11

El plato de costillas con judías está bien caliente y Anastasia me lo agradece con un rugido de estómago. Estamos en una de las mesas comunitarias del primer comedor de la Maternidad, en la calle del Peu de la Creu, bajo arcos góticos, con tres mujeres más y sus hijos vestidos con harapos. Los niños, que deberían estar alborotando, se comportan como ancianos, como si fueran conscientes de que no siempre pueden llevarse una comida recién hecha a la boca. Anastasia mastica poco a poco, degustando las legumbres, dejando la carne para el final, y a veces me echa vistazos de perro hambriento, bajo la máscara de pintura con que oculta el rostro.

—Enriqueta es una cobarde.

Anastasia ha ido perfeccionando el arte de impresionar con las palabras a lo largo de años de dedicación profesional. Era tiradora de cartas en la calle de Baesa, que desapareció cuando la Reforma. Después se fue a vivir a Hostafrancs, alquiló una habitación a Enriqueta y tuvo que dejar el tarot cuando un mastín rabioso le arrancó la mano derecha de una dentellada. Sobrevive con la quiromancia, en una de esas ironías deliciosas: una manca interpretando manos.

—Siempre lo ha sido y por eso es peligrosa.

Quiero que continúe, arqueo las cejas, ella no se hace rogar.

—Está bueno, esto —dice con la boca llena, carne entre los dientes—. Se aprende mucho cuando se vive con alguien y pasé algunas temporadas con ella. Cuando huía, sobre todo. Porque siempre huía.

—¿De quién?

—En cierta manera, de ella misma, porque ella es la principal causante de sus desgracias. Cuando la policía la buscaba, se ocultaba en el pisito de Hostafrancs. Cuando alguien a quien había estafado la buscaba, venga, otra vez. Cuando alguien la amenazaba... bien, ya lo ve, siempre se ocultaba.

En la Navidad de 1911 Enriqueta Martí ha hecho caso del consejo de la Sombra y ha desaparecido. Ya no tiene el piso que alquiló una vez a Anastasia, así que busca refugio en Sant Feliu, con Pablo, su padre. Se oculta en la masía que los del pueblo conocen como El Lindo, en un evidente sarcasmo, y no se deja ver. Se ha ido sin decir nada ni a Salvador, ni a Joan, ni a Bocanegra.

—Es solitaria, y no le gusta llevar equipaje —continúa la tiradora de cartas—. No dudará en abandonarte a tu suerte si ella puede correr en la dirección opuesta. Te usará para lo que quiera o necesite y después se librará de ti.

—Se casó con Joan Pujaló. Y después se enredó con Salvador Vaquer...

—Interés, interés, interés —chochea—. Pujaló era guapo, de joven, con los ojos tan azules que parecía un barón. Ya me lo habría quedado yo, ya, pero esa mujer ejerce una hipnosis sobre los hombres que los deja aturdidos y en cuanto caen en su telaraña ya no son hombres, sino muñecos de su voluntad. Los usa como escudo, para no mojarse la falda, ¿me explico?

—Perfectamente.

—Pujaló estaba solo, con toda la familia muerta en Cervera por unas setas venenosas, me dijo Enriqueta. Hace diecisiete años que se casaron y nunca fueron un matrimonio feliz. Cuando Joan no estaba, ella incluso usaba un cuchillo de cocina para hurgar en la hucha de él, donde guardaba algo de dinero que conseguía de aquí y de allá.

—La hermana estaba viva.

—¿Perdone?

—Maria Pujaló vivía con ellos.

—Sí, sí, claro. La hermana estaba viva, pero el resto de la familia, no. —Anastasia pone los ojos en blanco, respira hondo—. Ay, Maria, si yo le explicara.

—¿Qué?

—¿No quería saber sobre el matrimonio? ¿Qué prefiere?

—Continúe con Joan y después pasamos a Maria.

—Pero yo no le he dicho nada, ¿eh?

—No.

—No eran un matrimonio feliz. Enriqueta llegó a separarse de Joan unas seis veces, hasta que fue la definitiva, hará cosa de cinco años.

—Cuando tuvo a Angelina.

—Sí, pero no me interrumpa.

—Disculpe.

—Él la retuvo con todos los medios que tenía a su alcance, ya le he dicho que estaba muy encoñado. Conservaba este poder de los tiempos que fue puta. Una vez llegó a fingir un ataque de pánico para hacerlo sentir culpable. Ay, ay, ay, me muero, gritaba, la puñetera. ¡Me muero porque no me entiendes! Él creía que la sacaría de la calle, pero de una manera u otra ella volvía. Si no como puta, que de hecho nunca le gustó, como madama. Se sabía todos los trucos del oficio y cobraba un tanto por ciento muy elevado a las chicas que trabajaban para ella. Pero se le rebelaron y ella desapareció otra vez. Joan vio la oportunidad y la llevó a Mallorca. Y, como siempre, la cosa no funcionó. En los meses que estuvieron en la isla, ella no sólo tuvo más amantes que en Barcelona, sino que descubrió que era más fácil manipular a una niña que a una joven y, además, podía cobrar más caro. El negocio redondo. Al volver a la ciudad, no lo dudó ni un momento.

—Prostituía a niñas.

—Y a niños. Tanto le daba. —No tiene pelos en la lengua, no hay nadie cerca que pueda oírnos, la mujer habla sin rodeos—. La llegaron a detener dos o tres veces por corrupción de menores.

—Entonces, era bastante sabido a qué se dedicaba.

—No. Enriqueta siempre presumía de los clientes. Nunca me decía el nombre, pero siempre aparecía con cuatro papeles. ¡Esta lista es oro puro, Anastasia, oro puro! Lo recuerdo como si fuera ayer. Y cada vez que la detenían, al día siguiente ya estaba libre y no había juicio ni nada, y ella decía: yo no soy culpable de nada. Culpable, no, cínica es lo que es.

—¿No le propuso entrar en el negocio?

—¿Por quién me ha tomado? Yo tiraba las cartas y era muy buena. Ahora leo las manos. Si quiere, muéstreme las suyas y verá como adivino muchas cosas.

—Pero se lo explicaba todo. ¿Cómo una mujer tan egoísta podía confiar en usted?

—No confiaba. Presumía. Si hay un pecado que se destaca entre los muchos que comete Enriqueta es el de la vanidad. No puede callarse lo que cree que es meritorio... sea lo que sea. Quiere que la adulen y que la teman. Ella es así.

—¿Qué pasó con Maria Pujaló?

—Sí. —Mira el plato vacío y pido otro—. De golpe, Enriqueta dijo que quería ser madre. Pero no por el instinto que tenemos las mujeres, no. Porque así nadie sospecharía de ella. ¿Cómo puede una madre usar a los niños a su conveniencia? Como ella no podía por mucho que lo intentara, y lo intentó mucho, y no sólo con Joan, a quien yo sí que le hubiera dado un hijo, decidió quedarse el de su cuñada. ¿Me sigue?

—Se apropió de la niña de Maria.

—De Angelina. Tuvo a Maria bajo control durante el embarazo y cuando parió le dijo que el niño había nacido muerto. En realidad, me lo había dejado a mí, allá en Hostafrancs, para que me hiciera cargo de él por unos días. Qué niña más bonita, Angelina. El nombre le hace justicia. No vi a Enriqueta hasta que vino a arrancármela de las manos... de la mano, ya me entiende. La había estado cuidando, bañando, alimentando. ¿Sabe que llegué a darle el pecho? Sin estar embarazada, tuve leche para la niña. Era como si aquella criaturita tuviera que ser mía. Pero no fue.

—¿Y Pujaló no sabía que Angelina no podía ser hija de Enriqueta?

—¿Qué iba a saber? Joan sólo sabe hablar y engatusar a la gente, pero no tiene ni idea de cómo funcionan las cosas. Enriqueta le dijo que habían sido padres, pues fantástico, qué alegría. Pero Joan se cansó muy rápido de la niña y las discusiones fueron tan fuertes que él alquiló un piso en la calle de Ponent, un poco más arriba, en el número cuarenta y nueve. Abrió un taller de pintura en los bajos. Es un pintor horroroso.

—¿Y no volvieron a vivir juntos?

—Poco después ella conoció a Salvador, que le daba la talla. —Sonríe, entre dientes, le hace gracia el chiste, porque Vaquer es gordo—. Y Joan intentó volver con ella, pero ya fue demasiado tarde.

—Pero han seguido viéndose.

—Sí, eso tengo entendido, pero a mí me echó del piso de Hostafrancs. Ahora vivo en una pensión en la calle del Cid y cuando me la encuentro por la calle ni me mira a la cara, porque sabe que sé todo esto y es como si le diera vergüenza.

—Y no sabe nada más.

—Ni tengo ganas. ¿Quiere que le lea las manos, ahora?

Como soy curioso, le ofrezco las palmas. Ella empalidece. No hay líneas, ni crestas, ni cicatrices, ni señales de nada, unas manos planas como dos hojas de papel. Sonrío, le guiño el ojo y antes de diez segundos ha olvidado con quién hablaba.

A mediados de enero parece que los ánimos se han calmado un poco en la ciudad. Aquel año había acabado con la noticia de la detención de Pere Torralba, el supuesto secuestrador del pequeño Antoni Sadurní, y a pesar de que no se había encontrado el cadáver, se rumoreaba que lo había lanzado al mar y que cuando volvieran las lluvias (si alguna vez volvían) el cuerpo aparecería en la playa. Por tanto, los conatos de histeria popular se vieron sofocados y quien más, quien menos se sintió un estúpido por haber pensado que decenas de niños desaparecen a diario en la ciudad cuando, en realidad, no había pruebas y el único caso de que se tenía conocimiento se había resuelto en menos que canta un gallo.

Pero Moisés Corvo había sido apartado temporalmente del cuerpo.

—¿Por qué? —pregunta Giselle, acurrucada debajo de las sábanas, el cabello despeinado, la piel blanca como un vaso de leche.

El inspector le muestra la mano otra vez. Aún la lleva vendada y parece la de un maniquí de los almacenes El Siglo.

—Podríamos decir que me han dado vacaciones. Que me recupere. Que deje el camino libre para investigar quiénes son esos anarquistas que intentaron matarme.

—¿Sabían que eres policía?

Moisés Corvo sigue la versión oficial: unos pistoleros lo asaltaron a la salida de una taberna el día de Navidad, ya no hay respeto ni por lo más sagrado, e intentaron asesinarlo. El hecho más corriente del mundo; ni el primero ni el último. Al fin y al cabo, ¿qué motivos tiene para explicar lo que realmente pasó? No es preciso alarmar a Giselle, o a su mujer, o a su hermano, a nadie, vamos, si piensan que es un hecho aislado. Ahora que parece que el monstruo está descansando, que hace más de dos semanas que no da señales de vida.

—Y si no lo sabían, mi amiga se lo dijo. —Tiene el revólver sobre la mesita, en la funda.

Aunque el policía no ha estado quieto. Fue en busca de madame Lulú, pero tal como esperaba no había ni rastro de ella. El gorila de la puerta aún estaba allí, pero a madame Lulú no la vio entrar ni salir en ningún momento. Cuando Corvo intentó acceder al Chalet del Moro, el portero le negó el paso. Y eso que le había entregado toda una baraja de naipes con treinta pesetas bien visibles entre las cartas. Corvo se dejó ver por el Círculo Ecuestre, el Principal Palace, el Liceo y el Círculo Artístico. Más de una vez tuvo que encararse con los encargados de la seguridad. No podía identificarse como policía si no quería tener problemas de los gordos, pero tampoco se dejaba intimidar.

—Ahora estoy más tranquila —dijo Giselle—. Ahora que ha pasado todo, ya no tengo miedo por mi Tonet.

Corvo la mira y le guiña el ojo. Tiene la cabeza en otro sitio y le da pereza escucharla.

—Tengo que irme. —Y paga religiosamente.

Se ha quedado con ganas de decirle que no se fíe, que no deje al niño solo por la calle, que ya las conoce él, a las putas, que mientras trabajan se despreocupan del mundo. Pero si lo hubiera hecho, Giselle habría atado cabos y volvería a correr la voz, y eso no sería nada bueno. En cierta manera, es mejor que todo el mundo crea que lo peor ya ha pasado, porque entonces se investiga más tranquilamente.

Matizaré un comentario que he hecho antes, cuando he dicho que no tengo amigos. No es que no sea cierto, pero podría ser más preciso. A menudo tengo bastante compañía, es lo que conocéis como fauna cadavérica. Los cuerpos en descomposición desprenden unos gases y unos olores que llaman la atención de un determinado tipo de moscas, las sarcophagae (nombre bastante explícito, por otra parte), que vienen desde kilómetros de distancia para dejar los huevos bajo la piel del muerto. Es increíble la velocidad con la que llegan a desplazarse, tanta que a veces son más rápidas que el servidor que os habla. Estas moscas no son las típicas que molestan en verano. Son bastante grandes, como un grano de maíz bien inflado, pero de un negro oscurísimo, con la cabeza redondeada y el abdomen monstruosamente peludo. Las larvas se alimentan de la carne en putrefacción del cadáver hasta hacerse enormes y convertirse en moscas. Se hartan tanto que se vuelven perezosas y no vuelan demasiado porque en seguida quedan exhaustas. El caso es que el sábado por la mañana se encontró en un piso de la calle de la Riera Baixa el cuerpo de un hombre bastante podrido. A alguien se le ocurrió llevarse la ropa a comisaría para buscar con más tranquilidad si llevaba algún tipo de documento encima y así poder identificarlo, porque los vecinos del bloque no sabían quién era. Con la ropa, y sin pensarlo, también se recogieron restos cadavéricos, sobre todo sustancia adiposa llena de larvas. Cuando aparecieron las moscas sarcophagae y los policías de guardia se dieron cuenta del origen, ya era demasiado tarde. Ni el hecho de tirar la ropa a la basura de la calle sirvió para evitar que los despachos se llenaran de mis pequeñas amigas, que se pegan a las paredes, los escritorios y las ventanas a la espera de que alguien las mate.

Así, pues, la escena con que Moisés Corvo se encuentra en la comisaría de la calle del Conde del Asalto resulta patéticamente cómica. Malsano aplasta moscas con atestados enrollados, mientras Golem y Caraniño le van diciendo dónde hay más.

—¿Te has hecho tenista? —pregunta.

—Mecagoentodo, Corvo. Tenemos la puta comisaría llena de estos bichos. —Una imagen que cuesta ver en Juan Malsano, sudado y despeinado.

Moisés saluda a Golem y Caraniño, que están partiéndose de risa. Hola, marica, responde el primero.

¿Recordáis el enfrentamiento de Corvo con los Apaches? Golem y Caraniño son los dos policías que lo trasladaron al hospital. De alguna manera, son los responsables de que aún esté vivo. Y Moisés Corvo no lo olvida.

Pareja inseparable, dedicados a los casos de atracos de buena parte de los distritos de Barcelona, Golem y Caraniño hace muchos años que trabajan juntos. El primero tiene este apodo porque es grande e imponente, como el homúnculo de fango de la tradición judía, el que Gustav Meyrink captó en su novela. De ojos pequeños y nariz considerable, Golem habla poco pero siempre dice lo necesario. A Caraniño no es preciso que lo describa. Malsano lo bautizó así el primer día que lo vio. Al contrario de su compañero, es mucho más expansivo y locuaz, le gusta presumir de la cantidad de atracadores que ha mandado a la trena. Y no presume sin motivo.

Moisés Corvo se ha asegurado de que nadie sepa de esta reunión clandestina en la comisaría. Si Millán Astray, o Buenaventura, o algún bocazas se enterara, estaría perdido. Descanso es un eufemismo para decir no vuelvas en un tiempo.

—¿Tenéis algo de provecho o habéis estado jugando todo el rato?

Golem saca el archivo, uno de los más completos del cuerpo, cuya existencia conoce poca gente. Las fichas de los delincuentes habituales y las de los más peligrosos están bien ordenadas en cinco cajas, por modalidades delictivas y alfabéticamente. Son las que usa la pareja y acaban siendo mucho más útiles que el archivo oficial, desorganizado, lleno de humedad y con fichas perdidas. El doctor Oloriz, de Madrid, ha tratado de introducir la dactiloscopia en el cuerpo policial, con una reseña de los dedos de los detenidos y la clasificación cuidadosa de éstos, pero parece que Millán Astray no está demasiado por la labor.

—Juan nos ha explicado un poco por encima qué buscamos y tenemos algún candidato. —El tono de voz de Caraniño es agudo y nasal.

—Pero no pienses que esto lo hacemos con todo el mundo —ríe Golem, burlón.

—Sólo cuando sentís atracción sexual por quien os lo pide. —Corvo aparta una mosca que le pasa volando cerca de la nariz.

—Exacto.

—A ver qué tenéis.

—Diez hombres, cojos, con antecedentes por receptación, robo con fuerza y estafa. Los diez, una pandilla de charlatanes, de los que no saben vivir sin presumir de sus gestas.

—No está mal.

—Espera, espera —dice Malsano, que tiene la vista fijada en otra mosca, detenida debajo de una lámpara—. Bichos de mierda... Buenaventura tenía que recoger la maldita ropa con restos de carne descompuesta y putrefacta.

—Lo que también se conoce como roña mortis.

—Escuchad: de éstos, hay tres que también estuvieron detenidos por corrupción de menores. Tu ideal de hombre, vaya.

Golem pasa las fichas, que no tienen fotografías y están mecanografiadas sobre cartulina, con anotaciones a pluma y añadidos de detenciones posteriores, alias, compinches y toda clase de detalles.

Moisés Corvo lee en voz alta.

—Gerard Serrano, Albert Gené y Salvador Vaquer.

Una de mis amigas se detiene sobre el reverso. Corvo le clava un abanicazo y deja la ficha manchada de sangre; la mosca, como una pasa reventada. Me apasionan estas coincidencias, pero no tengo nada que ver, creedme.

—Buscamos a un vampiro —afirma Isaac von Baumgarten.

Malsano camina entre las literas vacías de la sala de estar del doctor y hace cuernos para tocarse la cabeza y alejar la mala suerte. Corvo se oculta las manos con guantes, porque no quiere dar más explicaciones de las necesarias al austriaco. Teme que, en cuanto los haya ayudado, comiencen las súplicas y las peticiones, como hace todo el mundo. Quid pro quo, dicen.

—Desdichadamente, no he traído las estacas, doctor.

—Estos días he estado reflexionando. Buscamos a un vampiro que no sabe que lo es.

—No lo entiendo —reconoce Corvo.

—El vampirismo hace años que existe. Stoker no es su inventor, sino más bien un apóstol. Quizá sea una expresión desafortunada, pero lo digo así para que me sigan. Durante siglos se ha perseguido y cazado a los vampiros en todo el mundo, pero son pocos los que los han estudiado y casi siempre se ha llegado a conclusiones semejantes.

—Que son...

—Uno de los casos más célebres de los que hay constancia es el que se bautizó como la fiebre del vampiro, en la frontera entre Serbia y Rumania, a fines del siglo XVIII. Un buen puñado de campesinos y ganaderos padecieron todo tipo de trastornos, acompañados de náuseas y fiebres. De noche se desplazaban hasta los cementerios y exhumaban los cadáveres más recientes para beberse la sangre. Se decía que habían sido mordidos e infectados por vampiros y el miedo se extendió por la comarca. Fue tan espectacular que un médico húngaro, Georg Tallar, se presentó allí para estudiar el fenómeno.

—Más o menos lo que hace usted aquí en Barcelona.

Van Baumgarten se ruboriza, y continúa:

—Los examinó durante meses, el tiempo suficiente para llegar a unas deducciones bastante interesantes. El invierno en aquella zona es duro para los pastores. Viven aislados en la montaña y la mayoría de ellos sólo tiene contacto con el resto de la comunidad cuando asiste a misa. La Iglesia ortodoxa es bastante rígida, e impone ayunos muy severos a los feligreses. Esta falta de alimentación, junto con las condiciones de frío y soledad de la montaña, los enfermaba y les provocaba alucinaciones, lo cual explicaría tanto la exhumación de cadáveres como el consumo de sangre.

—No había vampiros.

—Sí que los había. Eran ellos mismos, pero no lo sabían. Como en un círculo vicioso.

—Entonces el hombre que buscamos está enfermo. —Malsano piensa en voz alta—. Pero aquí no tenemos las condiciones extremas de la frontera entre... ¿dónde dijo que era?

—Serbia y Rumania.

—Eso. Vivimos en Occidente y en una ciudad llena de gente.

—Se olvida de que la tisis, la tuberculosis, la sífilis y otras enfermedades no identificadas aún se propagan por la ciudad sin que nadie las detenga. No digo que nuestro hombre esté enfermo. Al menos no en el sentido del vampirismo del doctor Tallar. Digo que es un depredador, que elige las víctimas no sólo por su indefensión, sino por las cualidades de su sangre.

—¿Las cualidades? —pregunta Malsano mientras toquetea lo que parece una sierra de operaciones.

—La sangre de los niños es más fresca y vital que la sangre cansada de alguien mayor. A más edad, una sangre más contaminada y más enferma. Cuanto más joven e inocente, más propiedades curativas contiene, más pura.

—¿Qué atracción puede sentir el hombre para bebérsela? ¿Qué lo ha llevado a comportarse así?

Blut is ein ganz besonderer Saft —recita Von Baumgarten en alemán y después traduce: —La sangre es un fluido muy especial. Lo dice Mefistófeles en Fausto, la obra de Goethe. Durante años la sangre se ha considerado un elemento casi mágico, portador del Bien y del Mal, tan codiciada como el oro, o quizá más. En la Edad Media se creía que servía para curar enfermedades nerviosas o de las articulaciones, pero también contenía los males y por eso se extraía en sangrías, que la mayoría de las veces acababan debilitando al paciente hasta matarlo. Volvamos a Stoker y su Drácula. Hay un pasaje en que Lucy está medio muerta a causa de la mordedura de un vampiro. Pero al beber la sangre de su amante, la chica revive, parece que se recupera.

—Nuestro hombre es un gran bebedor —ironiza Corvo, pero en realidad está absorto en la explicación del doctor.

—Sí, pero también conoce los misterios de la hematología. Es un experto en transformar el líquido en remedio. Quita una vida y la da a la vez.

—¿El vampiro que buscamos es un boticario? —pregunta Malsano.

—El vampiro que buscamos es metódico, frío y manipulador. Puede rodearse de gente que le haga ciertas tareas para no exponerse. Tendrá dos caras: la de puertas adentro y la que ofrece al mundo; la fea y la elegante. Y no sólo vive de chupar sangre, sino también de comerciar con ella. El vampiro que buscamos tiene que ser un médico, un curandero o un sanador, aunque me inclino más por esta última opción, porque nuestro vampiro tiene contacto con la cultura popular, seguro. No es científico, le viene de la tradición oral.

Qué poco se imagina Bocanegra que, al llamar a la puerta del doctor Von Baumgarten, se encontrará a los dos policías a los que embaucó con la historia de los negros y el Tuerto. Como la señora no ha dado señales de vida y él tiene hambre, ha ido a visitar al médico que dio trabajo a su compinche, para ver si le da algunas sobras.

—Bocanegra. —Moisés Corvo hace como que se alegra y el chico está a punto de perder el control de los esfínteres—. Tú conocías a alguien que hacía ungüentos y pomadas y cosas por el estilo, ¿no?

Al día siguiente por la tarde, Bocanegra los conduce a casa de León Doménech, el profesor de guitarra ciego que se dedica a la confección de remedios para todo tipo de enfermedades. Al toparse con los policías, no ha visto otra salida. No delatará a la señora y León es lo bastante culpable para que lo puedan imputar por estafas y lo bastante inocente para que no lo relacionen con las actividades de Enriqueta. Por su lado, Von Baumgarten les ha pedido acompañarlos, pero los inspectores se han negado. El doctor no es un hombre de acción. Se bloquea, se pone nervioso y no sabe reaccionar ante situaciones que lo superan. Pero la caza del vampiro, el hecho de tenerlo tan cerca, al alcance de la mano, es más poderosa que cualquiera de sus miedos. Desea pasar del estudio a la praxis, de la disección infructuosa a la aplicación empírica. Anhela, en fin, mirar cara a cara a uno de estos monstruos que hace años que persigue. El edificio de la calle de la Lluna número veintidós es alto y estrecho como un desfiladero, con unos peldaños pequeños que no pueden abarcar los pies de los policías. Bocanegra sube las escaleras a zancadas. Alto ahí, chaval, que no tenemos prisa, lo reprende Corvo. Están a oscuras y sólo ven por la luz que se cuela por debajo de las puertas de los pisos. El hedor a orina los envuelve.

León Doménech abre la puerta, desnudo de la cabeza a los pies. ¿Niño, eres tú? Y Bocanegra invita a entrar a Corvo y Malsano.

—Traigo compañía, León.

—Los policías.

—Tápese —aconseja Corvo, tajante.

—¿Por qué? Me gusta ir ventilado.

El piso es oscuro como boca de lobo y cuando León da media vuelta y regresa hacia dentro, comprueban que lo conoce como la palma de su mano. Ni un ruido, ni un choque con una silla. Bocanegra enciende un par de velas, que llenan el aire de una atmósfera tétrica. El ciego se sienta en una butaca, con los ojos cerrados como si durmiera, las piernas abiertas y los brazos a los lados. Si no es el monstruo que están buscando, seguro que debe de ser el que los hermanos Grimm habrían deseado conocer, piensa Corvo.

—Señor Doménech. Éste es el inspector Corvo y yo soy el inspector Malsano.

—Ya me ha dicho el niño que vendrían. ¿En qué puedo ayudarles?

—Usted se dedica al curanderismo, ¿no?

—Hombre, curanderismo es una palabra muy fea.

—Pero se dedica.

—No es mi actividad principal. No tengo una vocación especial. Generalmente doy clases de guitarra.

—¿Perdone?

León ríe en silencio.

—El niño les ha dicho que soy ciego.

—Sí. —Al unísono.

—Y se preguntan cómo puedo hacer de maestro de guitarra.

—Por favor... —lo invita a explicarse Malsano.

—Yo no siempre he estado así, ¿saben? De joven viví unos cuantos años en París. Me dedicaba a la buena vida, allá, qué tiempos aquellos. Estaba hecho todo un artista. Era bueno con las manos —las levanta, ahora blandas, de piel caída—: tocaba la guitarra, esculpía, pintaba, magreaba a las mujeres más hermosas...

—Y se quedó ciego de tanto tocársela —dice Moisés Corvo, y Malsano lo reprende con la mirada.

—Me quedé ciego por un accidente. Si fuera una enfermedad, créame que ya me la habría curado. Estaba en mi taller, me dedicaba profesionalmente a hacer figuras de cera. Me cayó un barreño lleno de cera caliente en la cara. No sólo me dejó sin ojos, también me quedó el rostro como una máscara.

León Doménech lleva una barba blanca y espesa, con claros. Ahora abre los ojos, albinos como dos lunas.

—Y se dedicó al curanderismo.

—No me gusta esa palabra. Remedios naturales es mucho mejor. Y no, no fue inmediato. Piense que le hablo de hace mucho tiempo. Evidentemente, abandoné el mundo de las artes. No sólo no servía para nada, sino que me quería matar.

Moisés Corvo mira al hombre desnudo, una imagen lamentable, y se pregunta si es el vampiro. Le parece que no, pero nunca se sabe.

—¿Ha intentado curarse? —interroga.

—Ya le he dicho que fue un accidente. No hay curación posible.

—Ninguna.

—Ninguna.

—Por muy extraña que sea.

León Doménech es ciego pero no tonto.

—¿Insinúa que he cometido algún delito, inspector?

—No, no lo insinúo. Se lo pregunto.

—Pues ya puede estar tranquilo, porque la respuesta es no. La afición por los remedios naturales me vino de una mujer que conocí en Montauban, en el sur de Francia. ¿Han estado?

—No.

—Pues deberían ir. Tiene una plaza porticada magnífica. Obviamente la he palpado, no la he visto, pero sé reconocer la belleza.

—Decía que le enseñó una mujer.

—¿Quién si no? Los hombres son simples aprendices de brujo. Las que conservan el misterio, las que realmente guardan el secreto de la naturaleza, son las mujeres. En confianza, no se fíen nunca de un sanador hombre si pueden hacerlo de una mujer —vuelve a reír, para él mismo más que para sus espectadores—. ¡Y eso que tiro piedras contra mi tejado!

—¿Cómo hace los remedios?

—Oh, eso no se lo puedo decir. Es la receta secreta de la casa.

—Somos policías, señor Doménech, no la competencia —recuerda Corvo.

—Ya. De hecho, no hay grandes misterios. Recuerdo las recetas de grasas, hierbas y licores que me enseñó aquella mujer.

—¿Y tiene muchos clientes?

—Pocos. Los de toda la vida. Vecinas de la calle que me piden curas caseras para gripes y reumas.

—¿Nadie más?

—Esporádicamente, algún viajante que me envían de un par de pensiones donde me conocen.

—¿Y de dónde saca la materia prima para confeccionar las mezclas?

—Hay una trapería en Hostafrancs que también se dedica a la confección de grasas.

—¿En qué calle? —Malsano lo apuntaría en el bloc de notas, si pudiese ver.

Bocanegra sigue toda la conversación de pie, en la penumbra, nervioso. Si tuviera valor, mataría a los policías ahora mismo.

—En Jocs Florals, no recuerdo el número. El propietario se llama Ferran Agudín.

Enero se va apagando sin noticias. Es como si el año anterior no hubiera dejado pasar al monstruo, piensa Malsano. Cualquier investigación los lleva a un callejón sin salida. Hace dos semanas que vigilan los domicilios de los tres hombres que Golem y Caraniño les facilitaron. Dos de ellos llevan una vida aparentemente normal, casados, con un trabajo estable donde pasan la mayor parte del tiempo. Al tercero, Salvador Vaquer, ni lo han visto. Nunca se ha acercado a su piso de la calle de Muntaner. Desisten de apostarse allí, día sí, día también, en la esquina, quizá incluso esté muerto y no tienen constancia de ello. Quizá se haya marchado de la ciudad. No saben que Salvador vive en el veintinueve de la calle de Ponent, pero no quiere deshacerse de su antiguo piso porque teme que Enriqueta lo eche de casa en cualquier momento.

En la calle de los Jocs Florals, Ferran Agudín está aporreando una alfombra cuando los ve llegar. Llamar taller a ese almacén de trastos y chatarra es ser generoso.

—Buenos días —saluda, y a primera vista se sabe que es un hombre sin secretos.

—¿Señor Agudín?

—Yo mismo. —Deja de pegar garrotazos a la alfombra y, curioso, arruga la nariz debajo de unas gafas de culo de botella. Sudado, lleva un pañuelo anudado a la cabeza y una camisa de manga corta abierta hasta el ombligo.

Los policías van abrigados hasta arriba, corre un aire helado, a pesar del día espléndido con un sol restallante.

—El señor León Doménech nos dijo que usted lo surtía de materia prima para hacer ungüentos y pomadas.

Ferran Agudín deja el atizador sobre una mesita desbordante de herramientas y chatarra, pero cae al suelo. No se preocupa de recogerlo.

—No es exactamente así.

—¿No? —se sorprende Malsano.

—No. Yo le hago las mezclas. Prácticamente lo tiene todo hecho, cuando se lo lleva.

—Las mezclas —repite Corvo.

—Sí. Seguro que les ha explicado la historia de la mujer francesa, ¿no? Se hace pesado, con eso, pobre desgraciado. Si yo me quedara ciego, también me aferraría a los recuerdos, claro. Pero mira que hace tiempo que lo conozco, y la mujer aquella ya debe de estar bien muerta, ¿eh?, pero él dale que dale con su dichoso recuerdo.

—Dice que usted le hace las mezclas —insiste Moisés Corvo.

—Sí, las que me pide. Cuatro cositas de vez en cuando, perlas de bacalao, o de tiburón, ungüentos de grasa de cerdo con hongos... remedios caseros para pequeños males.

—¿Cómo consigue el material para fabricarlos?

—De aquí y de allá. Soy trapero. Hoy han tenido suerte y me han encontrado, pero a menudo doy vueltas por la ciudad, paro en mercados, busco en la basura, tengo contactos... —El hombre se detiene en seco—. ¿Ustedes son policías? —Corvo y Malsano afirman con la cabeza—. Yo no tengo ningún problema con la policía. No hago nada malo, no robo, todo me lo dan o lo compro a buen precio.

—No se preocupe —lo tranquiliza Malsano. Esta búsqueda está resultando del todo frustrante. La vía de investigación que les ha propuesto Von Baumgarten parece que vaya a morir en cualquier momento.

—Nos interesa especialmente de dónde saca las grasas —incide Moisés Corvo.

—Ah, las grasas. Antes me las daban en la Boquería, pero los municipales se pusieron duros y dijeron que no había medidas de higiene y... bueno, ustedes ya se lo imaginan. Querían que pagase para que así el Ayuntamiento se embolsara una parte con los impuestos y a mí me dejaban en la calle.

—¿Y ahora no las paga?

—Sí. Pero a muy buen precio, la verdad. Un matrimonio que se ve que hace matanzas en el pueblo me las trae de vez en cuando. Él es un hombre muy despierto, muy espabilado, un tipo simpático. Ahora bien, si hablan con ella, ya verán que es seca como un trozo de pan sin queso.

—¿Sabe sus nombres?

Ferran Agudín hace memoria.

—De ella no. Nunca me lo ha dicho. Él se llama Joan, pero el apellido no lo sé.

—¿Y de dónde son?

El trapero rebusca en los cajones, saca papeles, desordena el desorden.

—Espere, lo tengo aquí anotado, con dirección y todo. Joan, miren, se llama Joan, Joan Pujaló, calle de Ponent cuarenta y nueve.