Capítulo 1
DIRÍA que no fue buena idea disfrazarme de pirata y emborracharme antes de entrar en la fiesta de disfraces.
No. No fue buena idea. Sobre todo el hecho de ir de pirata.
Miré de arriba abajo a la chica que estaba haciendo cola a mi lado, que hacía todo lo posible por evitar mi mirada. Sus labios eran una obra de ingeniería; el inferior le sobresalía caprichosamente. O a lo mejor era un puchero. En cualquier caso, ese labio era el candidato perfecto para acabar entre mis dientes. No entiendo cómo había podido meter su silueta en ese increíble vestido ajustado de gata, pero estaba decidido a ayudarla a salir de él en caso necesario.
Acerqué mi cara a ella.
—Miau.
Menuda frase para ligar.
Me escrutó a través de su negra y fina máscara.
—Si tu idea es rascarme la barriga o intentas hacer algún jueguecito con las partes del cuerpo, te robaré la espada y vas a tener que necesitar una pata de palo. O peor. ¿Lo has entendido, soldado?
—Sí, mi capitán —le contesté, ofreciéndole un saludo entusiasta.
Me dio la espalda y se puso de puntillas, moviendo la cabeza para observar la trayectoria de la cola. La vista trasera era tan espectacular que opté por no decir nada más hasta que estuviéramos dentro y así disfrutarlo con calma.
Pero me pilló mirándola.
—¿Te has vestido de gata, o de tigresa? —pregunté rápidamente, arrastrando las palabras. Todo lo que abarcaba mi vista viró hacia la izquierda—. ¿Has venido a la fiesta de disfraces?
—No, me gusta ir por las calles de Ivy Springs vestida de animal salvaje.
—Grrr —gruñí, mientras fingía arañarla con garras imaginarias.
No hubo respuesta.
Apoyé la cabeza en la rugosa pared de ladrillos, me quité la peluca para rascarme la cabeza y me la puse otra vez. La llevaba un poco torcida. O a lo mejor solo era una sensación.
—Te van a hacer preguntas para dejarte pasar. —La Tigresa miraba mis rastas con ademán desconfiado—. ¿Cuánto has bebido para acabar así? ¿Vas a echar la pota encima de mis zapatos?
Tenía ganas de cerrar los ojos porque la cabeza me daba vueltas, pero no podía dejar de mirarla. Intenté dejar la mente en blanco durante un segundo e intentar comprender algo, pero el alcohol había hecho mella en mí.
—No voy a echar la pota en tus zapatos —le respondí, mientras me prometía a mí mismo que pondría las manos encima de esas curvas. Sucumbí al mareo y cerré los ojos un segundo—. Es que he tenido un día de perros.
—Y estás a punto de explicármelo, ¿no?
No había ninguna manera optimista de explicarle a una chica que acababa de conocer que mi padre había regresado de entre los muertos, que mi madre seguía en coma y que un batallón entero de la guerra de Secesión había aparecido frente a mi casa esa misma tarde.
—No soy muy hablador. Me gusta más la acción.
—Qué raro que no me sorprenda.
Le guiñé un ojo con picardía.
—¿Y a ti, por casualidad, te gusta la acción?
—¿Le das besos a tu madre con esa boca?
El dolor se convirtió en rabia, crepitando en la superficie de mi piel. Ella no lo sabía. No lo había dicho con mala intención. Sus ojos me dijeron que había visto asomar mi carácter, e intenté mantenerlo a raya.
—La cola se empieza a mover.
Señalé con la cabeza en dirección a las puertas, luchando contra mis emociones como no lo había hecho antes.
Para mi alivio, la chica siguió a la muchedumbre hacia La Central.
Se había transformado por dentro. La Central ya no era un restaurante de categoría; se había convertido en una burda explosión de adornos otoñales. En las paredes, enormes telarañas con cientos de arañas falsas colgaban de hilos de algodón y un espantapájaros vigilaba cada esquina. Los fantasmas se dispersaban a su antojo, suspendidos sobre el público con alambres invisibles, arrancando carcajadas en su estela.
Allá donde mirases había calabazas y una cantidad pecaminosa de gominolas, pero lo que de verdad habría asustado a los invitados de la fiesta era lo que no se podía ver.
Un velo brillaba en el escenario. Los velos eran puertas de entrada que servían como lugares de contención, vestíbulos hacia el pasado o el futuro, donde los viajeros esperaban antes de entrar en el puente que les llevaba a otro tiempo. Eran como paredes de luz natural que resplandecían sobre el agua.
Siempre que había un velo, cerca había un bucle.
Un bucle —o huella— era como ver la misma escena de una película en modo de repetición, una y otra vez, siendo en este caso una persona atrapada en el tiempo e impuesta en el presente. Incorpórea e invisible para los que no llevan el gen del tiempo.
Hasta hace poco. Porque ahora yo también podía ver los bucles.
Eso explicaba el terceto de jazz la gente atravesándolo. Cuando Em apareció y esquivó al trío mientras caminaba hacia mí, acabé de confirmar mi teoría de los bucles.
Por la expresión de su cara, estaba a punto de caerme una buena.
—Kaleb Ballard. Es para matarte.
Nadie tan pequeño como Emerson Colé ejercía tanto poder sobre mí. Tiró su sombrilla en una mesa vacía, empujó su falda con miriñaque hacia un lado y la emprendió a manotazos conmigo mientras me conducía a un lustroso banco de piel. Me agarré al borde de la mesa para recuperar el equilibrio, pero no me aguanté de pie. Me senté.
—Pensé que habíamos superado tu problema con la bebida.
Me dio un puñetazo en el bíceps. Dos puñetazos.
—¡Augh! —También sabía herirme físicamente—. Pensaba que habíamos superado tu problema con la violencia.
Con su vestido azul de seda, guantes blancos y cabello rubio rizado con perfectos tirabuzones, parecía una desequilibrada que se había escapado del Tara de Lo que el viento se llevó. O una novia sureña el día de su boda, cuyo novio odia profundamente a las damas de honor.
—En serio, Kaleb. —Su preocupación abrió un poco más la herida—. ¿Por qué?
—Ya sabes por qué.
Al menos, conocía una parte. Cogí aire, suspiré y apoyé la cabeza en la mesa.
—Me he quedado flipando cuando he visto el bucle después del colé. Aunque supongo que lo que más me ha hecho flipar es ver que tú lo vieras. Después he salido a correr. ¿Y tú? ¿Qué te has bebido? ¿Un litro de alcohol etílico?
—Dame un respiro, por favor. —Hice un esfuerzo y la miré con ojos de súplica—. Ya sabes que para mí es distinto que para ti. No he sabido qué hacer.
—Destrozarte el cuerpo no es la solución. —Cogió un vaso de agua fría de la bandeja que llevaba el camarero y me lo puso entre las manos—. Tenemos que permanecer alertas, y no bajar la guardia, hasta que nos enteremos de qué es lo que pasa.
—No me estoy destrozando el cuerpo. Solo estoy un poco atontado. —Por desgracia. Le di un buen trago al agua y la examiné de arriba abajo—. ¿Por qué te has disfrazado de Escarlata O’Hara?
—Es una broma íntima —respondió.
—¿Con quién?
—Conmigo misma.
—¿Te vas a sentar, o qué?
Frunció el ceño y señaló hacia su enorme falda.
—No sé cómo.
Sacudí la cabeza y le di otro sorbo al agua, dejando que mi risa se escapara dentro del vaso, lo que a Em no le pasó inadvertido.
En lugar de dejar que su puño se hundiera en mi brazo otra vez, lo agarré al aire con mi enorme mano y lo sostuve durante una fracción de segundo, que se hizo demasiado largo. Una sombra alargada se proyectó por encima de la mesa.
—Eh, chicos.
Michael.
Em se zafó de mí, dio media vuelta y se puso de puntillas para recibir a Michael con un beso. La luz que nos envolvía palideció un instante y se me revolvió el estómago. Me quedé contemplando fijamente el mantel mientras la ira me recorría el pecho hasta la punta de los dedos. Desde que eran novios, los efectos colaterales de la explosión de chispas cuando se veían habían comenzado a ser un problema. Me aseguré de que mis potenciales fuentes eléctricas estuvieran conectadas a un protector de tensión adecuado. Todavía no había encontrado una manera de protegerme a mí mismo.
En cuanto las luces dejaron de parpadear, sentí una comunicación interna. Capté a Emerson imitando un movimiento de succión, con la mano envuelta alrededor de una botella imaginaria.
—Bueno, pues… —dijo ella. Michael, intentando emular a Rhett Butler con su vestimenta, le hizo un gesto para que se sentara. Ella se miró la falda y negó con la cabeza—. Kaleb se ha tomado demasiado en serio lo de ir de pirata, ya te imaginas. Su obsesión con el ron.
—No he bebido ron —repliqué—. He bebido bourbon. Estaba en mi guantera.
Michael se dejó caer en el banco, delante de mí, y se inclinó hacia delante, bajando la voz para hablarme.
—¿Bebiendo, conduciendo y con una botella encima?
—Escúchame, Clark Gable. No he estado bebiendo y conduciendo. No he bebido hasta que no he llegado aquí, y la botella ya no la llevo encima porque me la he bebido toda. Y la he llevado a reciclar.
Una vena se hinchó en la frente de Michael. Notaba también su rabia, fuerte e implacable, lo que también significaba que los tres tragos que me había tomado en el jeep se estaban diluyendo.
Emerson se dispuso a hablar con un tono de advertencia:
—Por favor, no hagáis una escena. Mi hermano está mirando y no quiero darle un disgusto a Dru.
Vestido de Gómez Addams, Thomas apareció junto con su mujer, vestida de Morticia, al lado de la barra. Seguramente estaban revisando carnés. Em me había dicho que Dru estaba embarazada. Todavía no tenía barriga, pero se la acariciaba constantemente. Sus emociones desprendían una salvaje fuerza protectora que pude reconocer. Mamá Guerrera. No te metas ahí. Mi madre era así.
Los dedos se me encogieron, en busca de una botella.
—Kaleb, dame las llaves ahora mismo y no te lo tendremos en cuenta. Pero, si vuelve a pasar, voy a ir a hablar con tu padre —dijo Em.
Al menos, Em se preocupaba por mí. Pero no de la manera que yo quería.
—Eres tremenda.
Me topé con sus ojos y deslicé las llaves por la mesa. Michael me las quitó de la mano antes de que Emerson pudiera tocarme, dándoselas a ella.
—También soy bajita, lo que significa que lo tengo muy fácil para darte en las rodillas. —Lanzó las llaves al aire con una mano y las cogió con la otra. Brillante—. Yo las guardo, guapos. Intentad no mataros en mi ausencia y si os vais a poner a discutir, que sea debajo de la mesa.
La observé mientras se alejaba, su falda de miriñaque dando bandazos, golpeando tobillos, rodillas y patas de silla. No miré a Michael.
—Lo siento —dijo.
Eché la cabeza hacia delante. Ni uno ni otro se esperaban esa disculpa.
—¿Qué?
—Lo de esta tarde. —Frunció el ceño justo antes de peinarse el pelo con la mano y dejarse caer de espaldas en el banco—. Em me lo ha explicado.
—Ah. Eso.
No tenía ganas de pensar en la imagen de unos soldados uniformados posando para una foto en mi portal de ciento cincuenta años de antigüedad. Un portal que se había revelado tan nuevo de repente que casi podía oler el serrín.
—Si Thomas no hubiese cedido y no hubiese dejado entrar a Em en la escuela de La Esfera… —Me detuve—. No sé cómo he podido arreglármelas yo solo con el bucle. Solamente ha hecho falta que ella tocara un soldado, y todo se ha evaporado.
—Me alegro de que te haya ayudado —dijo Michael.
Pude leer el subliminal «No te acostumbres».
Me recosté en el banco y me crucé de brazos.
—Dice que es el mismo tipo de bucle que vio la noche en que volvió después de salvarte de la explosión en el laboratorio. Una escena entera.
—Como si te metieras en un cuadro.
Asentí.
—No sé explicarlo, Kaleb. No sé explicar los que he visto.
—¿Por qué me tienes que explicar nada a mí? —Desde el otro lado de la sala, el fugaz destello dorado de un vestido ceñido captó mi atención. Me había quedado sin bebida, y el próximo paso era llevarla hasta la pista de baile—. Tú no tienes ninguna responsabilidad.
—No sabemos de quién es la responsabilidad.
Le lancé una mirada mordaz.
—Sí lo sabemos.
Se hizo el desentendido.
—¿Le has dicho a tu padre lo que has visto?
—No. —Mi padre ya tenía bastantes preocupaciones—. Lo mejor es que se lo digas tú. Se lo tomará mejor si viene de ti.
—Eso no es…
—Pasadlo bien, tú y Em. Os busco más tarde, si es que puedo recuperar mis llaves.
—Kaleb, espera —dijo Michael, pero yo ya me había levantado.
Haciendo oídos sordos y omitiendo cualquier responsabilidad al respecto, respiré profundamente, me coloqué bien la espada y me fui con el estómago apretado.
Di un rodeo en cuanto me acerqué a la pista de baile para evitar al terceto de jazz.
Me sacudí cualquier pensamiento de Em y Michael, o de Michael y mi padre.
Cansado de quedarme mirando desde fuera. En ambos casos.
Seguí a la Tigresa hacia la pista de baile. Tenía otras cosas en mente, aparte de bailar, pero por algún sitio tenía que empezar.
Ella estaba alcanzando a un grupo de chicas reunidas en círculo cuando la cogí de la mano. Se volvió para mirarme.
—Hombre, eres tú.
—Intenta contener tu excitación. —Señalé hacia la multitud que nos rodeaba—. No me gustaría que montaras una escena. Las peleas se vuelven muy peligrosas en este tipo de situaciones.
—De acuerdo —respondió con voz aburrida, apartando la mano—. Me intentaré calmar.
—Gracias, de verdad. Y también de parte del Departamento de Civismo de Ivy Springs.
Me incliné ligeramente hacia un lado. Me enderecé, con mi mejor sonrisa ganadora, y vi como se hacía a un lado.
—¡Espera!
Se paró y dejó caer la cabeza. Tras unos segundos, me miró por encima de su hombro izquierdo.
—¿A qué tengo que esperar? ¿A qué dejes de ser tan engreído? Porque no tengo tiempo para eso.
Mi rabia temprana contagió mi visión y pestañeé. Normalmente no tenía que esforzarme tanto.
—Me gustaría bailar contigo.
Giró sobre sus talones y me miró.
—¿Puedo pedírtelo?
Alargué la mano, haciendo a un lado la rabia y sonriendo de nuevo, con renovada energía.
—Si te digo que no, no vas a parar de darme el coñazo hasta que acepte.
—Yo lo llamaría obstinación.
Opté por el ingenio en busca del lado jocoso de sus palabras. Pero no lo encontré.
—Un baile —dijo, con desinterés—, y volvemos cada uno a su mesa.
—A lo mejor te lo pasas tan bien que cambias de opinión.
Tendría que trabajar mucho en este aspecto o, si no, centrarme en otra conquista.
—Y las vacas también saben volar.
Era una conquista más fácil de lo que parecía.
Para acelerar el proceso de rechazo, la empujé hacia mí y deslicé las manos con el objetivo de tantear rápidamente el culo más apetitoso que había visto y acechado en toda mi vida.
Retrocedió y me pegó una bofetada. Tan fuerte que me pitaron los oídos.
—¡Cómo te atreves! —Rabia desbordada. Le salía de los poros, y no hacía falta mucha inteligencia para interpretarla—. A mí me da igual que estés borracho, payaso. A mí nadie me toca así sin mi permiso.
Una parte de mí quería devolverle toda esa rabia, y una fuerza negra y viciosa empezó a arañar mi garganta. En ese preciso instante, llegó un fuerte chirrido de la cadena de música. Se hizo la oscuridad.
Los gritos y risotadas llenaron el espacio mientras el público se anticipaba a la juerga. Las luces de emergencia se encendieron e iluminaron a un hombre con pistola. Levantó la pistola, apuntó al techo y disparó a la lámpara de araña. El caos se apoderó de la sala mientras una lluvia de cristales se desparramaba por el suelo.
A cada grito, se sucedía un silencio contenido. Miedo paralizado.
Emerson.
Volví a mirar al hombre del escenario, que sostenía la pistola en una mano y un reloj de bolsillo en la otra.
Jack Landers.
El desgraciado que mató a mi padre.
Agarré a la Tigresa y la presioné contra mi espalda, luchando contra la marea de gente.
Después de dejarla en el hueco de la escalera, me quedé quieto delante de ella y examiné la sala en busca de Emerson o Michael. Capté un destello de seda azul y un esmoquin negro; eran ellos saliendo hacia la entrada.
Jack llevaba huido más de un mes y ahora estaba en mi punto de mira. El torrente de adrenalina que viajaba por mis venas hizo que de repente me sintiera completamente sobrio.
Mis manos seguían agarradas a la muñeca de la Tigresa.
—Quédate aquí, agachada. No tienes que pensar en nada. Él no te ve desde el escenario.
—Lleva una pistola —me dijo con voz asustada. Sentí su miedo arrastrarse desde la punta de mis dedos hasta mi cerebro—. ¿Estás loco?
—Sí, no es una novedad.
Empujado por la adrenalina, le solté la mano y me interpuse delante de Jack. Las sombras fantasmales corrían hacia las puertas en el tenue brillo de las luces de emergencia. Levanté los hombros al situarme delante del escenario.
Jack había venido a hacer daño; su cara lo confirmaba.
Yo también quería hacer un poco de daño.
Nuestras miradas se cruzaron mientras yo avanzaba entre los restos de muchedumbre hacia el escenario temporal situado al fondo del restaurante. Me detuve a medio camino para intentar descodificar sus emociones. Nada.
—Típico. Gran despliegue. —Le sostuve la mirada—. Me sorprende que no hayas contratado a una orquesta entera para que te dedique un tema.
—¿No deberías estar en cualquier esquina lamiéndote las heridas? Pero si incluso llevas raya de ojos. —Se guardó el reloj y bajó la pistola. Pero no apartó el dedo del gatillo—. ¿O has dejado de lamerte las heridas para…?
—No pronuncies su nombre. Después de lo que le has hecho, no tienes derecho.
Había destrozado tanto la línea temporal y la verdad de la vida de Emerson que ella era incapaz de dormir sin tener pesadillas.
—Me gustaría ver a Emerson. Nos han quedado unos cuantos temas por resolver. Ella no estaría de acuerdo en eso de «lo que le he hecho».
—Mereces morir después de todo lo que has hecho; del daño que le has hecho a tantas personas. —Mi padre, mi madre, Em. Llevaba meses deseando la muerte de Landers y esta era mi oportunidad. Los músculos del estómago se me tensaron mientras me preparaba para mi próximo movimiento—. ¿Qué te parece si lo hacemos realidad ahora mismo?
Sonrió.
—Matarme sería el peor error de tu vida.
—Yo lo veo más bien como un servicio a la comunidad.
—Entonces lo ves todo del revés. —Qué maníaco egocéntrico—. No me obligues a mover la mano, Kaleb. Te arrepentirás.
—No tengo otra alternativa.
Avancé dos pasos hacia él antes de que levantara la pistola para apuntar. Me agaché debajo de una mesa y me puse a rodar por el suelo, esperando una descarga de balas.
Nada.
Levanté la cabeza lentamente para mirar por encima de la mesa y lo vi sacudir la pistola mientras examinaba el cañón.
No pensé en las repercusiones que tendría mi acción para mi padre o mi madre, si ella se despertaba. Saqué la espada metálica sin afilar de mi disfraz, la empuñé y corrí hacia el escenario.
De alguna manera, entre todo el ruido metálico que venía de fuera, pude oír como la bala entraba en la recámara. El tiempo se ralentizó, y yo me preguntaba si eso es lo que nos pasa antes de morir. Continué corriendo mientras él volvía a levantar la pistola y escudriñaba el cañón.
Las reacciones de los demás dejaron de interesarme. Solo pude concentrarme en las mías.
Rabia.
Rencor.
Venganza.
Entregándome a lo que entendí como el último paso, di un salto con la espada desenvainada. Mientras volaba por los aires hacia él, Jack resplandeció con una luz parpadeante como un fantasma virtual en una película de terror; con las facciones retorcidas por la ira y un profundo grito de maldición quemando su garganta. Vi su dedo apretar el gatillo mientras mis costillas impactaban contra el ángulo del escenario.
Antes de que la bala saliera de la recámara, desapareció.
Y la pistola con él.