31
—Tenemos que pagar sesenta euros cada uno —me suelta Sonia—. Por fin me ha cogido el móvil, pero no le he dicho que estás aquí. Será mejor que me dejes un rato con ella, y luego te pego un toque.
—Sesenta euros... Está bien. Lo que se ve desde aquí parece un campo de refugiados. Lo que no se oye es mucho ruido.
—El primer concierto es a las seis. Ya lo notarás.
—¿Te ha dicho por dónde anda?
—Más o menos. Tendré que buscarla. Pero no te preocupes. Ni se te ocurra seguirme.
—Ya.
—Oye, Sonia.
—Qué.
—Nada. Nos vemos.
—Claro.
Desde la entrada, que está en un cerro aplastado, el espectáculo es fastuoso. Se ven cientos de jóvenes desperdigados por una extensión inmensa, una sugestiva quinta de recreo. Un mobiliario posmoderno se disemina por la pradera, cubriendo con sus eslabones el horizonte: cápsulas de goma, retretes químicos, casetas prefabricadas con planchas de policarbonato. Y usurpando un pedazo de cielo, como los fuselajes de una nave espacial, dos escenarios monstruosos.
Si supiese cómo es, diría que voy pisando la superficie de Venus. Debe ser efecto del cannabis, que se estira como un tufo insoluble a mi alrededor. Delante de mí, rumoroso, se despliega un archipiélago de jóvenes: como un cauce lleno de cantos imperfectos y hermosos. Manadas de chicos y chicas que se frotan y huelen a un lodo sutil. Se diría que los han parido las nubes y que, al entrar en contacto con la tierra, se apoderaron del lugar. Mataría por volver a ser como ellos; o al menos vendería mi alma por serlo un rato. Sobre todo como ese muchacho con rostro de chivo que abraza —que engulle— a una ninfa de trenzas azules.
Noto que me observan, pero no soy el único bisonte maduro. Los hay que, agarrados a una lata de cerveza, escenifican un simulacro de felicidad. Son seres anacrónicos que rinden culto y añoranza a un pasado imposible. Arrastran sus grandes testículos con una voracidad lenta y penosa.
Es el momento de integrarse en el limbo —como mi padre—, así que doy unos pasos y enciendo un porro. Camino dejando una estela fragante, entre torsos ondulantes y desnudos. Algunos cachorros captan la calidad de la hierba y se aproximan a mí. Tienen que hacer un esfuerzo por conservar el equilibrio y no pisar a sus congéneres. El suelo, un compost pelado y terroso, está lleno de inmundicias.
—Hey, ¿compartes unas caladas, tronco?
—Yo no soy ningún tronco. ¿Ves que tenga pinta de árbol?
—No me vaciles, hombre... Además, aquí la ley es compartir, colega.
—¿Ah, sí? ¿Y tú qué me ofreces?
—Pues conversación, colega, conversación de la buena... Antes de que empiece el ruido, claro.
No debe tener más de quince años, quizá dieciséis. Calza chanclas, pantalones abullonados y una camiseta con el rostro serigrafiado de Bob Marley. En el bolsillo lleva un bote fluorescente para hacer grafitis. Pienso automáticamente en Rubén. Le miro intensamente y pienso que podría ser mi hijo. Detrás de él hay una chica maravillosa y un joven de aspecto taciturno. Pero incluso éste me dirige una sonrisa solidaria y dócil. Han salido de una tienda de campaña con capacidad, como mucho, para un pigmeo. Le ofrezco el canuto a la chica, que le da una calada frenética.
—Estoy buscando a mi hija —les digo inopinadamente.
Los tres me miran con asombro y ponen cara de fatalidad. Es como si me dijeran que aquí no se buscan hijos, o en cualquier caso, que no es el lugar para hacerlo. La chica le da otra calada al porro y se lo pasa al segundo. Lleva una camiseta de tirantes muy ajustada, en la que, con trazos desmesurados, se puede leer: «Hazte monja y que sea lo que Dios quiera».
—¿A tu hija? Lo veo jodido.
—Ya. Vine con ella de viaje y se me despistó.
Los tres se miran de nuevo, esta vez con sorna.
—Se aburriría un poco, hombre. Tienes que darle cancha.
—Le di demasiada. Ése es el problema. ¿Tenéis un cigarrillo?
El que tiene la expresión seria saca un malboro y me ofrece el paquete. Nos sentamos en el suelo, los cuatro, como si fuéramos miembros de la misma expedición. Se lo digo, les comento que yo parezco el capitán y ellos los cadetes, y de pronto se echan a reír. Entonces me viene a la memoria el viaje a La Antártida de Shackelton y la célebre carta que publicó en el Times.
—«Se buscan hombres para un viaje peligroso. Sueldo bajo. Frío extremo. Largos meses de absoluta oscuridad. Peligro constante. No es seguro volver con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito».
—¿Fue lo que escribió? Es buenísimo —dice la chica.
—¿Y consiguió reclutar exploradores?
—Unos cuantos.
—Qué huevos.
—Aquella gente era de otra pasta, chavales —les digo, y miro al cielo de agosto con aflicción, como si fuese un ex combatiente de la guerra de Corea.
—Bueno, esto también es duro —dice Bob Marley con guasa. Yo le miro y asiento con una sonrisa.
—Sí, aguantar este sol de justicia tiene su mérito, no os diré que no. ¿Os pasáis el verano de festival en festival?
—Más o menos —responde el serio—. Yo estuve recogiendo melocotones hace un mes y con lo que saqué me vine paquí.
—¿Y vosotros?
—Nosotros somos los hijos de una generación que nos ama tanto como nos repudia —dice la chica con un mohín inquietante. No dejo de observarla y admirar su belleza. Tienen unos ojos inmensos, almendrados y un hoyuelo fascinante en la barbilla.
—¿A qué viene eso?
—Nos mimaron, nos perfumaron, nos consintieron, nos dieron las mejores cosas y la mayor libertad. Y convirtieron su sueño en una esclavitud.
—¿Tú crees? Suena muy profundo, eso. Y amargo, muy amargo.
—Claro, es así. Mis padres me adoran, pero cada vez que regreso a casa veo el miedo reflejado en sus ojos. Tienen tanto miedo a mis reacciones como a perderme. Se han convertido en unos esclavos.
—Y todo por hacer el tonto con la picha y el coño —dice con negligencia Marley.
—No seas boquerón —replica ella.
—Bueno, es la pura verdad. ¿No es así, viejo?
—No sé qué deciros. ¿Tú qué opinas, Nick?
—¿Por qué me llama así?
—Tienes ese aire embrujado y misántropo de Nick Cave... ¿Nunca te lo habían dicho?
—¡Claro que sí! —Grita Marley—. Oye, el tronco maduro éste controla de verdad.
—No digas idioteces —dice Nick, y me clava una mirada de actor maldito.
—Está bien, no pretendía ir de gracioso. A mí me gusta Nick Cave. De verdad. Siempre me estremece escuchar su Hallelujah. ¿No tocará hoy aquí?
La chica, que no ha dejado de mirarme todo el rato, me dedica una sonrisa embriagadora.
—Ojalá; pero no. Sin embargo toca Rufus Wainwright. ¿Lo conoces?
—No.
—Te gustará —sentencia, y prolonga su sonrisa de uva moscatel.
Me doy cuenta de que estoy a gusto y de que me tengo que marchar. Mis nuevos amigos no parecen molestarse, más bien inician una despedida tribal y morosa: se rascan, se estiran al unísono y barritan de placer. ¿Qué, chonis, nos movemos? El mundo les pertenece, como a las orcas y los delfines el fondo del mar.
—Me voy antes de que ustedes se amotinen —digo, pero no captan el sentido de mi frase.
—Busca en cualquier sitio, menos en la zona VIP —sugiere Marley, y me hace un gesto de victoria con el pulgar.
La zona VIP: cómo no había caído. Seguramente Luisa haya venido con algún familiar y esté con ellos en ese gueto pijo. Los preliminares del concierto empiezan a percibirse, pero tengo tiempo de esquivar la marabunta. El aire se llena de un fluido litúrgico y de una sensación de libertad. Todos los neutrones del universo vienen a congregarse aquí. Algo así debió sentir el temerario de Custer en Little Big Horn, o Martin Luther cuando dijo: «Hermanos, he tenido un sueño». Voy sorteando pequeñas manadas y me acerco a un alto del valle. Precintada, rodeada de palmeras y carrocerías de lujo, distingo la zona VIP.
—Si no tiene pase, no puede entrar —rezonga un gorila que parece haber nacido para soltar esa frase después de millones de años de evolución. Hago que hurgo en el bolsillo y sonrío, indicando con un gesto que he olvidado el pase en otro lugar.
Siempre he pensado que no hay plazas inexpugnables, sobre todo si admitimos que en el infierno puede entrar cualquiera: así que merodeo por allí hasta que descubro, detrás de unos remolques, un pasadizo. El sitio es un pequeño paraíso apócrifo, un pabellón acristalado con jacuzzis, lujosas chaise-longue y césped artificial. Las mujeres, como vulgarmente se dice, son de las que quitan el hipo. Con lo que sus esposos sueltan en propinas, yo podría pagar la pensión de mi ex. Me pregunto si realmente Luisa se siente bien, si echa de menos alguna cosa. Pero claro que lo está, es una idiotez atribuirle nostalgias. Me gustaría convencerla de que no merece la pena, de que todo esto sólo es un bluf. Pero para eso tengo que abordarla y soltarle un discurso. Y la veo, juro que en ese momento la veo, como una miniatura deliciosa, a escasos metros de mí. Ríe entre dos maromos, con la blusa tensa y anudada al ombligo: sorbiendo un daikiri con la malicia sensual de Lolita. Avanzo a grandes zancadas y pronuncio su nombre.
—¡Luisa!
Apenas estoy a diez metros, pero ella no levanta los ojos.
—¡Luisa!
Siento como un golpe en los riñones, pero no me detengo; Luisa está sólo a unos pasos y aún no he conseguido que me mire.
—¡Luisa! —Vuelvo a gritar.
Esta vez el golpe es en la cabeza, como un papirotazo, pero tampoco le presto atención: porque por fin alza los ojos y noto que me mira fijamente. Los golpes se han convertido en una mano que me agarra por los pelos y me tira con violencia hacia atrás.
—¿Cómo ha entrado este idiota? —Oigo rugir. Luisa no me quita los ojos de encima, pero en ellos no hay reconocimiento, sino incredulidad, y cuando llego a su altura, casi a punto de rozarla, ella me mira sin moverse un centímetro.
—Luisa... Joder, Luisa...
—¡Sacadlo de aquí ahora mismo! —Exclama otro primate furioso, y de repente estoy en el suelo, rodeado de tipos descomunales, zarandeado como un muñeco de feria. Alguien grita y me da una bofetada sísmica, que suena como la señal de salida del concierto. Pero lo peor de todo no es la humillación, ni las contusiones, sino que Luisa sale huyendo hacia una caravana.
—¡Es mi hija, cabrones! ¡Soltadme!
Mi hija ha desaparecido, me llevan en volandas hacia una fila de vallas.
—¡Dejadme en paz, hijos de puta!
—No es Luisa —oigo gritar entonces—. ¡Por Dios Santi, no es Luisa!
Me arrojan fuera del paraíso, ruedo unos metros cuesta abajo, me golpeo con una estructura metálica. Aún no sé quién me está gritando, quién se arrodilla junto a mí enfurecida.
—¡Joder, Santi! ¿Estás loco? ¡Esa chavala no era Luisa! ¡Casi haces que te maten!
Delante de mí, con la cara crispada, está Sonia.
—Sonia...
—¿Qué te ha pasado, Santi?
—Te juro que era su doble —farfullo con la boca ensangrentada—. Era clavada a ella.
Sonia enmudece, no me presta auxilio, creo que piensa que me he vuelto loco. El concierto acaba de empezar y no veo a Luisa por ninguna parte. La tierra tiembla con un estrépito solemne, como al paso de una tribu de mamuts. Sonia, con los brazos cruzados, sonríe tristemente. Luego, se aleja de allí. Yo permanezco en el suelo, sin fuerzas, mirándola embobado. Desde el fondo, sobre un escenario apocalíptico, se alza una voz melodiosa.