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MARÍA del Mar y Rosa volvieron a casa embargadas por sentimientos contradictorios. Por una parte, alegres, porque si entrar en el Bolshoi constituía ya un éxito, hacerlo con la protección de la directora de baile era algo que excedía las esperanzas más optimistas. Pero, por otro lado, las palabras de aquella mujer, que a María del Mar seguía pareciéndole imponente, no dejaban lugar a dudas de que no les proponía un camino cubierto de flores.
Lo primero que les dijo fue que había que empezar cuanto antes, que lo mejor sería que Rosa se quedase ya como interna y que desde Kirov le mandasen sus cosas.
—Hay que recuperar el tiempo perdido —dijo con firmeza.
Y, cortando la intervención de María del Mar, añadió:
—La vida de una bailarina está hecha de sacrificios. Y la de una estrella, más. Yo quiero hacer de ti una estrella porque, si no, tus dotes sólo te servirán de estorbo. Tienes que conseguir que esas facultades se conviertan en arte y eso se consigue con esfuerzo y disciplina; el talento natural no basta.
Rosa no decía nada, pero de sus ojos empezaron a caer lágrimas. Miraba a la directora y decía que sí con la cabeza, pero no era capaz de detener el reguero de lágrimas que le resbalaba mejillas abajo e iba formando en la pechera del vestido una mancha cada vez más grande. La directora seguía hablando como si no las viese:
—Una bailarina ha de ser sensible para poder expresar todos los sentimientos, pero ha de ser dura consigo misma, implacable.
María del Mar pensaba que aquella mujer sería incapaz de expresar el sentimiento de la compasión, porque lo desconocía. Y las palabras con que las despidió corroboraron aquella opinión:
—Reflexiona con calma sobre todo lo que te he dicho. Ve a Kirov y habla allí con tu hermana y con tus amigos. Y, si estás dispuesta a renunciar a vivir con ellos, vuelve. Tienes diez días de plazo máximo. Yo te esperaré hasta el día uno del próximo mes. Si para entonces no estás aquí, las puertas del Bolshoi ya no volverán a abrirse para ti.
Así que a la alegría de los primeros momentos se añadió enseguida la tristeza de abandonar todo lo que había sido su vida en los últimos años y, sobre todo, la compañía de los seres queridos.
Cuando Rosa se vio de nuevo en casa, empezó a pensar que no valía la pena dejar aquel mundo conocido y dulce por otro que presentía duro y hostil, lleno de rivalidades y envidias. No le compensaba dejar a Harmonía y a León, a María del Mar y a la maestra, e incluso a la seño, que era mucho más cariñosa que la directora del ballet.
León, por su parte, pensaba que Rosa era demasiado pequeña para tomar una decisión que comprometía de tal modo el resto de su vida. El mismo estaba lleno de dudas respecto a su propio futuro. Su gusto por la física y las matemáticas, y unas facultades fuera de lo común para estas disciplinas, lo habían llevado a una situación parecida a la de Rosa, aunque menos dramática. Tenía la posibilidad de hacer una carrera de ciencias y de entrar más tarde en un cuerpo de investigadores del más alto nivel. Esto exigía de él el compromiso de quedarse en Rusia, porque el gobierno no estaba dispuesto a formar especialistas que después se fuesen al extranjero, llevándose con ellos conocimientos que podían tener aplicación en el campo de la industria y también de la guerra.
León, en lo que se refería a él, no tenía problemas en aceptar el compromiso. Huérfano de padre desde muy niño y muerta su madre durante la Guerra Civil, no tenía ningún interés en volver junto a unos parientes lejanos a los que apenas conocía. Lo que le hacía dudar era que Harmonía hablaba siempre de su madre y de su casa en Galicia. Ella confiaba en que, al acabar la guerra mundial, su madre las llamaría a su lado y, cuando cambiase el gobierno de España, podrían volver todos a la casa del pueblo, aquella casa en donde su padre le había enseñado a leer mucho antes de ir a la escuela, sentados los dos al pie de la lareira en el invierno, ella entre sus piernas y él sosteniendo en sus manos el libro abierto; aquella casa donde jugaban en la huerta con los pollitos recién nacidos y los conejos pequeños, y donde hacían meriendas al atardecer, debajo del emparrado...
León no encontraba la manera de decirle que su decisión dependía de ella. Cada vez que se hablaba del tema, todos le decían que tenía que aceptar, que era un porvenir muy brillante, que sería una persona respetada y estimada, y que dispondría de comodidades de las que muy pocos disfrutaban; no podía desaprovechar una oportunidad así, decían, y ni María del Mar ni los maestros parecían darse cuenta de la causa de sus dudas.
Y, si León veía conflictiva su carrera, mucho peor veía la de Rosa, que era aún muy pequeña para decidir por su cuenta una cosa tan seria. Si resultaba cierto que podía convertirse en una estrella del ballet, era tanto como decir una gloria nacional, dado el prestigio de que gozaban las primeras bailarinas del Bolshoi en Rusia; y en ese caso no habría forma de que la dejasen marcharse. Además, aquello significaba condenarse a la soledad, ya que esa profesión impedía tener una vida familiar normal; podría casarse, pero no tener hijos. Y si algo salía mal, si sucedía cualquier desgracia o accidente, como una enfermedad o romperse malamente una pierna, o, incluso, si no llegaba a ser tan buena bailarina como esperaban, sacrificaría años y años para nada, para convertirse en una simple profesora de baile. Y para eso podía quedarse en Kirov con su hermana y vivir más feliz.
Lo único que a León lo empujaba a animar a Rosa a entrar en el Bolshoi era el pensamiento egoísta de que, si ella se quedaba en Rusia, también se quedaría su hermana. Pero entonces se acordaba de cómo hablaba Harmonía de aquella casa del pueblo, de cómo se le alegraban los ojos cuando pensaba en reunirse con su madre, y se sentía ruin y mezquino por no desear por encima de todo su bien.
Fue Harmonía finalmente quien acabó decidiendo por todos. Cogió primero a Rosa, que era a quien más le urgía tomar una decisión, y le dijo:
—¿Te acuerdas de aquella historia que nos contaba papá del hombre que repartió los talentos entre sus servidores?
El padre de Harmonía no frecuentaba la iglesia, pero leía la Biblia y se la comentaba a los niños de la escuela. Decía que era un libro lleno de sabiduría que todos deberían conocer bien. Rosa no se acordaba de lo que su hermana le preguntaba.
—Seguro que te acuerdas en cuanto te lo empiece a contar —le dijo ella—: Había una vez un hombre que se fue de viaje y repartió entre sus servidores unas monedas de oro que se llamaban talentos. A uno le dio cinco talentos, a otro le dio dos, y al tercero, uno, según las capacidades de cada uno de ellos. Y les encargó que velasen por su hacienda.
»E1 criado que recibió cinco talentos se puso a negociar con ellos y ganó otros cinco, y lo mismo hizo el que recibió dos. Pero el que sólo había recibido uno tuvo miedo de perderlo y lo enterró en la tierra para tenerlo bien guardado.
«Cuando el amo volvió de su viaje les pidió cuentas del dinero que les había dejado. El que recibió cinco le dijo: "Aquí tienes los cinco que me entregaste y estos otros cinco que yo gané".
»E1 señor lo felicitó y lo mandó entrar en la casa para celebrar una fiesta. Lo mismo sucedió con el que había recibido dos y había ganado otros dos.
«Cuando le llegó el tumo al que había recibido un talento, le dijo al amo: "Señor, aquí tienes el talento que me diste; tuve miedo de perderlo y por eso lo guardé bajo tierra". El señor entonces se enfadó mucho con él y le dijo: "¡Eres un holgazán y un mal criado, que no has sabido aprovechar lo que di! ¡Vete de mi casa!". Y le quitó el talento que tenía y lo echó fuera para siempre.
«A mí me daba pena aquel pobre criado —dijo Harmonía— y pensaba que seguramente no había sido por pereza, sino por miedo por lo que guardó el oro en la tierra. Pero papá decía que tanto daba una cosa como la otra; que, si ves que hay que hacer una cosa y no la haces, es igual que sea por pereza que por miedo; sólo tiene disculpa quien no la hace por ignorancia.
—Pues yo no me acuerdo de oírle a papá nada de eso —dijo Rosa enfurruñada— y además no veo que yo tenga que hacer nada.
—Sí que lo ves, Rosa. Tienes un don especial. Hasta ahora no lo habías visto, ni tú ni ninguno de nosotros. Pero ahora lo vemos y no puedes esconderlo como el mal criado. Tienes que intentarlo, Rosa, y no tener miedo de apartarte de nosotros, ni pereza en competir con otras chicas que también valdrán mucho. Tienes que intentarlo por lo menos.
Rosa se quedó reconcentrada y encogida sobre sí misma, como si no escuchase lo que decía su hermana. Pero de pronto se irguió, respiró hondo, hizo una pirueta y fue a abrazarse a Harmonía.
—No lo enterraré. Ya lo verás. Estarás orgullosa de mí.
Harmonía suspiró y le acarició la cabeza.
—Lo que importa es que lo intentes. Seguramente todo irá bien. La directora no te habría hablado como lo hizo si no creyese que tienes muchas posibilidades... Pero si sale mal no hay que desesperarse, Rosa, porque lo importante es el esfuerzo, no el éxito.
—Eso también lo decía papá, ¿a que sí?
Harmonía suspiró otra vez:
—Él lo decía mejor, pero creo que quería decir lo que yo te digo... ¡Hala! Y ahora a poner manos a la obra, que hay muchas cosas que hacer antes de que te vayas.