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MIENTRAS, en Rusia la vida seguía sin grandes cambios para los refugiados españoles. Desde Lenin— grado los trasladaron a Kirov para mantenerlos lejos de los frentes de la Segunda Guerra Mundial.
De vez en cuando se producían intentos de repatriación, que casi nunca se llevaban a cabo, en parte por el escaso entusiasmo que ponía en la tarea el gobierno de España, y en parte por la mala disposición de Rusia a devolverlos a un país con un régimen fascista.
Los chicos ni siquiera se enteraban de estas escaramuzas entre los gobiernos. Ellos se dedicaban a estudiar el idioma del país y a irse preparando para realizar un trabajo o ejercer una profesión. Y también, por su cuenta, a crear lazos y relaciones que supliesen la falta de las familias y les ayudasen a vencer el sentimiento de soledad, de saberse solos en una tierra ajena.
León, gracias a Harmonía y a Rosa, encajó bien en la escuela y, a pesar de ser tímido y de pocas palabras, pronto hizo nuevas amistades. Sin embargo, todos parecían reconocer de un modo implícito que sus preferencias se inclinaban hacia las dos hermanas, aunque no estuviese muy clara la naturaleza de tal inclinación.
Rosa, al poco tiempo de aparecer León por la escuela, le dijo a su hermana:
—Tú vas a ser novia de León, ¿eh, Harmonía?
Harmonía sintió que una ola de calor le subía hasta las orejas, pero procuró disimular:
—León es nuestro amigo.
Rosa no era fácil de convencer cuando una respuesta no la satisfacía.
—¿Es que no te gusta? Di, Harmonía, ¿es que no te gusta León?
Harmonía le dijo que no tenía tiempo para estar hablando de tonterías, pero, como Rosa insistía, acabó por decirle, para quitarse de encima a aquella pesada, que no, que no le gustaba.
Entonces Rosa dijo:
—Pues es muy guapo y a mí me gusta. Así que será mi novio.
—¡Tú eres muy pequeña para pensar en novios! —saltó Harmonía.
—No soy nada pequeña —replicó Rosa.
Se puso a andar en la punta de los pies sin ningún esfuerzo. Harmonía le dio un cachete flojito.
—Anda bien, que vas a romper los zapatos. Y no digas más bobadas.
Rosa se puso a bailar la danza de los árboles en primavera.
—Mira, mira cómo crezco, mira cómo llego al cielo...
Parecía en efecto que el cuerpo se le estiraba, despegándose de la tierra como ramas de un árbol que se irguiesen en el aire. De repente se detuvo.
—¿Cuándo seré bastante mayor para ser novia de León?
—Cuando seas como yo —concluyó Harmonía.
Rosa se puso a su lado, se subió en las puntas de los pies, se estiró todo lo que pudo y dijo muy seria:
—Me falta muy poco.
Harmonía se quedó disgustada por no haberle dicho la verdad a Rosa y, además, porque temía que hiciese con aquella cuestión lo que hacía con las que no entendía: guardarla en la memoria como guardaba en una caja lo que encontraba en la calle y sacarla más tarde en el momento menos oportuno.
Antes de dar el asunto por acabado, Rosa quiso saber la opinión de León, y la mejor manera de salir de dudas fue preguntárselo directamente:
—León, ¿te gusta Harmonía? ¿Quieres ser su novio? León, cogido de improviso, se quedó sin habla y sólo al cabo de unos instantes y medio tartamudeando acertó a decir:
—Harmonía es muy amiga mía.
Rosa dio una vuelta a su alrededor en la punta de los pies y le dijo:
—Harmonía tampoco quiere; así que cuando yo sea un poco más grande seré tu novia, ¿quieres, León?
León se quedó perplejo y no tanto por la declaración de Rosa como por lo que concernía a Harmonía, hacia quien experimentaba unos sentimientos especiales que suponía que eran correspondidos. Pero lo echó a broma y dijo riendo:
—Me parece muy bien, Rosa. Cuando crezcas ya hablaremos de eso.
A Rosa debió de dejarla satisfecha aquella solución porque, después de informar a María del Mar sobre su futuro noviazgo con León, no volvió a hablar de aquello. Ni siquiera se lo contó a sus nuevos compañeros de clase.
Rosa estaba por fin en el grupo que le correspondía por edad. Tras largas conversaciones y a cambio de que la maestra no la castigase cuando se ponía a representar las cosas por gestos en vez de decir el nombre, Rosa accedió a separarse de Harmonía sin llorar. Desde entonces ya no se pasaba los días mirando hacia arriba a los mayores, sino que podía hablar con quienes eran de su misma estatura. Pero de aquel asunto no les habló, quizá porque los consideraba demasiado pequeños para entenderlo, según puede deducirse de los comentarios que hizo con María del Mar cuando ella le preguntó qué tal se acostumbraba en la nueva clase.
—Me va bien, pero son todos muy pequeños.
—Son de tu edad, Rosa —le hizo notar María del Mar.
—Es que yo soy pequeña por fuera, pero mayor por dentro; casi tan mayor como Harmonía. Y eso que Harmonía también es más grande por dentro que por fuera.
El resultado fue que no volvió a hablar del noviazgo, pero Harmonía y León se daban cuenta de que no lo olvidaba, porque de vez en cuando se ponía de puntillas al lado de uno de ellos y se daba unas vueltas muy salerosas a su alrededor, mirándolos con mucha picardía.
León se reía con Rosa y se sentía halagado de que una niña tan guapa sintiese aquella predilección por él. Rosa crecía sin perder el encanto de la niñez y sin pasar por ese período desgalichado que sufren casi todos los niños al hacerse adolescentes. Sus movimientos eran armoniosos y cualquiera de sus gestos resultaba elegante y lleno de gracia. Tenía una cara bonita y expresiva, con ojos claros y pelo rubio, y eso, unido a un carácter alegre y desenvuelto, hacía de ella una de las niñas más populares del grupo de los españoles. Siempre había un montón de amigos mirándola con admiración. Pero Rosa demostraba a las claras que León era su preferido, aunque en honor a la verdad hay que decir que tenía otros candidatos a novios y que a ninguno le ponía mala cara.
León, por su parte, estaba seguro de que Harmonía y Rosa eran sus mejores amigas, pero se preguntaba si no era más que amistad lo que sentía por ellas. Todos decían que los tres eran como hermanos, y aquél había sido el argumento que tanto la maestra como María del Mar habían expuesto ante las autoridades para mantenerlos juntos cuando se trasladaron a Kirov.
León era hijo único y no sabía cómo se quiere a un hermano. Se ponía pruebas a sí mismo y se preguntaba: «Si el barco se hundiese y si en el bote salvavidas sólo hubiese un sitio, ¿se lo dejarías a Rosa? Si se incendiase la escuela y para salvarla tuvieras que morir tú entre las llamas, ¿lo harías? Si aquellos hombres que en los días de la guerra entraban en la casas matando a la gente pidiesen una víctima voluntaria, ¿te ofrecerías tú a cambio de Rosa?». La respuesta era siempre sí. Él estaba dispuesto a dar su vida por aquella niña que le parecía la más guapa del mundo, por aquella jovencita que daba vueltas a su alrededor en la punta de los pies y que quería ser su novia y le hacía reír como no se había reído desde que era muy pequeño, en aquellos tiempos felices en los que vivían sus padres.
¿Y no sería eso amor? ¿No estaría él enamorado de la pequeña Rosa? Pero cuando pensaba «amor», la figura de Rosa se desvanecía y en su lugar surgía una cara pálida de dulces ojos pardos un poco melancólicos. León sentía que él daría la vida por alegrar aquellos ojos. Pero no quería morir sino vivir con ella, reír con ella, ser feliz con ella...
En las fantasías heroicas de León, Harmonía era un elemento perturbador. A veces se veía a sí mismo atravesando las llamas de un incendio con ella en brazos. O rescatándola de las embravecidas olas del océano.
Pero eso sólo ocurría cuando todos se salvaban, cuando Rosa y los demás estaban ya a salvo. Con gran frecuencia se veía morir abrazado a ella y, curiosamente, aquella visión no le producía apenas desasosiego; al contrario, casi diría que se sentía feliz. Y no se avergonzaba de lo que sentía en su cuerpo cuando pensaba en el cuerpo de Harmonía abrazado al suyo. Desde muy pequeño su madre le había explicado que lo que le sucedía era normal.
Había, sin embargo, una visión que lo llenaba de angustia. Cuando en aquellos sueños heroicos alguien se sacrificaba para que los otros se salvasen, León veía horrorizado cómo Harmonía iba empujando a todos hacia la salvación, quedándose ella atrás. Él se resistía, quería quedarse con ella, pero los otros, animados por Harmonía, lo agarraban bien fuerte y se lo llevaban. Y al final era ella con su dulce sonrisa y sus ojos melancólicos la única que no conseguía salir del barco que se hundía o de la casa que se derrumbaba entre llamaradas.
León volvía a la realidad angustiado e incluso a veces llorando, porque la idea de perder a Harmonía le resultaba insoportable. Recordaba lo que sintió cuando supo que no volvería a ver a su madre, y pensaba que otro dolor así no podría soportarlo. No quería perder a Harmonía; no quería vivir si la perdía. Y se angustiaba porque se sentía a merced de fuerzas que no controlaba, que eran más fuertes que su voluntad.
Se preguntaba León cómo podía ser aquello de sufrir tanto por una persona y, al mismo tiempo, sentir que la felicidad sólo podía venir de ella. A veces se ponía a andar al lado de Harmonía cuando iban de excursión, o se sentaba a su lado debajo de un árbol para protegerse del sol en el verano, o en el invierno dejaba el paraguas en casa para que ella le dijese: «¿Te tapo, León?», y así poder ir con ella, cubiertos los dos y aislados por aquel pequeño toldo negro. Cuando eso ocurría, cuando Harmonía lo miraba a los ojos y sonreía, entonces León sentía que aquello era la felicidad, y querría seguir siempre así, al lado de Harmonía, sin hacer nada y sin que nada los separase nunca. Por eso no le importaba soñar que moría abrazado a ella, porque a veces pensaba que eso sería lo mejor: dejar este mundo e ir al otro, donde no hay guerras, ni fronteras, ni gentes que se matan entre sí y que separan a los que quieren estar juntos. El mundo en el que ya estaban su madre y el padre de Harmonía...
Otras veces, por el contrario, pensaba que si no hubiese sido por la guerra y por el exilio, lo más seguro sería que él y Harmonía no hubiesen llegado a conocerse nunca. Y no podía entender que de algo tan malo como la guerra pudiese salir algo bueno. Ni podía concebir la idea de que Harmonía y él anduviesen por el mundo sin llegar a encontrarse. Se acordaba de algo que su madre decía: «Dios escribe derecho con renglones torcidos», y lamentaba que nadie le hablase de aquel Dios que hacía cosas tan incomprensibles.
Todo le parecía a León muy misterioso y de muy difícil respuesta, y por eso con frecuencia se quedaba abstraído sin darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor, hasta que un amigo lo zarandeaba, «¿Estás dormido, León?», o María del Mar o la maestra le hacían volver a la realidad: «¡Eh, León, baja de la luna! ¿Tienes sueño o estás enamorado?». Y León se alegraba de ser tan moreno y de que sólo él notase el calor que le subía por el cuello.