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MIENTRAS HARMONÍA y Rosa se reunían con su nuevo amigo, la carta que habían escrito a sus padres hacía su camino a través de toda Europa. Fue pasando de un país a otro hasta llegar a la frontera entre Francia y España. Allí se detuvo porque la ciudad a la que tenía que llegar estaba en poder de los que se llamaban a sí mismos «nacionales» y, como la carta venía de un país que ayudaba a los llamados «rojos», no podía pasar. Se quedó, pues, en la frontera esperando a que se resolviese aquella contienda.
Los padres de Harmonía y Rosa seguían luchando, pero cada vez con menos esperanzas de que aquello acabase bien y más desengañados de lo que se podía conseguir con las guerras. Miguel, el padre, seguía en el frente, y la madre, Carmina, procuraba estar siempre en el puesto de socorro más próximo a donde él se encontraba.
Cada vez que había un combate y empezaban a llegar los camiones con los heridos y los muertos, Carmiña temía que uno de aquellos soldados cubiertos de sangre y destrozados por la metralla fuese Miguel. Cuando comprobaba que no estaba allí, respiraba con alivio, pero la alegría le duraba poco, porque sentía mucha pena por los que habían caído y porque pensaba que cualquier día le tocaría a él. Así que andaba siempre triste y con pocos ánimos.
A Miguel le pasaba lo mismo. Él creía firmemente que estaba defendiendo una causa justa, pero con el tiempo se fue dando cuenta de que eso mismo creían muchos del otro bando. Y llegó a la conclusión de que la guerra no era forma de solucionar las diferencias entre la gente. Había que encontrar una manera de arreglar las cosas sin machacar a quienes tuviesen diferentes ideas o creencias. Lo pensaba sobre todo desde que encontró a su amigo Enrique entre un grupo de prisioneros.
Enrique y él habían estudiado juntos Magisterio y se habían hecho buenos amigos. No tenía noticias suyas desde que había empezado la guerra y, de repente, vino a encontrárselo en aquellas circunstancias: rodeado de soldados que lo llevaban para ser juzgado junto con el alcalde, el delegado de la Falange y otros representantes de cargos públicos que, al estallar la guerra, no se habían mantenidos fieles a la República. Enrique era maestro en la ciudad que acababan de tomar, pero también era hijo de uno de los generales sublevados, y seguramente ésa era la causa de que lo llevasen detenido.
Cuando vio a Miguel, a Enrique se le alegró la cara e incluso hizo ademán de acercarse, pero Miguel fingió que no lo conocía y Enrique, dolido y digno, siguió adelante sin decir nada y sin volverse.
Miguel, que era ya oficial, sabía por otras veces lo que iba a pasar: les harían un juicio sumarísimo y los fusilarían inmediatamente. En aquellos casos, junto a jefes militares que habían sido voluntariamente traidores a la República, caían personas que estaban allí en contra de su voluntad, obligadas por las circunstancias.
Muchas veces había pensado Miguel en lo injusto de aquella situación, pero nunca hasta entonces se había visto afectado tan de cerca por ella. Le constaba que Enrique era una buena persona que jamás había hecho daño a nadie y que respetaba las ideas de todo el mundo. Pensó por un momento en hablar con el comandante y en defender a su amigo, pero enseguida cambió de idea: los combates para tomar la ciudad habían sido muy duros, había habido muchos muertos, y los vencedores querían venganza y no justicia. Así que decidió actuar por su cuenta.
Siguió a la caravana de prisioneros para ver adonde los llevaban. Cuando los dejaron encerrados en un salón del ayuntamiento en el que serían juzgados, escribió el nombre y los apellidos de Enrique en una hoja de papel. Se presentó ante el soldado que hacía guardia a la puerta y mostrándole la nota le dijo con tono autoritario:
—Haga salir a este prisionero. Tengo que llevarlo para que sea interrogado.
El soldado se cuadró, entró en el salón y voceó el nombre de Enrique. Miguel pidió a todos los santos que su amigo no hiciese nada que despertase las sospechas del soldado. Para prevenirlo se puso muy serio y lo apuntó con el fusil nada más verlo aparecer.
—Echa a andar delante de mí y no muevas ni una pestaña o te dejo tieso.
Enrique, espantado de ver a su amigo en aquella actitud, sólo preguntó sin mirarlo:
—¿Para dónde?
Miguel, que no conocía la ciudad ni sabía para dónde tirar, hizo un gesto vago y con el cañón del fusil le hizo avanzar en una dirección.
En cuanto perdieron de vista el ayuntamiento/ Miguel miró alrededor. Como no se veía a nadie, bajó el arma y, poniéndose al lado de Enrique, le dijo:
—¿Adónde podemos ir que estés seguro?
Enrique, aún confuso, lo miró sin decir nada. Miguel sonrió y le guiñó un ojo.
—¡Espabila, chaval, o vamos a acabar los dos en el paredón!
Con la emoción Enrique no podía hablar y Miguel lo empujó hacia un portal y allí se abrazaron los dos, medio riendo, medio llorando.
—¡Venga —dijo por fin Miguel—, no hay tiempo que perder!
Enrique lo cogió por un brazo.
—¿Miguel, estás seguro de lo que haces? Nunca le he hecho daño a nadie, pero mi padre está con Franco, ya lo sabes. A ti esto te puede costar la vida.
—¡No digas bobadas! Eres mi amigo y eres un buen tío. No voy a dejar que te maten como a ese montón de traidores. Venga, no perdamos tiempo. Vamos a recoger a Marita y a ver dónde os podéis esconder hasta que acabe esto.
Enrique sacudió la cabeza.
—Marita murió. Hace ya un año, al dar a luz. Hubo complicaciones en el parto y no la pudieron atender porque las bombas habían destruido el hospital. El niño murió también; era un niño, ¿sabes?... Lo hemos pasado muy mal aquí, y ahora esto. Sólo me queda la niña... En fin, vamos a casa. Si podemos llegar allí, recojo a mi hija y malo será que no encontremos cobijo.
Miguel se acordó de Harmonía y de Rosa, que era de la misma edad que la hija de Enrique. Pensó que había hecho bien mandándolas a Rusia. Allí estarían a salvo de las bombas y del hambre y de la falta de medicamentos, aunque les faltase el cariño de la familia.
Enrique recogió a su hija, que estaba con una vecina, y ya en la casa, mientras metía lo indispensable en unas bolsas, le dijo a su amigo:
—Tengo noticias seguras de que la República está perdiendo la guerra. Deja ese uniforme y vente conmigo. Conozco un sitio donde podremos escondemos. Será ya cosa de poco tiempo.
Miguel negó con la cabeza.
—Creo en lo que hago y lo mantendré hasta el final. No soy un desertor.
Enrique lo agarró por el brazo.
—Escúchame, Miguel. Tú eres un maestro, como yo; no un soldado. La guerra es algo malo, no hay que defenderla.
Miguel le palmeó la espalda.
—La guerra la empezaron los tuyos, Enrique, los que se levantaron contra la República, democráticamente elegida. Yo defiendo la legalidad y la justicia.
—No discutamos, Miguel. Esto se acaba y habrá represalias. Lo sé por mi padre. Además, si los tuyos se dan cuenta de que me has soltado, te pueden fusilar a ti. ¡Por Dios, vente conmigo! No pienses que es cobardía. Desde que me falta Marita, no me importa morir. Si me escondo es por la niña, para que no se quede sola. Vente.
—No, Enrique. Tú has sido siempre un maestro y debes esconderte por tu hija. Yo escogí ser soldado y debo seguir luchando hasta el final. Carmina está también en esto, de enfermera en el frente; y las niñas en Rusia. Cada uno debe seguir su camino.
Enrique bajó la cabeza, abatido. Se quedó un momento pensativo antes de decir:
—Entonces, espera; tengo algo que hacer.
Escribió unas líneas en una cuartilla. La metió en un sobre, lo cerró y escribió la dirección. Después se lo dio a Miguel.
—Cuando esto acabe, búscame, Miguel. Te lo pido por favor. Y si yo falto, busca a mi padre, dile que eres mi amigo. Amigo de Pizca, díselo así. Él sabe que quien me conoce por ese nombre es como si fuese mi hermano. Y dale esta carta.
Miguel dijo que confiaba en que no llegase nunca ese momento, pero que, si llegaba, lo haría así. Se abrazaron otra vez y Enrique cogió a la niña de la mano. Miguel los acompañó un rato para evitar que alguna patrulla los detuviese. Al llegar a una encrucijada, Enrique le dijo:
—Aquí no separamos, Miguel. Es mejor que no nos vean juntos. La gente tiene miedo y desconfía.
—De acuerdo... Adiós, Enrique.
—Adiós, amigo.
Miguel se dio media vuelta y se fue sin mirar para atrás. Sentía una opresión en el pecho como si llevase encima una losa. Se dio cuenta de que los dos se habían despedido diciendo adiós y no hasta la vista. Le pareció un presagio.