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LEÓN, después de lo que le había dicho a Harmonía, se sentía comprometido con ella y estaba dispuesto a renunciar a la carrera de ingeniero para poder seguir a su lado. Por lo que a él se refería, consideraba que no se necesitaban más declaraciones, pero quería que ella le dijese que correspondía a sus sentimientos, que lo quería como novio, ¡vaya!, que hiciese algún gesto más que aquel breve aunque intenso abrazo que le había dado en la estación. Se sentía casi seguro de ser correspondido, pero era una seguridad que a él mismo le extrañaba y que a veces lo abandonaba. Harmonía trataba con cariño a todo el mundo, especialmente a aquel Pablo que iba para maestro y de quien León no podía evitar sentir celos. En ocasiones dudaba y se preguntaba si no sería todo una fantasía suya y si Harmonía lo querría sólo como a un hermano, y quien de verdad le gustaba para novio era aquel chico que había escogido la misma carrera que su padre, a quien tanto admiraba y echaba de menos. Pablo hablaba muy bien, como el padre de Harmonía; en eso sin duda le llevaba ventaja... Pero aunque la idea lo inquietase, en el fondo él tenía confianza en ser el preferido.

De todas formas, aquello de ser de pocas palabras era una verdadera calamidad, y León veía correr los días sin ser capaz de sacar el tema y conseguir de Harmonía la confirmación de sus esperanzas.

A medida que el tiempo pasaba, su seguridad se iba debilitando, igual que el recuerdo del abrazo en la estación. Al comienzo bastaba con que cerrase los ojos para volver a sentir el cuerpo de Harmonía apretándose contra el suyo. Pero poco a poco la sensación se fue desvaneciendo y dejó en su lugar un desasosiego y una ansiedad que por las noches le quitaban el sueño. Y para colmo, Pablo se pegaba como una lapa a Harmonía y raro era el día en que no iban los tres juntos, cuando no más gente, de casa al colegio y del colegio a casa. Así que el primer día que León vio a Harmonía sola, haciendo los deberes bajo un árbol en el jardín, se fue hacia ella dispuesto a preguntarle sin más preámbulos: «¿Eres mi novia o no? ¿Me quieres o no? Si me quieres, dímelo de una vez, porque no estaré tranquilo hasta que me lo digas...»

Pero lo que dijo fue:

—¿Qué estás haciendo, Harmonía?

Y así siguió la conversación por un buen rato, hasta que Harmonía con una sonrisa tímida le dijo:

—Tenemos que hablar de lo que me dijiste en la estación cuando se fue Rosa.

León sintió que la mente se le quedaba de repente en blanco y sólo pudo al fin tartamudear:

—Yo... lo que tengo que decir... yo... ya te lo dije, Harmonía... Quiero estar siempre a tu lado.

Harmonía asintió con la cabeza, carraspeó ligeramente como quien se dispone a hablar largo y tendido.

—Pues yo tengo que contestarte lo mismo que le dije a Rosa: de momento no puede ser. Ahora tienes que irte a hacer la carrera de ingeniero. No puedes desperdiciar tu inteligencia, igual que ella no puede desperdiciar sus facultades.

Harmonía le soltó un pequeño discurso, que hizo pensar a León que lo tenía preparado y que hablaba muy bien, porque también él había preparado lo que tenía que decir, pero cuando había llegado la ocasión no le habían salido las palabras. La oyó en silencio y cuando acabó le dijo:

—¿Y no tienes nada más que decirme?

Harmonía miró al suelo y dijo con una voz diferente, más ronca y más débil:

—Si tú no me olvidas, yo te esperaré todo el tiempo que haga falta.

León sintió que un escalofrío le recorría el espinazo y, buscando sus ojos, le preguntó:

—Harmonía, ¿me quieres?

Harmonía levantó la cabeza para mirarlo de frente: —Te quiero desde el día en que te vi en el muelle solo, sin nadie que te dijese adiós.

León abrió los brazos y Harmonía se apretó contra su pecho. Sentía latir el corazón como si fuese el redoble de un tambor, pero no estaba segura de si era el suyo, o el de León, o los dos juntos. Sintió los labios de León en la mejilla y en las sienes y volvió la cara para unir sus labios con los de él.

Desde la ventana de la biblioteca, María del Mar los miraba y pensaba: «La obligación de la encargada de una casa de niños es evitar estas situaciones y, cuando a pesar de todo se producen, separar a los chicos, mandar a León a otra casa... Pero no lo voy a hacer. Hablaré con los dos para que no hagan una locura y se acabó. Rosa ya está en camino de conseguir su parte de felicidad. Ahora les toca a estos dos: que sean felices de una vez, que bastante han sufrido en su vida».

Epílogo

Por fortuna las cosas sucedieron tal como pensaba María del Mar.

Rosa llegó a ser una bailarina famosa y admirada en todo el mundo. Recibió muchas condecoraciones y honores a lo largo de su carrera, porque en Rusia las grandes estrellas del ballet son muy estimadas como artistas. Y cuando se retiró, siguió vinculada a la compañía, enseñando a las nuevas generaciones su arte.

Harmonía se dedicó como María del Mar al cuidado de niños huérfanos y refugiados de guerra. Ejerció esta labor hasta que se casó con León, que tuvo también una brillante carrera profesional. Fue uno de los físicos que participaron en los programas espaciales, y gozó de una situación privilegiada en el país.

Lo que nunca consiguieron Harmonía y Rosa fue reunirse con su madre. Los esfuerzos de Carmiña para que la dejasen entrar en Rusia fueron inútiles. Por su matrimonio con míster Butwin se había convertido en ciudadana americana y los servicios de inteligencia rusos temían que entrase en contacto con León, que trabajaba en proyectos de alto secreto. Harmonía vivió siempre con la pena de no volver a ver a su madre y de no haber podido despedirse de ella en aquel lejano día de su niñez.

El caso de Rosa fue distinto ya que el Bolshoi hacía giras por el extranjero, y Carmiña, que tenía una buena posición económica, viajaba a distintos lugares del mundo para poder ver a su hija y hablar con ella aunque fuese por poco tiempo; en ocasiones sólo por breves minutos.

Esas dificultades se debían a la falta de libertad que por entonces padecían en Rusia. Un comisario político viajaba con el ballet y vigilaba continuamente los movimientos de los miembros de la compañía para impedir que pudiesen abandonarla y pedir asilo político en el país que visitaban. A pesar de ello algunos bailarines lo hicieron, como fue el caso de Nureiev y de Barisnikov.

Rosa, sin embargo, no tenía ninguna intención de abandonar Rusia. Era feliz bailando y, aunque en un país capitalista podría ganar más dinero, allí gozaba de una estima y consideración que no tendría en ninguna otra parte. Y, además, como le explicó a su madre, su vida estaba ya hecha allí, con Harmonía, con León y con sus sobrinos, y más tarde con los niños que adoptó.

Carmiña, por su parte, también había iniciado una nueva vida en Estados Unidos. Tenía dos hijos de su marido americano y, aunque nunca olvidó los ideales que había compartido con Miguel, le gustaba la manera de vivir de aquel país.

León no podía salir de Rusia porque su trabajo guardaba relación con proyectos militares secretos que afectaban a la seguridad del Estado. Por lo que a él se refería, esa situación no le molestaba, porque disfrutaba de excelentes medios de investigación y en España tenía sólo parientes lejanos por los que no sentía ningún aprecio. Sólo lo lamentaba por Harmonía, que, por el hecho de ser su mujer, sufría las mismas restricciones de libertad. Aunque hablaba con su madre por teléfono y se escribían con frecuencia, León se daba cuenta de que una de las penas que entristecían los ojos de Harmonía era el no poder ver a su madre. Otra era el recuerdo de aquella casa del pueblo con la que siempre soñaba. Pero esa pena León tuvo la satisfacción de poder arrancársela.

Cuando cayó el muro de Berlín, la sociedad rusa empezó a experimentar grandes cambios. León pensó entonces que había llegado el momento de tomar una decisión. El día en que Harmonía cumplía sesenta años reunió a todos los miembros de la familia: a sus tres hijos, de los cuales dos estaban ya casados y con niños, y a Rosa y los suyos, que eran dos y aún jóvenes porque los había adoptado cuando dejó la escena y pasó a ser maestra de baile. Cuando todos estuvieron reunidos les expuso sus ideas sobre los acontecimientos políticos que estaban viviendo.

Tanto por propia observación como por los comentarios que recogía en los ambientes en los que se movía, pensaba que se avecinaban malos tiempos para el país. Por otra parte, aunque los hijos habían nacido en Rusia, seguían considerándose hijos de extranjeros.

Les explicó que había hecho gestiones y que había la posibilidad de regresar todos a España, al pueblo en donde habían nacido Harmonía y Rosa, y a la casa que había sido de sus padres: la casa del emparrado en la huerta, con los conejos y las gallinas que tanto había echado de menos Harmonía. Aquél era su regalo de cumpleaños. Y anunció al mismo tiempo su disposición a irse para allá, si Harmonía estaba de acuerdo.

Aquellas palabras provocaron una pequeña revolución familiar. Los jóvenes no lo dudaron ni un instante: todos querían salir de Rusia. Pensaban que fuera, en la Europa democrática o en América, se vivía mejor, había más posibilidades de ascender en la escala social y tenían más comodidades y diversiones. Sólo los hijos casados pusieron reparos: sus mujeres tenían sus raíces en Rusia; si ellos eran extranjeros en un lado, ellas lo serían en el otro. También Rosa puso reparos, porque dudaba que en el pueblo, por mucho que hubiese mejorado, pudiese dedicarse a enseñar ballet al nivel al que estaba acostumbrada. Pero al final se impuso la idea de marchar. En unos por el deseo nunca olvidado de volver a lo que sentían suyo; en otros por cierto afán de aventura y también porque las condiciones de vida en Rusia se hacían cada vez más penosas. En cuanto a Rosa, porque decidió que su vocación de bailarina estaba ya plenamente cumplida y que ella se iría a donde fuese Harmonía.

Y así, en una mañana de primavera, como golondrinas que vuelan en busca del calor, toda la familia desanduvo el camino iniciado cincuenta años antes por los niños refugiados.

Un avión los llevó a Madrid y otro a Santiago de Compostela. Allí los esperaban parientes e hijos y nietos de amigos de sus padres para acompañarlos a la casa del pueblo. Todos los recibieron como si los conociesen de siempre.

Aquí podría acabar esta historia si no hubiese todavía un cabo suelto, que se recogió poco después de la llegada de la familia.

Un día, el nieto del antiguo jefe de Correos llamó a la puerta de la casa familiar, preguntando por doña Harmonía o doña Rosa. Las dos hermanas lo recibieron un poco extrañadas del aire de seriedad con que el chico se presentaba. Él les aclaró en pocas palabras el motivo de su visita.

Les dijo que trabajaba en Correos y que estaba haciendo oposiciones para ocupar la vacante que había dejado su abuelo, cargo que ya desempeñaba interinamente. Les dijo que su abuelo había muerto años atrás y que, poco antes de morir, le había hecho entrega de una carta que había llegado al pueblo dirigida a don Miguel, el maestro. Como se sabía que don Miguel había muerto en la guerra, su abuelo había guardado la carta con la intención de hacérsela llegar a su mujer, cosa que no había podido conseguir, y por eso le encargaba a él que, si acaso doña Carmiña o sus hijas volvieran al pueblo, les hiciese entrega de la carta con sus respetos...

Dicho esto, sacó del bolsillo un sobre amarillento con los bordes doblados y se lo entregó a Harmonía, que lo recibió con manos temblorosas.

Las dos hermanas se miraron una a otra y no dudaron ni un instante de que aquella carta era la primera que ellas le habían escrito a su madre desde Rusia, la que contenía sus explicaciones de por qué no habían podido salir a la cubierta cuando su madre las había llamado, y en la que Rosa les mandaba a los papás una gallina roja con dos pollitos de colores.

El nieto del jefe de Correos les dijo que no quería molestar, que ya hablarían otro día más despacio, pero que antes de irse era su deber explicarles que no había sido por descuido por lo que aquella carta había estado tanto tiempo guardada; que él sabía, porque se lo había contado el cartero viejo, que ahora vivía en el asilo porque no había tenido hijos y no podía valerse por sí mismo, que los parientes de doña Carmiña no se habían querido hacer cargo de la carta, cosa comprensible en aquellos tiempos en los que todos estaban muy atemorizados, se apresuró a aclarar. Y, continuó, su abuelo había guardado la carta porque, según le contó el cartero viejo, sentía una simpatía especial por doña Carmiña y siempre había mantenido la esperanza de que ella volvería al pueblo y él podría entregarle personalmente aquella carta. Las cosas habían rodado de otra manera y ahora él cumplía aquel encargo, como nieto y como sucesor en el cargo del antiguo jefe de Correos.

Cuando el chico se fue, las dos hermanas se quedaron en silencio, mirando la carta un buen rato. Fue Rosa la que habló primero.

—¿Qué vamos a hacer con ella? Es un recuerdo de los malos tiempos. Yo por mi gusto la quemaría.

Harmonía hizo un gesto negativo.

—No, no debemos destruirla. Al contrario. La vamos a poner bien a la vista para que no se nos olvide nunca todo el dolor que trae consigo una guerra.

Y así fue. Sin abrirla, le puso un marco de fotos y la colocó en una repisa en el cuarto donde acostumbraba a sentarse a leer y a hablar con la familia y los amigos. Allí también se juntaban los nietos a su alrededor cuando querían que les contase cuentos. Muchas veces le pedían:

—Abuela, cuéntanos la historia de la carta.

Y Harmonía dejaba el libro o la labor en la que estaba entretenida, se quitaba las gafas y empezaba:

—Una mañana de niebla de un otoño de hace muchos años, Rosa y yo salimos del orfanato de Nuestra Señora del Cristal para coger un barco que había de llevarnos a Rusia...

Índice

PRIMERA PARTE 1 Una mañana de niebla 2 Allá era Leningrado 3 Un día la maestra dijo en la escuela...

4 Las cartas que escribieron

SEGUNDA PARTE 1 Mientras Harmonía y Rosa 2 Miguel y Enrique no se volvieron a ver 3 Carmiña trepó a oscuras 4 Después de tres años de lucha 5 En el pueblo de Harmonía y Rosa 6 Nada más ver a Nieves 7 Los años fueron pasando

TERCERA PARTE 1 Mientras, en Rusia 2 El final de la etapa escolar 3 Cuando ya empezaban a olvidarse 4 María del Mar y Rosa 5 Después de aquella conversación

6 La encargada de acompañar a Rosa

7 León, después de lo que le había dicho

Epílogo