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—¿Diesel?
Desde la gasolinera, que parece un sarcófago, se ofrece una perspectiva que evoca los escenarios de una postal: la espadaña sobre la que descansa, como una corona de espinas, el nido de la cigüeña; el puticlub, con un letrero de neón sucio y desvencijado; y a ambos lados, flanqueados por algarrobos, los negocios seculares: la panadería, la botica y el taller mecánico. Hay un mesón a la salida y en el centro de la calle, vetusta y marrón, la casa consistorial.
—¿Comemos aquí? —Pregunto.
—Ni lo sueñes.
Luisa manipula su ipod y examina un cielo que, a estas horas, parece un vaso de horchata. Hemos salido de casa temprano, pero apenas he conseguido trabar conversación. Mi hija se atusa el pelo, masca chicle y cuando no oye música, atiende las súplicas del móvil.
—No estamos muy lejos del Parador.
El asfalto es como el lomo de un pez y cuando llegamos a una cuesta agradezco que sea en curva. Sigo por una pista empedrada y aparco frente a un edificio bajo, de aspecto pulcro y conventual. Está rodeado de coches de gama alta, lo que le confiere al mío un aire de tanqueta.
—¿Te lo puedes permitir? —Pregunta Luisa con sorna.
Como es temprano, el comedor está vacío y no tarda en aparecer un camarero: metro sesenta, pajarita impecable, modales atildados. Según se aproxima le crujen los mocasines y va adquiriendo la fisonomía de un huevo Kinder. Es de pocas palabras y se desplaza con sigilo espectral. Sólo le faltan una levita de dómine y un crucifijo. Puede que sea efecto de mi suspicacia, pero tengo la impresión de que durante el almuerzo, esencialmente cuando me oye masticar, me observa por el rabillo del ojo.
La noche anterior Miriam, con voz despiadada, se encargó de frustrar mis expectativas.
—Más te vale que no te vuelva a pasar lo de hace seis años.
—No sé a qué viene recordar eso. Además, no fue tan grave.
—¿Cómo dices? ¿Perder a tu hija entre una multitud no fue tan grave?
—No se extravió; sólo se separó un poco, unos minutos...
—¡Tuvieron que gritar su nombre por los altavoces!
—Eso fue cosa de mi hermana, que es una histérica.
—Escúchame bien, Santi: si te vuelve a pasar algo parecido, juro que tendrás que hacerle una paja al juez para que te deje ver a tu hija.
—¡Dios! ¿Por qué hablas así?
—Ciao. Y no te olvides de meterle protección cincuenta.
Me levanto de la mesa con hambre y noventa euros menos en el bolsillo. Mi padre, que era un comensal temible, salía de los sitios con un palillo en la boca. Nunca fue corpulento, pero cuando emergía de los mesones tenía un aire vernáculo, plácido, de señor feudal. Parecía Napoleón pasando revista a sus tropas en un patio de las Tullerías. Por el contrario, mi madre, que era partidaria de los ayunos, salía con un mohín de disgusto. Si además el lugar era pintoresco, se ocultaba para que no la reconocieran.
—Joder, qué manía tiene la gente de no dar el intermitente.
Luisa emite un ronquido y apoya la cabeza en el cristal. Así recostada, con las clavículas como barras de porcelana, tiene un aire seductor. Me pregunto, levantando una ceja, si a sus dieciséis años seguirá siendo virgen. Qué idiota soy, a lo mejor pienso que es una doncella de cámara y su himen la muralla de la Ciudad Santa. Los jóvenes, en general, siempre me han conmovido, tienen algo deslumbrante que los distingue —en medio de un mundo degradado— por su rabiosa pureza. Aunque su espíritu gregario anticipe la estupidez que exhibirán como adultos.
El paisaje, a ambos lados, es desolador. La monotonía cromática hace pensar en sierras calcáreas, cereal y perdigones. También en esas casas de adobe en cuyos desvanes se filtra una luz polvorienta. De vez en cuando, como señoritas hieráticas y puntillosas, surge un campo lleno de girasoles.
—La concentración de calor en las próximas jornadas amenaza con desencadenar una gota fría.
La radio anuncia la presencia de un anticiclón potente, que previsiblemente vendrá acompañado de una gota fría. Siempre me imaginé esa gota como un odre monstruoso, una vejiga cargada con cubitos de hielo... o como un polizón en las nubes, agazapado con un cuchillo oxidado. La radio sigue vomitando desastres, como si la atmósfera, tan lejana, fuese un pudridero.
—Y, por último, una noticia insólita: en Texas se mantiene una expectación colectiva a causa de una vaca Hereford que, tras extraviarse recientemente, vaga sin rumbo por varios condados. Son muchos los ciudadanos que aseguran haberla visto en lugares muy distantes entre sí.
La bella durmiente despierta.
—Qué capullos.
—¿Cómo?
—Esos yanquis... Siempre están con sus chorradas...
—Bueno, no creo que ésta lo sea. Si te fijas bien, la historia tiene algo de profético.
La boca de Luisa, de la que cae un hilo de plata, emite un bostezo enorme.
—No fastidies, papá.
—Lo digo en serio. Además, Luisa, América no son sólo granjeros adustos y perritos calientes. Eso son sólo tópicos y fragmentos de la verdad. También es la tierra de Faulkner, de Melville...
—Papá...
—Qué.
—Aquí no hay quien duerma. El coche de mamá tiene aire acondicionado y reposacabezas anatómico; éste mete un ruido de la hostia.
—Luisa...
—Bueno, pues de la leche.
—¿Quieres que baje la ventanilla?
—Puf. Déjalo.
—Puedo bajarla, de verdad.
—Déjalo.
—Como quieras.
—Hazme un favor.
—Cuál.
—¿Podrías apagar la radio?