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—¿En serio que le dijo eso a su hermana?
—Sí.
—¿Que hablaba con su padre a través de internet?
—No le dije cómo. Simplemente, que conversábamos a menudo.
—¿Cómo se siente ahora, Santi?
—Mal, supongo. Sobre todo, con todo lo que ha ocurrido.
—Ya. Qué tal si me lo cuenta.
A lo mejor los policías de ahora ya no son como los de antes; o al menos, las mujeres policía. Puede que les den nociones de psicoanálisis, o tácticas de control mental. La amiga de Sagrario está sentada frente a mí, receptiva, reclinada en un sillón de poliéster. Fuma con delectación y me enseña unos tobillos de ensueño. Pero lo que más me cautiva son sus ojeras, esas masas violeta que ensanchan sus ojos. La Teniente Puri tiene aspecto de haber visto ninfas moribundas y cuerpos mutilados a las afueras de la ciudad.
—¿Lo que pasó? Lo que pasó...
No, no le voy a contar lo que pasó, Teniente, eso sólo lo hacen los hampones de baja estofa, los Peter Lorre del cine negro. Me limitaré a decirle que me dieron una paliza y me humillaron como a un lacayo de calzón corto. Pero lo que no le contaré es la historia de Sonia, porque es demasiado terrible, sí, y porque además creo que no le concierne.
Después del concierto, Sonia se las arregló para sacarme de allí sin que abriera la boca. No me fue difícil complacerla, porque me sangraba a raudales. Conducía ella, cigarrillo en ristre, profiriendo tacos. Yo la escuchaba sin rechistar, dolorido, intentando contener la hemorragia. De vez en cuando miraba hacia la carretera y veía siluetas sonámbulas, ráfagas de un paisaje adusto y desolador. Ella chillaba y volaba por los arcenes con la temeridad de un Stuka. Pero, al igual que algunas mujeres, enojada conducía mejor.
—Eres un capullo, un jodido fantasma, Santi... Entras en una zona prohibida apestando a hachis y encima te lías a tortas... Pero dime, ¿qué clase de idiota hace eso? ¡Dímelo, por favor!
Le saltaban chispas de los ojos y pegaba caladas furiosas. Tomaba las curvas sin frenos y no cesaba de gritar. Parecíamos Humphrey Bogart y Lauran Bacall a punto de asesinarse, pero ninguno de los dos tenía en su guantera un revólver amartillado.
—Te juro que me pareció Luisa.
—¡Cállate! ¡Luisa! ¿Te imaginas que llego a aparecer con ella de verdad?
Se me habían acabado los pañuelos de papel y empleaba un trozo de cotón que había en el suelo. No fue buena idea: lo había usado algún mecánico para limpiarse el culo y olía a cuerno quemado. Cerré los ojos y solté el cuello. Sonia empezó a calmarse al verme la cara.
—Menuda hostia te has dado.
—Sí.
El día empezaba a languidecer y nos detuvimos en una gasolinera. Era todo muy triste, como en un aforismo de Kierkegaard (o una canción de Johnny Cash): mi cara ensangrentada, el olor a lubricante, el taconeo frenético de Sonia. Sobre todo esto último, la crispación que había en sus gestos. Empecé a pensar que el tema de Luisa le había afectado de verdad y que no me perdonaba. Estuve tentado de cogerla por el codo, pero al fin me contuve. Me lavé la boca en un surtidor y me acerqué a ella.
—¿Tomamos una copa?
—¿Podrás meter algo ahí?
—Me vendrá bien, si es con hielo.
Como horas antes, nos volvimos a sentar en una mesa de formica, más mugrienta y ajada que la anterior. Había servilletas apelmazadas y aros de cebolla pegados al borde. Ni siquiera Johnny Cash hubiese comido allí (a lo mejor, sí Kierkegaard). Sonia empezó a mirar por la ventana, hacia un cielo que se iba volviendo cárdeno.
—¿Viste a Luisa?
—No.
—¿Cómo?
—No la vi. Hablé con ella por el móvil, pero no quiso saludarme.
—Sonia.
—Cállate. No me jodas. Cállate. Bastante hice hoy por ti.
Al oírle decir eso, pensé que no estaba en sus cabales.
—¿Por mí? ¿Qué ayuda me has prestado? ¡Dime! ¡Yo había ido a localizar a mi hija!
Sonia cruzó sus largas piernas de porcelana.
—No quiere verte ni en pintura.
—Eso ya lo sé. Pero sigo siendo su padre; le guste o no.
—No entiendes nada, Santi: esa chavala no va a volver contigo.
—Porque tú lo digas.
—Joder, eres patético, eres...
—Sí, ya lo sé, idiota; pero este idiota piensa buscar a su hija y...
—¿Por qué me contaste eso de papá?
—¿Cómo?
—Ya lo sabes.
—Pero...
Era algo que no me esperaba, que se refiriese de pronto al viejo. Estábamos allí, a bordo de la melancolía, como dos balizas en medio del mar. Me pregunté si realmente era mi hermana, si fluía por nuestras venas la misma sangre. Físicamente éramos muy distintos, carecíamos de un relieve familiar. Ella tenía los huesos sólidos, anchos, como los de una ninfa de mármol; yo, en un sentido especular, representaba el éxito de la languidez. Sus pómulos eran altos y duros, su boca carnosa; mi rostro, por el contrario, un óvalo incoloro. De pequeño mi madre me ponía trajes oscuros, para que no interfiriera en su belleza. Crecí viendo cómo sofocaba mi luz con su insolente y lujurioso resplandor.
—Olvídalo —le dije.
—¿Cómo?
—Fue una idiotez, quería decir que hablaba con él espiritualmente, ya sabes... Olvídalo.
—Es igual. De todas formas, nunca se fue del todo.
—Ya.
—No lo digo por decir.
—Qué insinúas.
Sonia miró por la ventana.
—Él me ayudó a abortar, ¿sabes?
—Qué...
—Apenas tenía quince años, nadie de la familia se enteró. Tú eras muy pequeño. Papá se encargó de todo, contactó con un amigo en Francia y condujo hasta allí durante toda la noche. En su gordini, ¿recuerdas? No me hizo ni un solo reproche, ni uno.
—Él amaba a los niños —dije estúpidamente.
—No me recriminó nada —repitió ella absorta.
Me quedé helado, sin saber qué decir. Como un tipo que integra una brigada de suicidas pensando que va de acampada. Con esa angustia que te entra cuando, en medio de un gran salón helado y vacío, deja de oírse el tictac de un reloj. Me froté los ojos. Luego todo sucedió muy deprisa, o al menos lo recuerdo de esa manera. Sonia se incorporó sin decir palabra y salió del bar. Nunca la volvería a ver en ese estado, con aquella mirada atormentada... dando caladas a un cigarrillo que se consumía como un cáliz siniestro. Sonia se iría de España dos años después, a dar clases en un pueblo perdido de Escocia. No puedo decir que le fuera mal. Tuvo una niña, tras reconciliarse, inesperadamente, con Pipo. Imagino que él sería feliz en un país tan lluvioso como ése, con su turba y sus cielos grises. De todo esto sabría mucho después, de un modo extraño, mientras intentaba salir de un sueño profundo en una gran cama blanca.