Prólogo: La nieve en India

Cojo un folio, o mejor dos, del montón que usan los niños para pintar (papeles del sindicato, usados por una cara) y en cuanto me siento suena el timbre. Acudo esperando que sólo sea la vecina que se le acabó el aceite, pero no, es un niño, otro, que viene a jugar con los míos. Hola, le digo. Hola, responde. Qué querías, pregunto. Si puedo pasar, contesta. ¿Pasar? Sí, a jugar. Ahí la conversación se suspende durante unos segundos, para terminar como siempre: Pasa, anda.

En su calidad de instrumento del saber, quizá más exactamente como instrumento para ordenar el saber, la novela siempre ha mostrado una inimitable disposición. No es sensato aspirar al conocimiento cabal —y ordenado— de ninguna época y ningún lugar ignorando la producción novelística habida bajo tales coordenadas. Y otro tanto vale si lo que nos proponemos es iluminar el pozo sin fondo de la condición humana: imposible ver gran cosa sin las teas de la ficción, que al tiempo que iluminan generan grotescas sombras.

¿Podemos salir a jugar?, pregunta el crío al poco de llegar. Le diría que sí, pero ahí fuera quedan veinte centímetros de nieve de los cuarenta que cayeron ayer, y además anoche heló. Así que en previsión de que me pasaría la próxima hora poniendo guantes, botas de agua, bufandas, gorros, y quitando guantes, botas de agua, bufandas, gorros, y buscando ropa seca y calentando colacaos, por no hablar de cómo me pondrían la casa, les digo que nanay, que jueguen dentro.

Pues bien, entre las muchas bifurcaciones a que ha dado lugar el tronco inabarcable de la novela, hay ramas que con los años, los siglos, han logrado, además de un aura de nobleza, una particular capacidad para abordar las áreas del conocimiento más recónditas, léase lo inmaterial e inaprensible, lo que escapa a telescopios y microscopios, bisturíes, retroexcavadoras y sofisticadas fórmulas matemáticas. Una de ellas es justamente el viaje, entendido como dispositivo vertebrador de estructuras y personajes, de ideas e imágenes, de temas, estilos y todo tipo de tramas novelescas.

El amigo de mis hijos pasa a mi lado de vez en cuando y me mira. No puedo dejar de advertirlo y me desconcentra. Al final, dispara: ¿Qué escribes? Le miro como si tuviera las mismas posibilidades de obtener una respuesta que de convertirse en mi cena. Un prólogo, le digo. ¿Un qué? Observo el playmobil que tiene en la mano, un centurión romano con sombrero de cowboy, y le aclaro: Una cosa que va antes de un libro. Ah, responde y se va. Los niños son seres que hacen preguntas, una tras otra, insaciables, aunque a veces la respuesta más idiota les resulta suficiente. Del baño llega entonces la voz de la pequeña: Papá, ¿me limpias? Miro la última frase que he escrito, añado un punto, voy.

A este venerable registro narrativo adscribe Miguel Paz su primera novela, dato al que inmediatamente hay que adjuntar este otro: El viaje del idiota no es la primera publicación del sestaotarra ni cabe considerarle un recién llegado a la república de las letras, ese terrible país. Miguel Paz lleva un par de décadas segregando tinta, dentro y fuera del ámbito de la ficción. Ha cultivado el ensayo (obtuvo en 1993 el Premio Letras Jóvenes de Castilla y León por «Al otro lado del espejo», una reflexión sobre el fascismo que todavía me perturba cuando la recuerdo), el artículo periodístico (a través de su columna «Contracorriente», que publica semanalmente el Diario de León) y de manera más prolífica el relato breve (en 2004 Ediciones Leteo publicó sus Cuentos crueles para leer tumbado en la cama, volumen que bastaría para hacer de Cabanas un autor de culto). Por lo demás, no ha habido año que no le haya visto cosechar premios y firmar colaboraciones en revistas y antologías. Ahora publica su primera novela y ya sólo nos faltaría descubrir que uno de los cajones de su escritorio está lleno de poemas, y yo apostaría a que sí. Con todo, hay que sorprenderse, y mucho, de que en todo este tiempo no hayan aparecido más títulos de Miguel Paz, hombre nacido para escribir igual que otros nacen para correr o ser salvajes. Eso es algo por lo que habría que pedir explicaciones, pero claro, a quién.

Cuando por fin regresa la madre de mis hijos (del sindicato, creo), apuro otro párrafo y lo dejo. Tenemos que prepararnos porque es 24 de diciembre y cenamos en casa de mis padres. Despedimos al amigo que vino a visitarnos. Recogemos un poco, es decir, recojo un poco, y empezamos a ponernos elegantes. Yo me ocupo del mayor y mi mujer se aplica sobre la pequeña. Luego nos vestimos ella y yo. Ella elige mi camisa mientras yo hurgo en la cómoda hasta dar con aquel tanga que le regalé, uno mínimo, casi invisible. Y es después, ya en la etapa de los abrigos, los guantes y bufandas, cuando oigo: No te olvides de llevar tu regalo del amigo invisible. Entonces siento que me atraviesa el rayo de Zeus. Entonces, digo, caigo en la cuenta de que olvidé comprarlo.

Por suerte, el «idiota» que protagoniza este «viaje» ha encontrado nave y velamen suficientes para iniciar su singladura, añadiéndose a una nómina gloriosa en la que figuran otros idiotas y otros viajes salidos de la imaginación de las más grandes bestias literarias, un largo recorrido que va del Ulises de Homero al Ulises de Joyce y que incluye las expediciones de chiflados inolvidables como los de Cervantes, Swift, Defoe, Stevenson, Melville. En lo que yo entendería por un mundo justo, a esos nombres habría que añadir ahora mismo el de Cabanas, que se estrena como novelista con los deberes bien hechos en la cartera y, en el escudo de armas, las prendas francas de la pluma y el tintero.

Veinte minutos más tarde, ya frente a la casa de mis padres, me palpo los bolsillos: Mierda, digo, se me olvidó el tabaco, id subiendo. Debe de ser mi día de suerte, porque el chino que hay en la calle de mis padres está abierto. Podría sentirme mal por entrar en un chino; por entrar en un chino el 24 de diciembre a las nueve de la noche; por entrar en un chino el 24 de diciembre a las nueve de la noche para comprarle un regalo a mi amigo invisible, que este año es mi mujer. Sin embargo, entro en el chino, oigo un villancico, veo luces de colores y es como si mi alma cruzara las puertas de su salvación.

Pero con todo lo que llevo dicho podría parecer que sólo he leído la contraportada del libro de Miguel, o la sinopsis del editor, y no es así. Yo tuve la suerte de ser uno de los primeros lectores del manuscrito original y si fuera un poco más humilde no diría como Borges en el prólogo a La invención de Morel, de su amigo Bioy Casares: «He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta». Tal cual.

Mi hermana, conductora del rito del amigo invisible, dice que los regalos mejor abrirlos antes de cenar. Ella misma trae la bolsa en la que están todos los paquetes con su nombre correspondiente, la bolsa en la que metí mi regalo a última hora, disimulando como pude. Cada cual toma el suyo y sopesa, intuye, adivina. Hay risas y mucha expectación. Mi amigo invisible me regala, por supuesto, un estuche con un bolígrafo y una pluma preciosos, en verde esmeralda esta vez, un elegante juego de escritura que se sumará a los otros seis o siete que tengo, yo que escribo con un boli en el que pone «Frutería Marisa». A mi hermana algún desalmado le ha regalado un juguete sexual y se le abre la boca mientras mi padre la mira sin entender, el pobre. Mi mujer, al fin, toma su regalo y comienza a rasgar. Yo pongo cara de sota de bastos. Mi mujer practica yoga y siempre ha dicho que le gustaría ir a la India. Y eso, Made in India, es lo que pone en la peana de la bola de cristal en la que hay un buda y si la agitas parece que está nevando.

Para abordar sin descalabro un registro tan encumbrado como el del viaje novelesco, haría falta tener todo lo que tiene Miguel, y todo en la justa medida, como lo tiene Miguel. Mirada de niño, lo primero, y temeridad suicida de cazador de ballenas blancas, la voz con que sedujeron tusitalas y sherezades, el más fino y cruel sentido del humor, sucinta gestualidad de gentleman. Con esas herramientas ha construido Miguel Paz Cabanas su primera novela, la ha ajustado y perfeccionado hasta obtener una maquinaria de precisión, un espejo prístino, la pasmosa carabela que boga en el vientre de una botella. El viaje del idiota es una historia que hará reír primero, pensar después, llorar por último. Conmovedora, incisiva, descacharrante; pero sobre todo, impagable como instrumento al servicio del mandato antiguo, aquel «conócete a ti mismo» que constituye el saber más elevado al que puede aspirar un ser humano.

La noche pasa bien para ser Noche Buena. Más tarde, mientras me lavo los dientes, pienso aún en viajes, en idiotas, y siento que, como la esforzada gota en el grifo que no ajusta, termina de redondearse en mi cabeza el último párrafo del prólogo. Tengo que escribirlo en ese momento o lo olvidaré. Pero mi mujer se levanta el vestido y echa mano a mi camisa. Espera un minuto, le digo, ni te muevas. Sí, responde, con el frío que hace. Ponte el albornoz, insisto. No seas idiota, me despide, y la veo encaminándose al lecho antes de correr en busca de papel.

El viaje del idiota, en fin, podría parecer un título curioso, epatante, un buen reclamo en un escaparate, especialmente en un escaparate navideño. Pero Cabanas es listo como el hambre, como un niño. Los que le conocen saben que, en efecto, tiene mirada de niño hambriento, de gamín que se busca la vida en un vertedero, el que crece a diario en el corazón de cualquier hombre. Para esa mirada resultan diáfanas cosas como un señor que escribe en la cocina y no se concentra. Como que conocer y viajar son sinónimos; que para conocer hay que estar loco y dispuesto a embarcarse en una cáscara de nuez, y enfrentarse a monstruos inconcebibles, a mil y un naufragios. Como que toda vida es al fin y al cabo eso, el viaje de un idiota, y que para que merezca la pena hay que saber contarla. Cosas, en fin, como que bromas, palabras y, sobre todo prólogos, los justos.

Alberto R. Torices

Diciembre de 2009