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Las cartas que escribieron los niños tenían que recorrer un largo camino para llegar a las ciudades en las que ellos vivían con sus familias antes de la guerra. La maestra les señalaba en un mapa los países que tenían que atravesar hasta llegar a España, y les contaba cómo era de grande cada país, y los ríos, los montes y hasta los mares que las cartas tendrían que pasar.

HARMONÍA había pensado que, si ellas habían tardado quince días en llegar, una carta tardaría lo mismo, poco más o menos. Y si los padres contestaban pronto, en cosa de un mes podían tener una respuesta. Pero la maestra le dijo que en tiempos de guerra no se podían hacer esos cálculos, porque podía suceder que el correo no pudiese entrar en el país o que los padres no estuviesen en su domicilio habitual; así que habría que tener paciencia.

Harmonía suspiró y dijo que bien, y se acordó de León, de si tendría padres o familia a quien escribir. Le preguntó por él a la maestra y ella le dijo muy interesada:

—¿Lo conocías? ¿Era amigo tuyo?

—¿Era?...

Harmonía sintió un nudo en la garganta, pero la maestra le aclaró enseguida que León no había muerto, que había estado en el hospital porque había venido enfermo, pero que ahora estaba ya curado y a punto de ser enviado, igual que todos, a un hogar de refugiados. Si ella lo conocía tratarían de traerlo a la misma casa, o por lo menos a la escuela, para que no se encontrase tan solo. Harmonía dijo que sí, que lo conocía. Aunque nunca había hablado con él, sentía como si lo conociese de mucho tiempo atrás: una cosa rara que no sabía explicar; por eso le pareció más sencillo decirle a la maestra que sí, sin más, y que ella pensase que eran amigos de antes.

Sin embargo, a Rosa se lo explicó. Aunque su hermana sólo tenía seis años, era muy lista y entendía más cosas de las que uno pensaría de una niña de su edad. Debía de ser porque lo miraba todo con aquellos ojos tan vivos y, como siempre andaba pegada a Harmonía, no se le escapaba nada de lo que sucedía alrededor de su hermana.

Lo que no entendía, Rosa lo almacenaba en la memoria, igual que se echaba al bolsillo cualquier cosa brillante que encontraba por el suelo: una piedrecita, una arandela, la cuenta de un collar o un abalorio, menudencias que no valían nada, pero que ella recogía y guardaba en una caja. De vez en cuando las sacaba, las miraba un rato y las guardaba de nuevo. Y con lo que no entendía hacía lo mismo: lo metía en la caja de la memoria y, cuando más distraída estaba su hermana, le preguntaba, como hizo aquel mismo día al bajar del autobús y echar a andar camino de casa:

—¿De qué conoces tú a León?

Harmonía le explicó que ella sabía, sin necesidad de que nadie se lo dijese, por qué León no dejaba de llorar aquel día en que les repartieron los juguetes y, cuando eso sucede, significa que dos personas se entienden bien y son amigas, aunque no se conozcan de antes.

Rosa se quedó pensativa un rato y después dijo:

—¿Y si yo adivino por qué lloraba seré también su amiga?

Harmonía pensó que Rosa quería jugar a las adivinanzas y que no estaba bien utilizar a León para pasar el rato, pero ya Rosa preguntaba:

—No era por el juguete, ¿a qué no?

Iba a decirle que no había que jugar con las personas cuando Rosa insistió:

—¿Era porque no tiene mamá ni papá?

Harmonía pensó que Rosa era realmente muy lista, pero que mejor sería no calentarle la cabeza con sus propias preocupaciones, así que le dijo que sí, que era eso. Entonces Rosa se puso muy contenta y empezó a andar a saltitos cortos, como un gorrión cuando va buscando comida por el suelo, mientras canturreaba:

—¡León, León, León, León!

Se soltó de la mano de Harmonía y comenzó a bailar alrededor de ella una danza de su invención.

Rosa, cuando estaba contenta o cuando se enrabietaba, daba saltos y giros, acompañándose ella misma de un canturreo que recordaba las pandeiradas gallegas y, antes de pasar por el orfanato, de unos chillidos parecidos a los aturuxos, que perforaban los tímpanos. Era su manera de expresar la alegría o la cólera. En su casa estaban acostumbrados, y su padre incluso les había puesto nombre a las más repetidas: la danza del guerrero furioso, la danza de la bruja mala, la danza de los pájaros en la primavera... Había muchas, porque Rosa variaba continuamente los movimientos, aunque la melodía siempre fuese muy parecida. Harmonía solía preguntarle el nombre de cada nueva danza, pero aquel día no estaba para fiestas y le dijo muy seria:

—Ven aquí enseguida y no te sueltes de mi mano sin mi permiso.

Rosa obedeció. Se puso otra vez al lado de su hermana y le explicó:

—Era la danza de los nuevos amigos, ¿sabes? ¡Ya me tarda que lo traigan a la escuela!

Harmonía, por el contrario, empezó a temer la aparición de León. ¿Y si llegaba y se metía en un rincón como en el barco? La maestra le diría que fuese a hablar con él. Y ella, ¿qué le iba a decir?, ¿qué cara le pondría León cuando fuese a su lado? La miraría sin reconocerla siquiera. La maestra le diría: «¿No te alegras de ver a tu amiga, León?». Y León: «No es amiga mía. No la conozco...» Y todos los niños y niñas de la clase pensarían: «¡Vaya con Harmonía! ¡Le metió una buena trola a la maestra! Seguro que le gusta León y por eso dijo que lo conocía». Y ella se pondría colorada hasta las orejas sin saber dónde meterse ni qué decir.

Llegó a pensar que lo mejor sería que no lo trajesen a la escuela, pero, por otro lado, quería que viniese; era una cosa rara que no se explicaba: temía y al mismo tiempo deseaba que él estuviese allí. Se arrepintió de haberles dicho a la maestra y a Rosa que era su amiga, y hasta pensó en desdecirse. Pero si lo hacía, quizá se llevasen a León a otra escuela y quizá no volvería a verlo nunca más. Aquel pensamiento le encogía el corazón y le daba ganas de llorar...

!

Después de muchas vueltas llegó a la conclusión de que prefería pasar la vergüenza de no ser reconocida por él, a correr el riesgo de que lo llevasen lejos, incluso a otra ciudad, y no verlo nunca más. Así que decidió callarse y esperar a ver lo que pasaba.

Y por fin un día dijo la maestra:

—Harmonía, mañana viene tu amigo León. Harmonía pensó que el corazón se le escapaba del pecho y que todos iban a oír los tremendos latidos que daba. Se alegró de que Rosa atrajese la atención de la maestra al batir palmas muy contenta:

—¡Qué bien, qué bien, que ya vuelve León! Aquella noche Harmonía durmió mal, inquieta y con pesadillas. Vio en sueños la carta que les había escrito a sus padres. Era una carta con alas y cabeza de paloma, o una paloma con cuerpo de carta, una cosa rara. Iba volando, y hombres con uniformes y fusiles disparaban contra ella y la herían. La sangre goteaba del pecho de la paloma-carta, pero ella seguía adelante. Faltaba ya poco para que llegase a donde estaba su madre de enfermera y la paloma avanzaba a saltitos cortos, medio a rastras, porque ya no le quedaban fuerzas para volar. Casi había llegado cuando le cortaron el camino unos perros que se lanzaron contra ella. La paloma-carta aún consiguió remontar el vuelo, elevándose del suelo poco a poco. Pero volaba muy bajo y los perros brincaban y le arrancaban plumas de las alas y de la cola, hasta que con un último esfuerzo la paloma consiguió subir un poco más arriba, adonde no llegaban los perros... Y entonces Harmonía se despertó, toda sudorosa y angustiada.

Bebió un poco de agua para serenarse, pero al volver a dormirse las pesadillas continuaron. Soñó con León. Lo traían entre dos hombres vestidos de blanco, como si fuese un loco, y lo colocaban en medio del patio de la escuela con todos los niños alrededor. Ella tenía que acercarse a él para darle algo, no sabía qué, pero era algo que llevaba en las manos. Y se iba acercando con los brazos extendidos para que él viese lo que le llevaba. Pero al llegar a su lado, León cerraba los ojos, se tapaba la cara con las manos y decía: «No quiero nada de ella. No la conozco...»

Así se pasó toda la noche, soñando con la paloma— carta y con León. Cuando las primeras luces del día asomaron por las rendijas de las contraventanas, Harmonía estaba ya despierta.

Se levantó y se arregló antes de que Rosa o cualquier otro niño se despertase. María del Mar le preguntó si se encontraba mal o si necesitaba algo; era siempre muy cariñosa con los niños y se ocupaba de ellos como si fuesen sus hijos, o mejor sus hermanos pequeños, porque ella era una chica joven, aunque se vestía como si fuese una mujer mayor.

Harmonía le dijo que tenía que repasar la lección. El día antes no le había dado tiempo y no se la sabía bien.

Le dio, en efecto, otro repaso, porque no quería quedar mal ante León en el caso de que a la maestra se le ocurriese preguntarle. Y además se peinó con más cuidado que otros días. Cuando ya se marchaban, María del Mar la miró con atención, le acarició la mejilla y volvió a preguntar:

—¿Seguro que estás bien, Harmonía?

Harmonía dijo que sí, cogió a su hermana de la mano y echó a andar.

Mientras esperaban el autocar de la escuela Rosa le preguntó:

—¿Qué te has hecho en el pelo?

Harmonía pensó que menos mal que Rosa hacía las preguntas indiscretas cuando estaban a solas. Era una buena costumbre que había adquirido en el orfelinato: no hablar de sus cosas delante de extraños, aunque fuesen buena gente como la maestra o María del Mar.

Harmonía le contestó que no había hecho nada, pero no era verdad. Había estado mojándose el pelo por la frente y las sienes para que al secarse se formasen rizos. Ahora todavía estaba mojado, pero en el trayecto hasta la escuela acabaría seco y rizado.

Rosa le dijo:

—Lo tienes lleno de escarcha, como las ramas de los árboles.

Harmonía se echó la mano a la cabeza y comprobó que su pelo crujía como las hojas secas. Tirando un poco de un mechón pudo ver que estaba cubierto de finas escamas de hielo. Se apresuró a protegerlo, calándose el gorro hasta las cejas y rogando a todos los santos que no se le cayese el pelo, como se caían las hojas. Por lo menos, suplicó, si iba a quedarse calva, que fuese después de que acabase la escuela.

Con el calor del cuerpo se deshizo el hielo, y en el autocar Harmonía volvió a acicalarse el pelo, dándole forma para que se le hiciesen rizos en la frente y a los lados de las mejillas, que ella sabía que le quedaban muy bien.

Rosa no le quitaba ojo de encima, siguiendo toda la maniobra como si no hubiese otra cosa que mirar en el mundo. Harmonía fingía no darse cuenta, porque algunas veces, si no se la miraba, Rosa se quedaba callada. No solía dar resultado, pero Harmonía aparentó estar muy ocupada repasando la lección en el libro, mientras con la mano se arreglaba el pelo.

Cuando ya estaban llegando a la escuela y Harmonía cada vez más nerviosa se removía en el asiento y se tocaba la cabeza para comprobar que no estaba aún calva, Rosa se acercó un poco más a ella. Solía hacerlo cuando tenía miedo, o quería ir al lavabo y no se atrevía a decirlo, o cualquier otra bobada, así que Harmonía la miró para ver qué le pasaba. Rosa levantó hacia ella la cara y le dijo:

—Estás muy guapa, Harmonía.

Harmonía sintió que se le apretaba la garganta y no dijo nada. Cogió fuerte y con decisión a su hermana de la mano y entró con ella en la escuela.

León ya estaba allí, junto al encerado, de pie al lado de la maestra. Tenía un abrigo nuevo y estaba más alto y un poco menos flaco que la última vez que lo había visto, pero los ojos eran igual de tristes e igual de negros y brillantes, con aquellas pestañas que le hacían sombra en las ojeras. Harmonía se quedó en el pasillo sin saber qué hacer hasta que la maestra dijo: —Ven, Harmonía.

Ella apretó los cuadernos y el libro contra su pecho, donde el corazón le latía a ritmo de rebato. Llegó a su lado y le dijo:

—Hola, León.

León alargó la mano y dijo:

—Hola, Harmonía.

Y Harmonía supo que se acordaba de ella. Todo el mundo, al oír su nombre por primera vez, decía: «¿Cómo?». Harmonía era un nombre raro, que a la gente no le sonaba, y ella tenía que repetírselo. Pero León, no. Él se había fijado en ella, igual que ella se había fijado en él entre tantos niños del barco: el único que no lloraba, el más triste de todos, el que tenía los ojos más bonitos. Y había dicho su nombre como si la conociese de toda la vida, desde siempre.

Estrechó la mano que se tendía hacia ella, como la maestra les había explicado que había que saludar a las personas mayores. Harmonía nunca hasta entonces lo había hecho. Los amigos de sus padres, que aparecían por la casa o por la escuela, le daban siempre un beso, y en el orfanato no había tenido visitas. León, por el contrario, parecía acostumbrado a hacerlo; estaba serio, pero normal, sin vergüenza, y le apretó la mano con fuerza. Ella hizo lo mismo. Y entonces se oyó la voz de Rosa, que le tiraba a León de los faldones del abrigo:

—León, yo soy Rosa.

León soltó la mano de Harmonía y sonriendo, sonriendo por primera vez desde que lo habían visto en el muelle aquel día que ya parecía tan lejano, le hizo una caricia en la mejilla y le dijo:

—¡Hola, Rosa!

Después la maestra lo colocó en la primera fila y todos se acomodaron en sus puestos. Harmonía miró por la ventana. Nevaba, pero tuvo la impresión de que entre los copos de nieve brillaban rayos de sol, porque las paredes y el aire y hasta los niños de la escuela, todo parecía más luminoso y más claro.