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NADA más ver a Nieves, el jefe de Correos la hizo pasar a su despacho y le ofreció una silla y una taza de café que el cartero traía del bar de enfrente. Era un hombre cortés, pero lo hacía también para que Nieves pensase: «¡Ay, si mi hermana se hubiese casado con este hombre y no con el visionario de mi cuñado! ¡Mucho mejor nos iría a todos ahora!». Y justamente eso era lo que Nieves estaba pensando mientras se sentaba, observaba el despacho tan bien puesto que tenía el jefe de Correos, y le decía:

—No, muchas gracias, Alfredo; si tomo ahora un café no duermo en toda la noche.

El jefe de Correos le pidió permiso para fumar, Nieves se lo dio y, mientras él encendía un puro, ella pensaba que había que ver lo bien situado que estaba ahora, e incluso más guapo que cuando pretendía a su hermana, más hombre, aunque un poco gordo, estaba echando panza, pero el bigote le quedaba bien... Claro que a guapo no se podía comparar con Miguel, se comprendía que Carmiña lo prefiriese, una figura y unos ojos que tenía, además de aquella labia... Pero ahora muerto, qué pena de hombre y qué desgracia de guerras que acababan con todo... La mujer del jefe de Correos muerta también, aquello había sido mala suerte, la había cogido el levantamiento en Madrid, visitando a unos parientes, y había muerto en un bombardeo... Así que ahora tanto Carmiña como Alfredo estaban los dos viudos, lo que son las cosas, como quien dice solteros otra vez... Pero como si nada, porque de Carmiña no se sabía ni dónde andaba, y si se le ocurría volver la meterían en la cárcel o incluso puede que la fusilasen... Mejor que muriese en la guerra y no pasar esa vergüenza...

Nieves se sentó en el extremo del asiento, sin apoyar la espalda en el respaldo y con las piernas muy juntas, apretando contra su pecho el devocionario y el velo. Se sentía muy inquieta por estar haciendo algo en contra de la voluntad de su marido, pero dispuesta a seguir adelante, de modo que le dijo al jefe de Correos:

—Alfredo, te pido por favor que no sepa mi marido que he estado aquí. Pero esas niñas son de mi sangre y yo no puedo dejarlas hechas unas paganas en esa tierra de infieles, como si no tuviesen familia.

El jefe de Correos se apresuró a tranquilizarla; él era una tumba y garantizaba también la discreción del cartero. Y, por supuesto, comprendía su postura. Era más, no le parecía bien tanta desconfianza por parte de su marido; el que es inocente no tiene por qué tener miedo, le dijo.

Nieves asintió con un gesto, pero añadió muy suave:

—Lo que pasa es que se ven tantas cosas...

El jefe de Correos pensó que no le convenía seguir la conversación por aquel lado. Quería darle una impresión de confianza y no de severidad. Desde que había aparecido aquella carta, la imagen de Carmiña no se le iba de la cabeza. Pensaba que antes o después daría señales de vida, y quería que, cuando Nieves le hablase de él, lo hiciese como de un amigo y de una persona en quien se puede confiar. Era posible que Carmiña no volviese nunca al pueblo, pero quién sabe, doce años de matrimonio y tres de guerra enseñan mucho y le hacen a uno sentar la cabeza. Ahora ya no se dejaría deslumbrar por discursos en los que se prometía la igualdad y el bienestar para todos, incluso para los vagos que no hacían más que darle a la lengua. No volvería, pero, si volvía, quería que lo viese como un amigo leal, dispuesto a borrar el pasado y a prestarle ayuda. Él, olvidarla, lo que se dice olvidarla, no la había olvidado nunca, así que sacó la carta del cajón de la mesa y se la dio a Nieves, diciéndole: —Puedes estar tranquila, que aquí tienes a un amigo. Ésta es la carta. Por el remite puedes ver dónde están las niñas. Y si más adelante tienes noticias de Carmiña, que es posible que ande por Francia o por América, porque muchos se fueron para allá, se la puedes mandar.

Nieves dejó la carta en su regazo y se puso a llorar y a acariciarla como si fuese una paloma:

—Pobrecitas mías, quién sabe cómo estarán...

El jefe de Correos la consoló:

—No llores, mujer, que seguro que están bien y contentas. La gente joven ya sabes cómo es, les gustan las novedades.

—¡Pero cómo van a estar bien entre comunistas y tan lejos de casa! Igual piden algo, alguna cosa que necesitan... Me dan ganas de abrirla y ver lo que dicen...

El jefe de Correos dijo muy digno:

—El secreto de la correspondencia es sagrado y debe ser inviolable. La carta es para tu hermana y en mi opinión no debes abrirla.

—¿Y si necesitan algo urgente?

—Esta carta lleva dos años por el mundo, Nieves. Si necesitaban algo material, ya lo tendrán resuelto... Lo que no les gustaría a tus sobrinas es que otra persona, aunque sea su tía, lea lo que escribieron a sus padres.

El jefe de Correos no era un cínico; sólo se engañaba un poco a sí mismo, como hace casi todo el mundo. Aunque en el fondo se sentía algo avergonzado de estar abriendo las cartas de sus vecinos, se justificaba pensando que lo hacía por el bien de la patria. Su empeño en que Nieves no leyese la carta de Harmonía se debía a que recordaba lo que su sobrina decía de ella, y temía que Nieves, a la vista de lo poco predispuestas que estaban las niñas a su favor, desistiese del intento de ponerse en contacto con ellas y, llegado el caso, traérselas al pueblo. El jefe de Correos pensaba que, si las niñas volvían, había más posibilidades de que volviese también la madre.

Nieves dijo:

—¡Dos años! Ahora Harmonía estará a punto de cumplir los quince, ¡ya casi una mujer! Y Rosa casi ocho, y seguro que no han hecho la primera comunión...

Y de pronto añadió:

—Mira, no me voy a llevar la carta. Si mi marido me la ve, podemos tener un disgusto serio, y total para nada. Igual mi hermana está ya en Rusia con las niñas y no hay nada que hacer.

El jefe de Correos pensó que la mayoría de las mujeres eran como veletas, tan pronto decían una cosa como la contraria, pero sólo contestó:

—Como tú veas. Si quieres apuntar el remite para escribirles... Yo me puedo enterar de qué franqueo le tienes que poner.

—Eso sí —dijo Nieves—. Dame un trocito de papel y un lápiz. Como Harmonía ya es mayorcita, le puedo advertir que me escriba sin decir que tuvo carta mía. Por mi marido, ¿sabes?... Y otra cosa: ¿no tendremos problemas por escribir yo a Rusia? Como todo el mundo sabe que mi hermana y mi cuñado estuvieron con los comunistas...

El jefe de Correos empezaba a impacientarse. ¡Qué diferentes las dos hermanas! Carmiña tan decidida, tan emprendedora y tan guapa; y ésta tan apocada, tan indecisa y, para remate, más bien fea.

—Lo mejor, Nieves, será que yo devuelva la carta. Tú te quedas con la dirección de las niñas y piensas con calma lo que quieres hacer.

Nieves se levantó, guardando el trozo de papel dentro del devocionario.

—Lo pongo aquí como si fuese una estampa y así no me lo ve mi marido. Y me voy corriendo, que deben de estar saliendo del trisagio de San Antonio. Muchas gracias por todo, Alfredo.

El jefe la acompañó a la puerta y se volvió pensativo a su despacho. Se abanicó con la carta mientras pensaba: «De momento, ésta se queda aquí...» Si más adelante se sabía por dónde andaba Carmiña —y si se sabía en el pueblo, enseguida le había de llegar a él la noticia— le haría llegar la carta con una nota suya, diciendo, por ejemplo: «Creo que te gustará conservar este recuerdo de tus hijas», algo así, ya lo pensaría con tiempo, para que ella viese que no le guardaba rencor por haber preferido a otro. ¡Y quién sabe! Mucha gente estaba volviendo, incluso los que sabían que les esperaba la cárcel; preferían pasar una pequeña condena que andar vagando por esos mundos de Dios. Y siendo mujer era aún más sencillo. Las penas de muerte eran sólo para los hombres, igual que las condenas largas. Para las mujeres era más bien como un escarmiento. Y en el caso de Carmiña... ya movería él sus influencias. Ella tendría que estarle agradecida...

El jefe de Correos metió la carta en un cajón de su mesa y lo cerró con llave. Suspiró. ¡Lástima que hubiera aparecido aquel Miguel de tanta labia y tan buen mozo!... Carmiña a él lo miraba con simpatía. ¡Lástima que las cosas se hubiesen torcido tanto después!... Porque la verdad era que a él, gustarle como le había gustado Carmiña, no volvió a gustarle ninguna mujer.