas semanas ella también se quedó preñada.

—¿Enriqueta?

—Sí. Y yo que pensaba que no podía, que por eso siempre buscaba los niños de los demás, porque ella era como un trozo de tierra seca donde han lanzado sal. Dijo que Juanitu le había hecho un niño y que tendríamos dos recién nacidos en casa al mismo tiempo, que la fortuna nos sonreía. Pero estaba claro que no se lo creía, que mentía para que aguantara la criatura y no la perdiera. Tenía miedo de que me hiciera abortar: me ocultaba el perejil y las agujas de punto. Me controlaba. Me tenía encerrada.

—Y perdió el niño.

—No, hasta el parto. Enriqueta me dio un montón de drogas para tener un parto rápido. Pero fue tan doloroso que perdí el conocimiento. Al recuperarlo, Enriqueta estaba sentada a mi lado con las manos ensangrentadas. La habitación estaba en silencio y ella me miraba fijamente. Ha nacido muerto, dijo. El cordón se le ha atado alrededor del cuello, estaba azulado, no respiraba, pobrecillo. Mi niño. Mi bebé. Enriqueta ya lo había enterrado, antes de que me despertara. Me aseguró que era mejor así, que en mi estado no soportaría el dolor y podría morir. Pero yo ya me quería morir. Me quería morir.

—¿Nunca vio al niño?

—No. Cuando le pregunté dónde lo había enterrado me dijo que estaba en un pozo del piso de la calle de Tallers. Nunca he tenido el valor de acercarme allí.

—¿Y Angelina?

—Angelina nació al cabo de pocas semanas.

Maria Pujaló se ha pasado los dos últimos años sospechando que la niña es hija suya. Que Enriqueta la engañó durante el embarazo y el parto. Cuando miraba la cara de la recién nacida, se veía reflejada. Pero algo dentro de ella la ha ayudado a mantener la mentira, como si fuera necesario para sobrevivir, como si tuviera que olvidar para continuar adelante.

—¿Y qué hizo Enriqueta?

—¿Qué quiere decir?

—Con Angelina, con Juanitu, con usted. ¿Cómo se comportó?

—Me acusó de lo que había pasado. Que si yo no hubiera sido de tan mal agüero ahora mi niño estaría vivo. Que no era tan fuerte como ella, que tenía una niña preciosa. Y después me arrinconó.

—¿Cómo?

—Me ignoraba. Y hablaba mal de mí con Juanitu, que después venía y me echaba la bronca porque ponía nerviosa a Enriqueta. Que si no tenía consideración, que ahora que eran padres les quería hacer la vida imposible, que si tenía envidia, que si era una celosa. Me llegó a decir que no me acercara a Angelina, que tenían miedo de que le hiciera algo malo. ¡A mí!

—Y se marchó.

—Sí. Me fui muy lejos, con Pepitu. Y encontré refugio aquí en Vilassar. Y con el tiempo conocí a un buen hombre, viudo como yo, con tres mocosos, que se quiso casar conmigo.

—Y no volvió a ver a Enriqueta.

—Ni quiero saber nada de ella. Ya le he dicho que hace tiempo que no hablo con mi hermano.

Maria Pujaló coge con fuerza el pañuelo, cuando entra por la puerta Pepitu, corriendo, con la cara sucia. Ella lo coge con una mano por debajo de la barbilla y escupe en el pañuelo, que usa para limpiarlo. El niño me mira y se queda clavado, como hipnotizado, como siempre pasa con los niños pequeños cuando me ven.

—Pepitu, no mires así al señor, que es de mala educación.

Por las noches, Maria sueña que Enriqueta entra en su cuarto, en la oscuridad, la ata a la cama y le chupa la vida. Cuando se despierta, nunca puede asegurar que haya sido una pesadilla.

Pero es mejor que no sepa que ahora Bocanegra, al llamar a la puerta de Enriqueta, se ha encontrado que quien le abría era Angelina. Ojos enormes, pelo ralo y mal cortado, con una diadema de tela envolviéndole la cabecita. El vestidito está hecho harapos y va descalza.

—¿Está tu madre?

La niña hace que no con la cabeza.

Bocanegra no oye ruido en el piso. Angelina se da la vuelta y vuelve a jugar a la habitación.

El chico entra y cierra la puerta con el cerrojo. Avanza poco a poco, temeroso de que lo cojan, pero excitado. La cocina está vacía y en orden, sin ningún indicio de que alguien cocine allí. No hay olor a caldo, carne, pescado ni nada. Pasa rápido por la habitación de paredes de terciopelo granate, de muebles caros y espejos en todas las paredes, intentando no dejar huellas en la espesa alfombra. El dormitorio de Enriqueta está vacío, así como el trastero donde oculta a las criaturas que recoge de la calle y cierra con una puerta corredera. En la habitación de Angelina está la niña sentada, jugando a las muñecas con tejos. Bocanegra se da cuenta de que son huesos pequeños, como falanges minúsculas, seguramente ya hervidas porque no queda ni rastro de carne, tendones ni sangre.

—¿A qué juegas?

—A los hermanitos muertos —dice ella, sin distraerse.

—¿Y cómo se juega?

—Ésta es mi hija —y levanta uno de los huesos— y juega con sus hermanos.

—¿Los demás no son hijos tuyos?

—No. —Golpea los unos con los otros—. Son hijos de otra gente. Y cuando tiene hambre, se los come.

Bocanegra está tan espantado que tiene una erección.

—¿Puedo jugar?

—No.

—¿No quieres jugar conmigo?

—No.

—¿Por qué?

—Porque mamá dice que no te haga caso.

El chico acaricia la nuca de la niña y busca el botón por donde desabrocharle la ropa.

—¿Y tú qué piensas?

La niña para de jugar y mira fuera de la habitación, como si hubiese oído un ruido. Bocanegra se espanta y se detiene en seco, pero no aparta la mano. Con la otra, se toca dentro de los pantalones y se coge el miembro.

—Mamá dice que das asco.

Bocanegra ha sacado el pene fuera y lo acerca a Angelina que, ajena a él, vuelve a golpear con las falanges.

—Tú y yo podemos ser muy amigos, ¿sabes?

—Y me ha dicho que si juego contigo te matará.