38
—Esta vez hemos tardado menos.
Los dos puticlubs son simétricos y se miran frente a frente, como las dos catedrales de la plaza de Gendarmenmarkt. Claro que aquí, en lugar de la estatua de Schiller, han colocado un cupido con pinta de proxeneta. El coche de Iván emite un bufido quejumbroso, como si se le fuera a desplomar la junta de la culata. Son las diez de la mañana y sólo se ve un audi junto a la puerta.
—¿Y ahora?
—Pavesi le está esperando.
—¿Cómo es eso?
—Lo llamé.
—¿Que lo llamaste?
—¡Claro! Tenía que cerciorarme de que estaría.
—Ya, pero... Oye, Iván, ¿andarás por aquí cerca, no?
Iván lanza un respingo que denota cierto grado de indignación.
—Iván nunca abandona a sus amigos —subraya enfáticamente.
—Está bien, no lo pongo en duda. ¿Cuál es?
El puticlub de la izquierda tiene un nombre extraño, como de asador recio, Casa Torices, y el de la derecha, pintado de un rosa pálido, Casa Cabanas. Alguien ha plasmado un grafiti debajo, con una leyenda que afirma: «Serrallo Cabanas, se folla por la noche y por las mañanas», junto a un dibujo de carácter cubista y obsceno. No parece reciente, por lo que resulta curioso que los propietarios no lo hayan suprimido.
—Si no salgo en... —empiezo a decir.
—Eso es de película.
—Ya, Iván, seguro que suena a película, pero... Pavesi bien poco tiene que reprocharme, aunque, claro, si el asunto se tuerce...
Iván me pone una mano sobre el hombro. Por su peso, me da la sensación de que es una mano que debe estar acostumbrada a levantar sacos de arena.
—Yo creo que lleva usted las de ganar. ¿No dijo que tiene una amiga policía? Si ese cabrón se la quiere dar con queso, basta con que le amenace con...
—Si, ya sé, práctica de la prostitución, extorsión a menores, trata de blancas, agresión sexual, asociación ilícita, atentado contra la salud pública... la lista que me has dado es suficientemente larga... Lo que no sé por qué has incluido eso de «omisión del deber de socorro».
—Lo ponía en el código penal. Lo saqué de internet.
—Ah.
Me doy cuenta de que lo que voy a hacer no tiene sentido —ni siquiera común— y que es probable que me den con la puerta en las narices. Pero después de todas las cosas que me han pasado, de este viaje sonámbulo y estéril, cumplir la promesa hecha a un tipo a quien, en el fondo, no conozco, posee algo de redentor. Como cuando al llegar a casa, harto y extenuado, conservas el prurito civil de leer unas páginas y lavarte con paciencia los dientes.
—Nos vemos en una hora —digo por aventurar algo.
Según me aproximo me acuerdo de mi padre, al que no me resulta difícil evocar en un puticlub, pero no para difundir su semen, sino para esterilizar el gato de alguna madame. Sus pies, largos y vigorosos, estarían sobre un almohadón y sonreiría mirando el crepúsculo. Cuando alcanzo el porche me entran ganas de retirarme, pero hago un esfuerzo y toco el timbre de latón.
—Qué desea. Es muy temprano.
El portero, que bosteza urgentemente, no tiene músculos de titanio. Más bien emana un aire plácido, mortuorio, como si trabajase en una empresa de pompas fúnebres. Lleva una camisa color azafrán y unos pantalones que le quedan flojos. La corbata, de seda falsa, está llena de lamparones.
Busco las palabras, que me salen de la boca como un silbido.
—Estoy citado con el Señor Pavesi.
—Tiene que rodear la casa. Por la puerta de atrás.
Adosado al puticlub, con un vuelo de escalones de granito, hay un bungalow con listones de madera y tejado de cinc. Es un edificio anacrónico, con visillos en las ventanas y un olor a barniz marino. Sobre el dintel de la puerta, con letra gótica, se lee: «Pase sin llamar. Cuerpo diplomático». No sé si se trata de una broma, pero eso reafirma mi impresión sobre Pavesi, la excentricidad que, de un modo oblicuo, parece presidir la mayoría de sus actos. Subo las escaleras y busco sin éxito el timbre.
—Vaya, he aquí al hombre que tanto deseaba ver.
La frase de Pavesi, que está al fondo de una pieza enorme, me deja pasmado. La puerta estaba abierta, así que sólo la he tenido que empujar. El espacio tiene forma de loft, con una decoración que subraya su aire minimalista. No sé por qué me imaginaba a Pavesi en un lugar barroco, entre muebles Pompadour y techos venecianos. Habitando, en suma, el suntuoso Palacio del Dux. En lugar de eso, aparece sobre una alfombra de fibra vegetal, deslizándose junto a una barra de fábrica en la que guardan precario equilibrio, como figurillas de Lladró, dos copas de cóctel.
—Veo que empieza bien la mañana.
—No se engañe. Ya tomé huevos y pan con aceite. Le imagino desayunado.
—Sí.
—Entonces, comparta conmigo el reconstituyente. Una auténtica delizia.
Pavesi lleva esta vez un traje de lino crudo, que disimula algo sus kilos, aunque no su talla paquidérmica. Oscila dentro de su esfera de grasa pendularmente, con una flema pesada y episcopal.
—Muy rico. ¿Qué es?
—Un clover club: ginebra seca, granadina, medio limón y clara de huevo. En mi caso, antes de que me lo pregunte, el secreto está en los ingredientes naturales: tengo una huerta con limoneros y los huevos me los traen del culo de gallinas camperas.
—Vaya.
Pavesi sonríe con satisfacción y empieza a hacer sus cábalas. Seguramente está evaluando mi grado de inquietud y si estoy aquí por razones que se le escapan. Lo de la paliza y mis incursiones en su territorio no parece preocuparle. Sus ojos porcinos —ahora me doy cuenta de que son de distinto color, uno azul y otro amatista, igual que los de David Bowie— no pierden detalle de mis gestos.
—¿Dónde nos habíamos quedado? —Me pregunta.
—Pues...
—Olvídelo. Todo pasa, ya sabe. No me gusta perder el hilo de las cosas. Es como dejar rodar una madeja. Nunca me voy a la cama sin saber cómo comenzarán mis sueños.
—¿Incluso si es acompañado?
Pavesi estira sus labios con picardía.
—Vaya, veo que no arrastra la pereza de otras ocasiones. Yo diría... sí, afirmaría que está más fresco, n ´est ce pas?
De hecho, vuelvo a sentir los pies helados, un frío que fluye como un veneno por mi sistema glandular. Froto las manos enérgicamente como un cura al que le hubiesen metido una docena de pingüinos en su sacristía. Pavesi transpira ligeramente, pero no hay en su cuerpo ni una aureola de sudor.
Apuro mi copa mientras él, asiendo la coctelera con el índice y el pulgar, vierte un poco más.
Carraspeo atolondradamente.
Pavesi levanta las cejas con suspicacia.
—¿Sí?
—Yo...
—Por Dios, Santiago, es usted un tipo singular...
Pavesi suelta una carcajada biliosa y soez. Me lo imagino galopando como un emperador, con un casco rematado con plumas y una cinta alrededor del cuello. Descuartizando con las pezuñas de la montura el cráneo de sus rivales. En las palabras que me dirige ahora, mientras acaba de un trago con medio cóctel, hay una especie de oclusión urgente.
—No eche a correr, Santiago. Claro que sé su verdadero nombre. Lo sabía incluso aquella tarde, en la terraza...
—Pero, entonces...
—Olvídelo; ya se lo dije antes, me gusta seguir la corriente de los hechos, de la vida, si lo prefiere, y lo que le trae a usted aquí no tiene que ver con sus burdos intentos de pasar inadvertido, o de suplantar a sabe Dios quién. Para cambiar de identidad, Santiago, hace falta mucho coraje. ¿Usted lo tiene?
—No lo sé. Supongo que si he venido hasta aquí...
—Sí, eso le da cierto prestigio, pero no demasiado. Al menos, no mientras parezca que le han metido un palo por el culo.
—¿Cómo?
La puerta se abre en ese momento detrás de mí, con un ruido triste y esponjoso. Supongo que lo que Pavesi quería expresar es que estoy un poco tieso, pero mi esfínter se comprime aún más cuando veo al maromo que aparece en escena: el inefable Samuel Caravia, casi irreconocible, con el cráneo rapado al dos, el pelo duro como una casaca recién cepillada. Viste una cazadora negra y no deja de sonreír, pero en su rostro, tenso e inexpresivo, hay ahora un matiz que lo vuelve amenazador.
—No te necesito todavía, Samuel. Nos iremos en media hora.
—¿Irnos? —Pregunto yo mientras el nuevo Caravia cierra la puerta.
Pavesi abandona el taburete y se acerca a un sinfonier de madera lacada en el que no había reparado. Tira de un pomo de cristal y revuelve un rato el cajón, como una vieja buscando un alfiler. A su lado hay una lámpara de pergamino y un paraguas con mango de cuerno. Extrae una pistola, que se guarda en el bolso y saca unas esposas relucientes; luego se da media vuelta y me las arroja.
—Oiga, Santiago —empiezo a balbucear.
—Mientras se las coloca, si me lo permite, voy a poner algo de música. El segundo cuarteto para cuerda de Borodín. ¿Lo conoce? Un prodigio. El famoso es el tercer movimiento, Nocturno, pero a mí me fascina el segundo... ¡Esos intrincados arpegios! Yo creo que en ese fragmento alcanza, cómo diría, regiones más expresivas... ¿no le parece? Pero póngase cómodo.
—Santiago...
—Santiago es usted.
—¿A qué viene esto?
Santiago esboza una sonrisa y se palpa el bolsillo. No se excite, me dice y saca una pitillera con filigranas de nácar. El peor de los escenarios posibles, pienso, sin darme cuenta de que esto no es una película. Pavesi enciende un cigarrillo mientras asiente con la cabeza.
—Alexander Porfírievich Borodín... ¿Sabe que, además de gran compositor, era un excelente químico? Descubrió nada menos que la reacción aldólica, muy usada en la industria química. Todo ese mundo de las condensaciones, las enzimas y los compuestos carbonílicos es muy propio de los científicos rusos, ¿no cree? Lo llevan en la sangre. Polímeros y dividendos saneados. Audacias retóricas sobre una base de hidróxido de rubidio. Como nuestro amigo Iván: él también es un químico de primer nivel... al menos sintetizar ciertas cosas que le pedimos, se le da de maravilla.
Iván... así que esto era una encerrona. Pero no encaja, pienso, todo ha sido propiciado por el azar, nada de esto tiene sentido, carece de lógica. Salvo que estos mafiosos quieran secuestrarme, pero a santo de qué, si no tengo dónde caerme muerto... La palabra muerto me trae recuerdos paradójicos a la cabeza y empiezo a pensar que esto es irreal, la viñeta de un cómic con un final guiñolesco en el que, por error, me entierran en un cementerio apache.
Pavesi da otra vuelta de tuerca al delirio.
—Hay tipos que se pasan la vida entrando y saliendo de una casa de putas. Metafóricamente hablando. Usted no da el perfil, por eso me intriga que haya acabado aquí. A otros, como al pobre Iván, le empujaron las circunstancias, como ese amor suyo, Lina, una trágica consecuencia rusa.
—Eso es.
—¿Cómo dice?
—Pavesi... tiene usted que soltarme... ha habido un error lamentable... No sé qué le habrá contado Iván, pero... Mire, yo creo que nos está utilizando a los dos... Déjeme...
Pavesi abandona por un instante su aire mefistofélico.
—¿A dónde quiere llegar, Santiago? —Pregunta con algo similar a una suave expectación.
Lo tengo en la punta de la lengua, creo que hay algo sinuoso resbalando en mi cerebro, pero soy incapaz de modularlo. De repente, el nombre de Lina, la vaquera soviética, se convierte en una especie de mantra, en una extorsión inesperada del lenguaje. Lina, me pregunto. ¿Quién diablos es? ¿E Iván? ¿De dónde ha salido ese hombre, qué papel juega en todo esto?
Pavesi ha recuperado su semblante malicioso.
—No me ha contestado, amigo.
—Lina —digo por fin—. Yo venía a pedirle que la soltara en nombre de Iván. No venía a otra cosa. Tenía preparado un discurso, no es que creyese que pudiese convencerle fácilmente; pero, no me pregunte por qué, creía que se lo pensaría dos veces.
Ahora es a Pavesi a quien parece habérsele trabado la lengua. Me mira con el ceño fruncido, con una mezcla de incredulidad y fascinación: como si el pequeño unicornio de plata que hay sobre el sinfonier hubiese cobrado vida.
—Creo que voy a llamar a Samuel —me dice—. ¿Le ha trastornado su presencia, verdad? Samuel es una caja de sorpresas, además de un esbirro bastante versátil: tan pronto parece Jesús de Nazaret, como un inquietante portero de noche. En fin, creo que saldremos de viaje.
—¿De viaje? —Pregunto. Todo se ha vuelto inaplazable, los minutos se desvanecen como por arte de ensalmo—. ¿Qué viaje?
—El final de su viaje, Santiago. ¿Cómo se siente?
No lo digo, pero me siento anacrónico, como Alfredo Landa en una película de Bruce Lee.
—El final...
En algún otro lugar, las cosas estarán sucediendo exactamente al revés.