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DESPUÉS de tres años de lucha, los llamados nacionales ganaron la guerra y poco a poco la vida en España empezó a normalizarse. Por fin, un día, las cartas que esperaban en la frontera pudieron entrar en el país, aunque eso no quería decir que circulasen libremente ya que, para llegar a su destinatario, debían pasar una censura.

Las cartas que venían de países que habían ayudado a los vencidos eran consideradas sospechosas por los vencedores, porque suponían que podían ser de espías o de agentes dedicados a organizar o apoyar la resistencia, la oposición al gobierno.

Incluso la carta de aspecto más inocente, como la de Harmonía, que se notaba que estaba escrita por una niña, inspiraba desconfianza, porque se pensaba que podía estar en clave y fingir una caligrafía infantil para despistar a los censores. Hay que tener en cuenta que Rusia era el enemigo, y todo cuanto viniese de allí era, por tanto, peligroso.

A eso hay que añadir que la Segunda Guerra Mundial estaba extendiéndose por el mundo y seguía viviéndose un clima bélico, de represión y de temor.

La carta de Harmonía fue a dar a un censor que no tenía vocación de censor sino de cartero, que había sido su profesión hasta que lo atropelló un coche y lo dejó casi inválido. Desde niño le gustaba andar por la calle y hablar con la gente. Le costaba un gran esfuerzo aguantar sentado en la escuela y se ofrecía siempre para hacer recados, no sólo a la maestra y a su familia, sino a todos los vecinos.

—¡Boni! —le gritaba una mujer desde una ventana—. ¿Quieres acercarte a la panadería y decir que me guarden una bolla y dos barras?...

—¡Boni! —le decía el fontanero—, anda, ve a la ferretería y tráeme unas zapatas y unas arandelas del cuatro, que yo estoy aquí muy liado...

Y Bono andaba siempre de aquí para allá, llevando y trayendo encargos. Así que se sintió muy feliz cuando se hizo cartero y se dedicó a repartir las cartas.

Años después lo atropelló un coche y, como no fue en acto de servicio sino cuando paseaba tranquilamente, tuvo que dejar aquel trabajo y se vio obligado a hacer otro que no le gustaba nada, pero que aceptó porque tenía una familia que mantener. Lo pusieron a revisar el correo sospechoso, para informar de los casos que debían ser objeto de una investigación posterior.

Cuando llegó a sus manos la carta de Harmonía, le dio unas vueltas al sobre y dijo:

—Ésta es de una de las niñas que mandaron a Rusia durante la guerra.

Un colega, que trabajaba con él al otro lado de la mesa y que disfrutaba con aquella tarea, le replicó:

—No te fíes, Bonifacio. Esos comunistas utilizan niños para ponerse en contacto con los suyos; no respetan nada.

Boni pensó que el otro se equivocaba. Él tenía una larga experiencia de cartero y una intuición absolutamente fuera de lo común, que le permitía adivinar cuándo una carta traía buenas o malas noticias. Era algo especial, un don que, a lo largo de su carrera de cartero, había podido comprobar muchas veces.

Como le gustaba hablar con los vecinos y porteros, solía enterarse del contenido de las cartas, y la verdad era que sus presentimientos casi nunca fallaban. Había cartas indiferentes, tibias, que no le llamaban la atención, pero cuando una carta contenía grandes alegrías o grandes penas él lo adivinaba. No sabía explicar en qué se basaba para acertar, pero había algo en los trazos de las letras, en la disposición de las frases en el sobre, incluso en la manera de pegar el sello, que a él le sonaba a desgracia o a alegría. Y le daba el corazón que la carta de Harmonía ciertamente era de una niña; de una niña que no era feliz.

Más por curiosidad que por desconfianza, la acercó al aparato de vapor con el que despegaban los sobres y la abrió con cuidado.

Boni era muy cuidadoso con las cartas, no tanto para disimular el paso por la censura como por respeto a aquella intimidad que venía encerrada en el sobre y que a veces sentía palpitar entre sus manos al desplegar el papel.

Leyó las escasas líneas que Harmonía había escrito y vio la gallina roja de Rosa con los pollitos alrededor, y sintió una aguda nostalgia de sus tiempos de cartero. Cartas como aquélla eran las que a él le gustaba llevar. Cartas llenas de amor, de cariño, que unían a los que estaban separados, que tendían un puente por encima de los montes y de los mares, por encima de las ausencias; cartas que, aunque lo hiciesen a uno llorar, en el fondo daban alegría.

Dijo en voz alta:

—¡Pobres niñas!

Y más bajo para que no lo oyese el colega con vocación de censor, añadió:

—¡Y pobres padres!

Le puso un sello a la carta para que en la oficina del pueblo viesen que ya había pasado la inspección de la censura, la echó al buzón que tenía a su lado y, dándole una palmadita como si fuese una paloma mensajera, dijo para sus adentros:

—¡Hala! ¡Ojalá encuentres a los padres de las niñas, para que puedan ir pronto a buscarlas!

Y así la carta siguió su camino hacia el pueblo de Harmonía y Rosa.