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Moisés Corvo es un perro: nadie mea en su territorio. Y si esto comporta empalagar de olor a orina todo el barrio, no tiene ningún inconveniente. Ya hace tiempo que Moisés Corvo dejó de ser un porra, un policía de calle, de carne de cañón, de venda en los ojos y un sí, señor en los labios, para convertirse en el sabueso que es ahora.

Ya no es el defensor de la buena gente, porque ya no cree en la buena gente. En el particular mundo de Corvo sólo hay dos tipos de personas: las que son como él y las que no. Y dedica todo el es fuerzo a dejar fuera de circulación a las segundas, sin cuestionarse si, en esta lucha condenada a la derrota, él mismo ha comenzado a formar parte de este grupo. Toda la vida ha nadado en la porquería, y ya se sabe que si remueves mierda se te acaba metiendo debajo de las uñas. La diferencia entre él y los demás es que él está convencido que hay una diferencia.

Corvo es un perro viejo, malcarado y lleno de vicios, pero no está dispuesto a ceder las calles a nadie. Y mucho menos a estos recién llegados que Bocanegra quiere hacer creer que han matado al Tuerto y que secuestran criaturas para los rituales que han traído de su país salvaje. Como si no tuviéramos bastante con la gentuza de aquí, ahora nos llegan de fuera, exclama Corvo cada vez que la conversación cae por estos senderos. El inspector es de la opinión de que aquí ya no se cabe y de que éstos vienen a hacer daño, que de aquí a cuatro días la ciudad reventará, pero en vez de iglesias y conventos, que ya es casi tradición en Barcelona, el que recibirá será el tendero, el trabajador que madruga, la comadrona y el conductor de tranvías. Los policías... los de la bofia ya estamos habituados a recibir y tenemos la piel dura y la carne magra. No obstante, el pensamiento de Corvo es pura verborrea de taberna, lerrouxismo de garrafa que se disuelve al instante cuando se acuerda que Ismael, el pequeño hijo de puta, trae de cabeza a los boticarios, o de que Vicente, un pedazo de cabrón, roba piezas de maquinaria industrial para revenderla a tanto el kilo; cuando se acuerda, decía, de que estos dos se dedican a marcar a las víctimas en la cara con cuchillos candentes, o a dar palizas por el solo hecho de divertirse, entonces se caga en toda la delincuencia que el país ha parido, una sociedad que hace a los ricos más ricos y a los pobres más pobres, un bla bla bla extraído del último libro que ha leído o de algún titular de periódico que le ha llamado la atención.

Bocanegra recibe una bofetada de Moisés Corvo, que hace estallar de risa a Juan Malsano.

—¿Por qué?

—Por si acaso.

Están en un terrado del portal de Santa Madrona, noche cerrada, sal de mar en el frío del aire que hiela, también, y el tintineo de las llaves del sereno. Corvo no se puede sacar de la cabeza a los Apaches.

No hace más de un año que Moisés Corvo participó en un dispositivo para atrapar a un grupo de franceses que cruzaban la frontera para atracar joyerías en Barcelona. Eran los Apaches, un clan que había nacido como banda criminal en las afueras de París y que no paraba de crecer. La razón del nombre era muy sencilla: actuaban en grupo, eran muy violentos y no tenían contemplaciones, como dicen que hacían los indios americanos. La descripción de que disponían era tan escasa como un «llevan bigote y hablan francés», con lo cual, tanto Moisés como sus compañeros estuvieron semanas esperando en la puerta de joyerías o en cocheras a que los Apaches aparecieran. Después de permanecer cuatro horas en una esquina, vigilando la entrada de la Joyería Dalmau en la calle de Casp, Moisés ya no sabía dónde meterse. Ya se había bebido seis anises para combatir el frío y, con la cabeza ofuscada, llegó a la conclusión que aquel operativo era una burrada tan grande como cualquiera de las casas que estos nuevos arquitectos de poca monta están levantando por todas partes. Ya me dirás tú si esto no puede hacerlo un municipal, se decía, mientras el señor Dalmau, que no sabía nada de la vigilancia, salía una y otra vez a comprobar que aquel individuo alto, bigotudo, solitario y medio mamado no hablara francés.

Tan pendiente estaba el dueño de Moisés, y tan harto estaba éste de permanecer plantado y sin un buen lugar donde echarse una cabezadita, que ni uno ni otro reaccionaron cuando un individuo pequeño pero corpulento, vestido de negro y con un bombín que le bailaba en la cabeza, entró en la joyería y le dio un puñetazo en el ojo —así, sólo para ir abriendo boca— al señor Dalmau. La mujer que grita, y un segundo hombre entra acompañado de un muchacho joven, los dos de riguroso luto, como quien va a un funeral. Mientras el tipo pequeño zurra al señor Dalmau en el suelo, el segundo hombre le pide a la esposa, en un castellano horroroso, que le dé todo, he dicho todo, lo que tenga a mano. Y a pesar de que lo único que tiene a mano es al chaval, que no para de manosearla ignorando los gritos, los gemidos y las súplicas, la pobre mujer los conduce a la trastienda. Fue en ese momento cuando Moisés Corvo entró, sudado y medio ahogado, y se lanzó sobre el apache del bombín grande, a quien no fue difícil inmovilizar dada la diferencia de peso. Uno, dos, tres sopapos, y cuando comenzaba a sangrar por la boca fue hora de detenerse, porque debía haber para todo el mundo. Confiado, no se dio cuenta de que del interior de la tienda salían los otros dos apaches, que al ver a su compañero tendido, con un pedazo de hombre encima, sacaron dos revólveres y dispararon. Sólo una de las balas impactó en el cuerpo de Moisés Corvo, en el cuello, junto a la carótida, suficiente para salpicarlo todo de sangre, apache del bombín bailarín incluido, y dejarlo inconsciente. Estuve a punto de llevármelo, pero el alma de Moisés Corvo se aferró a la vida. Lo acompañé hasta el Hospital Clínico, donde se despertó unas horas después, anémico, debilitado y con resaca. A veces hay gente a la que tengo que ir a buscar que se resiste y me esquiva. No pasa demasiado a menudo, pero cuando me encuentro a alguno de estos, me siento atraído. Los sigo y me deleito en el sabor de su supervivencia. Moisés Corvo se levantó no demasiado lejos de la sala de disección. Aquellos metros de distancia entre una cama fría y una caliente son como kilómetros, pero se pueden recorrer en un santiamén.

Y por eso ahora, en el terrado, controlando a la gente que entra y sale por aquella puerta de Santa Madrona, mientras Bocanegra no calla y dice que los negros tienen un olor especial como de azufre porque el demonio desayuna azufre con galletas, ahora, Moisés Corvo siente la punzada en el cuello y se acuerda vagamente de mí, y lo último de lo que tiene ganas es de salpicar de sangre a ningún maldito chorizo extranjero. Si de madrugada los negros no han salido, entrarán y los sacarán de la cama, del ataúd o de donde coño duerman. Si es que duermen.

Corvo y Malsano no habrían continuado con la investigación por la muerte del Tuerto si a éste no lo hubieran desangrado. Muertes como la de este pobre desgraciado las hay cada noche y Corvo ya está bastante acostumbrado a discernir las que valen la pena y las que no. Si durante el día los pistoleros son los clientes preferidos de la bofia, por la noche se multiplican los cuchillos, las navajas, los ahogos debajo de la almohada, el olvido entre kilos de mierda amontonada, o los cuerpos flotando en el puerto. La maté porque la quiero, no lo soporto más y me colgaré, devuélveme los cuartos, hijo de la gran puta, de esta noche no pasa que no te deje tieso. Supongo que es por eso que me agrada Corvo: nos conocemos tan bien que, cuando me mira a los ojos, sé que me entiende. Me respeta, pero no me toma demasiado en serio, y eso me hace sentir a gusto, porque no siempre soy bienvenido en todas partes, y no suelo intimar con nadie.

La detención, finalmente, es más breve de lo esperado, y todo se resuelve en un abrir y cerrar de ojos. Literalmente hablando, porque Bocanegra ya se dormía cuando Malsano lo pellizcó para confirmar si ese tipo que ha salido a mear a la calle, ¿quién?, aquel negro, imbécil, es uno de los asesinos del Tuerto. Sí, sí, miente, y entonces todo son carreras y, ¡hala!, la pipa en las manos, alto policía, el negro que se queda quieto, irónicamente pálido, puñetazo en la sien y ya lo tenemos en el suelo. Registro de las ropas de colorines, Malsano le coge las llaves del piso, Corvo lo esposa y los dos hacia arriba. Llave, cerradura, puerta, patada y dos hombres más en el suelo, con la cabeza entre gallinas que cloquean alarmadas. Los policías encuentran todo lo que buscan y más, porque ya les va bien cerrar el caso tan rápido: machetes de todas las medidas, un perro raquítico y apestoso colgado de un armario de la cocina, y un par de barreños llenos de sangre, medio coagulada, medio espesa, debajo de la cama, donde también hay muchos frascos, unos llenos de escarabajos, otro de gusanos, el de más allá de patas de rata o vete a saber qué. Corvo encuentra un punzón y sabe que ya puede pasárselo al juez, que estos tres dormirán en presidio y él se apuntará un tanto. Caso cerrado, nos podemos ir de putas.

—¡Qué bichos, qué bichos! —grita Bocanegra, cuando recorre la casa arriba y abajo, entre velas encendidas y dibujos y garabatos en el suelo y las paredes—. ¡Veis como eran mala gente!

Uno de los detenidos, que no ha recibido tanto como sus compañeros, se hace merecedor de un pescozón de Corvo cuando mira al chico, lo reconoce, y lo insulta y maldice.

—¿Pasa algo? —interroga una vecina desde la puerta.

—Policía, señora, ya se puede ir a dormir —responde Malsano.

La mujer desaparece detrás de la puerta de enfrente y, al cabo de pocos segundos, vuelve con una rebequita por encima, que refresca. No pasan dos minutos que ya hay una treintena de personas en el rellano y hasta que pasan otros diez el sereno no hace acto de presencia.

—¡Balondro! —Corvo le hace un gesto con el brazo—. Vete a Conde del Asalto y diles que traigan un coche celular.

—¿Los llevan a comisaría?

—No, quiero presumir de automóvil. ¡Ya deberías estar de vuelta!

La calle está totalmente despierta. A veces Corvo piensa si de verdad la gente en Barcelona duerme o sólo espera a que pase una desgracia. Pero cuando regresa acompañado de dos policías más, que se llevan a los guineanos, sale de dudas: la gente se alimenta de las malas noticias. Cuando oye de rebote que alguien relaciona a estos detenidos con las desapariciones de niños, el calor le enrojece las mejillas, a pesar de la temperatura gélida de la calle. A falta de una buena inspección ocular del domicilio de los asesinos del Tuerto, y de confirmar si la sangre de los barreños es humana o animal, Corvo no ha visto indicios que hagan pensar en la presencia de ninguna criatura... porque no los hay.

La noche se alarga, y durante toda la mañana Corvo y Malsano están ocupados con el papeleo. Diligencias, burocracia y sellos. Medio dormidos, deambulan por la comisaría, donde todo el mundo parece ocupado. Bajan a las celdas para hablar con los detenidos, pero no consiguen sacarles una sola palabra. A mediodía, el jefe superior de la policía de Barcelona, José Millán Astray, aparece por el despacho de la brigada de investigación criminal y se los encuentra esforzándose por no cerrar los ojos. El aliento les huele a café, pero el hedor a loción de afeitar de Millán Astray hace que no se dé cuenta. Es un hombre enjuto, delgaducho, de carácter duro y ademán castrense. No es habitual verlo hablar con los agentes, ni siquiera con los inspectores, pero le gusta hacerse notar cuando se ha resuelto un asesinato, para que si cae alguna medalla su pecho esté a punto. Nadie lo soporta, pero es el mando, como dice Malsano, y al mando hay que aguantarlo, escucharlo y olvidarlo.

—Les daría la enhorabuena, inspectores —comienza Millán Astray, avizorando el horizonte de una pared cubierta de papeles—, pero, al fin y al cabo, han realizado su trabajo, y no soy de los que felicitan a la gente por cumplir con su deber.

¿Para qué coño viene, entonces?, se pregunta Moisés Corvo.

El jefe continúa:

—Sin duda se trata de un hecho afortunado la presta resolución del presente caso...

—Agradezco que se haya preparado el discurso, jefe —Corvo se ha sentado después de comprobar que la posición de firmes no es la más adecuada para alguien que hace tantas horas que está despierto—, pero lo que quiero oír es que nos libra lo que queda de semana.

—Si no fuera usted tan arrogante, inspector Corvo, podría considerar la proposición. Su insubordinación permanente no puede más que hacerle merecedor de un día de permiso. No venga a trabajar esta noche. Inspector Malsano...

—¿Sí?

—Vuelva el lunes, vaya con su familia, descanse.

Juan Malsano es tan soltero como san Pedro de Roma, pero como es la primera vez que Millán Astray le dirige la palabra, tampoco puede exigirle un conocimiento exhaustivo de su vida privada.

—Yo no sabría qué hacer si tuviera que ver tantos días a mi mujer —dice Corvo, cuando el jefe sale del despacho—. Encima me ha hecho un favor.

—La boca te perderá, Moisés.

—No dicen lo mismo las amigas a las que pienso visitar esta noche.

Pero por la noche Moisés Corvo está en casa, sin poder dormir, sufriendo la bronca de la mujer, que sin duda es menos indulgente que Millán Astray.

Al día siguiente, cansado de la reclusión, Corvo pasa por casa de Dorita, después de un desayuno ligero, a base de caldo de verduras y boquerones, porque no puede comer demasiado cuando se acaba de levantar. Dorita a veces le ha hecho otra clase de comidas, pero hoy no tiene ganas. En un piso de la calle de Ferlandina, donde los ratones y las realquiladas comparten vida, la prostituta abre la puerta y escruta a Corvo de la cabeza a los pies. Lo recuerda. Lo deja pasar. No le ofrece ni de comer ni de beber, ni ningún servicio habitual, porque al fin sabe, respira hondo, que alguien viene a escucharla. Se sientan en un colchón que huele a esperma, a pesar de que desde hace dos semanas ningún hombre yace en él. Es una habitación sin ventanas, sin esperanza.

—Me han dicho que tienes una niña...

—Ay, señor policía, la criatura más bonita del barrio, y me la han robado.

—¿Qué edad tiene?

—Cuatro añitos, una mujercita.

No, no es el concepto que Corvo tiene de una mujercita, pero quizá sí de quien se la ha llevado.

—¿Cómo desapareció, Dorita? ¿Viste a alguien?

—No, no. Ojalá hubiera visto al demonio que se la llevaba, porque lo habría seguido hasta las puertas del infierno para recuperar a mi Claudia.

—¿Dónde la... raptaron?

—¡En la plaza de Sant Josep! Yo compraba verduras detrás de la Boquería, y la niña, que es muy obediente, no se movía de mi lado. ¡Ay, pobrecilla, me la han robado, me la han robado!

—Calma, Dorita. —Corvo sabe que es inútil pedir calma, pero lo hace por inercia—. ¿Cuándo ocurrió eso?

—¡El 27 de noviembre, qué día más desgraciado!

—Por la mañana.

—Cerca de las doce, antes de comer.

—¿Nadie la vio marcharse? ¿Las campesinas?

—Ay, no, ya le digo que es un demonio. Se mueve entre las sombras y nadie puede verlo. Se oculta y espera y busca a las criaturas y, ay, ay, ay, me desmayo... cuando nadie mira las envuelve con las alas y se las lleva a la cueva. Ay, ay, ay...

Dorita no es la meretriz que se deja besar las nalgas que conoce Corvo. Ahora es una mujer mayor, de ojos aguados, que suplica por la única persona a la que ama en este mundo. Y cree de ver dad que la niña está en el infierno. Yo sé que no es así, pero casi.

—Nunca había visto a Claudia.

Dorita calla, la respuesta parece evidente. No tenías nada que hacer con ella.

—¿Tienes algún retrato?

Dorita pega un salto, como si un resorte interior se hubiera puesto en marcha, y corre hacia el comedor. Corvo la sigue por el pasillo, un racimo de puertas cerradas, alertas, de compañeras que no quieren ver al policía por miedo, pero no se pierden un detalle de la historia... Sobre un baúl hay una fotografía enmarcada de tres niñas vestidas con ropa de domingo. Una de ellas, la que lleva un lazo en la cabeza, mira fijamente a Corvo. Ayúdame. El policía debe apartar la vista.

—¿Me la puedo quedar?

Dorita está a punto de llorar. Coge el marco y besa el vidrio, dejando algo más que unos labios húmedos.

—Ella aún está viva; soy su madre y lo sé. Pero el demonio se la quiere llevar oscuridad adentro. Por la noche la oigo gritar, me dice mamá, mamá, ven a buscarme.

Dorita le entrega la fotografía a Corvo. Él no se lo cree, pero ella aún tiene fuerzas para sonreír.

Fuera, en la calle, no hay más demonio que la tuberculosis. Moisés Corvo camina hasta la Rambla por el laberinto de calles que parece que tosieran, que no pudieran dormir. Los bultos en los portales delatan indigentes que pronto vendré a buscar, escupiendo pecas de sangre sobre los adoquines. Están muertos desde hace tiempo, cuando la última persona que los conocía los olvidó. La ciudad ejemplar no oculta sus detritos, porque, en resumen, es como si nadie pudiera verlos. El policía atraviesa el cementerio de los vivos y llega a la plaza Reial, iluminada por las terrazas de los cafés donde los bohemios conversan como si se encontraran en Pigalle. Algunos detienen la charla al ver pasar al inspector, con gesto pálido, actitud de enterrador, la espalda algo encorvada, y murmuran, coño, ¿éste no es el monarca? Cuando está a punto de abandonar la plaza por la calle de la Lleona, se arrepiente y entra en el Aigua d'Or, la taberna que regenta Miquel Samsó. Pide una jarra de cerveza de la casa, especialmente gaseosa, que le sube por el paladar hasta la nariz. Se seca la espuma del bigote con la manga y le pregunta a Miquel si conoce a Isaac von Baumgarten.

—Si lo conozco, se hace llamar de otra manera, inspector. —El dueño está siempre detrás de la barra, noche y día, limpiando un vaso con un trapo que lleva colgado a la espalda. Tanto da que no haya nadie en el local: siempre limpia un vaso.

—Digamos rubio, dos palmos más bajo que yo, con gafas y acento extranjero.

—¿El doctor?

Moisés Corvo sonríe y bebe otro sorbo.

—¿Qué sabes de él?

—No demasiado.

—Ni el nombre.

—No, es un tipo... raro. No lo veo demasiado, pero cuando viene, suele estar solo, toma un par de cervezas y se marcha.

—¿No habla?

—Dice: una cerveza, por favor.

—Y después pide otra.

—Sí.

—¿Tú no has pensado en hacerte policía?

Miquel se toca la barriga, que es como una pelota de fútbol pegada a su cuerpo, a punto de reventar el delantal.

—Hombre, ya se me ha pasado el arroz, ¿no?

—Quizá la criatura aún esté a tiempo, si hereda la sagacidad de su padre. —Corvo le señala la protuberancia.

Miquel frunce el entrecejo.

El policía está entre callar o continuar hablando con el barril de vino que le hace de mesa. Miquel Samsó sufrió unas migrañas muy fuertes cuando nació su quinto hijo, con fiebres y delirios. Un curandero le trepanó el cráneo y le amputó un trozo del cerebro. No volvió a tener migrañas, pero desde entonces limpia vasos. Uno tras otro. Me he llevado sus cuatro criaturas (Cuba y Marruecos) y a su mujer (sífilis), y él no se ha inmutado, como si sólo estuviera para dejar los vasos tan cristalinos como su mirada.

—¿Alguna vez lo has visto acompañado?

—No, siempre va solo.

Moisés mira a la clientela. Un borracho en cada rincón, como montando guardia. Ya no sacará nada más del Aigua d'Or.

—¿Dónde está Margarida?

La hija que queda viva. Corvo sabe que, diga lo que diga, a Miquel le resbalará.

—En casa.

—Dile que lave las toallas, que esta mañana casi me dejo los cojones.

—Pero...

Deja de limpiar el vaso y Moisés sale por la puerta, a tiempo de oír un ya se lo diré.

Llega a Raurich y la luz de casa del médico está encendida. Cuando éste abre, Corvo no se encuentra al individuo nervioso con quien habló hace unos días. El doctor Von Baumgarten ha tenido tiempo de tejer una coartada, coger fuerzas y esperar el regreso de la policía.

—Buenas noches —lo saluda, como si fuera de lo más habitual recibir visitas a las dos de la mañana. Lo hace entrar y sentarse, de nuevo, en el vestíbulo. Las puertas están cerradas—. He leído en El Diluvio que han detenido a los causantes de la muerte de ese pobre desgraciado. ¡Eso sí que es diligencia! Espero haber sido útil en la medida de...

—Cállese, por favor, que me dará dolor de cabeza.

—¿En qué puedo ayudarle? —pregunta, contrariado.

Moisés Corvo se incorpora. No le gusta amenazar sentado.

—Le doy la posibilidad de que me mienta, pero sólo lo necesario.

—¿Perdone?

—Tengo cuatro preguntas para usted. A dos me puede responder mentiras, pero a las otras dos debe decirme la verdad. Si lo cazo intentando engañarme más de dos veces, lo detengo y se pasa los próximos veinte años en la trena, como cómplice de asesinato. Los negros deben de tener ganas de compañía, estoy seguro.

El doctor Von Baumgarten está estupefacto, aunque no sospecha que Corvo tiene un olfato horroroso para detectar mentiras.

—No tengo por qué mentir, inspector.

—No comience a malgastar tan pronto su ventaja, haga el favor.

El médico es un vendedor de humo acreditado. Con una pizca de preparación, sabe qué ha de decir para agradar a su interlocutor. Cobarde por naturaleza, no suele buscar el enfrentamiento, pero acabará clavando la cuchillada por la espalda. Siempre buenas palabras, siempre un sí en la boca, sacando filo mientras habla. Pero necesita tiempo y Corvo quiere respuestas ahora.

—Seré sincero.

—¿Para qué quiere los cuerpos?

—¿Qué cuerpos?

Moisés Corvo levanta el dedo índice. Una.

—¿Qué hace un médico austriaco en Barcelona?

—Oh, es una larga historia, inspector. —El médico no puede tener los ojitos quietos.

—Invíteme a entrar y hablaremos.

—Está todo muy desordenado. —Se coloca delante de la portezuela.

—Soy una persona muy comprensiva. —En realidad, Moisés tarda poco en perder la paciencia.

—Tengo sangre catalana. Una pequeña cantidad. Mis tatarabuelos apoyaron a los Austrias durante la guerra y se marcharon con el emperador hacia Viena, donde empezaron una nueva vida. Ahora he vuelto.

—Eso no responde a mi pregunta.

—Pero tampoco es una mentira.

—Si hubiera venido a jugar, doctor Von Baumgarten, habría traído cartas.

—Fantástico, soy un amante del siete y medio.

El doctor Von Baumgarten no ve venir el sopapo que le cierra el ojo izquierdo.

—Creo que no es demasiado consciente de con quién está hablando.

—No, ahora soy consciente, ahora.

—Tercera pregunta: ¿tiene algún familiar aquí? —Se quita la chaqueta y la deja en una silla de mimbre.

—¿Qué quiere decir?

—Intentaba insinuar si alguien lo echaría en falta.

—Eh, no... —De acuerdo, Von Baumgarten no sabe por dónde recibirá el siguiente, y eso hace que se vuelva a poner nervioso.

—La cuarta pregunta se la haré dentro.

Corvo da una patada a la puerta que hace saltar las bisagras. La plancha de madera, débil a causa de la humedad, rebota y deja al descubierto una sala pequeña y mal iluminada, con cuatro literas de sábanas sucias, como el albergue de la calle del Cid, pero sin indigentes durmiendo. Hacia el fondo, una cortina medio abierta permite entrever un catre rodeado de libros y los que parecen ser unos platos con la cena del día. Un ratoncito sale corriendo hacia él y se escabulle por un agujero que hay en la pared. Moisés Corvo mira a Von Baumgarten, ¿es amigo suyo?, y la pigmentación facial del doctor se altera. La piel se le vuelve rojiza, con las venitas azules muy marcadas, y el golpe del ojo se colorea de un morado bastante tétrico.

—¡No puede hacer esto! Es un domicilio privado.

—¡Responda a la cuarta pregunta!

—¡Le estoy diciendo todo lo que me pregunta!

Moisés se mueve entre las camillas vacías. El olor a sudor hervido le perfora las narices. El olor de la putrefacción, de la sangre derramada.

—¿Qué hace con los cuerpos?

—Ya me lo ha preguntado antes.

El policía saca las esposas y las abre. No hace ostentación de ello, pero sabe el efecto que producen en el austriaco.

—De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo. Se lo explicaré todo.

No demasiado lejos, Bocanegra vagabundea. No está muy acostumbrado a pensar, sólo a mentir, de una forma menos refinada que el doctor Von Baumgarten, pero más convincente. Busca un niño para la señora. Le ha pedido que le lleve uno, de entre diez y trece años, una edad más elevada que de costumbre, pero es demasiado tarde y ya no hay criaturas en la calle. Muchas pecas, ha añadido, y que tenga los ojos grandes. Bocanegra sabe que no encontrará ninguno, pero sigue buscando, porque la descuartizadora lo vigila y le puede leer el pensamiento, y hará con él lo mismo que hizo con el Tuerto. La señora es muy convincente, si ha dicho que necesita un niño debe ser ya, y no de aquí a uno o dos días. Para qué lo quiere, no lo sabe, pero el sabor de la sangre le vuelve al paladar después de cada inspiración de aire gélido, como un recordatorio, como un lazo que lo ha atado a ella y del cual sólo ella lo puede desatar. Bocanegra se queda dormido en la calle de Corders, justo donde está el patíbulo de los condenados que tantas veces ha visitado.

Hay coincidencias que se adivinan producto de una mano oculta de un tramoyista maléfico, con un sentido del humor muy particular y una trompa constante, que se dedica a tirar de las poleas como un loco hasta que la obra mezcla personajes que, de otro modo, no se habrían conocido nunca. Yo no tengo nada que ver, aunque la mayoría de las veces estas casualidades me salpican. No me las imputéis, suelo ser un observador, tranquilo y paciente, a pesar de la fama de oportunista que cargo. No hay más secretos universales que los que no conocéis. Nadie es lo bastante importante para que el universo conspire en su contra, ni para que los dioses lo ayuden. Básicamente porque no hay dioses ni nada de nada, y las cosas pasan porque han de pasar y ya está. No hay que darle más vueltas. No hagáis como Moisés, que piensa que el tramoyista ha colocado al extraño doctor Von Baumgarten, un charlatán de tres al cuarto, delante de él para resolver el caso que tiene entre manos. Ni siquiera sabe qué está pasando, y ya cree que va atando cabos. Sólo faltaba que Von Baumgarten confesara que se dedica a estudiar y cazar a los humanos más... extremos, dice él.

Isaac von Baumgarten le ha explicado que hace años que estudia las causas del comportamiento humano. No se conforma con las tesis lombrosianas del atavismo. Quiere saber dónde radica el auténtico origen del mal y para eso necesita un estudio exhaustivo de todo tipo de cuerpo. Tiene que diseccionarlos, en vida no puede experimentar nada. No caerá en la trampa del maestro italiano, que se limitó a estudiar a presos italianos sin percatarse de que la mayoría de ellos venían del sur del país y tenían, por tanto, características fisiognómicas similares. Von Baumgarten desea estudiar todas las razas, y en Europa hay pocas ciudades donde se mezclen. Y los muertos no acusan a nadie. Me iré a África, anuncia, convencido, porque parece que allí la violencia es libre, y no hay el corsé social de Occidente, tanta Iglesia y tanta polla, como dice Corvo. Von Baumgarten se persigna y relata que en el camino ha encontrado auténticos monstruos.

—¿Monstruos?

—¿Qué tiene de extraño?

—Que usted es médico, un científico. Usted no debería creer en monstruos.

—No creo, inspector. Los busco y los estudio. Intento hallar la diferencia que hay entre un ser humano corriente y una bestia.

—La diferencia está en desenterrar cuerpos, abrirlos y removerlos por dentro.

—Ése ha sido un golpe bajo. Necesito esos cuerpos y nadie los echará en falta. ¿Qué mal hago?

—¿Ha pensado en las familias que han dejado atrás y que deben ver la tumba de su padre o de su hermana profanada?

—¿No querría salir a la calle y saber que el zapatero a quien acaba de dar los buenos días algún día matará a cinco prostitutas? Seguro que si tuviera la manera de averiguarlo y detenerlo antes de que hiciera nada, no le importarían tanto las tumbas profanadas de una gente que, por otra parte, ya tiene bastante con continuar viva cada día para preocuparse de los que ha dejado atrás.

—¿Sabe quién es el doctor Knox?

—¿Perdón?

Moisés Corvo anota mentalmente que debe buscar el relato de Robert Louis Stevenson, «Los ladrones de cadáveres», por casa.

—¿Le gusta leer?

—No tengo demasiado tiempo, pero se podría decir que sí. —El doctor es modesto: ha leído muchísimo, hasta extremos enfermizos. Pero no el relato sobre los ladrones de tumbas de Stevenson.

El policía se arrellana en la butaca y observa el papel pintado de las paredes, descolorido, como si al médico tanto le diera vivir ahí o en una cuadra. O en una cripta, piensa, y sonríe.

—Los monstruos no existen, doctor.

—Sabe que no es verdad. Haga memoria y piense en la persona más mala que haya conocido.

—¿Mi mujer? Es cruel y fea, pero no la definiría como un monstruo. Puedo decirle que venga, si quiere diseccionarla.

—Inspector... —Von Baumgarten se atusa el bigote y se apoya en el respaldo. Es tarde, tiene sueño, pero tiene compañía. Y ya no parece hostil.

—Hay mucho hijo de puta por el mundo.

—¿No ha hablado nunca con alguien de quien pensara que no podía serlo más?

—No. Quien más quien menos es hijo de puta en la medida de sus posibilidades.

Isaac von Baumgarten se ríe, ve a Corvo como un muro.

—No entiendo por qué pierde el tiempo conmigo, si me toma por el pito del sereno.

Moisés Corvo se da la vuelta como una croqueta y hace estremecer la piel de la butaca. Tiene el pelo de la nuca despeinado y una oreja roja. Parece ebrio o recién levantado; o un borracho que se acaba de despertar.

—Eso del pito del sereno lo ha aprendido bien, para ser austriaco. ¿Ha diseccionado el cadáver de algún maestro últimamente?

El médico se levanta sin responderle. Camina hacia la bañera del rincón y entonces dice en voz alta, sin mirarlo, ¿quiere hielo? Corvo dice que sí, con un poco de whisky, en honor al doctor Knox, que es escocés. De un pequeño armario extrae el vaso y la botella, llena, con la tapa bien pegada por el azúcar cristalizado. No bebe, piensa Corvo. De la bañera coge tres trozos de hielo picado y los hace tintinear en el vaso. Revuelve y saca un pedazo más grande de entre un brazo tatuado y dos cabezas sin ojos en las cuencas, con los labios desgarrados y el cráneo abierto. Como quien no quiere la cosa, recubre el trozo de hielo con un trapo y, así, Corvo no llega a ver que está manchado de sangre. Se acerca el apósito a la cara, donde el moratón escuece como una mala cosa, palpitando bajo la piel. Gracias, dice Moisés cuando recibe la bebida.

—No soy idiota. —Vuelve a sentarse en la silla, en tensión—. He oído lo que dice la gente.

—¿Y qué dice la gente?

—Que hay un monstruo.

—No tiene razón. Usted es idiota.

—Que hace desaparecer criaturas.

—No sea tan crédulo.

—¿Cómo? —Levanta las cejas, no lo ha entendido.

—Que no se crea todo lo que le dicen. Cuando hay miedo, el primer culpable es siempre el desconocido.

—Entonces me da la razón: hay miedo. Y hay un monstruo.

—No todo es tan fácil, doctor.

—Nunca lo es, pero le propongo un trato.

—Usted no tiene nada que ofrecerme.

—Le puedo ayudar a detenerlo.

—¿A cambio de qué?

—Libertad para mis experimentos. Y cuerpos frescos del Clínico.

—¿Y por qué debería pensar que usted, un matasanos, puede ayudarme a mí, un policía, a hacer mi trabajo? —Lo piensa, pero no quiere que Von Baumgarten lo sepa.

—Porque, como ha dicho antes, yo creo en los monstruos y éste es el primer paso para cazarlos.

El chirrido de las persianas que se levantan, como ojos llenos de legañas, es lo primero que oye Bocanegra. Los riñones clavados por el frío y un fuerte golpe en las costillas. Un hombre lo espera de pie, a contraluz, a punto de pegarle otra patada. Bocanegra se protege la cara con los brazos y entonces el hombre habla:

—No has encontrado ninguno.

—¿Quién eres tú?

El ademán envarado y la americana abotonada hasta el cuello, del que sobresale un pañuelo de seda. Joan Pujaló pone los brazos en jarras y levanta una ceja que el chico no puede ver, todo sombra. Habla sin mover los labios, ocultos debajo de un bigotazo en equilibrio circense, y lo compensa abriendo los ojos hasta que parecen bolas blancas de billar con una pequeña muesca del taco como retina. Joan Pujaló no vive, sobreactúa.

—Acompáñame... —Tuerce la cabeza y le ofrece un brazo para que se incorpore—. Antes de que te mueras de frío.

Bocanegra mira a su alrededor, espantado. Los trabajadores, con chaquetas grises y cigarrillo colgando de la boca, se dirigen a las fábricas medio dormidos, sin hacerles caso. El olor de café es intenso, casi tanto como el del estiércol de una vaquería que hay a pocos metros.

—No eres policía.

Joan Pujaló suelta una carcajada falsa.

—Tú tampoco.