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—Lo siento, pero es imposible alargar su estancia. Tenemos lo que queda de mes reservado.

Hace un rato me llamó Luisa, mi dulce hija adolescente. Se acordó, inexplicablemente, del final de mis vacaciones. Puede que por un prurito de añoranza filial, o por pura coincidencia. Llamó casi al mediodía, sobre las doce, pero con la voz velada de sueño. Se quedó silenciosa cuando le comenté que las prorrogaría un poco más.

—¿Conoce algún hotel donde pueda alojarme?

—Lo veo complicado, señor, estamos en temporada alta, ya sabe. Quizás en alguna fonda del centro, pero yo no sería optimista.

El tipo de recepción mueve la boca como el muñeco de un ventrílocuo, bajando y subiendo la caja maxilar mecánicamente. Tiene el aire de un Par de Francia y mide casi seis pies. Ha pronunciado la palabra fonda como si fuese un aforismo degradante.

—Gracias por atenderme.

—No hay de qué, señor.

Como imagino que la oficina de turismo no dé información sobre pensiones, voy a un locutorio cercano. Las páginas amarillas son realmente amarillas: hay círculos de grasa en varias secciones y han dejado un moco resinoso justo encima de la portada. Confecciono una lista, la meto en el bolsillo y me largo de allí.

En la radio del coche vuelven a hablar de la gota fría; también, después de varios días, de la vaca Teresa. Ambas noticias son como el Guadiana, pues reaparecen sólo circunstancialmente. Teresa sigue en paradero desconocido y el club que la persigue, una secta de zoólogos chiflados, continúa creciendo sin cesar. La gota fría ha recuperado en las últimas horas una notoriedad amenazante.

Pienso de nuevo en Pipo y en su obsesión por la lluvia. Las obsesiones reflejan una flaqueza del espíritu, pero también una carencia afectiva. Es posible que sin saberlo fuese destetado en una época temprana. La lactancia, decía mi padre, es el elixir de las células, su cálido y viscoso refugio. Curiosamente mi madre sí nos dio de mamar, pues hay fotos que lo acreditan. Mi cabeza, cubierta con un gorrito de lana, surge entre sus senos rozada por una gavilla de encajes.

El Hostal Flórez me da mala espina, a pesar de que facturan a un precio asequible. Lo descarto junto a otros negocios que tienen, además de bombillas anémicas, un entorno insalubre. Dejo el coche en un parking y continúo a pie.

En 1980, un tipo al que conocíamos por el sobrenombre de «El Bragas» apareció muerto en una pensión. Yo solía acudir a ella por cosas turbias, la mayoría de carácter venéreo. Las chicas en esa época no exigían camas con dosel, ni noches regadas con Moët Chandon. La muerte de «El Bragas» disparó las especulaciones, pero finalmente su desenlace se atribuyó a una venganza, al despecho de una novia ultrajada. Lo cierto es que las sospechosas, incluyendo una mujer barbuda, eran numerosas. El mote por el que se le conocía no se debía a un episodio de travestismo, sino a una trasgresión fetichista. Mi primo Claudio (el que luego se hizo cura) aseguraba que tenía docenas de bragas —de encaje y seda, endulzadas de un tufo íntimo— colgadas como banderas en la pared.

Trato de imaginarme la habitación tapizada con bragas, mientras Sagrario, la dueña de la fonda en la que acabo de entrar, me explica sus virtudes.

—Luz no es que tenga, pero le garantizo que estará a salvo de ruidos.

El cuarto, con todo, está muy limpio. Lo preside una cama con cabecera de latón, una mesilla con molduras y un armario panzudo. También hay una litografía con un motivo bucólico y un cenicero de plata repujada. Lo más kitsch es la lámpara que cuelga del techo, llena de velas, que parece una réplica de la nave Soyuz. Por unos segundos recreo la foto del ingeniero Serguéi Koroliov, diseñándola en un cuarto parecido a este.

—Y no me dirá que no es económica...

La señora Sagrario me mira con arrobo y advierto que, a pesar de su grasa y el perfume excesivo, tiene algo cautivador. Cruza los brazos con energía y se queda callada, como si estuviéramos en un velatorio. Debe tener unos cuarenta años, pero conserva vestigios de una belleza juvenil. Casi simultáneamente doy un paso hacia atrás y choco con un galán de pino.

—Está bien, la cojo. Aunque no le puedo decir si me quedaré más de una semana.

Asiente sonriendo y me despido de ella con un apretón de manos, cuyo olor jabonoso me acompaña escaleras abajo. Al salir a la calle me tropiezo, inesperadamente, con mi amigo Iván.

—Iván...

—¡Hola! ¿Cómo se encuentra?

Parece que hubiesen pasado meses desde el affaire del puticlub y nos miramos con mutuo asombro. Esa sensación, la de que aquí el tiempo es más lento —o que tiene un grosor distinto— me perseguirá durante los siguientes días, e Iván será a su modo protagonista de esa distorsión.

—¿Tu día libre?

—Trabajo de noche.

—Entonces, ¿dando un paseo?

—Algo mejor: iba de excursión a la sierra.

—¿A la sierra?

—¿No la conoce? A usted no tiene pinta de irle la playa... ¿Le apetece venir?

—Pues...

—Es sorprendente: en menos de una hora, le parecerá que estamos en otro planeta.

—Vaya, por qué no... Pero, y el furgón, ¿lo recuperaste?

—Me deja el suyo mi hermana. Vive aquí mismo.

La hermana de Iván es una chica pequeña, filosa, con rasgos de mujer tártara. Desempeña ocupaciones de índole dudosa en un bar lleno de humedad. Masca chicle con ansia y su idioma, incomprensible, parece lleno de acentos circunflejos.

—Está bien, está bien, claro que tendré cuidado con tu jodido coche. ¡Pero si te lo he arreglado cien veces! Oye, ¿podrías hacernos dos bocadillos?

Las hermanas, pienso, deberían estar para esto, para auxiliarte en momentos de avidez. La sierra se vuelve en el horizonte un lugar mágico, un confín remoto y virginal. Ensancho los pulmones bombásticamente, como un pionero a punto de partir.

—Gracias, hermanita —dice Iván, y le lanza un beso al aire, como hacía Alain Delon en sus años de juventud. La chica refunfuña y lo mira con hostilidad.

—Adiós —responde.

El barrio es uno de esos polos turísticos que las guías posmodernas califican de pintorescos (pero que mires donde mires está repleto de sordidez). Se ven tipos patibularios, de bíceps monstruosos, compartiendo juntos ducados y tetrabriks. También un hombretón en camiseta, lanzando gargajos a los adoquines. Visto de cerca tiene la complexión de un tarzán de pantano, o de un gladiador aceitoso. Hay mujeres pelando gallinas negras en zaguanes oscuros. Según avanzamos, nos abofetea el pútrido olor del muelle.

—Iván.

—¿Sí?

—¿Realmente te compensó venir a España?

Como toda respuesta, Iván embute la mano en el bolsillo y saca unas gafas con montura al aire.

—¿Ve estas gafas?

—Son muy bonitas.

—¿Sí? En mi país nunca hubiera podido hacerme con ellas. Allí todos ciegos. Hubiese tenido que vivir con mi tía.

—Con dioptría.

—Eso, con mi tía.

Llegamos al coche de la hermana de Iván, que tiene un bollo en la parte delantera. Se diría que, como una versión mecánica del monstruo de Frankenstein, en su interior vibra una mezcla arbitraria de pistones, válvulas y carburadores. En el asiento trasero, entre restos de fruta y kleenex, hay un peluche tuerto.

—¿Vamos allá?

—¡Claro!

El motor emite un sonido agónico, como si una grúa psicópata le hubiese partido el espinazo de golpe. No sé por qué me imagino un viaje imposible, surreal, como si fuésemos Mortadelo y Filemón corriendo por un tebeo. Es algo —lo de pensar que estoy en un cómic— que me pasará más veces, como si deambulara por el interior de una viñeta. Después de cinco minutos eternos, conseguimos que el vehículo deje de toser y arranque.

En ese momento, suena el móvil de Iván. Es su hermana.

—¿Gasolina? ¡No me jodas! ¡Pero si la aguja está en la mitad!

—...

—¿Qué no funciona? ¿Me estás tomando el pelo?

—...

—¿El líquido de frenos? Joder, pero si...

—...

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—...

—Está bien, lo haré, lo haré, joder, eres la leche.

—...

—Adiós.

Iván carraspea antes de hablar.

—Tenemos que limpiar el coche —me avisa—. A la vuelta, quiero decir.

El osito de peluche, con flores de mugre en la barriga, parece sonreír en la parte de atrás.