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—Así que eso es todo.

—Más o menos.

—Rocambolesco.

—Pensaba que los policías ya no utilizaban esas expresiones.

La Teniente Puri suelta una carcajada y examina con atención mis magulladuras. Tienen mejor aspecto, dice, y enciende el tercer cigarrillo. Estamos en la pensión, se oye a Sagrario cantar en la cocina y por la persiana se filtra una luz acuosa. El día, sin embargo, tiene un vistoso aire nupcial. La Teniente Puri, que me ha hecho el favor de no abordar el asunto en comisaría, deja de tomar notas en su libreta y frunce los labios.

—Bien, hay algo que no encaja. Conozco el gimnasio que mencionó, pero lleva cerrado más de dos años. Lo extraño del tema es que luego tuvo otro uso... me temo que delictivo: se descubrió que era utilizado como un taller clandestino de ropa.

—¿Cómo?

—Sí, y se sorprendería qué tipo de ropa: nada menos que de lujo. Tenían un contingente de chicas rumanas que trabajaban día y noche, confeccionando prendas para algunas de las boutiques más reputadas de la región. Fue un escándalo en todos los sentidos, pero... bueno, no pudimos llegar al fondo del asunto... Digamos que hubo presiones y, finalmente, no se aclaró quién estaba detrás.

La Teniente Puri cruza las piernas y esgrime un silencio evasivo, como si aquello le trajese recuerdos desagradables.

—Todo eso que me cuenta... Le aseguro que allí había un gimnasio y que... ¡Los tipos que me sacudieron no eran fantasmas!

—Tranquilícese. Es evidente que le agredieron... En cuanto al sitio, puede que viese alguna máquina, algún equipo que asociase a un gimnasio... Al fin y al cabo era un lugar oscuro y...

—Era un gimnasio.

La Teniente da una profunda calada a su cigarrillo.

—Está bien, no se preocupe. En cuanto al tal Caravia si, como parece, carece de antecedentes, dudo que podamos interrogarle. Además, por lo que contó, no estaba presente cuando lo apalearon, ¿no?

—Ya daré yo con ese cabrón...

La Teniente Puri me fulmina con la mirada.

—Ni se le ocurra hacer más de investigador privado, Santi, ya ve cómo le ha ido con esa chusma. Debería poner una denuncia en firme y dejarlo en mis manos. En el fondo, todo esto tiene un hilo común.

—¿Un hilo común?

—Pavesi, que es a quien realmente nos interesa llegar. En cierto modo, se trata de un viejo conocido.

—Ya. ¿No le parece raro?

—¿El qué?

—Pues eso, que la pasma, con perdón, y los hampones sean siempre viejos conocidos.

—Es argot, ya sabe.

—Ya. Lo que no me explico es por qué se ha fijado precisamente en mí, qué beneficio le puede reportar joder a alguien como yo.

—Bueno, es como el capricho de los kies en la trena...

—¿Kies?

—Los más malos, por decirlo de algún modo, los que cortan el bacalao, los jefes... Basta que le echen a un pardillo el ojo encima para que su vida se convierta en un infierno. También puede ser que no le haya gustado que se inmiscuyese en lo de la novia prostituta de Iván.

—Iván... ¿Qué será de él? Me preocupa.

La Teniente Puri aplasta el cigarrillo con mucha calma.

—Santiago, usted es mayorcito y sabe que en este mundo no hay nadie inocente. Ni siquiera en una basílica. Es normal que simpaticemos con los débiles, los inmigrantes, pero...

—Un momento, no sé lo que habrá hecho Iván para ganarse la vida, pero no me lo irá a comparar con...

—Yo no hago comparaciones. Simplemente le digo que no es trigo limpio. Probablemente, le hace encargos a Pavesi.

—¿Y qué? Me imagino que si yo viajase clandestinamente a Albania y me quedase a vivir allí con lo puesto, no tardaría en convertirme en ladrón.

—En eso se equivoca. No todo el mundo que emigra de su país se pasa la ley por el forro. En realidad, la mayoría no lo hace, la cumple escrupulosamente. Siempre podemos elegir, Santi, incluso en las situaciones más desesperadas.

—Yo no lo creo.

La Teniente Puri suspira lánguidamente y me dedica una mirada en la que se mezclan la clemencia con la disuasión.

—Sí. Uno puede elegir aceptar la muerte del padre, por ejemplo.

Sagrario acaba de aparecer en el umbral de la puerta y nos está observando a los dos. No sé si está al tanto de lo de mi padre, de ese asunto inverosímil, pero advierto que también suspira lánguidamente. La afirmación de la Teniente ha hecho añicos mi compostura y reacciono a la defensiva.

—Eso ha sido un golpe bajo.

—Pensaba que la gente ya sólo usaba esas expresiones en los libros —dice, y esa respuesta provoca, asombrosamente, una sonrisa cómplice en los dos.

—Ya.

Sagrario se retira de nuevo, diciendo que va a preparar la cena. La Teniente Puri sigue amorosamente sus pasos.

—¿Es usted creyente? —Le pregunto sin venir a cuento.

—¿Cómo?

—¿Cree usted en un Dios Todopoderoso, Alguien vigilando nuestras acciones?

Ahora me siento como un mercenario, o como un monje iluminado descendiendo de la montaña sagrada. Pero Puri no parece inquietarse por mi pregunta y ni siquiera enciende otro cigarrillo (que es lo que yo hubiera hecho en su lugar).

—¿Qué le pasa, Santi?

—Yo creo que Dios miente.

—¿Mentir?

—Sí. Creo que miente.

—¿En qué sentido? Verá, si lo que quiere saber es si soy una persona religiosa, tendría que decirle que no. Con las cosas que he visto, es difícil conservar un átomo de espiritualidad. Sólo soy una simple policía, pero conservo la esperanza. Ya sabe lo que dijo ese escritor ruso, si...

—... Dios no existe, todo está permitido. Un escritor sueco, Lars Gustafsson, afirmó lo contrario: dijo que si Él existía, todo lo estaba.

—No sé a dónde quiere llegar.

—Lo del sueco me trae sin cuidado. Como le dije antes, si emigrase a Albania, probablemente robaría pan y fruta, y si viviese en Suecia, acabaría pensando en las musarañas. Siento debilidad por Dostoievski, pero tampoco quería ir por ahí. Me refiero a que... cómo expresarlo, este mundo no tiene credibilidad, ¿entiende? es una entelequia, una farsa...

La Teniente Puri ha encendido por fin el cigarrillo.

—¿Se refiere a que vivimos en un mundo virtual, sin certezas ni anclajes? ¿Un mundo hipócrita? Pero eso es obra de los hombres...

—No lo pongo en duda. Pero hablo de otra cosa... Quiero decir que en la realidad no hay nada divino.

—Explíquese.

—Usted debería saberlo mejor que nadie: un cadáver, un coche destrozado, el impacto de una bala en la pared... Espere, no hago alusión a lo que nos horroriza o nos parece banal... Tampoco en una piedra está Dios... No lo está en ninguna cosa física, ni siquiera en la representación de esa cosa... Es como si, después de poner todo en marcha, hubiese metido el producto en una bolsa y lo hubiera arrojado a un agujero negro. ¡Y todo lo que brotó más tarde de ese agujero fuese una idea falsa! ¡Una jodida ficción!

De la cocina llega un grato olor a huevos fritos y un efluvio a sartén quemada. La disquisición sobre qué fue primero, si el huevo o la gallina, es una contingencia estéril. Lo único que realmente nos afecta, en este flujo eterno de mentiras y malentendidos, es que el huevo salió del culo de la gallina.

La Teniente Puri tiene la expresión de alguien que ha encontrado, mientras paseaba por una playa de su infancia, una botella a la deriva.

—Tome.

—¿Otra tarjeta?

—Es razonablemente simpática. Algo que no abunda en la profesión.

—¡Una loquera!

—Pero, por todos los Santos, ¿qué tiene usted en contra de las mujeres cultivadas?

—Nada; o mejor dicho: todo. Ustedes llegaron demasiado tarde. Dejaron que el mundo lo gobernásemos un puñado de tarados... eso es lo que me molesta. Y ahora, lo único que hacen es reproducir nuestra estupidez.

—Hágame caso; vaya a verla.

—Necesito una copa, Teniente: ¿no es el momento en que el protagonista pide un whisky, antes de enfrentarse a las fuerzas del mal?

—Es usted un personaje literario, Santi.

—Más de lo que me gustaría.

La Teniente Puri se levanta y se dirige al mueble bar, que está justo a su espalda. Le miro la grupa y los tobillos, de una fragilidad sensual. Siento una erección urgente, casi tumultuosa. La Teniente Puri coge dos vasos y vierte con cuidado el whisky. La dosis, no obstante, es generosa. A través del ritmo ambiguo de sus gestos se saborea la ceniza de la verdad. Si estuviese Rubén aquí, sentado a mi lado, me diría que le diese un beso furtivo en la nuca.

—La cena está servida —se oye decir al fondo.

ME ALARMAN UN poco esas cosas que me cuentas, Santi. Lo último que sospecharía de ti es que te ibas a enredar en un lío de gánsters. Esos tipos de los que hablas, el rubio y el gordo, no son precisamente de los que inspiran confianza.

En realidad, no sé si son gánsters o gente fina. Puede que simplemente haya estado en el lugar y en el momento equivocados.

Vaya, creo que has dado con la descripción exacta de este sitio.

¿El Purgatorio?

Bueno, ya sabes cómo lo llamo yo. Hay quien le dedica nombres menos respetables.

No me digas. ¿Las almas del Purgatorio salieron respondonas?

Maliciosas, más bien. Hay un tipo que dice que esto se parece a una empresa de pompas fúnebres... pero sin pompas.

¿Era del gremio?

No; es alguien que se da aires de importancia: dice que vendía petróleo. Yo creo que trabajaba en una gasolinera.

Papá...

Qué.

Tenemos un asunto pendiente.

Si aludes a mi doble, todavía no...

No es tu doble. Sabes a qué me refiero: me debes una explicación.

Ah, ¿te refieres a eso?

Sí.

¿Por qué lo quieres saber, Santi? O mejor dicho: ¿para qué? No me respondas lo de siempre, hijo, todo el mundo se pone muy pesado con los suicidas, con sus motivos y esas paparruchas... La gente se suicida y punto. Por supuesto que tienen sus razones, pero esas razones les pertenecen, ¿comprendes? Son su última potestad, o su única salvación, llámalo como quieras.

¿Salvación?

Sé que suena contradictorio, pero es así: cuando un tipo se suicida, en el fondo, está protegiendo lo último que le convierte en ser humano.

Eso es una estupidez.

Piensa en los animales: ellos no se suicidan, es evidente, pero si tuvieran esperanza lo harían, no esperarían a que un torbellino ciego e insensible que nosotros llamamos muerte les arrebatara el don de la vida.

Está bien. Me exasperas. No entiendo, o no quiero entender lo que dices, pero me da igual. Tienes que darme una jodida explicación, ¿lo aceptas? Aunque sólo sea porque te comprometiste a...

Ése ha sido tu eterno problema, Santi.

¿De qué me hablas?

Tus compromisos, Santi, siempre has pensado que las personas obraban según unas reglas morales, o que debían hacerlo...Siempre me han asombrado esos tipos cuyas vidas se asientan sobre convicciones sólidas y profundas. ¿Cómo puede ser eso? Para llegar a ellas han tenido que convencerse antes de que las aceptaban; y para esa autopersuasión fue necesario emprender un acto previo similar, y así ad infinitum. El alma de los hombres es como un perro mordiéndose la cola.

Sí, creo que un tal Kant pensaba lo mismo.

¡Kant! ¡No me hagas reír! ¡Si supieras con qué doble lo he visto practicando esgrima! Escucha: no es necesario cavilar en exceso, en ese mundo tuyo nadie se compromete a nada, aunque dé la impresión de que lo hacen, sólo es una farsa, una sugestión global...

Eso es mentira

¡Y lo dices tú! ¡Un misántropo de cuarenta años! ¡El último baluarte de la honestidad! Sería cómico si no fueras mi hijo.

Es una mentira porque tú eres la mentira, padre, una suave y puta mentira.

...

Una mentira que sigue hablando conmigo después de muerto...

Creo que has perdido las coordenadas, muchacho.

He perdido más cosas: una hija, una hermana...

¿Tu hermana?

Sí, esa a la que tú ayudaste a abortar. ¿Hasta qué punto influiste en su decisión?

¡Por Dios, Santi, tenía quince años!

No me vengas con subterfugios, ni siquiera tuviste la decencia de contárselo a mamá, por muy histérica que se pudiese poner... o a mí, más tarde...

Creo que actúe correctamente, pienses lo que pienses.

Tú amabas la vida, o eso preconizabas.

Está bien. No te reprocho tu indignación. Tampoco me sublevan tus insultos. Estás en todo tu derecho.

Me pregunto qué hicisteis después.

Volver con Sonia a casa, qué iba a hacer.

A eso me refiero, una vez en casa.

No sé a dónde quieres llegar.

La dejaste sola. Lo hiciste con todos, pero ella lo debió notar más que nadie. Te desentendiste de tu familia, precisamente tú, que comparas el olvido con el pecado.

...

¿Papá?

Sí, supongo que ese fue mi mayor pecado. Frente a lo que nos negamos a admitir, la familia sólo es una fuente de desdichas... Cuando no de trastornos y desequilibrios aberrantes. Tampoco deseo justificarme. Nunca me agradó el rol paternal, lo admito.

Eso es evidente.

Está bien. Creo que mereces oír la verdad. Aunque sólo sea por justicia poética, para que tengas motivos para burlarte de mí.

Déjalo. De repente me he cansado de tus confidencias ultraterrenas. Creo que esta conversación se acabó.

¿Acabarse?

Del todo.

Espera...

¿Qué ocurre? ¿Tienes miedo, papá? ¿Tienes miedo a desaparecer de una vez por todas, si dejo de hablarte?

Me suicidé porque ya no sentía placer al eyacular. Se llama anorgasmia.

¿Qué?

¿No te acuerdas de Burt Lancaster al principio de Noveccento? ¿Cuándo, después de intentar seducir inútilmente a la campesina, decide colgarse de una viga?

Pero, ¿qué dices?

Anorgasmia masculina: ríete, hombre, es algo poco común. Suele deberse a trastornos psicógenos, pero ya sabes que yo siempre tuve la cabeza en su sitio. Sucedió, de repente, sin explicación. Sentía lo mismo al correrme que al cepillarme los dientes. Imagino que pensarás que iba unido, precisamente, a un sentimiento de culpabilidad provocado por lo de Sonia, pero te aseguro que no tuvo nada que ver. Simplemente ocurrió. Mala suerte. Supongo que fue una ironía del destino. A lo mejor lo merecía: ya sabes, por ser un vividor, por no ser fiel a la madre de mis hijos, por eludir mis responsabilidades...

No puedo creer lo que estás diciendo. ¿Anorgasmia? ¿Te suicidaste porque tu picha ya no cumplía con su regio papel?

Piensa en el tedio de la vida, Santi, en todo lo que la hace vulgar y denigrante. Es inmenso. Cuando reflexiones detenidamente sobre el tedio, te darás cuenta de que, pasada cierta edad, todo lo que nos sucede es una sucesión exasperante de nimiedades. Así que cuando ni siquiera puedes cultivar el placer más excelso, lo mejor es desvanecerse. Piénsalo.

Continúa escribiendo, no sé muy bien desde dónde, no emplea frases cortas, sino una palabra tras otra, resulta discursivo, inagotable. Me reclino en la silla ignorando el interfaz y pienso en Sonia. Puede que su confesión no haya sido casual y, por tanto, tampoco su presencia. La estoy viendo en el hotel, delante de mí, con su rostro anguloso. Es una lástima que no hubiésemos hablado, o jugado más veces en el columpio que había en el jardín de casa. Suena idiota, pero así es como nos asalta la felicidad. Pero supongo que es tarde, demasiado tarde para esos pretextos. Por una razón que no acierto a explicar, empiezo a sentir frío. No han bajado las temperaturas, se anuncia otra ola de calor, pero tengo los pies helados. A través de un guiso de moléculas y píxeles, mi padre sigue desgranando su discurso, pero no miro la pantalla, no sigo el hilo de su conversación. Supongo que esto ha finalizado y que no volveré a conectarme más. O eso creo. Porque un segundo antes de cerrar la ventana, justo antes de pulsar la equis, leo el final de su perorata, la que parece ser su última frase. Inexplicablemente ha dejado de hablar de sí mismo, ha concluido su sermón onanista (Dios mío, casi todo en la vida de este hombre, incluso después de muerto, ha girado sobre lo mismo). Pero esta vez no alude a su pasado, o a una conspiración celestial. Es otra cosa. Trago saliva, muevo los pies helados. Tengo la sensación de que la tierra ha dejado de rotar durante unos segundos.

Por cierto —me dice—, ayer, mientras daba un paseo entre las nubes, vi a un chico haciendo grafitis sobre un busto de Tiberio.