21

—Caray.

Mi cuñado sonríe al captar mi admiración, y al hacerlo le brilla el esmalte impoluto de una fila de dientes: parecen haber sido tallados con los colmillos del último elefante de África.

—¿A que es estupendo?

Estamos sobre un velero de diez metros de eslora, un cacharro soberbio, brioso, describe con orgullo Benito. Con motor mercedes de 33 Hp, camarote de proa doble y tapicería de lujo; construido en poliéster reforzado, capota anticorrosiones y, mira tú, vela mayor con Lazy Jack y Lazy Back. No sé lo que significa, pero cuando llega al desenlace, al trinquete y el tormentín, se me ilumina la mente.

—¿Trinquete? No conocía esa faceta libidinosa vuestra.

—¿Cómo dices?

—Nada.

Benito (aunque en la familia, todos le llaman Ben) ni siquiera repudia la simpleza y vuelve a sonreír satisfecho. Pero no es a mí a quien sonríe, sino a su mujer, que surge sonriendo a mi espalda.

—Santiago, qué alegría —musita hipócritamente.

Lara se acerca despacio y me estampa dos besos (fríos como la nieve) y recula con elegancia. Lleva pantalones pitillo, gafas de pasta rosa y una blusa color cereza. Erguida sobre unos zapatos de Manolo Blahnik, me saca siete centímetros. Carraspea —es la única hermana que fuma— y se acaricia el cuello con languidez nupcial.

—¿Llegaste hace mucho?

—Una hora.

—Tienes que disculparme; ya sabes cómo somos las mujeres de la familia.

—Claro.

El día de mi boda (incluyendo al mosén, que parecía un oficial de la Wermacht) todos los invitados llegaron a la capilla tarde. Lara, la Gran Sacerdotisa, rompió aguas prematuramente y se desencadenó un drama irrepetible. Mi mujer me ordenó que demorase la ceremonia y mi madre me clavó una mirada criminal. Las hermanas se presentaron horas después, apesaradas, con el rostro pálido y desencajado. El bebé, en una demostración de que a veces la ciencia se tambalea, era negro.

—¿Qué te parece? ¿Estupendo, verdad?

—Una maravilla. Os habrá costado un riñón.

—Bueno, a Ben le van bien las cosas, ¿verdad, cariño?

Benito se pone duro y sonríe a su hembra como en un cortejo. Me habla de un negocio floreciente, una técnica basada en geomembranas gomosas para eludir filtraciones. Se explaya con otros productos innovadores, como el sándwich termoplástico, o las placas de flujo laminar. Luego bosteza y se ajusta con el pulgar el elástico del bañador. Lo hace sin alardes, con la tirantez sensual de un hombre posmoderno. Yo le escucho por el contrario como si estuviese en la edad de piedra.

—Vaya, es increíble; de verdad, increíble.

—No sabes lo mejor —me dice en tono conspirativo—. La crisis para nosotros va a desencadenar oportunidades únicas. Tenemos un departamento de I+D+I que es algo más que pura innovación, te lo aseguro. Lo último en ergonomía aplicado al control de tiempos: no se le había ocurrido a nadie. Es algo para empresas de teletrabajo que necesitan saber cuánto tiempo pierden sus operarios cuando abandonan el puesto. Para evitar los engorros de las tarjetas hemos inventado la silla morfoanatómica.

—¿Morfoqué?

Benito me sonríe como una hiena de Wall Street.

—Es el no va más. Es una silla que lleva incorporado un sensor que se adapta mediante un dispositivo de códigos binarios al peso de la persona y registra los movimientos de quien la ocupa. Es decir, lleva un control individualizado de las veces que se levantan. Pero es tan precisa que puede discriminar si se trata del teleoperador X o Y. Así se evita la picardía de las sustituciones.

—¿Lo dices en serio?

—Completamente.

—¿Y si el propietario engorda o adelgaza?

—Fue un problema que resolvimos pronto. Va acompañada de un protocolo que marca la dieta de los trabajadores, para que su peso no oscile en exceso.

El mundo de Benito me parece una especie de infierno tecnológico y me cuesta aceptar lo que llega a mis oídos. Los últimos marxistas de la tierra deben tener pesadillas con lugares así, con call center donde se controlan las visitas al baño. Me froto la cara y cambio de tema.

—Por cierto, ¿a qué hora vendrá Luisa?

Luisa siempre se ha parecido a mí. Cuando nació todos vieron el antojo en la oreja derecha y reprimieron un mohín de disgusto. Lara, con cara de asco, se frotaba la nariz y miraba al bebé alarmada. En su escala de valores, incluyendo su adhesión por los trajes de Armani, sólo había espacio para la sangre azul. Eso incluía una piel linfática y unos huesos frágiles y transparentes. Que aquella niña, rolliza y morena, fuese de su sangre, tenía que ser un error. Interrogó con suspicacia a las enfermeras y, en un alarde de perfidia, inspeccionó sola los nidos.

—Oh, Luisa. Me temo que no va a poder venir: está en el festival. Empezaba hoy, te lo dijo mi hermana Montse, ¿recuerdas?

—¿El festival? ¿No había acabado?

—Bueno, no sé a cuál te refieres.

—Pero si dijo que...

—Vamos, Santi, ya sabes cómo son estos niños... Hay que dejarles disfrutar un poco. Además, Luisa se lo tenía ganado, ¿no?

—¿Ganado?

—¡Con esas notazas! Sale a su madre, ¿verdad, Ben?

El velero se balancea ligeramente, como una poderosa cuna blanca. Benito mira a su esposa con afecto, mientras se pone algo de ropa. Lara advierte mi crispación y estira con desconfianza la barbilla.

—¿Vas a quedarte a cenar? —Pregunta nerviosa.

Entonces me doy cuenta de que los tengo pillados, de que les haré una putada si me quedo en el velero.

—Claro. No todos los días almuerza uno en alta mar.

La risa me repta por el esófago.

—Bueno... no pensábamos pasar de la bocana —susurra Benito.

—Es lo mismo. Así no habrá riesgo de mareos.

Los miro a los dos, reprimo la carcajada, saboreo el dulce lapsus del triunfo. Ahora sé cómo se sentía el Coronel Kilgore en Apocalypse Now, cuando gritaba que, después de ser rociadas con napalm, las colinas olían a victoria. Benito se encoge y mira a su esposa como si alguien le hubiese escupido directamente en el escudo de su blazer marinero.

—¿A las siete? —Les propongo, y me alejo con una sensación parecida al éxtasis.