24

—La verdad es que conozco al señor Pavesi desde hace tiempo y no le recomiendo su compañía.

Sagrario, la dueña de la pensión, está apoyada en el quicio de la puerta y me observa compasivamente. Lo cierto es que no sólo lo hace así, sino con una pizca de lástima. Desde que me hospedo en su fonda, hemos simpatizado y hemos mantenido varias conversaciones (sobre todo nocturnas), por lo que está al corriente de mis peripecias. Hoy lleva una bata de seda beige que le queda corta y que ciñe sus formas como un corsé de plumas. Para mi sorpresa, ha encendido un cigarrillo.

—Pensé que no se podía fumar aquí.

—Sólo cuando intuyo algún riesgo.

Me azoro un poco y meto las mudas en la mesita de noche. Mi casera me mira de otro modo, con una especie de indulgencia cortés. El humo del cigarrillo vierte en el aire filamentos color azul y un aroma rico y mentolado.

—Esta noche se despertó sonámbulo.

—¿Cómo?

—Lo vi manipulando una lata de conservas en la cocina.

—No recuerdo...

—Estaba intentando abrirla con los dientes.

Ahora soy yo el que la mira perplejo, sintiendo una bola de aprensión en la nuca: hacía tiempo, lo menos un lustro, que no padecía una crisis así.

—Vaya, lo siento... Hacía mucho que no me pasaba. De niño bajaba a la calle en pijama y podía tirarme horas deambulando sonámbulo hasta que un vecino me recogía. Espero no haberla asustado.

—Para nada. Estuvo muy amable.

—¿Amable?

—Sí; sobre todo cuando se metió en la cama conmigo.

La habitación en la que estamos se hace más pequeña y Sagrario le da otra calada al cigarro. Me mira fijamente, sin coacciones, casi con refinamiento. Reconozco, sobresaltado, ese brillo sutil. Debajo de la seda asoma un seno generoso, una uve de carne prieta y blanca. Sagrario ladea la cabeza y sonríe de modo imperceptible. Sé que sólo se trata de la dueña de una fonda, pero en este instante, mientras me alcanza su perfume, me acuerdo de un fragmento glorioso, del erotismo de los primeros compases de la Rapsodia Española de Ravel. En un acto reflejo, como un testigo impertinente, mi polla se agita dentro del pantalón.

—Sagrario, usted...

—No debe inquietarse.

—Pero...

—Déjelo. Lo que me preocupa es esa relación suya... con el señor Pavesi, me refiero.

Vuelvo a examinar el sobre que ha dejado a mi nombre y me resisto a abrirlo. Sin embargo, dentro sólo hay una tarjeta con letras en relieve —que esta vez sí tiene el nombre de Pavesi— y la dirección de mi antiguo hotel.

—Querrá verme por algo —especulo negligentemente.

—Nunca por algo bueno —advierte ella.

Sagrario se retira y me deja momentáneamente solo. Trato de adivinar para qué me quiere Pavesi y evoco nuestra conversación en el café. Me viene a la memoria el episodio del puticlub, cuando acabé entre los velludos antebrazos de Chuck Norris: como un huésped antojadizo al que expulsan por sus gustos degenerados. Quizá Pavesi se enteró del incidente y quiera resolverlo; puede, incluso, que lo haga por la novia de Iván. Los pasos de Sagrario resuenan al fondo y la oigo tararear una canción familiar. Juraría que es Ruby Tuesday, pero no estoy seguro. Me pregunto de qué conocerá mi patrona al enigmático Pavesi, aunque prefiero no pensarlo.

Una hora después estoy en el hotel, interesándome por el susodicho. Me encuentro con el recepcionista que tenía aspecto de cardenal, pero aparenta no reconocerme. Yo diría que le han inyectado loctite y parece más estirado. Teclea el ordenador como si tocase una fuga de Bach ante una plétora de obispos.

—No consta nadie que se aloje con ese nombre, señor —me dice con absoluta impavidez.

Lo miro como si me estuviese vacilando, pero decido contar hasta nueve. Al llegar a ocho, noto que alguien me toca la espalda.

—Perdone, creo que podría ayudarle.

Justo detrás surge un joven rubio, apuesto, con perilla y gafitas troskistas. Lleva un macuto y un libro en la mano que, en conjunto, le dan un perfil bohemio. Entonces caigo en la cuenta de quién es: el chico vestido de blanco que acompañaba a Pavesi la primera vez que lo vi. Sigue teniendo la misma planta del Jesucristo de la película de Vicente Minelli.

—No sé en qué —le respondo con una acritud involuntaria.

El joven boquirrubio, sin embargo, no parece inmutarse.

—Caravia —me dice. Samuel Caravia. Encantado de conocerle. Soy amigo del señor Pavesi.

Nos damos la mano y yo digo «ah», mientras me invita a salir a la terraza. Prefiero no darle a entender que lo conozco, aunque sospecho que Pavesi le habrá hablado de mí. De hecho, nos sentamos en la misma mesa donde me abordó Pavesi aquella mañana, aunque ahora hay más gente, algunos hablando de la gota fría, que al parecer acabará abriendo un socavón en el cielo. Al que no veo por ningún lado, sirviendo las mesas, es a Iván.

—Verá, en cierto modo, yo también andaba buscando al señor Pavesi —me dice con una expresión de beatitud y, como si fuese un muestrario, saca otro libro del macuto, que deposita con cuidado en la mesa. Se echa el pelo hacia atrás y se palpa con vanidad la perilla, un boceto de pelos ralos. A pesar de su evidente atractivo, su belleza me resulta poco viril—. Me los prestó él, ¿sabe?; me temo que los he terminado muy rápido y quería devolvérselos.

Son ediciones de bolsillo, dos novelitas de terror de Stephen King y los Ensayos de Montaigne. Él capta mi asombro y añade:

—Las lecturas del señor Pavesi son un poco desconcertantes, pero a la vez muy sugestivas, ¿no le parece?

Tardo un rato en reaccionar, pues Caravia me ha guiñado un ojo. Mi interlocutor debe frisar los treinta, o treinta y dos años, aunque podría ser más joven: uno de esos adolescentes perpetuos que despiertan a su paso una simpatía contagiosa. Alza su mano y llama a la camarera, que acude en un santiamén. A pesar de que la terraza está repleta de gente —la miríada de familias ruidosas de todos los días—, se acerca solícita, sorteando con agilidad todas las mesas. Nos atiende con una diligencia aduladora, sensual, como si fuéramos sus únicos clientes.

—Hola, guapa. Dígame... perdone, aún no sé su nombre.

—Carlos —vuelvo a mentir.

—¿Qué va a tomar?

—Una caña.

—Que sean dos.

La chica sonríe y al irse deja un olor denso, a madera picante, una mezcla furtiva de cedro y bergamota.

—Qué maravilla —sentencia Caravia—. Me pregunto qué perfume usará. ¿Aroma de palosanto?

Tengo la impresión de que hoy no hace tanto calor, pero puede ser que, simplemente, me esté acostumbrando. En algún momento de nuestras conversaciones, con una madurez maliciosa, Rubén dejó dicho que lo único que hace el hombre —aunque sospechaba que no las mujeres— es habituarse a morir.

—¿Y bien? —Me pregunta Caravia—. ¿Cuál es su McGuffin?

—¿Disculpe?

—Sí, ya sabe, su pretexto, su móvil, como en las películas de Hitchcock... Déjeme adivinarlo: ¿alfombras de Esmirna? ¿Objetos litúrgicos?...

Caravia me mira con curiosidad y yo a él con estupor. Vuelve la chica con la bandeja y respira embriagado, igual que un catador fino y goloso. Es tal la tensión sexual que se suscita entre ambos —el querubín y la diosa— que por un instante pienso que se la follará allí mismo, olímpicamente, bajo los cocos de las palmeras.

—Gracias, preciosa. ¡Ya sé! ¡Relojes de cuco! El señor Pavesi me dijo que había encontrado un gancho hacía poco... ¿Es usted, verdad?

Ésta es una de esas ocasiones en las que uno puede echarse a reír, o conservar un vestigio de calma. Me inclino, sabiamente, por lo segundo. Tampoco sé muy bien por qué lo hago, así que adopto una pose misteriosa, como en una novela de Graham Greene.

—No exactamente —respondo—, y le guiño un ojo sin más.

Mi actitud ha funcionado, porque Caravia levanta la jarra y brinda conmigo. Lo que ignoro es hacia dónde nos llevará esta complicidad y qué hago sentado en la terraza con él.

—Claro, claro, no quería ser tan brusco —señala prudente.

—Ya sabe que a Santiago no le convence cualquier cosa.

Caravia asiente y se echa un trago, limpiándose con lentitud la espuma. Sus ojos brillan con una luz especial, diría que malévola, pero no veo en ellos ningún atisbo de desconfianza.

—Aquí, entre nosotros, yo tardé un tiempo en saber qué le seduciría. El cabrón es exigente, para qué nos vamos a engañar. Y fíjese, resultó ser algo con lo que yo estaba familiarizado: ¡libros! Aunque, claro, no cualquier libro... Supongo que le habrá hablado de su colección de incunables... algo digno de admiración. Así que estuve dándole vueltas a mi aportación y por fin di con ella.

Caravia apura su cerveza y barre con su mirada la terraza, que parece un zoco de carne horneada. Saborea el poder de la pausa, su sutil cocción, como un prestidigitador hábil y curtido. Me fijo detenidamente en él y reparo en sus manos blancas y armoniosas, que mueve con delicadeza celestial. Las imagino abriendo corchetes, deshaciendo lazos, pellizcando botones minúsculos... Las imagino accediendo a los orificios más piadosos sin que un broche se les resista.

—Y entonces recordé, fíjese qué paradoja, que los muertos iban a ser mi salvación.

—¿Los muertos? —Pregunto.

El querubín suspira risueño y pide otra caña. Tiene una historia, se dispone a contarla y yo soy todo oídos. La chica que huele como la corteza de un árbol pecaminoso tarda un segundo en aparecer.

—Gracias, preciosa —repite con sus dientes perlados—. Le va a costar creerlo, pero estas cosas suceden. Donde y cuando menos lo esperas, encuentras un filón. La cueva de Alí Babá no está en un oasis remoto, sino en un cuarto de la pensión Flórez.

—¿Pensión Flórez? ¿La conoce?

—Es una forma de hablar... Quiero decir que, para dar con un lingote de oro, no hace falta hacerse la ruta de los galeones.

—Ya.

Caravia cuenta la historia tomándose su tiempo, con voz susurrante (la misma que debía poner Casanova cuando soltaba las presillas de los corpiños):

—Me acordé de alguien, de un amigo de la familia... un tipo al que conocí hace diez meses y que regenta una empresa de pompas fúnebres. Ya sé que estos asuntos dan bastante grima, pero un día, en casa, le oí comentar que iba a abrir una franquicia en la costa, un territorio, según él, muy prometedor. Por los viajes del Imserso, ya sabe. El caso es que, a pesar de que era un poco fúnebre, o precisamente por eso, le gustaba hablar de su trabajo. Y aunque a mi madre le ponía nerviosa, a mí me parecía estimulante. Acabó hablando de las herencias y de lo rapaz que se vuelve la gente con eso. Y mucho más en estos tiempos de crisis. Pero también comentó que, a menudo, había tesoros en los que nadie reparaba. Y no se estaba refiriendo a grabados flamencos, sino, por ejemplo, a libros. Que muchas familias eran incapaces de valorar lo que heredaban, auténticas joyas bibliográficas. ¡Y que se deshacían de ellas por cuatro cuartos! Cuando, hace medio año me enteré de que se instalaba aquí, me puse en contacto con él. No me anduve por las ramas, le dije lo que pretendía y cómo hacer negocio. Acordamos que, justo antes de mover el cadáver, yo me trasladaría a las casas, con la excusa de gestionar el entierro. Ese detalle gusta mucho a las familias, se lo aseguro, que alguien se desplace a visitarlas le confiere un aire profesional. Normalmente yo me fiaba de su intuición, el señor Camilo, así se llama, tiene un olfato único, siempre detectaba dónde estaba el chollo. Aunque mi trabajo tampoco es pecata minuta, conseguir entrar en la casa del finado no es tan sencillo, y luego está el tema del peritaje, que tienes que hacer con disimulo y mucho tacto. Pero, en resumen, así es como di con un par de colecciones que entusiasmaron al señor Pavesi. Y ya sabe lo que eso significa: cuando algo le interesa, está dispuesto a recompensarte con creces.

Dos niños pasan a mi lado gritando, dejando un rastro de arena en el suelo. Todavía no he salido del asombro, de una conmoción que es un ardid del destino: como si me hubiesen sometido a una ducha de agua fría y ardiente a la vez. La jarra descansa a mi lado, con sus restos de espuma marrón. Se parece a la del mar, que Caravia observa indolentemente. Los veleros de otras mañanas han desaparecido y en su lugar hay buques de cabotaje, como sombreros lentos y grises.

—Vaya —respondo pensando en el cabrón de mi ex jefe, don Camilo.

—¿Increíble, eh?

—Sí, mucho...

Caravia apunta con su perilla mi rostro.

—Gracias a eso el señor Pavesi y yo somos uña y carne: fíjese, he acabado de trabajar con él como... asesor... Pero, bueno, ahora me tiene que contar de qué va su asunto, ¿eh, Carlos?

Lo miro con un sobresalto palpable, tanto que se le arrugan las cejas.

—En realidad, yo pensaba que iba a decirme cómo encontrar a Pavesi. ¿No le parece extraño que no se aloje en el hotel?

—¿Cómo?

—Sí, él me comentó que ésta era su base de operaciones. Ya sabe, las casas de putas y todo eso... Hasta me dio una tarjeta con su nombre, mírela: Samuel Caravia.

Caravia me mira con inquietud. De repente, advierto que he metido la pata y que lo estoy comprometiendo.

—Verá, quise decir que...

—El señor Pavesi no suele ir por ahí dando mi tarjeta a las primeras de cambio... ¿No será usted un impostor? ¿Un poli?

—¿Qué dice?

Pero Caravia se ha levantado sin decir palabra, transfigurado, afirmaría que con una mancha de miedo en el pantalón. Guarda los libros en el macuto y me mira con enojo, como si le fueran a rechinar los dientes.

—No sé quién cojones eres, pero no quiero volverte a ver, amigo —exclama— ... Y será mejor que no cuentes nada de lo que te he dicho a Santiago... al señor Pavesi quiero decir. Porque te aseguro que lo que no le gusta nada es la gente indiscreta.

—Pero... —digo desconcertado.

El seductor de camareras que huelen a sándalo me deja con la boca abierta y sale de allí pitando. Su melenilla blonda flamea al viento, rozando la correa del macuto. Al verlo de espaldas, con sus sandalias de esparto, recupero la imagen de Cristo: imagino que como hacía Él en sus viajes, se ha ido sin pagar la cuenta. Me pregunto también cuál será su verdadera relación con Pavesi y hasta qué punto su reacción no será puro teatro. ¿Estaría tanteándome? La ninfa de pelo claro y mejillas tostadas ha desaparecido del local.